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casadas traten de expresar sus quejas sin dañar a la relación. No debemos olvidar que lo que resulta válido
en el mundo del matrimonio también es aplicable al mundo laboral.
ACEPTAR LA DIVERSIDAD
Sylvia Skeeter, ex—capitán del ejército de unos treinta años de edad, era gerente de un restaurante
Denny’s en Columbia (Carolina del Sur). Una tranquila noche, un grupo de clientes negros —un ministro
presbiteriano, un pastor y dos cantantes de gospel— entraron y se sentaron dispuestos a cenar mientras las
camareras les ignoraban. «Las camareras —recordaba Skeeter— comenzaron entonces a hablar, con las
manos en las caderas, como si las personas que acababan de sentarse a un par de metros no existieran».
Skeeter, indignada, se enfrentó entonces a las camareras y se quejó al director, quien se encogió de
hombros respondiendo: «así es como han sido educadas y no hay nada que yo pueda hacer por cambiar
las cosas». Skeeter, que era negra, renunció entonces a su trabajo.
Si se hubiera tratado de un incidente aislado esta situación hubiera podido pasar completamente
inadvertida. Pero el hecho es que Sylvia Skeeter fue una de las muchas personas que fueron llamadas a
declarar como testigo en un juicio por prejuicios raciales seguido contra la cadena Denny’s cuyo veredicto
final les obligó a pagar 54 millones de dólares en concepto de indemnización a los miles de clientes negros
que habían sufrido este tipo de vejaciones.
Entre los muchos demandantes se encontraban siete agentes afroamericanos del servicio secreto
que, en un viaje que hicieron como agentes de seguridad del presidente Clinton cuando éste visitó la
Academia Naval de Annapolis, tuvieron que esperar cerca de una hora su desayuno mientras sus colegas
de la mesa de al lado eran servidos al momento. Otra de las demandantes fue una mujer negra paralítica de
Tampa (Florida), quien permaneció esperando en su silla de ruedas durante un par de horas a que le
sirvieran el postre después de una cena de fin de curso. A lo largo del juicio seguido por esta manifiesta
discriminación, quedó demostrado que el origen del problema radicaba en la creencia —especialmente al
nivel de los gerentes del distrito y de las distintas secciones— de que los clientes negros eran malos para el
negocio.
Hoy en día, como resultado de la condena y de la publicidad que ha rodeado a todo el caso, la
cadena Denny’s está tratando de compensar su anterior discriminación hacia la comunidad negra.
Y todos los empleados, especialmente los jefes, están obligados a asistir a sesiones de formación en
las que se consideran las ventajas de una clientela multirracial.
Este tipo de seminarios se ha convertido en moneda corriente en el seno de multitud de empresas de
todos los Estados Unidos y cada vez resulta más claro que, aunque la gente tenga prejuicios, debe
aprender a actuar como si no los tuviera. Y los motivos de esta actitud no son tan sólo de tipo humano sino
también pragmáticos. Uno de ellos es el nuevo rostro que está asumiendo la fuerza laboral dominante, en
donde los varones blancos están convirtiéndose en una franca minoría. Un estudio realizado en varios
cientos de empresas norteamericanas ha puesto de relieve que más del 75% de la nueva fuerza del trabajo
no es de raza blanca, un auténtico cambio demográfico que tiene también su reflejo en el mundo del
consumo. Otra de las razones es la creciente necesidad de las empresas multinacionales de empleados
que no sólo dejen de lado todo prejuicio y respeten a la gente de diferentes culturas (y mercados) sino que
también tengan en cuenta las ventajas competitivas que conlleva esta actitud. Un tercer motivo es el fruto
potencial de la diversidad, en términos de mayor creatividad colectiva y energía empresarial.
Todo esto significa que la cultura de la empresa debe fomentar la tolerancia aun en el caso de que
persistan los prejuicios individuales. Pero ¿cómo puede hacer esto una empresa? Lo cierto es que los
cursos de un día, el pase de un vídeo o los cursillos de «entrenamiento en la diversidad» de fin de semana
no parecen servir para eliminar realmente los prejuicios de quienes asisten a ellos, ya sea de los blancos
contra los negros, de los negros contra los asiáticos o de los asiáticos contra los hispanos. De hecho, el
efecto de ciertos cursos inadecuados de entrenamiento en la diversidad —aquéllos que prometen
demasiado y despiertan falsas esperanzas o que simplemente fomentan la atmósfera de confrontación en
lugar de alentar la comprensión— puede ser precisamente el contrario del deseado al llamar la atención
sobre las diferencias y fomentar de ese modo las tensiones que dividen a los grupos en el puesto de
trabajo. La comprensión de las posibilidades de que uno dispone ayuda a comprender la naturaleza del
prejuicio mismo.
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Las raices del prejuicio
El doctor Vamik Volkan es un psiquiatra de la Universidad de Virginia que todavía recuerda su
infancia en el seno de una familia turca de la isla de Chipre, amargamente dividida entre dos comunidades,
la griega y la turca. Cuando era niño. el doctor Volkan oyó rumores de que cada uno de los nudos del
cinturón del sacerdote griego de la localidad representaba a niños turcos que había estrangulado con sus
propias manos y todavía recuerda el tono de consternación con el que le contaron la forma en que sus
vecinos griegos comían cerdo, una carne considerada impura por la cultura turca. Hoy en día, como
estudioso de los conflictos étnicos, Volkan ilustra con sus recuerdos infantiles la forma en que los odios y
los prejuicios intergrupales se perpetúan de generación en generación. En ocasiones, especialmente en
aquellos casos en los que exista una larga historia de enemistad, la fidelidad al propio grupo exige el precio
psicológico de la hostilidad hacía otro grupo.
El aprendizaje del componente emocional de los prejuicios tiene lugar a una edad tan temprana que
hasta quienes comprenden que se trata de un error tienen dificultades para erradicarlo por completo. Según
afirma Thomas Pettigrew, un psicólogo social de la Universidad de California en Santa Cruz que se ha
dedicado durante varias décadas al estudio de los prejuicios: «las emociones propias de los prejuicios se
consolidan durante la infancia mientras que las creencias que los justifican se aprenden muy
posteriormente. Si usted quiere abandonar sus prejuicios advertirá que le resulta mucho más fácil cambiar
sus creencias intelectuales al respecto que transformar sus sentimientos más profundos. No son pocos los
sureños que me han confesado que, aunque sus mentes ya no sigan alimentando el odio en contra de los
negros, no por ello dejan de experimentar una cierta repugnancia cuando estrechan sus manos. Los
sentimientos son un residuo del aprendizaje al que fueron sometidos siendo niños en el seno de sus
familias».
El poder de los estereotipos sobre los que se asientan los prejuicios procede de la misma dinámica
mental que los convierte en una especie de profecía autocumplida. En este sentido, las personas recuerdan
más fácilmente los ejemplos que confirman un estereotipo que aquéllos otros que tienden a refutarlo. Por
esto cuando en una fiesta, por ejemplo, nos presentan a un inglés abierto y cordial —un hecho que
desmiente el estereotipo del británico frío y reservado— la gente suele decirse a sí misma que es una
excepción o que «ha estado bebiendo».
La persistencia de los prejuicios sutiles puede explicar el hecho por el cual, aunque durante los
últimos cuarenta años la actitud de los norteamericanos blancos hacia los negros haya sido cada vez más
tolerante y las personas repudien cada vez mas abiertamente las actitudes racistas, todavía siguen
subsistiendo formas encubiertas y sutiles de prejuicio. Cuando a este tipo de personas se les pregunta por
el motivo de su conducta afirman no tener prejuicios, pero lo cierto es que, digan lo que digan, en
situaciones ambiguas siguen comportándose de un modo racista.
Éste es el caso, por ejemplo, del jefe que cree no tener prejuicios pero que se niega a contratar a un
trabajador negro —no por motivos racistas, en su opinión, sino porque su educación y su experiencia «no
son idóneas para el trabajo»—, pero que no tiene los mismos remilgos a la hora de contratar a un blanco
que posea la misma formación. O también puede asumir la forma de colaborar con un vendedor blanco y
negarse a hacer lo mismo con un vendedor de origen negro o hispano.
Ninguna tolerancia hacia la intolerancia
Pero, si bien los prejuicios largamente sostenidos no pueden ser desarraigados con facilidad, sí que
es posible, no obstante, hacer algo distinto con ellos. En el caso de Denny’s, por ejemplo, hubiera tenido
que amonestarse a las camareras o a los directores de sección que se dedicaban a discriminar a los
negros. Pero, en lugar de eso, algunos jefes parecen haberles alentado, al menos tácitamente, a ejercer la
discriminación (porque algunas de las políticas seguidas por la empresa —como exigir que los clientes
negros pagaran por anticipado o negarse a enviar felicitaciones de cumpleaños a sus clientes negros, por
ejemplo— eran abiertamente racistas). Como dijo John P. Relman, el abogado que presentó la demanda
contra Denny’s en nombre de los agentes negros del servicio secreto: «el equipo directivo de Denny’s no
quiso darse cuenta de lo que el personal estaba haciendo. Debe haber habido algún mensaje que permitió
a los directores de sección actuar siguiendo sus impulsos racistas». Pero todo lo que sabemos sobre las
raíces de los prejuicios y sobre la forma de eliminarlos sugiere que es precisamente esta actitud —la de
hacer oídos sordos— la que consiente la discriminación. En este contexto, no hacer nada significa dejar que
el virus del prejuicio se propague sin ofrecer resistencia alguna. Más fundamental todavía que los cursos de
entrenamiento en la diversidad —o tal vez esencial para que éstos logren su objetivo— es la posibilidad de
cambiar de manera decisiva las normas de funcionamiento de un grupo asumiendo, desde la cúspide del
organigrama hacia abajo, una postura activa en contra de cualquier forma de discriminación. Tal vez, de
este modo, los prejuicios no puedan erradicarse, pero lo que sí que puede eliminarse son los actos de
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prejuicio. Como dijo un ejecutivo de IBM: «no podemos tolerar ningún tipo de menosprecio ni de insulto. El
respeto por los derechos de los individuos constituye un elemento capital de la cultura de IBM». Si la
investigación sobre los prejuicios tiene alguna lección que ofrecernos para contribuir a establecer una
cultura laboral más tolerante, ésta es la de animar a las personas a manifestarse claramente en contra de
los más pequeños actos de discriminación o acoso (contar chistes ofensivos o colgar calendarios de chicas
ligeras de ropa que resultan degradantes para la mujer, por ejemplo). Un estudio descubrió que, cuando las
personas de un grupo escuchan a alguien expresar prejuicios étnicos, los miembros del grupo tienden a
hacer lo mismo. El simple acto de llamar a los prejuicios por su nombre o de oponerse francamente a ellos
establece una atmósfera social que los desalienta mientras que, por el contrario, hacer como si no ocurriera
nada equivale a autorizarlos. En este quehacer, quienes se hallan en una posición de autoridad
desempeñan un papel fundamental, porque el hecho de no condenar los actos de prejuicio transmite el
mensaje tácito de que tales actos son adecuados. Por el contrario, responder a esas acciones con una
reprimenda transmite el poderoso mensaje de que los prejuicios no son algo intrascendente sino que tienen
consecuencias muy reales (y, por cierto, muy negativas).
Aquí también son beneficiosas las habilidades que proporciona la inteligencia emocional, no sólo en
lo que se refiere a cuándo hay que hablar claro sino también en cuanto a saber como hacerlo. De hecho,
este tipo de feedback debería transmitirse con toda la sutileza de una crítica eficaz que pudiera escucharse
sin despertar las resistencias del receptor. Cuando los jefes y los compañeros hacen esto —o aprenden a
hacerlo— de manera natural, los actos de prejuicio terminan desvaneciéndose.
Los más eficaces cursos de entrenamiento en la diversidad imponen un nuevo contexto explicito de
reglas que deja los prejuicios fuera de lugar, alentando a los espectadores silenciosos a manifestar sus
malestares y sus objeciones. Otro ingrediente activo de los cursos de entrenamiento en la diversidad
consiste en asumir el punto de vista del otro, una postura que fomenta la empatía y la tolerancia, porque es
más probable que uno se manifieste claramente en contra de algo cuando ha podido experimentarlo
directamente en carne propia.
En resumen, pues, es más práctico tratar de eliminar la expresión de los prejuicios que intentar
cambiar esa actitud, puesto que los estereotipos cambian muy lentamente (si es que lo hacen).
Como lo demuestran aquellos casos en los que se ha tratado de eliminar la discriminación escolar y
que terminaron generando más hostilidad intergrupal, el simple hecho de reunir a la gente procedente de
diferentes grupos contribuye poco o nada a menoscabar la intolerancia. La multitud de programas de
entrenamiento en la diversidad que se han generalizado en el ámbito empresarial ha puesto de relieve que
un objetivo realista consiste en cambiar las normas de funcionamiento de un grupo en el que operan los
prejuicios. Este tipo de programas sirven para promover en la conciencia colectiva la idea de que la
intolerancia o el acoso no son aceptables y no serán tolerados. Pero de eso a tener la esperanza poco
realista de que esta clase de programas erradicará los prejuicios media un abismo.
Además, dado que los prejuicios constituyen una variedad del aprendizaje emocional, el
reaprendizaje es posible, aunque necesite tiempo y no pueda ser el resultado de un simple cursillo de
entrenamiento en la diversidad. Lo que sí puede servir, en cambio, es la cooperación sostenida día tras día
y el esfuerzo cotidiano hacia un objetivo común entre personas procedentes de sustratos diferentes. Lo que
nos enseñan las escuelas que promueven la integración racial es que, cuando el grupo fracasa en este
intento, se forman pandillas hostiles y se intensifican los estereotipos negativos. Pero cuando los
estudiantes trabajan en equipo como iguales en la búsqueda de un objetivo común, como ocurre en los
equipos deportivos o en las bandas de música —y como también sucede naturalmente en el mundo laboral
cuando las personas trabajan codo con codo a lo largo de los años— los estereotipos terminan
rompiéndose. No luchar en contra de los prejuicios en el puesto de trabajo supone además perder la
ocasión de aprovechar las oportunidades creativas y empresariales que ofrece una fuerza de trabajo
diversificada. Como veremos en la próxima sección, cuando un equipo de trabajo en el que participan
recursos y perspectivas diferentes funciona armónicamente, es más probable que alcance soluciones más
creativas y más eficaces que cuando esas mismas personas trabajan aisladamente.
LA SABIDURIA DE LAS ORGANIZACIONES Y EL CI COLECTIVO
A finales de este siglo, un tercio de la población laboral activa de los Estados Unidos serán
«trabajadores del conocimiento», es decir, personas cuya productividad estará orientada hacia el
aumento del valor de la información (va sea como analistas de mercado, escritores o programadores de
ordenador). Peter Drucker, el eminente experto del mundo empresarial que acuñó el término «trabajadores
del conocimiento», señala que la experiencia de estos trabajadores es altamente especializada y, dado que
los escritores no son editores ni los programadores de ordenadores son distribuidores de software, su
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productividad depende de la adecuada coordinación de los esfuerzos individuales en el seno de un equipo.
Hasta ahora, la gente siempre ha trabajado en cadena pero, según Drucker, en el caso de los trabajadores
del conocimiento «la unidad de trabajo no será el individuo sino el equipo». Por ese mismo motivo es
por lo que la inteligencia emocional —las habilidades que fomentan la armonía entre las personas— será un
bien cada vez más preciado en el mundo laboral.
La forma más rudimentaria de equipo de trabajo organizativo es la reunión —ya sea en una sala de
juntas, en una sala de conferencias o en una oficina—, un elemento insoslayable del trabajo de cualquier
grupo de ejecutivos. La reunión —la confluencia de personas en una misma habitación— no es sino una
forma evidente y algo anticuada de trabajo, dado que las redes electrónicas, el correo electrónico, las
teleconferencias, los equipos de trabajo, las redes informales, etcétera, están convirtiéndose en nuevas
entidades funcionales dentro del mundo empresarial. Bien podríamos decir que si el organigrama jerárquico
constituye el esqueleto de una organización, estos componentes humanos constituyen su sistema nervioso
central.
Dondequiera que la gente se reúna a colaborar, ya sea en una reunión de planificación organizativa o
en un equipo de trabajo que aspira a la creación de un producto común, existe una sensación muy real de
una especie de CI grupal que constituye la suma total de los talentos y habilidades de todos los implicados.
Y es este CI el que determina lo bien que cumplen con su cometido.
Pero el factor más importante de la inteligencia colectiva no es tanto el promedio de los CI
académicos de sus componentes individuales como su inteligencia emocional. En realidad, la verdadera
clave del elevado CI de un grupo es su armonía social. Es precisamente la capacidad de armonizar la que
determina el que, manteniendo constantes todas las demás variables, un determinado grupo sea
especialmente diestro, productivo y eficaz mientras que otro —compuesto por individuos cuyos talentos
sean equiparables— obtenga resultados más pobres.
La idea de que existe una inteligencia grupal procede de Robert Sternberg, un psicólogo de Yale, y
de Wendy Williams, una estudiante graduada, que llevaron a cabo una investigación para tratar de
comprender los elementos que contribuyen a la eficacia de un determinado grupo.« Después de todo,
cuando las personas se reúnen para trabajar en equipo, cada una de ellas aporta determinados talentos
(como, por ejemplo, la fluidez verbal, la creatividad, la empatía o la experiencia técnica). Y, si bien un grupo
no puede ser «más inteligente» que la suma total de los talentos de los individuos que lo componen, si que
puede, en cambio, ser mucho más estúpido en el caso de que su dinámica interna no potencie los talentos
de los implicados». Este axioma resultó evidente cuando Sternberg y Williams reclutaron a diversas
personas para formar grupos que debían enfrentarse al reto creativo de diseñar una campaña publicitaria
eficaz para un edulcorante ficticio que se presentaba como un prometedor sustituto del azúcar.
Uno de los hallazgos más sorprendentes de aquella investigación fue que las personas que estaban
demasiado ansiosas por formar parte del grupo terminaron convirtiéndose en un lastre que enlentecía su
rendimiento global, porque eran demasiado controladores y dominantes. Estas personas parecían carecer
de uno de los componentes fundamentales de la inteligencia social, la capacidad de reconocer lo que es
apropiado y lo que no lo es en el toma y daca de la relación social. Otro factor claramente negativo fueron
los pesos muertos, los individuos que no participaban.
El factor individual más importante para maximizar la excelencia del funcionamiento de un grupo fue
su capacidad de crear un estado de armonía que les permitiera sacar el máximo rendimiento del talento de
cada uno de sus miembros. En este sentido, el rendimiento global de los grupos armoniosos era mayor
cuando alguno de sus integrantes era especialmente diestro, algo que en los otros grupos en los que existía
mayor fricción interindividual parecía resultar más difícil de capitalizar. El ruido emocional y social —el
ruido provocado por el miedo, la ira, la rivalidad o el resentimiento— disminuye el rendimiento del grupo
mientras que la armonía, en cambio, permite que un grupo saque el máximo provecho posible de las
aptitudes de sus miembros más talentosos y creativos.
La moraleja de este cuento es muy clara en lo que respecta al trabajo en equipo, pero también tiene
implicaciones más generales para cualquiera que trabaje en el seno de una organización.
Muchas de las cosas que la gente hace en su trabajo dependen de su capacidad para organizar una
red difusa de compañeros, y diferentes tareas pueden exigir la participación de diferentes componentes de
esa red. Y esto, a su vez, permite la creación de grupos ad hoc, grupos compuestos especialmente para
sacar el máximo rendimiento posible de los talentos, la experiencia y la situación de sus integrantes. En
este sentido, la forma en que la gente puede «trabajar» una red —es decir, convertirla en un equipo
provisional ad hoc— constituye un factor crucial en el éxito en el mundo laboral.
Veamos, por ejemplo, un estudio sobre trabajadores «estrella» realizado en los mundialmente
famosos Laboratorios Bell. de Princeton, un lugar que concentra una densidad de talentos difícil de igualar.
Ahí trabajan ingenieros y científicos cuyo CI académico es extraordinariamente elevado. Pero dentro de
este pozo de talentos, algunos son verdaderas «estrellas» mientras que otros sólo alcanzan resultados más
bien mediocres. Pues bien, la investigación demostró que la diferencia entre unos y otros no radica tanto en
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su CI académico como en su CI emocional y que los trabajadores «estrella» eran personas más capaces
de motivarse a sí mismas y más dispuestas a organizar sus redes informales en equipos ad hoc.
Los trabajadores «estrella» estudiados trabajaban en una división de la empresa que se dedicaba a
crear y diseñar los dispositivos electrónicos que controlan los sistemas telefónicos, un instrumento muy
complicado de la ingeniería electrónica. La elevada complejidad de la tarea superaba tanto a la capacidad
de cualquier individuo aislado que debía realizarse en equipos de 5 a 150 ingenieros, puesto que ningún
ingeniero aislado sabía lo suficiente como para realizar a solas su trabajo y necesitaba la colaboración y la
experiencia de otras personas. Para descubrir la diferencia existente entre los muy productivos y aquéllos
otros que eran mediocres, Robert Kelley y Janet Caplan pidieron a los jefes y a los empleados que
seleccionaran entre el 10 y el 15% de los ingenieros que destacaban como «estrellas».
Como señalaron luego en la Harvard Business Review, cuando Kelley y Caplan compararon los
resultados obtenidos por los trabajadores «estrella» «en lo que respecta a un amplio espectro de medidas
cognitivas y sociales (desde la valoración del CI hasta los inventarios de personalidad)» con los resultados
logrados por los demás, no lograron detectar la menor diferencia innata significativa entre los dos grupos.
«La investigación demuestra, pues, que el talento académico —o el CI— no es un buen predictor de la
productividad en el puesto de trabajo.» Pero después de llevar a cabo detalladas entrevistas comenzó a
vislumbrarse que las diferencias criticas tenían que ver con las estrategias internas e interpersonales
utilizadas por los «estrella» para realizar su trabajo. Una de las más importantes resultó ser el tipo de
relación que se establece con una red de personas clave.
Las cosas van mucho mejor para las personas «estrella» porque éstas dedican más tiempo a cultivar
buenas relaciones con las personas cuyos servicios pueden resultar más críticamente necesarios. «Un
trabajador medio en los Laboratorios Bell hablaba de quedarse perplejo por un problema técnico.» Según
Kelley y Calan: «él llamó entonces a varios gurús técnicos y luego esperó su respuesta postal o electrónica,
perdiendo así un tiempo valiosísimo». Los trabajadores «estrella», por su parte, pocas veces deben
enfrentarse a estas situaciones porque se ocupan de establecer esas redes fiables antes de que realmente
las necesiten y cuando piden consejo a alguien casi siempre obtienen una respuesta más rápida».
Las redes informales son especialmente interesantes para resolver problemas imprevistos. «La
organización formal se establece para solucionar problemas fácilmente anticipables —afirma un estudio de
este tipo de redes—, pero cuando aparecen los problemas inesperados, la organización informal suele
volverse inoperante. La red compleja de vínculos sociales informales se formaliza a lo largo del tiempo en
redes sorprendentemente estables. Altamente adaptativas, las redes informales se mueven diagonal y
elípticamente, saltándose pasos enteros del organigrama para conseguir que las cosas funcionen
debidamente.»
El análisis de las redes informales muestra que, del mismo modo que quienes trabajan codo con
codo no necesariamente se confían información especialmente sensible (como, por ejemplo, el deseo de
cambiar de trabajo o el resentimiento sobre el comportamiento de los jefes o de otros compañeros), menos
lo harán todavía en caso de situaciones críticas. En realidad, un examen más preciso muestra que al menos
existen tres variedades de redes informales: las redes de comunicación (quién habla con quién); las redes
de experiencia (basadas en las personas a quienes se pide consejo) y las redes de confianza. Los nudos
principales de las redes de experiencia suelen ser las personas que tienen una reputación de excelencia
técnica que a menudo les conduce al ascenso en el escalafón laboral. Pero no hay mucha relación entre ser
un experto y ser considerado como alguien a quien confiar los secretos, las dudas y las debilidades. Un jefe
mezquino o tiránico puede ser alguien sumamente experto pero la confianza que despertará en sus
subordinados será tan baja que saboteará su capacidad directiva y quedará excluido de las redes
informales. Los trabajadores «estrella» de una organización suelen ser aquéllos que han establecido
sólidas conexiones en todas las redes, sean de comunicación, de experiencia o de confianza.
Además del dominio de estas redes convencionales, existen también otras formas de sabiduría
organizativa. Por ejemplo, los trabajadores «estrella» de los Laboratorios Bell han conseguido coordinar
eficazmente sus esfuerzos en el trabajo en equipo; son los mejores en lograr el consenso; son capaces de
ver las cosas desde la perspectiva de los demás (como los clientes u otros compañeros de trabajo), y
son persuasivos y promueven la cooperación al tiempo que evitan los conflictos. Mientras todo esto
descansa en las habilidades sociales, los trabajadores «estrella» también desplegaron otro tipo de
maestría: tomar iniciativas —tener la suficiente motivación como para asumir las responsabilidades
derivadas de su trabajo y más allá de él— y disponer del autocontrol necesario como para organizar
adecuadamente su tiempo y su trabajo. Todas estas habilidades, obviamente, forman parte de la
inteligencia emocional.
Existe, por tanto, una fuerte evidencia de que el descubrimiento realizado en los Laboratorios Bell
augura un futuro en el que las habilidades básicas de la inteligencia emocional —el trabajo en equipo, la
colaboración entre los individuos y el aprendizaje de una mayor eficacia colectiva— serán cada vez más
importantes. En la medida en que los servicios basados en el conocimiento y el capital intelectual vayan
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convirtiéndose en un factor más decisivo en las organizaciones, la forma en que la gente colabore entre sí
irá convirtiéndose también en una auténtica ventaja intelectual. Así pues, el crecimiento y hasta la misma
supervivencia de la organización depende, en definitiva, del aumento de la inteligencia emocional
colectiva.
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11. LA MENTE Y LA MEDICINA
—¿,Quién le enseñó eso, doctor?
—El sufrimiento —respondió en seguida el médico.
Albert Camus, La peste
Un ligero dolor en la ingle me obligó a visitar al médico. Todo parecía muy normal hasta que el
análisis de orina reveló la presencia de rastros de sangre.
—Quisiera que fuera al hospital a que le hicieran una citología renal —me comentó el doctor, con
tono distante.
No recuerdo nada de lo que dijo a continuación porque mí mente pareció quedarse atrapada en la
palabra citología... ¡cáncer!
Sólo tengo un recuerdo muy vago de lo que me dijo acerca del día y el lugar en que debía hacerme la
prueba. Y, aunque se trataba de unas indicaciones muy sencillas, tuvo que repetírmelas tres o cuatro veces
porque mi mente parecía resistirse a olvidar la palabra citología y me sentía como si me acabaran de
atracar frente a la puerta de mi propia casa.
Pero ¿de dónde provenía una reacción tan desproporcionada?
El médico se había limitado a hacer su trabajo tratando de rastrear todas las posibles ramificaciones
que le permitieran emitir un buen diagnóstico. Poco importaba, en aquel momento, que la probabilidad
racional de padecer cáncer fuera mínima, porque el reino de la enfermedad está dominado por la emoción y
por el miedo. Nuestra fragilidad emocional ante la enfermedad se asienta en la creencia de que somos
invulnerables, una creencia que la enfermedad -especialmente la enfermedad grave— hace añicos,
destruyendo así la seguridad e invulnerabilidad de nuestro universo privado y volviéndonos súbitamente
débiles, desamparados e indefensos.
El problema estriba en que el personal sanitario se ocupa de las dolencias físicas pero suele
descuidar las reacciones emocionales de sus pacientes. Y esta falta de atención hacia la realidad
emocional del enfermo soslaya la creciente evidencia que demuestra el papel fundamental que desempeña
el estado emocional en la vulnerabilidad a la enfermedad y en la prontitud del proceso de recuperación.
Lamentablemente, sin embargo, la atención médica moderna no suele caracterizarse por ser
emocionalmente muy inteligente.
El hecho es que la entrevista con una enfermera o con un médico debería ser una oportunidad para
obtener una información tranquilizadora, amable y afectuosa y no, como suele ocurrir, una invitación a la
desesperanza. No es infrecuente que los profesionales clínicos tengan demasiada prisa o se muestren
indiferentes ante la angustia de sus pacientes. A decir verdad, también hay enfermeras y médicos
compasivos que dedican tiempo a tranquilizar, informar y medicar de la manera adecuada, pero la
tendencia general parece abocarnos a un universo profesional en el que los imperativos institucionales
transforman al personal sanitario en alguien demasiado indiferente a la vulnerabilidad de sus pacientes o
demasiado presionado como para poder hacer algo al respecto. Y, si tenemos en cuenta la cruda realidad
de un sistema sanitario cada vez más mediatizado por las cuestiones económicas, no parece que las cosas
vayan a mejorar.
Más allá de las motivaciones humanitarias de que la labor del médico consiste tanto en cuidar como
en curar, existen otras importantes razones que nos inducen a pensar que la realidad psicológica y
sociológica de los pacientes compete también al dominio de la medicina. Existen pruebas claras de que la
eficacia preventiva y curativa de la medicina podría verse potenciada si no se limitara a la condición clínica
de los pacientes sino que tuviera también en cuenta su estado emocional. Obviamente, esto no es aplicable
a todos los individuos y a todas las condiciones, pero el análisis de los datos procedentes de miles de casos
nos permite afirmar hoy, sin ningún género de dudas, las ventajas clínicas que conlleva una intervención
emocional en el tratamiento médico de las enfermedades graves.
Históricamente hablando, la medicina moderna se ha ocupado de la curación de la enfermedad (del
desorden clínico) dejando de lado el sufrimiento (la vivencia que el paciente tiene de su enfermedad). Los
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pacientes, por su parte, se han visto obligados a compartir este punto de vista y a sumarse a una
conspiración silenciosa que trata de ocultar las reacciones emocionales suscitadas por la enfermedad o a
desdeñarías como algo completamente irrelevante para el curso de la misma, una actitud que se ve
reforzada, asimismo, por un modelo médico que rechaza de pleno la idea misma de que la mente tenga
alguna influencia significativa sobre el cuerpo.
No obstante, en el polo opuesto nos encontramos con una ideología igualmente contraproducente, la
creencia de que somos los principales artífices de nuestras enfermedades, la creencia de que basta con
afirmar que somos felices y salmodiar una retahíla de afirmaciones positivas para curarnos de las más
graves dolencias. Pero esta panacea retórica que magnifica la influencia de la mente sobre la enfermedad
no hace sino crear más confusión y aumentar la sensación de culpabilidad del paciente, como si la
enfermedad fuera el testimonio palpable de un estigma moral o de una falta de valía espiritual.
La actitud justa está entre ambos extremos. Trataré, a continuación, de revisar la información
científica disponible para poner de relieve estas contradicciones y aclarar con más precisión el peso de las
emociones —y, en consecuencia, de la inteligencia emocional— en el curso de la salud y de la enfermedad.
«LA MENTE DEL CUERPO»: RELACIÓN ENTRE LAS EMOCIONES Y LA SALUD
Un descubrimiento realizado en 1974 en el laboratorio de la Facultad de Medicina y Odontología de la
Universidad de Rochester nos obligó a recomponer el mapa biológico que hasta aquel momento teníamos
sobre el cuerpo. El psicólogo Robert Ader descubrió que, al igual que el cerebro, el sistema inmunológico
también es capaz de aprender, un hallazgo ciertamente sorprendente porque el conocimiento médico
imperante por aquel entonces sostenía que el cerebro y el sistema nervioso central eran los únicos capaces
de adaptarse a las exigencias del medio modificando su comportamiento. El hallazgo realizado por Ader
inauguró una investigación que permitió descubrir las múltiples vías de comunicación existentes entre el
sistema nervioso y el sistema inmunológico, las miles de conexiones biológicas que mantienen
estrechamente relacionados la mente, las emociones y el cuerpo.
En este experimento, Ader administró a varias ratas blancas una medicación —que iba acompañada
de la ingesta de agua edulcorada con sacarina— que disminuía artificialmente la cantidad de leucocitos T
(destinados a combatir la enfermedad). Pero Ader descubrió, no obstante, que la mera administración de
agua con sacarina —sin ningún tipo, por tanto, de medicación inhibidora— seguía provocando un descenso
tal del número de células que algunas ratas terminaron enfermando y muriendo. Este experimento demostró
que el sistema inmunológico había aprendido a responder al agua con sacarina, algo que, según el criterio
científico prevalente, carecía de todo sentido.
Según el neurocientífico Francisco Varela, de la Escuela Politécnica de Paris, el sistema
inmunológico constituye el «cerebro del cuerpo», el que define su sensación de identidad, de lo que le
pertenece y lo que no le pertenece.’ Las células inmunológicas se desplazan por todo el cuerpo con el
torrente sanguíneo, estableciendo contacto con casi todas las células del organismo y atacándolas cuando
no las reconoce, cumpliendo así con la función de defendernos de los virus, las bacterias o el cáncer. Pero
también puede darse el caso de que las células inmunológicas interpreten equivocadamente el mensaje de
ciertas células del cuerpo y terminen ocasionando una enfermedad autoinmune, como la alergia o el lupus,
por ejemplo. Hasta el día en que Ader realizó su imprevisto descubrimiento, los fisiólogos, los médicos y
hasta los biólogos consideraban que el cerebro (con sus diferentes ramificaciones a través del cuerpo vía
sistema nervioso central) y el sistema inmunológico eran entidades independientes y. por tanto, incapaces
de influirse mutuamente. Según los conocimientos disponibles desde hacía un siglo, no existía ningún tipo
de comunicación entre los centros cerebrales que controlan el sabor y aquellas regiones de la médula ósea
encargadas de la fabricación de leucocitos.
En los años transcurridos desde entonces, el modesto descubrimiento realizado por Ader ha obligado
a cambiar radicalmente nuestro criterio sobre las relaciones existentes entre el sistema inmunológico y el
sistema nervioso central, dando origen a una nueva ciencia, la psiconeuroinmunologia (o PNI), actualmente
en la vanguardia de la medicina. El mismo nombre de esta nueva ciencia da cuenta del vinculo existente
entre la «mente» (psico), el sistema neuroendocrino (neuro) —que subsume el sistema nervioso y el
sistema hormonal— y el término inmunología, que se refiere, obviamente, al sistema inmunológico.
A partir de entonces, una serie de investigadores ha descubierto que los mensajeros químicos más
activos, tanto en el cerebro como en el sistema inmunológico, se concentran en las regiones nerviosas
encargadas del control de las emociones? David Felten, colega de Ader, nos ha proporcionado algunas de
las pruebas más concluyentes a favor de la existencia de un vinculo fisiológico directo entre las emociones
y el sistema inmunológico. Felten comenzó observando que las emociones tienen un efecto muy
poderoso sobre el sistema nervioso autónomo (encargado, entre otras cosas, de regular la cantidad de
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insulina liberada en la sangre y la tensión arterial). Trabajando con su esposa Suzanne y otros colegas,
Felten logró determinar el lugar concreto en el que, por decirlo así, el sistema nervioso se comunica
directamente con los linfocitos y las células macrófagas del sistema inmunológico. En sus observaciones
realizadas con el microscopio electrónico, Felten descubrió también la existencia de conexiones directas
entre las terminaciones nerviosas del sistema nervioso autónomo y las células del sistema inmunológico.
Este punto físico de contacto permite a las células nerviosas liberar los neurotransmisores que regulan la
actividad de las células inmunológicas (aunque, en realidad, la comunicación se establece en ambos
sentidos), un hallazgo ciertamente revolucionario porque hasta la fecha nadie había sospechado siquiera
que las células del sistema inmunológico pudieran ser el blanco de mensajes procedentes del sistema
nervioso.
Para determinar con mayor precisión la importancia de estas terminaciones nerviosas en el
funcionamiento del sistema inmunológico, Felten dio un paso más allá y llevó a cabo diferentes
experimentos con animales a los que extrajo algunos de los nervios de los nódulos linfáticos y del bazo, en
donde se elaboran y almacenan las células inmunológicas, y luego les inoculó varios virus para tratar de
verificar la respuesta de su sistema inmunológico. El resultado de esta investigación constató un
espectacular descenso en la respuesta inmunológica frente al ataque vírico. La conclusión de Felten es
que, a falta de estas terminaciones nerviosas, el sistema inmunológico es incapaz de responder como
debiera ante una invasión vírica o bacteriana. Así pues, en resumen, el sistema nervioso no sólo está
relacionado con el sistema inmunológico sino que cumple con un papel esencial para que éste desempeñe
adecuadamente su función.
Otro factor fundamental en la relación existente entre las emociones y el sistema inmunológico está
ligado a las hormonas liberadas en situaciones de estrés. Las catecolaminas (epinefrina y norepinefrina,
llamadas también adrenalina y noradrenalina), el cortisol, la prolactina y los opiáceos naturales (como, por
ejemplo, la-endorfina y la encefalina) son algunas de las hormonas liberadas en situaciones de tensión que
tienen una gran influencia sobre las células del sistema inmunológico. Aunque las relaciones concretas
existentes entre estas hormonas y el sistema inmunológico resultan muy difíciles de precisar, no cabe la
menor duda de que su presencia entorpece el adecuado funcionamiento de las células inmunológicas. El
estrés, por consiguiente, disminuye la resistencia inmunológica, al menos de forma provisional, tal vez
como una estrategia de conservación de la energía necesaria para hacer frente a una situación que parece
amenazadora para la supervivencia del individuo. Pero, en el caso de que el estrés sea intenso y
prolongado, la inhibición puede terminar convirtiéndose en una condición permanente. ¿A partir del
momento en que se hizo evidente la relación entre el sistema nervioso y el sistema inmunológico? los
microbiólogos y otros científicos en general han seguido descubriendo cada vez más conexiones entre el
cerebro, el sistema cardiovascular y el sistema inmunológico.
LAS EMOCIONES TOXICAS: DATOS CLINICOS
Pero, a pesar de tales pruebas, la inmensa mayoría de los médicos siguen mostrándose renuentes a
aceptar la relevancia clínica de las emociones. Si bien es cierto que existen numerosas investigaciones que
demuestran que el estrés y las emociones negativas debilitan la eficacia de distintos tipos de células
inmunológicas, no siempre queda claro que su alcance establezca algún tipo de diferencia clínica.
Pero el hecho es que cada vez son más los médicos que reconocen la incidencia de las emociones
en el desarrollo de la enfermedad. El doctor Camran Nezhat, eminente cirujano ginecológico de la
Universidad de Stanford, afirma que «cuando una mujer a quien voy a intervenir quirúrgicamente me dice
que tiene miedo, postergo de inmediato la intervención», y luego prosigue diciendo «todos los cirujanos
saben que la gente muy asustada no responde adecuadamente a una intervención quirúrgica, ya que
tienden a sangrar en exceso, son más propensos a las infecciones y a las complicaciones y tardan más
tiempo en recuperarse. Es mucho mejor, por tanto, que el paciente se halle completamente sereno».
Es evidente que el pánico y la ansiedad aumentan la tensión arterial y que, en consecuencia, las
venas dilatadas por la presión sanguínea sangran más profusamente cuando son seccionadas por el bisturí
del cirujano. El sangrado excesivo —recordémoslo— constituye una de las principales complicaciones a las
que se enfrenta toda intervención quirúrgica, una complicación que a veces puede terminar conduciendo
hasta la misma muerte.
Pero más allá de estos datos anecdóticos cada vez es mayor la información que subraya la
importancia clínica de las emocines. Es posible que los datos más convincentes al respecto procedan de un
metaanálisis que revisa los resultados de 101 investigaciones llevadas a cabo con miles de personas. Este
metaestudio confirma hasta qué punto resultan nocivas para la salud las emociones perturbadoras « y
demuestra que las personas que sufren de ansiedad crónica, largos episodios de melancolía y pesimismo,
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tensión excesiva, irritación constante, y escepticismo y desconfianza extrema, son doblemente propensas a
contraer enfermedades como el asma, la artritis, la jaqueca, la úlcera péptica y las enfermedades cardíacas
(cada una de la cuales engloba un amplio abanico de dolencias)». Las emociones negativas son, pues, un
factor de riesgo para el desarrollo de la enfermedad, similar al tabaquismo o al colesterol en lo que
concierne a las enfermedades cardíacas. En resumen, pues, las emociones negativas constituyen una
seria amenaza para la salud.
Habría que matizar, por último, que la presencia de una amplia correlación estadística no significa, en
modo alguno, que todas las personas que experimentan estos sentimientos crónicos terminen siendo presa
de alguna de estas enfermedades, pero la evidencia del papel que desempeñan las emociones es, con
mucho, más amplia de lo que nos sugiere este metaestudio. Si prestamos atención a los datos relativos a
emociones concretas, especialmente a las tres principales —la ira, la ansiedad y la depresión—, no cabe la
menor duda de la relevancia clínica de las emociones, aun cuando los mecanismos biológicos concretos
mediante los cuales actúan todavía no hayan sido completamente elucidados.
Cuando la ira resulta suicida
Un golpe lateral en su vehículo le llevó a emprender una frustrante y estéril peregrinación. Primero
tuvo que cumplimentar tediosos formularios en la compañía de seguros y, después de demostrar que la
carrocería de su coche había resultado seriamente dañada y que el responsable del accidente era el
conductor del otro vehículo, todavía tuvo que pagar 800 dólares. Después de aquel incidente llegó a
sentirse tan mal que el simple hecho de coger el coche bastaba para enojarle. Finalmente se vio en la
obligación de vender su automóvil. Años más tarde, el mero recuerdo de aquella situación bastaba para
hacerle palidecer de rabia.
Este desagradable incidente forma parte de un estudio llevado a cabo en la Facultad de Medicina de
la Universidad de Stanford sobre los efectos de la irritabilidad en los pacientes aquejados de una
enfermedad cardiaca. El objeto del estudio —realizado sobre sujetos que, al igual que el hombre que
acabamos de mencionar, habían padecido un ataque cardíaco— era el de averiguar el impacto del enfado
sobre la actividad cardiaca. El resultado fue sorprendente porque, en el mismo momento en que los
pacientes relataban los incidentes que les habían hecho sentirse furiosos, la eficacia de su bombeo
cardíaco (denominada también, en ocasiones, «fracción de eyección») descendió un 5% y, en algunos
casos, hasta el 7% o incluso más, un indicador que los cardiólogos consideran un síntoma de isquemia del
miocardio, un peligroso descenso en la cantidad de sangre que llega al corazón.
Este descenso en la eficacia del bombeo cardíaco no ha sido constatado, en cambio, en presencia de
otras sensaciones perturbadoras, como la ansiedad, por ejemplo, ni tampoco durante el ejercicio físico. El
enojo, pues, parece ser una de las emociones más dañinas para el corazón. Y eso que, según relataron los
afectados, el recuerdo del incidente problemático no les enfurecía ni la mitad de lo que lo habían estado
cuando sucedió el incidente, un dato que demuestra que, en el curso de la situación real, su corazón se
hallaba mucho más afectado.
Este descubrimiento se inserta en un conjunto de pruebas mucho más amplio extraído de una
docena de estudios que subrayan el efecto dañino del enfado para el corazón. El antiguo punto de vista al
respecto no aceptaba fácilmente que la personalidad tipo A —la persona que siempre tiene prisa y que
padece una elevada tensión sanguínea— constituye un grave factor de riesgo para las enfermedades
cardíacas, pero los nuevos descubrimientos realizados al respecto demuestran hoy que la irritabilidad
constituye un claro factor de riesgo.
Muchos de los datos de que disponemos sobre la irritabilidad proceden de la investigación realizada
por el doctor Redford Williams de la Universidad de Duke. Por ejemplo, Williams descubrió que los médicos
que obtuvieron las puntuaciones más elevadas en un test de hostilidad realizado cuando todavía eran
estudiantes mostraban, alrededor de los cincuenta años, un índice de mortalidad siete veces mayor que
quienes habían obtenido puntuaciones más bajas. La tendencia al enfado constituye, pues, un predictor
mejor del índice de mortalidad temprana que otros factores de riesgo tales como fumar, un nivel elevado de
tensión arterial o el índice de colesterol en la sangre. Por su parte, las angiografías —una operación en la
que se inserta un catéter en la arteria coronaria para cuantificar sus posibles lesiones— realizadas por el
doctor John Barefoot, de la Universidad de Carolina del Norte, ayudaron a demostrar la existencia de una
elevada correlación entre los resultados del test de hostilidad y la gravedad de la lesión coronaria.
Con ello no estamos afirmando en modo alguno que la irritabilidad termine ocasionando una
enfermedad coronaria, sino sólo que constituye un factor de riesgo más que tener en cuenta.
Como me explicó Peter Kaufman, director interino del Behavioral Medicine Branch of the National
Heart. Lung, and Blood lnstitute: «aún no estamos en condiciones de afirmar rotundamente que el enfado y
la hostilidad desempeñan un papel determinante en las primeras fases del desarrollo de una enfermedad
coronaría, si contribuyen a intensificar el problema una vez que éste se ha manifestado o ambas cosas a la
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vez.» Tengamos en cuenta que cada nueva explosión de ira aumenta la frecuencia cardiaca y la tensión
arterial, forzando así al corazón a un sobreesfuerzo adicional que, en el caso de repetirse asiduamente,
puede terminar resultando sumamente perjudicial, especialmente si consideramos también que la fuerza del
flujo sanguíneo que discurre por la arteria coronaria a cada latido en estas circunstancias «puede dar lugar
a microdesgarros de los vasos sanguíneos, que favorecen el desarrollo de la placa. En el caso de las
personas crónicamente enojadas, la aceleración habitual del ritmo cardíaco y la elevada presión arterial
pueden terminar consolidando, en un período aproximado de treinta años, una placa arterial que contribuya
a la aparición de la enfermedad coronaria».
Como lo demuestra el estudio de los recuerdos irritantes de este tipo de enfermos, los mecanismos
desencadenados por el enojo afectan directamente a la eficacia del bombeo cardíaco, una situación que
convierte al enfado en un factor especialmente nocivo para las personas que se hallan aquejadas de una
enfermedad coronaria. Un estudio realizado en la Facultad de Medicina de Stanford sobre 1.110 personas
que, tras padecer un primer ataque cardíaco fueron sometidas a un seguimiento de más de ocho anos.
puso de manifiesto que la propensión a la agresividad y a la irritabilidad aumenta el riesgo de sufrir nuevos
ataques. Este resultado fue confirmado posteriormente por otra investigación realizada en la Facultad de
Medicina de Yale sobre 999 personas que habían sufrido un ataque cardíaco y que también fueron
sometidas a un seguimiento, esta vez de diez años. El resultado de esta investigación demostró que las
personas especialmente susceptibles al enfado eran tres veces más proclives —y cinco veces mas, en el
caso de que su nivel de colesterol fuera también elevado— a experimentar un paro cardíaco que las
personas más tranquilas.
No obstante, los investigadores de Yale señalan que la irritabilidad no es el único factor que aumenta
el riesgo de muerte por enfermedad cardiaca, sino que también lo son las emociones negativas intensas de
todo tipo que regularmente liberan hormonas estresantes en el torrente sanguíneo. Pero hay que decir que,
como demuestra un estudio realizado en la Facultad de Medicina de Harvard en el que se pidió a más de
mil quinientas personas que habían sufrido un ataque al corazón que describieran el estado emocional en
que se hallaban en las horas previas al ataque, la irritabilidad representa el caso más evidente de la
estrecha relación existente entre las emociones y las enfermedades del corazón. Este estudio demostró que
el enfado duplica las probabilidades de que quienes sufren una enfermedad del corazón experimenten un
paro cardiaco, y que este incremento del riesgo perdura hasta unas dos horas después de que el enfado
haya desparecido.
Pero este descubrimiento no implica que debamos tratar de eliminar el enfado cuando éste resulte
apropiado, puesto que también existen pruebas de que su represión aumenta la agitación corporal y la
tensión arteriales Por otro lado, como hemos visto en el capítulo 5, el hecho de expresar el enfado
contribuye a alimentarlo, haciendo más probable este tipo de respuesta frente a cualquier situación
problemática. En opinión de Williams, la aparente paradoja existente entre el hecho de expresar o no el
enfado carece de toda importancia, porque lo verdaderamente importante radica en la cronicidad o no de
este estado de ánimo. La expresión ocasional de la hostilidad no resulta peligrosa para la salud; el
problema surge cuando la irritabilidad se hace tan constante como para permitirnos adscribir al sujeto a un
tipo de personalidad hostil, un estilo personal anclado en la desconfianza y el escepticismo y propenso a las
críticas sarcásticas y humillantes, así como a los accesos de mal humor. Pero el hecho es que la
irritabilidad crónica no supone necesariamente una sentencia de muerte sino que, por el contrario,
constituye un hábito y que, como tal, puede ser modificado. En este sentido, resulta relevante el resultado
de un programa desarrollado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford y dirigido a un grupo
de pacientes que habían sufrido un ataque cardíaco con la intención de ayudarles a moderar las actitudes
que les hacían proclives al mal genio. Este entrenamiento en el control del enfado condujo a una
disminución del 44% en la incidencia de nuevos ataques cardíacos en comparación con aquellos otros
pacientes que no se habían sometido a él. Otro programa concebido por Williams arrojó resultados
igualmente esperanzadores El programa de Williams, al igual que el de Stanford, tiene por objeto enseñar
los rudimentos básicos de la inteligencia emocional, especialmente en lo que concierne al desarrollo de la
empatía y a la atención a los síntomas menores del enfado apenas se advierta su presencia. Este
programa pide a los participantes que hagan el esfuerzo decidido de anotar los pensamientos escépticos u
hostiles en el mismo momento en que se presenten. En el caso de que éstos persistan, el sujeto debe tratar
de interrumpirlos diciendo (o pensando) «¡alto!» y, a continuación, debe tratar de reemplazarlos por otros
más positivos. En el caso, por ejemplo, de que el ascensor se retrase, uno debería tratar de buscar una
explicación positiva en lugar de enojarse por la falta de cuidado de la persona a quien uno supone
responsable y, por ejemplo, en lo que respecta a los encuentros interpersonales frustrantes, los pacientes
deben desarrollar la capacidad de ver las cosas desde el punto de vista de la otra persona. La empatía, en
suma, constituye un auténtico bálsamo para el enfado.
Como me dijo Williams: «el antídoto más adecuado contra la irritabilidad consiste en el desarrollo de
una actitud más confiada. Todo lo que se requiere es una motivación adecuada, pero cuando las personas
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comprenden que su irritación puede conducirles rápidamente a la tumba, se encuentran mucho más
predispuestas a intentarlo».
El estrés: la ansiedad desproporcionada e inoportuna
«Me sentía continuamente ansiosa y tensa, una situación que empezó mientras estaba en el instituto
y era una excelente estudiante. Entonces comencé a preocuparme por las notas, los horarios y la relación
con los profesores y mis compañeros. Mis padres me presionaban para que me esforzara todavía más y
para que me convirtiera en una estudiante modelo... Supongo que entonces sencillamente me derrumbé
ante tanta presión, porque mis problemas digestivos comenzaron durante el último año de instituto. Desde
aquella época he tenido que evitar el café y las comidas picantes. y cuando me siento inquieta o tensa, noto
como si el estómago me ardiera, y cada vez que estoy preocupada siento náuseas».
Según la experiencia científica disponible, es muy posible que la ansiedad —la angustia ocasionada
por las presiones de la vida— sea la emoción que se halle más relacionada con el inicio y el proceso de
recuperación de una enfermedad. Desde un punto de vista evolutivo, la ansiedad tal vez resultara útil
cuando cumplía con la función de predisponemos a afrontar algún tipo de peligro, pero en la vida moderna
suele manifestarse de forma desproporcionada e inoportuna. En tal caso, la angustia no constituye tanto
una respuesta de activación ante un peligro real como una reacción ante una situación cotidiana o que no
es más que el producto de nuestra imaginación. En este sentido, los ataques repetidos de ansiedad
constituyen un indicador de un elevado nivel de estrés que, en casos como el descrito en el párrafo anterior,
son un ejemplo de la forma en que la ansiedad y el estrés contribuyen a incrementar los problemas
médicos.
En 1993, la revista Archives of Internal Medicine publicó una extensa investigación realizada por el
psicólogo de Yale Bruce McEwen, en la que refería las consecuencias de la relación existente entre el
estrés y la enfermedad, una relación que compromete a la función inmunológica hasta el punto de acelerar
la metástasis, aumentar la vulnerabilidad ante las infecciones víricas, incrementar la formación de placa que
conduce a la arteriosclerosis, acelerar la formación de trombos que pueden causar un infarto de miocardio,
fomentar la manifestación de la diabetes de tipo I y el curso de la diabetes de tipo II, y desencadenar o
agravar los ataques de asma. El estrés también puede contribuir a la ulceración del tracto gastrointestinal y
a empeorar los síntomas de la colitis ulcerosa y la inflamación intestinal. Hasta el mismo cerebro, a largo
plazo, es susceptible a los efectos del estrés sostenido, incluyendo las lesiones del hipocampo y afectando,
en consecuencia, a la memoria. Según McEwen: «cada vez hay más pruebas que demuestran que las
experiencias estresantes afectan directamente al sistema nervioso». Los estudios realizados sobre
enfermedades infecciosas como la gripe, el resfriado y el herpes, proporcionan una evidencia médica
particularmente relevante a este respecto. Continuamente nos hallamos expuestos a la acción de estos
virus, pero nuestro sistema inmunológico suele mantenerlos a raya, excepto en aquellos momentos en los
que el estrés emocional mina nuestras defensas. Ciertos experimentos han demostrado que el estrés y la
ansiedad debilitan la fortaleza del sistema inmunológico, aunque no queda suficientemente claro si el
alcance de esta merma tiene alguna relevancia clínica, es decir, si resulta tan decisiva como para dejar
expedito el camino a la enfermedad. De hecho, la relación científica más evidente existente entre el estrés y
la ansiedad y la vulnerabilidad clínica procede de las investigaciones prospectivas, es decir, de aquellas
investigaciones realizadas con personas sanas, en las que se registra el aumento de la ansiedad y luego se
observa si se ha producido un debilitamiento del sistema inmunológico y la posterior manifestación de la
enfermedad.
Un estudio realizado por Sheldon Cohen, psicólogo de la Universidad de Carnegie-Mellon, y otros
científicos, en una unidad especializada en resfriados situada en Sheffield, Inglaterra, cuantificó la magnitud
del estrés que experimentaba la gente en sus vidas y luego los expuso sistemáticamente a la acción del
virus del resfriado. El hecho es que no todos los sujetos expuestos al virus cayeron enfermos porque un
sistema inmunológico fuerte puede —y así lo hace continuamente— resistirse a la acción del virus del
resfriado. El resultado del experimento demostró que cuanta más tensión experimenta la persona en su vida
cotidiana, mayor es su predisposición a contraer un resfriado. Sólo el 27% de quienes presentaban un bajo
nivel de estrés contrajeron la enfermedad después de haber sido expuestos a la acción del virus; cosa que,
por el contrario, ocurrió en el 47% de quienes tenían una vida más estresante. Esta parece una prueba
irrefutable de que el estrés debilita el sistema inmunológico. (Hay que decir también que ésta podría ser una
de esas investigaciones que confirma lo que todo el mundo sospechaba, una hipótesis elevada ahora a la
categoría de conclusión científica por el rigor metodológico con que se ha realizado.)
Otro estudio similar, realizado, en este caso con matrimonios que durante tres meses fueron
sometidos a un seguimiento para determinar los acontecimientos problemáticos a los que estaban sujetos
(como peleas matrimoniales, por ejemplo) demostró fehacientemente que tres o cuatro días después de
una disputa particularmente intensa, contraían un resfriado o una infección de las vías respiratorias. Este
lapso suele ser, precisamente, el tiempo de incubación de la mayor parte de los virus, sugiriéndonos que la
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exposición a éstos mientras se hallaban preocupados y alterados les volvió especialmente vulnerables. La
misma pauta de estrés-infección es aplicable también al virus del herpes (tanto al que afecta a la zona de
los labios como al genital). Después de que una persona haya sido afectada por el virus, éste permanece
en el cuerpo en estado latente, manifestándose tan sólo de manera ocasional. Si éste fuera el caso, el nivel
de anticuerpos en el torrente sanguíneo nos permite determinarla y próxima incidencia del virus. Este
indicador ha permitido predecir la reactivación del virus del herpes en estudiantes de medicina que deben
afrontar los exámenes finales, en mujeres recién separadas y en personas sometidas a la presión constante
de tener que cuidar a un familiar aquejado de la enfermedad de Alzheimer. Otras investigaciones han
demostrado que la ansiedad no sólo provoca una disminución de la respuesta inmunológica sino que
también tiene efectos negativos sobre el sistema cardiovascular.
Mientras la irritabilidad crónica y los episodios repetidos de cólera parecen aumentar el riesgo de
enfermedad coronaria en los hombres, las emociones más letales para las mujeres son la ansiedad y el
miedo. Un estudio llevado a cabo en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford sobre más de
mil personas que habían padecido un ataque al corazón demostró que las mujeres que habían sufrido un
segundo ataque presentaban un elevado índice de miedo y ansiedad que, en la mayoría de los casos,
adoptaba la forma de fobias paralizantes que, tras el primer ataque, las llevaba a dejar de conducir,
abandonar el trabajo y encerrarse en su casa. Los efectos fisiológicos perniciosos que acompañan al estrés
y la ansiedad mental —el tipo de estrés provocado por los trabajos en que uno se halla sometido a una
presión constante o a condiciones vitales difíciles (como, por ejemplo, las que aquejan a las madres que
viven solas con sus hijos y tienen que arreglárselas para trabajar y cuidar de su familia) — están siendo
estudiados minuciosamente. Stephen Manuck, psicólogo de la Universidad de Pittsburgh, llevó a cabo un
experimento en el que sometió a treinta voluntarios a condiciones de estrés mientras controlaba la tasa en
sangre de ATP (adenosintrifosfato, una sustancia secretada por los trombocitos que es capaz de provocar
cambios en los vasos sanguíneos y ocasionar un ataque de apoplejía). El experimento demostró que
cuanto más intenso era el estrés mayor era el nivel de ATP, así como el latido cardiaco y la tensión arterial.
Es comprensible, pues, que los riesgos para la salud aumenten en el caso de aquellos oficios cuyo
desempeño exija un esfuerzo y una eficacia extremos sin que el sujeto tenga la menor posibilidad de
controlar las condiciones de trabajo (una situación que hace que los conductores de autobús, por ejemplo,
presenten un elevado índice de hipertensión arterial). En un estudio llevado a cabo con 569 pacientes
aquejados de cáncer colorrectal en el que se utilizó un grupo de control similar, quienes habían
experimentado un deterioro manifiesto de sus condiciones laborales durante los diez años anteriores
demostraron ser cinco veces y media más proclives a desarrollar cáncer que aquéllos otros que no se
hallaban sometidos al mismo nivel de estrés. La importancia médica del estrés es tal que las técnicas de
relajación —orientadas a reducir directamente el grado de excitación fisiológica— se están utilizando
clínicamente para aliviar los síntomas de numerosas enfermedades crónicas (entre las que se incluyen, por
citar sólo unas pocas, las enfermedades cardiovasculares, ciertos tipos de diabetes, la artritis, el asma, los
desórdenes gastrointestinales y el dolor crónico). El aprendizaje de la relajación proporciona a los pacientes
la ocasión de controlar sus sensaciones y de evitar así un posible empeoramiento de su condición debido al
estrés y la angustia emocional.
El coste médico de la depresión
Años después de haber sido sometida a una intervención quirúrgica para extirparle un tumor maligno
se le detectó una metástasis en el pecho. Su médico ya no le habló de curación y le dijo que la
quimioterapia sólo prolongaría —como mucho— unos pocos meses más su vida. Comprensiblemente, se
sumió en una profunda depresión y siempre que acudía al oncólogo acababa estallando en lágrimas. Sin
embargo, la única respuesta que recibía del facultativo cada vez que esto ocurría era pedirle que
abandonara la consulta.
Dejando de lado el daño motivado por la desconsiderada actitud del oncólogo ¿tenía acaso alguna
relevancia clínica el hecho de que éste no supiera relacionarse con el desconsuelo de su paciente? A partir
del momento en que una enfermedad alcanza ese grado de virulencia no parece probable que las
emociones puedan tener algún tipo de efecto apreciable en su desarrollo. Aunque es evidente que la
cualidad de los últimos meses de vida de esta mujer se vio ensombrecida por la depresión, todavía no está
claro el efecto de la tristeza sobre el curso del cáncer. Pero el hecho es que hay muchas investigaciones
que apuntan a la conclusión de que la depresión desempeña un papel relevante en otras condiciones
clínicas, especialmente en lo que concierne a la fase de empeoramiento de la enfermedad. Cada vez es
mayor la evidencia de que los pacientes deprimidos que se hallan aquejados de una enfermedad grave
también deberían recibir tratamiento para su depresión.
Una de las complicaciones que conlleva el tratamiento de la depresión es que sus síntomas, entre los
que se incluye el letargo y la pérdida de apetito, suelen confundirse con los síntomas de otras
enfermedades, especialmente en el caso de que sean tratados por médicos que tengan poca experiencia
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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en el diagnóstico psiquiátrico. Y esa incapacidad para diagnosticar y tratar la depresión que puede
acompañar a una enfermedad grave (como ocurría en el caso de la mujer aquejada de cáncer de mama)
puede constituir, en si misma, un riesgo añadido para su desarrollo.
Doce de los trece pacientes aquejados de depresión que formaban parte de un grupo de cien que
habían sido sometidos a un trasplante de médula ósea fallecieron antes del primer año, mientras que 34 de
los 87 restantes todavía seguían con vida dos años después. Por otra parte, la probabilidad de que los
pacientes aquejados de insuficiencia renal crónica que eran sometidos a diálisis y a quienes se había
diagnosticado una depresión mayor falleciera en los dos años posteriores era mucho mayor que la de
aquellos otros que no estaban deprimidos, un hecho que demuestra que la depresión es un mejor predictor
que cualquier otro síntoma clínico. Pero la vía que conecta la emoción con la condición médica no es
biológica sino actitudinal; dicho de otro modo, los pacientes depresivos están menos predispuestos a
colaborar con el tratamiento y pueden mentir sobre la dieta, lo cual, obviamente, les expone a un riesgo
todavía mayor.
La depresión también parece tener cierta incidencia sobre las enfermedades cardiacas. En un estudio
realizado con 2.832 personas de mediana edad que fueron sometidas a un seguimiento de doce años,
quienes experimentaban una sensación de permanente abatimiento y desesperación presentaban una tasa
más elevada de mortalidad debida a enfermedades cardíacas y en el 3% de los casos aquejados de una
depresión mayor, esa tasa era cuatro veces superior.
La depresión parece suponer un riesgo médico especialmente grave para los supervivientes de un
ataque cardíaco. En una investigación realizada en un hospital de Montreal, los pacientes deprimidos que
fueron dados de alta después de haber padecido un primer ataque al corazón presentaron un índice de
mortalidad muy elevado durante los seis meses siguientes. La tasa de mortalidad de uno de cada ocho
pacientes de los mas seriamente deprimidos de ese estudio era cinco veces superior a la de otros pacientes
aquejados de una enfermedad similar, un factor de riesgo tan importante como las principales causas de
muerte por ataque cardiaco, como la disfunción del ventrículo izquierdo o la existencia de un historial previo
en este sentido. Uno de los posibles mecanismos que explicaría esta situación es que la depresión incide
directamente en la variabilidad del latido cardíaco, incrementando así el riesgo de arritmias fatales.
También se ha constatado que la depresión puede obstaculizar el proceso de recuperación de las
fracturas de cadera. En un determinado estudio llevado a cabo con varios miles de ancianas aquejadas de
este tipo de lesión, todas ellas fueron objeto de un diagnóstico psiquiátrico en el momento de ingresar en el
hospital. Las que fueron diagnosticadas de depresión no sólo permanecieron ingresadas una media de
ocho días más que aquéllas otras que padecían lesiones similares pero que no presentaban ningún síntoma
de depresión, sino que tan sólo un tercio de ellas logró volver a caminar de nuevo. Por su parte, las mujeres
deprimidas que, además de la atención médica correspondiente, recibieron ayuda psiquiátrica para tratar de
superar su depresión, necesitaron menos fisioterapia para poder volver a caminar y tuvieron menos
reingresos en los tres meses posteriores a que se les diera el alta que aquellas otras que no recibieron
ningún tipo de tratamiento psicológico.
Otro estudio demostró que uno de cada seis pacientes cuya condición física era tan calamitosa que
se hallaban entre el 10% de personas que más recurrían a los servicios médicos (porque estaban afectados
de diversas dolencias como, por ejemplo, la diabetes y la enfermedad cardiaca) se hallaba aquejado de una
depresión grave. Y, cuando estos pacientes recibieron atención psicológica, el número de días al año que
estuvieron de baja descendió de 79 a 51 en quienes estaban aquejados de depresión mayor y de 62 a 18
días en quienes sufrían una depresión moderada.
LOS BENEFICIOS CLINICOS DE LOS SENTIMIENTOS POSITIVOS
No cabe duda, pues, de los efectos nocivos de la irritabilidad, la ansiedad y la depresión. La ansiedad
y la irritabilidad crónicas vuelven a las personas más susceptibles a la acción de un amplio abanico de
enfermedades, y aunque la depresión no constituya la causa directa de la enfermedad, sí que parece
interferir, en cambio, en el curso de su recuperación y aumentar el riesgo de mortalidad, especialmente en
el caso de los pacientes aquejados de enfermedades graves.
Pero si las diversas formas de la angustia emocional crónica pueden llegar a ser nocivas, la gama
opuesta de emociones puede ser, hasta cierto punto, tonificante. Pero con ello no estamos diciendo que las
emociones positivas sean curativas ni que la risa o la felicidad puedan, por sí solas, invertir el curso de una
enfermedad grave. Su efecto tal vez sea muy sutil pero los estudios realizados sobre miles de personas no
dejan lugar a duda sobre el papel que desempeñan las emociones positivas en el conjunto de variables que
afectan al curso de una enfermedad.
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El coste del pesimismo y las ventajas del optimismo
El pesimismo —al igual que la depresión— tiene su precio, mientras el optimismo, por el contrario,
supone considerables ventajas.
Un estudio evaluó el grado de optimismo o pesimismo de ciento veintidós hombres que habían
sufrido un primer ataque cardiaco. Ocho años más tarde, veintiuno de los veinticinco más pesimistas habían
muerto, mientras que sólo habían fallecido seis de los veinticinco más optimistas. Este estudio pone de
relieve la importancia de la actitud mental que se ha revelado como un mejor predictor de supervivencia que
otros factores clínicos (como el daño físico experimentado por el corazón en ese primer ataque, el infarto, la
tasa de colesterol o la tensión arterial). Otra investigación demostró que los pacientes más optimistas que
habían sufrido una operación de bypass arterial se recuperaban mucho antes y sufrían menos
complicaciones, tanto durante como después de la intervención, que los más pesimistas. La esperanza, al
igual que su pariente cercano el optimismo, también constituye un factor curativo. En este sentido, las
personas esperanzadas se muestran comprensiblemente más capaces de superar los retos que les
presente la vida, incluyendo los problemas mentales. En un estudio realizado entre personas paralizadas
por una lesión en la espina dorsal, las más esperanzadas tenían una mayor movilidad física que aquéllas
otras aquejadas de la misma incapacidad pero que se sentían desesperanzadas. La esperanza resulta
especialmente relevante en el caso de las parálisis por lesiones de la médula espinal, ya que este tipo de
tragedia clínica suele aquejar a jóvenes que han sufrido un accidente automovilístico y que tendrán que
permanecer en esta penosa condición durante el resto de su vida. El modo en que la persona reacciona
emocionalmente ante este hecho tiene profundas consecuencias en el esfuerzo que realice para mejorar su
funcionalidad física y social. Existen muchas posibles explicaciones de las importantes consecuencias de
una actitud pesimista u optimista sobre la salud. Una hipótesis sostiene que el pesimismo aboca a la
depresión y que ésta, a su vez, afecta a la resistencia del sistema inmunológico frente a las infecciones y
los tumores. Pero ésta no es más que una especulación que, hasta la fecha, no se ha podido comprobar.
Otra teoría afirma que la persona pesimista es incapaz de cuidarse a si misma y, en relación con esto, se
aducen estudios que demuestran que los pesimistas fuman y beben más y hacen menos ejercicio que los
optimistas, es decir, que tienen hábitos más perjudiciales para la salud. Tal vez un día descubramos que la
fisiología de la esperanza supone una ventaja biológica en la lucha del cuerpo contra la enfermedad.
Con la ayuda de mis amigos: el valor clínico de las relaciones
interpersonales
Habría que añadir, por un lado, el aislamiento a la lista de riesgos emocionales para la salud y decir,
por el otro, que los vínculos emocionales constituyen un elemento protector. Los estudios realizados a lo
largo de dos décadas sobre más de treinta y siete mil sujetos han demostrado que el aislamiento social —la
sensación de que uno no tiene a nadie con quien compartir sus sentimientos o mantener cierta intimidad—
duplica las probabilidades de contraer una enfermedad y de morir Según un informe publicado en Science
en 1987, el aislamiento «tiene la misma incidencia en la tasa de mortalidad que el tabaco, la tensión
arterial elevada, el alto nivel de colesterol, la obesidad y la falta de ejercicio físico». El tabaquismo multiplica
por 1,6 veces el riesgo de mortalidad mientras que el aislamiento social lo duplica, convirtiéndolo así, a
todas luces, en un importantísimo factor de riesgo para la salud. Los hombres, por otra parte, soportan peor
el aislamiento que las mujeres. En este sentido, los hombres solitarios son de dos a tres veces más
propensos a morir que quienes mantienen estrechos lazos con los demás mientras que, en lo que respecta
a las mujeres solitarias, este riesgo es sólo una vez y media superior al de las mujeres más sociables. Esta
diferencia en el impacto que tiene la soledad sobre las mujeres y sobre los hombres puede radicar en que
aquéllas tienden a establecer relaciones emocionalmente más próximas que éstos y que, tal vez por ello, no
precisen de la misma cantidad de relaciones que los hombres.
Soledad, no obstante, no significa aislamiento. Son muchas las personas que viven retiradas o que
tienen muy pocos amigos y que, en cambio, se sienten satisfechas y gozan de una salud excelente. El
aislamiento que implica un riesgo clínico consiste en la sensación subjetiva de desarraigo y de no tener a
nadie a quien recurrir. Y esta situación resulta terrible en la moderna sociedad urbana por el creciente
aislamiento producido por la televisión y por el declive de los hábitos sociales (como pertenecer a una
asociación o visitar a los amigos) y confiere un valor añadido a grupos de autoayuda tales como Alcohólicos
Anónimos u otras comunidades similares.
El estudio que hemos mencionado anteriormente sobre cien pacientes que habían sufrido un
trasplante de médula ósea también demostró el poder del aislamiento como factor de mortalidad y. en
cambio, el valor curativo de las relaciones próximas El 54% de los pacientes de este estudio que sentían
que contaban con el apoyo emocional de su esposa, su familia o sus amigos, seguían viviendo al cabo de
dos años, cosa que sólo ocurría en el 20% de quienes se sentían emocionalmente desamparados. De
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
116
modo similar, los ancianos que han sobrevivido a un ataque cardiaco y cuentan con dos o más personas
que les proporcionan consuelo emocional tienden a vivir un año más que quienes carecen de este apoyo.
Quizás el testimonio más elocuente del potencial curativo de las relaciones emocionales nos lo proporcione
una investigación realizada en Suecia y publicada en l993. Esta investigación ofreció a todos los hombres
que habitaban en la ciudad sueca de Góteborg nacidos en 1933, un examen médico gratuito. Siete años
más tarde se contactó nuevamente con los 752 hombres que habían acudido al reconocimiento y se
comprobó que 41 de ellos habían fallecido.
Quienes habían declarado estar sometidos a un intenso estrés emocional mostraron un promedio de
mortalidad tres veces superior a quienes habían manifestado que sus vidas eran plácidas y tranquilas. La
ansiedad emocional estaba causada por cuestiones diversas, como las dificultades financieras, la
inseguridad laboral, el paro, los procesos judiciales o el divorcio. EI hecho de haber sufrido tres o más de
estos problemas en el año anterior a que se efectuara el primer examen demostró ser un predictor de la
mortalidad más poderoso —durante el período de los siete años siguientes— que otro tipo de indicadores
clínicos como la tensión arterial elevada, la excesiva concentración de triglicéridos en la sangre o el alto
nivel de colesterol.
Sin embargo, entre los hombres que afirmaron que contaban con una estrecha red de relaciones —
esposa, amigos íntimos, etcétera— no existía ninguna relación entre el nivel de estrés y el índice de
mortalidad. Contar con personas en quienes confiar y con las que poder hablar, personas que puedan
ofrecernos consuelo, ayuda y consejo, nos protege del impacto letal de los traumas y los contratiempos de
la vida.
La cualidad de las relaciones, así como su frecuencia, parecen ser la clave para reducir el nivel de
estrés. Las relaciones negativas tienen un precio muy elevado; las discusiones conyugales, por ejemplo,
inciden negativamente en el sistema inmunológico y, como demuestra un estudio realizado entre
compañeros de clase, cuanto mayor era el rechazo entre ellos, mayor era también la predisposición a
resfriarse, a contraer la gripe y a acudir al médico. En opinión de John Cacioppo, el psicólogo de la
Universidad Estatal de Ohio que llevó a cabo este estudio, «las relaciones más importantes de nuestras
vidas y las que más incidencia parecen tener sobre la salud son las que mantenemos con las personas con
quienes convivimos cotidianamente. Las relaciones más significativas son las que más importancia tienen
para nuestra salud»
El poder curativo del apoyo emocional
En Las intrépidas aventuras de Robin Hoad, Robin advierte a un joven simpatizante: «habla
libremente y revélanos tus cuitas El fluir de las palabras apacigua el corazón de quien sufre; es como abrir
las compuertas cuando el embalse amenaza con desbordarse».
Este retazo de sabiduría popular refleja el hecho de que descubrir nuestros sentimientos constituye
una excelente medicina para el corazón apesadumbrado. La corroboración científica del consejo de Robin
nos la proporciona James Pennebaker, psicólogo de una Universidad Metodista del Sur, quien ha
demostrado experimentalmente el efecto beneficioso que conlleva hablar de los problemas que más nos
preocupan. El método utilizado por Pennebaker es muy sencillo y consiste en pedir a la persona que
dedique quince o veinte minutos cada día, durante cinco días, a escribir acerca de «la experiencia más
traumática de toda su vida» o de alguna otra situación presente que le resulte especialmente apremiante.
Tampoco es preciso que muestre luego a nadie el contenido del escrito puesto que, si la persona lo desea,
puede mantenerlo completamente en secreto.
El efecto manifiesto de esta especie de confesión resultó sorprendente, ya que fortaleció la función
inmunológica, provocó un descenso significativo en la frecuencia de visitas a los centros de salud durante
los seis meses posteriores, disminuyó el absentismo laboral e incluso mejoró la función enzimática del
hígado.
Del mismo modo, aquellas personas cuyos relatos mostraban más sentimientos angustiosos también
lograban mejorar el funcionamiento de su sistema inmunológico. Este estudio ha demostrado que la pauta
«mas saludable» de exteriorización de los sentimientos problemáticos comienza cargada de tristeza,
ansiedad, irritabilidad o cualquier otro tipo de sentimiento implicado y, a lo largo de los días siguientes,
prosigue estableciendo un hilo narrativo que permite dar algún sentido al trauma o al problema en cuestión.
Es evidente que este proceso es equivalente a lo que ocurre en ciertos tipos de psicoterapia. De
hecho, el resultado de la investigación de Pennebaker explica también la manifiesta mejora clínica de
aquellos pacientes que reciben un tratamiento psicoterapéutico adicional frente a quienes sólo son objeto
de tratamiento médico. Es muy posible que la demostración más palpable de la incidencia clínica del apoyo
emocional nos la proporcione un estudio realizado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford
con mujeres aquejadas de metástasis avanzada de cáncer de mama. Todas las mujeres que participaban
en la investigación habían sido sometidas a algún tipo de tratamiento —frecuentemente quirúrgico, tras el
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
117
cual habían experimentado una grave recaída. Clínicamente hablando, era sólo cuestión de tiempo que el
cáncer acabara con sus vidas. El resultado de esta investigación sorprendió a toda la comunidad médica,
comenzando por el mismo doctor David Spiegel, el director del estudio, ya que puso de manifiesto que las
pacientes que habían recibido apoyo psicológico sobrevivieron el doble de tiempo que aquéllas otras que
afrontaron a solas la enfermedad Todas las mujeres recibieron el mismo tratamiento médico y la única
diferencia consistía en que algunas de ellas acudían, además, a grupos de encuentro en los que podían
sincerarse con otras mujeres que comprendían perfectamente sus problemas y que estaban dispuestas a
escuchar sus penas, sus miedos y su impotencia. Éste solía ser el único lugar en el que podían manifestar
abiertamente sus emociones porque las personas con quienes convivían tenían miedo a hablar del cáncer y
de la inminencia de la muerte. Las mujeres que asistieron a los grupos vivieron un promedio de diecinueve
meses más que las otras, lo cual supone un incremento de la esperanza de vida en este tipo de pacientes
superior al de cualquier tratamiento médico. Como me dijo el doctor Jimmie Holland, psiquiatra y director del
servicio de oncología del Memorial Hospital de Sloan-Kettering, un centro para el tratamiento del cáncer
situado en la ciudad de Nueva York: «todos los pacientes afectados por el cáncer deberían participar en
este tipo de grupos». En este sentido deberíamos tomar ejemplo de las compañías farmacéuticas, que no
dudan en invertir todos los esfuerzos necesarios para desarrollar un nuevo fármaco una vez que ha
demostrado su eficacia para alimentar la esperanza de vida de los enfermos.
PROMOVER UNA ATENCION MÉDICA EMOCIONALMENTE INTELIGENTE
El día en que un chequeo rutinario reveló rastros de sangre en mi orina, el médico me sometió a unas
pruebas analíticas en las que se me inyectó un isótopo radioactivo. Yo estaba recostado en la camilla
mientras un aparato de rayos X iba radiografiando el recorrido de la substancia radioactiva a través de mis
riñones y vejiga. Asistí a la prueba con un amigo íntimo —también médico— que había venido de visita y se
ofreció a acompañarme. Mi amigo permaneció sentado en la habitación mientras el aparato de rayos X iba
desplazándose automáticamente por un carril, girando de un lado a otro y tomando imágenes desde todos
los ángulos.
El examen duró cerca de hora y media y, cuando estaba a punto de terminar, el nefrólogo entró
apresuradamente en la habitación, se presentó y desapareció de nuevo a toda prisa para estudiar las
radiografías obtenidas.
Luego mi amigo y yo nos dirigimos a su consulta. Yo todavía estaba algo confuso y aturdido por la
prueba y carecía de la suficiente presencia de ánimo como para consultar las dudas que me habían
acosado durante toda la mañana. Pero mi compañero silo hizo:
—Doctor —dijo—, el padre de mi amigo murió de cáncer de vejiga y él está ansioso por saber si la
radiografía ha detectado algún síntoma de cáncer.
—Nada anormal —fue la lacónica respuesta que nos espetó el especialista antes de precipitarse a
atender a la siguiente cita.
La impotencia que experimenté para plantear una cuestión que tanto me interesaba se repite a diario
miles de veces en los hospitales y las clínicas de todo el mundo. Una investigación realizada sobre los
pacientes que aguardan en las salas de espera reveló que cada persona tiene una media de tres preguntas
que hacer al médico que va a visitar. No obstante, al abandonar la consulta sólo ha logrado plantear la
mitad de sus dudas. Este hecho demuestra que la medicina actual soslaya de pleno una de las principales
necesidades emocionales de los pacientes, ya que las preguntas sin respuesta generan dudas, miedos e
impotencia, y así despiertan todo tipo de resistencias a emprender tratamientos que no logran comprender.
La medicina debería ampliar su perspectiva sobre la salud hasta llegar a englobar la realidad
emocional de los pacientes.
Por ejemplo, en la rutina médica habitual se podría incluir una información detallada que permitiera al
paciente adoptar con mayor conocimiento las decisiones más adecuadas. En la actualidad existen servicios
telefónicos informatizados que ofrecen al consultante información médica relativa a su caso, lo cual les
permite contar con suficientes elementos como para comprender, en la medida de lo posible, las decisiones
tomadas por sus pacientes. También existen programas que enseñan a los pacientes a plantear las
preguntas que más les interesen para que no se dé el caso de que abandonen la consulta con las mismas
dudas con las que entraron en El período que precede a una intervención quirúrgica o a un análisis intrusivo
o doloroso está cargado de tensión y ansiedad para el paciente y, por tanto, constituye una oportunidad
inestimable para abordar las dimensiones emocionales del problema.
Existen hospitales que han desarrollado programas preoperatorios que ayudan a los pacientes a
mitigar sus temores y a asumir de buen grado las posibles molestias, enseñándoles técnicas de relajación,
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
118
respondiendo adecuadamente a las dudas que pueda suscitarles la intervención y relatándoles
anticipadamente sus ventajas una vez se hayan restablecido Los pacientes que reciben este tipo de
tratamiento emocional se recuperan de la intervención quirúrgica entre dos y tres días antes que el resto.
Para algunos pacientes la mera hospitalización puede constituir una experiencia de aislamiento y
desamparo No obstante hoy en día existen algunos hospitales que han comenzado a ofrecer a los
familiares la Posibilidad de acompañar al enfermo, cocinar para él y cuidarle como si estuviera en casa, un
verdadero paso adelante en la dirección correcta que, Paradójicamente tan frecuente resulta en los países
del Tercer Mundo. La enseñanza de la relajación también puede ayudar a que el paciente aprenda a
relacionarse con la angustia que le producen los síntomas de la enfermedad así como con las emociones
que éstos pueden llegar a provocarle, e incluso a magnificicarla. Un modelo ejemplar en este Sentido nos lo
proporciona la Clínica para la Reducción del estrés, dirigida por Ion KabatZinn sita en el Centro Médico de
la Universidad de Massachusetts, que ofrece a los pacientes un curso de diez semanas de duración sobre
yoga y desarrollo de la atención. El objetivo de este programa apunta a que el paciente tome conciencia de
sus emociones y cultive cotidianamente la relajación profunda Algunos hospitales han elaborado también
vídeos pedagógicos al respecto que pueden contemplarse en las salas de estar del hospital una dieta
emocional más provechosa para las personas con los intrascendentes culebrones de la televisiones,
alicientes que la relajación y el yoga también forman parte integral de un innovador programa desarrollado
por el doctor Dean Ornish para el tratamiento de las enfermedades cardíacas Después de un año de
participación en el programa —que incluía una dieta baja en grasas—. los pacientes cuya condición
cardiovascular era tan grave como para requerir un bypass lograron revertir la formación de la placa arterial
En opinión de Omish el adiestramiento en las técnicas de relajación constituye una parte fundamental de su
programa que, al igual que ocurre con el programa de Kabat Zinn trata de sacar partido de lo que el doctor
Herbert Benson denomina la «respuesta de relajación» el opuesto fisiológico de la tensa excitación que
tanta incidencia tiene en un abanico tan amplio de condiciones clínicas.
Debemos destacar también, por último, la importancia médica que supone la presencia de una
enfermera o de un doctor emotivos y atentos a sus pacientes, capaces tanto de escuchar como de hacerse
oír. Esto implica el cultivo de una «atención médica centrada en la relación» y el reconocimiento de que la
relación entre médico y paciente constituye un factor extraordinariamente significativo para el buen curso de
la enfermedad. Esta relación se vería fomentada más ampliamente si en la formación de los futuros
médicos se incluyera el conocimiento de algunos rudimentos básicos de la inteligencia emocional,
especialmente la toma de conciencia de uno mismo y las habilidades de la empatía y la escucha.
HACIA UNA MEDICINA QUE CUIDE A SUS PACIENTES
Pero estas medidas no son más que el principio. Para que la medicina llegue realmente a ampliar su
visión hasta llegar a reconocer el verdadero impacto de las emociones debemos tener bien presentes las
principales implicaciones de los descubrimientos científicos realizados en este sentido.
.Una de las medidas preventivas más eficaces consiste en ayudar a que la persona gobierne mejor
sus sentimientos perturbadores (como el enfado, la ansiedad, la depresión, el pesimismo y la
soledad). Los datos que nos proporciona la investigación ponen de relieve que la toxicidad de las
emociones negativas crónicas es equiparable a la ocasionada por el tabaquismo. Es por ello por lo que
ayudar a que la gente domine mejor estas emociones comporta un beneficio médico potencial tan
importante como lograr que un fumador empedernido abandone su hábito. Un modo de alcanzar este
objetivo sería comenzar a tomar conciencia de los saludables efectos preventivos de la educación infantil en
los rudimentos básicos de la inteligencia emocional para que, por así decirlo, se conviertan en hábitos que
perduren durante el resto de la vida. Otra estrategia preventiva muy beneficiosa consistiría en enseñar a los
jubilados a controlar sus emociones, ya que el bienestar emocional es un factor determinante de la prontitud
con que el anciano envejece o se mantiene en forma. Un tercer objetivo beneficiaria a lo que podríamos
denominar grupos de población de alto riesgo, es decir a los indigentes, las madres trabajadoras, los
residentes en barrios con un alto índice de criminalidad, etcétera. Todos aquéllos, en suma, que se hallan
sometidos cotidianamente a una gran presión podrían aprovecharse de las ventajas médicas que supone el
dominio de las complicaciones emocionales provocadas por el estrés.
Muchos pacientes podrían beneficiarse si, además del tratamiento estrictamente médico, recibieran
también atención psicológica. Siempre que una enfermera o un médico consuelan y reconfortan a un
paciente angustiado se está dando un importante paso hacia el logro de una atención médica más
humanizada.
Pero todavía nos quedan muchos pasos por dar en este sentido.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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Con demasiada frecuencia, en la medicina actual el cuidado emocional del paciente no es más que
una frase vacía. A pesar de la ingente cantidad de investigaciones que subrayan la conexión existente entre
el cerebro emocional y el sistema inmunológico, y la importancia de considerar las necesidades
emocionales de los pacientes todavía hay demasiados médicos que siguen mostrándose reacios a aceptar
que las emociones de sus pacientes puedan tener alguna relevancia clínica, y siguen rechazando estas
pruebas como si tuvieran un carácter meramente anecdótico, trivial, «marginal» o, peor aún, como el
producto de la exageración promovida por unos cuantos investigadores que sólo buscan promocionarse.
Aunque cada día hay más pacientes que aspiran a disfrutar de una medicina más humana, lo cierto
es que ésta se halla peligrosamente amenazada. Con esto no estoy diciendo que no haya enfermeras y
médicos entregados que brinden a sus pacientes una atención sensible y compasiva, sino que la nueva
cultura médica depende cada vez más de los imperativos comerciales y está propiciando una situación en
la que este tipo de atención es un bien cada vez más escaso.
También deberíamos considerar las ventajas económicas de una medicina más humana. Como
sugieren las investigaciones que hemos citado, el tratamiento de la angustia emocional de los pacientes —
que previene o retarda el brote de la enfermedad, al tiempo que acelera el proceso de recuperación—
supondría un considerable ahorro en el presupuesto destinado a gastos sanitarios. En este sentido
recordemos el estudio realizado con ancianas que se habían fracturado la cadera llevado a cabo en la
Facultad de Medicina de Monte Sinaí, de la ciudad de Nueva York y en la Universidad del Noroeste, un
estudio que demostraba que a las pacientes que recibieron terapia adicional contra la depresión se les daba
de alta un promedio de dos días antes que al resto, lo cual supone el considerable ahorro de 97.361 dólares
por cada cien pacientes. Este tipo de atención también logra que el enfermo se sienta mas satisfecho con
su médico y con el tratamiento que se le administra. En el mercado médico de nuevo cuño, en el que los
pacientes tendrán la posibilidad de elegir entre diferentes planes de salud, el grado de satisfacción de éste
formará también parte integral de esta decisión, puesto que las experiencias desagradables pueden llevar a
los pacientes a buscar atención médica en otra parte, mientras que, por su parte, las experiencias positivas
se traducen en fidelidad.
Cabe añadir, por último, que la ética médica debería promover este tipo de enfoque. Un editorial del
Journal of the American Medical Association sobre un informe que subrayaba que la depresión quintuplica
la posibilidad de un desenlace fatal tras haber experimentado un ataque cardiaco, destacaba que: «dada la
manifiesta evidencia de que factores psicológicos tales como la depresión y el aislamiento social suponen
un importante riesgo añadido para los pacientes aquejados de una enfermedad coronaria, sería una grave
falta de ética dejar sin tratar este tipo de factores».
Si los descubrimientos realizados sobre la relación existente entre las emociones y la salud tienen
algún sentido, éste seria el de poner en evidencia la inadecuación de un planteamiento que suele descuidar
la forma en que se siente la gente en su lucha contra la enfermedad grave o crónica. Ya ha llegado el
momento en que la medicina saque provecho de la relación existente entre la emoción y la salud, de modo
que lo que hoy es una excepción termine convirtiéndose en una regla general de la práctica médica futura.
Es así como podremos terminar humanizando la medicina y, al mismo tiempo, potenciando la velocidad de
la recuperación de algunos pacientes. «La compasión, que no se limita a sostener la mano ajena —como
escribe un paciente en una carta abierta a su cirujano—, es una medicina excelente».
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PARTE IV
UNA PUERTA ABIERTA A
LA OPORTUNIDAD
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
121
12. EL CRISOL FAMILIAR
Fue una pequeña tragedia familiar. Carl y Ann estaban enseñando a su hija Leslie, de cinco años de
edad, a jugar a un nuevo videojuego. Pero, cuando Leslie comenzó a jugar, las ansiosas órdenes de sus
padres eran tan contradictorias que más que tratar de «ayudarla» parecían tentativas de dificultar su
aprendizaje.
—¡A la derecha, a la derecha! ¡Alto! ¡Alto! —gritaba Ann, cada vez más fuerte y ansiosamente.
—¡Fíjate bien! ¿Ves cómo no estás alineada?... ¡Muévete hacia la izquierda! —ordenaba
bruscamente su padre Carl.
Mientras tanto Leslie, mordiéndose los labios, permanecía con los ojos completamente fijos en la
pantalla, tratando de seguir sus indicaciones.
Entre tanto Ann, con una mirada de franca frustración, seguía exclamando:
—¡Alto! ¡Alto!
Entonces Leslie, incapaz de complacer a ambos a la vez, contrajo la mandíbula y empezó a sollozar.
Sus padres, ignorando las lágrimas de Leslie, comenzaron a discutir:
—¿Pero no te das cuenta de que apenas mueve la raqueta? —gritaba Ann, exasperada.
Las lágrimas rodaban por las mejillas de Leslie, pero ni Carl ni Ann parecieron darse cuenta de lo que
estaba ocurriendo. Pero cuando Leslie se enjugó los ojos, su padre le espetó:
—¿Por qué quitas la mano del mando? ¿No ves que si lo haces no podrás reaccionar? ¡Ponla de
nuevo en su sitio!
—Muy bien. ¡Ahora muévela sólo un poquito! —seguía gritando mientras tanto Ann.
Pero Leslie ya estaba sollozando otra vez, a solas con su angustia.
En momentos así los niños aprenden lecciones muy profundas. Una de las conclusiones que Leslie
debió de extraer de aquella dolorosa experiencia fue que sus padres no tenían en cuenta sus sentimientos.
Este tipo de situaciones, reiteradas continuamente durante toda la infancia, constituye un verdadero
aprendizaje emocional cuyas lecciones pueden llegar a determinar el curso de toda una vida. La vida
familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional; es el crisol doméstico en el que aprendemos a
sentimos a nosotros mismos y en donde aprendemos la forma en que los demás reaccionan ante nuestros
sentimientos; ahí es también donde aprendemos a pensar en nuestros sentimientos, en nuestras
posibilidades de respuesta y en la forma de interpretar y expresar nuestras esperanzas y nuestros temores.
Este aprendizaje emocional no sólo opera a través de lo que los padres dicen y hacen directamente a
sus hijos, sino que también se manifiesta en los modelos que les ofrecen para manejar sus propios
sentimientos y en todo lo que ocurre entre marido y mujer. En este sentido, hay padres que son auténticos
maestros mientras que otros, por el contrario, son verdaderos desastres.
Hay cientos de estudios que demuestran que la forma en que los padres tratan a sus hijos —ya sea
la disciplina más estricta, la comprensión más empática, la indiferencia, la cordialidad, etcétera— tiene
consecuencias muy profundas y duraderas sobre la vida emocional del niño, pero, a pesar de ello, sólo
hace muy poco tiempo que disponemos de pruebas experimentales incuestionables de que el hecho de
tener padres emocionalmente inteligentes supone una enorme ventaja para el niño. Además de esto, la
forma en que una pareja maneja sus propios sentimientos constituye también una verdadera enseñanza,
porque los niños son muy permeables y captan perfectamente hasta los más sutiles intercambios
emocionales entre los miembros de la familia. Cuando el equipo de investigadores dirigidos por Carole
Hooven y John Gottman, de la Universidad de Washington, llevó a cabo un microanálisis de la forma en que
los padres manejan las interacciones con sus hijos, descubrieron que las parejas emocionalmente más
maduras eran también las más competentes para ayudarles a hacer frente a sus altibajos emocionales
En esa investigación se visitaba a las familias cuando uno de sus hijos tenía cinco años de edad y
cuando éste alcanzaba los nueve años. Además de observar la forma en que los padres hablaban entre sí,
el equipo de investigadores también se dedicó a investigar la forma en que las familias que participaron en
el estudio (entre las cuales se hallaba la familia de Leslie) enseñaban a sus hijos a jugar a un nuevo
videojuego, una interacción aparentemente inocua pero sumamente reveladora del trasiego emocional entre
padres e hijos.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
122
Algunos padres eran como Ann y Carl (autoritarios, impacientes con la inexperiencia de sus hijos y
demasiado propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo), otras descalificaban
rápidamente a sus hijos tildándolos de «estúpidos», convirtiéndoles así en víctimas propiciatorias de la
misma tendencia a la irritación e indiferencia que consumía sus matrimonios. Otras, por el contrario, eran
pacientes con las equivocaciones de sus hijos y les dejaban jugar a su aire en lugar de imponerles su
propia voluntad. De esta manera, la sesión de videojuego se convirtió en un sorprendente termómetro del
estilo emocional de los padres.
El estudio demostró que los tres estilos de parentaje emocionalmente más inadecuados eran los
siguientes:
•Ignorar completamente los sentimientos de sus hijos. Este tipo de padres considera que los
problemas emocionales de sus hijos son algo trivial o molesto, algo que no merece la atención y que hay
que esperar a que pase. Son padres que desaprovechan la oportunidad que proporcionan las dificultades
emocionales para aproximarse a sus hijos y que ignoran también la forma de enseñarles las lecciones
fundamentales que pueden aumentar su competencia emocional.
•El estilo laissez-faire. Estos padres se dan cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero son de la
opinión de que cualquier forma de manejar los problemas emocionales es adecuada, incluyendo, por
ejemplo, pegarles. Por esto, al igual que ocurre con quienes ignoran los sentimientos de sus hijos, estos
padres rara vez intervienen para brindarles una respuesta emocional alternativa. Todos sus intentos se
reducen a que su hijo deje de estar triste o enfadado, recurriendo para ello incluso al engaño y al soborno.
•Menospreciar y no respetar los sentimientos del niño. Este tipo de padres suelen ser muy
desaprobadores y muy duros, tanto en sus críticas como en sus castigos. En este sentido pueden, por
ejemplo, llegar a prohibir cualquier manifestación de enojo por parte del niño y ser sumamente severos ante
el menor signo de irritabilidad. Éstos son los padres que gritan «¡no me contestes!» al niño que está
tratando de explicar su versión de la historia.
Pero, finalmente, también hay padres que aprovechan los problemas emocionales de sus hijos como
una oportunidad para desempeñar la función de preceptores o mentores emocionales. Son padres que se
toman lo suficientemente en serio los sentimientos de sus hijos como para tratar de comprender
exactamente lo que les ha disgustado (« ¿estás enfadado porque Tommy ha herido tus sentimientos?»), y
les ayudan a buscar formas alternativas positivas de apaciguarse («¿por qué, en vez de pegarle, no juegas
un rato a solas hasta que puedas volver a jugar con él?»).
Pero, para que los padres puedan ser preceptores adecuados, deben tener una mínima comprensión
de los rudimentos de la inteligencia emocional. Si tenemos en cuenta que una de las lecciones
emocionales fundamentales es la de aprender a diferenciar entre los sentimientos, no nos resultará difícil
entender que un padre que se halle completamente desconectado de su propia tristeza mal podrá ayudar a
su hijo a comprender la diferencia que existe entre el desconsuelo que acompaña a una pérdida, la pena
que nos produce una película triste y el sufrimiento que nos embarga cuando algo malo le ocurre a una
persona cercana. Más allá de esta distinción hay otras comprensiones más sutiles como, por ejemplo, la de
que el enfado suele ser una respuesta que surge de algún sentimiento herido.
En la medida en que un niño asimila las lecciones emocionales concretas que está en condiciones de
aprender —y, por cierto, que también necesita—sufre una transformación. Como hemos visto en el capítulo
7, el aprendizaje de la empatía comienza en la temprana infancia y requiere que los padres presten
atención a los sentimientos de su bebé. Aunque algunas de las habilidades emocionales terminen de
establecerse en las relaciones con los amigos, los padres emocionalmente diestros pueden hacer mucho
para que sus hijos asimilen los elementos fundamentales de la inteligencia emocional: aprender a
reconocer, canalizar y dominar sus propios sentimientos y empatizar y manejar los sentimientos que
aparecen en sus relaciones con los demás.
El impacto en los hijos de los progenitores emocionalmente competentes es ciertamente
extraordinario. El equipo de la Universidad de Washington que antes mencionamos descubrió que los hijos
de padres emocionalmente diestros —comparados con los hijos de aquéllos otros que tienen un pobre
manejo de sus sentimientos— se relacionan mejor, experimentan menos tensiones en la relación con sus
padres y también se muestran más afectivos con ellos. Pero, además, estos niños también canalizan mejor
sus emociones, saben calmarse más adecuadamente a sí mismos y sufren menos altibajos emocionales
que los demás.
Son niños que también están biológicamente más relajados, ya que presentan una tasa menor en
sangre de hormonas relacionadas con el estrés y otros indicadores fisiológicos del nivel de activación
emocional (una pauta que, como ya hemos visto en el capitulo 11 , en el caso de sostenerse a lo largo de la
vida, proporciona una mejor salud física). Otras de las ventajas de este tipo de progenitores son de tipo
social, ya que estos niños son más populares, son más queridos por sus compañeros y sus maestros
suelen considerarles como socialmente más dotados. Sus padres y profesores también suelen decir que
tienen menos problemas de conducta (como, por ejemplo la rudeza o la agresividad). Finalmente, también
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
123
existen beneficios cognitivos, porque estos niños son más atentos y suelen tener un mejor rendimiento
escolar. A igualdad de CI, las puntuaciones en matemáticas y lenguaje al alcanzar el tercer curso de los
hijos de padres que habían sido buenos preceptores emocionales, eran más elevadas (un poderoso
argumento que parece confirmar la hipótesis de que el aprendizaje de las habilidades emocionales enseña
también a vivir). Así pues, las ventajas de disponer de unos padres emocionalmente competentes son
extraordinarias en lo que respecta a la totalidad del espectro de la inteligencia emocional.., y también más
allá de él.
UNA VENTAJA EMOCIONAL
El aprendizaje de las habilidades emocionales comienza en la misma cuna. El doctor Berry Brazelton,
eminente pediatra de Harvard, ha diseñado un test muy sencillo para diagnosticar la actitud básica del bebé
hacia la vida. El test consiste en ofrecer dos bloques a un bebé de ocho meses de edad y mostrarle a
continuación la forma de unirlos. Según Brazelton, un bebé que tiene una actitud positiva hacia la vida y que
tiene confianza en sus propias capacidades, cogerá un bloque, se lo meterá en la boca, lo frotará en su
cabeza y finalmente lo arrojará al suelo esperando que alguien lo recoja. Luego completará la tarea
requerida, unir los dos bloques.
Después le mirará a usted con unos ojos muy abiertos y expectantes que parecen querer decir:
«¡dime lo grande que soy!»
Estos bebés han conseguido de sus padres la necesaria dosis de aprobación y aliento, son niños que
confían en superar los pequeños retos que les presenta la vida. En cambio, los bebés que proceden de
hogares demasiado fríos, caóticos o descuidados afrontan la misma tarea con una actitud que ya anuncia
su expectativa de fracaso. No es que estos bebés no sepan unir los dos bloques, porque lo cierto es que
comprenden las instrucciones y tienen la suficiente coordinación como para hacerlo. Pero, según Brazelton,
aun en el caso de que lo hagan, su actitud es «desgraciada», una actitud que parece decir: «yo no soy
bueno. Mira, he fracasado». Es muy probable que este tipo de niños desarrolle una actitud derrotista ante la
vida, sin esperar el aliento ni el interés de sus maestros, sin disfrutar de la escuela y llegando incluso a
abandonarla.
Las diferencias entre ambos tipos de actitudes —la de los niños confiados y optimistas frente a la de
aquéllos otros que esperan el fracaso— comienzan a formarse en los primeros años de vida. Los padres,
dice Brazelton, «deben comprender que sus acciones generan la confianza, la curiosidad, el placer de
aprender y el conocimiento de los límites» que ayudan a los niños a triunfar en la vida, una afirmación
avalada por la evidencia creciente de que el éxito escolar depende de multitud de factores emocionales que
se configuran antes incluso de que el niño inicie el proceso de escolarización. Como ya hemos visto en el
capítulo 6, la capacidad de los niños de cuatro años de edad para dominar el impulso de apoderarse de una
golosina predijo —catorce años más tarde— una ventajosa diferencia de 210 puntos en las puntuaciones
SAT.
Durante esos tempranos años es cuando se asientan los rudimentos de la inteligencia emocional,
aunque éstos sigan modelándose durante el período escolar. Y estas capacidades, como hemos visto en el
capítulo 6, son el fundamento esencial de todo aprendizaje. Un informe del National Center for Clinical
Infant Programs afirma que el éxito escolar no tiene tanto que ver con las acciones del niño o con el
desarrollo precoz de su capacidad lectora como con factores emocionales o sociales (por ejemplo, estar
seguro e interesado por uno mismo, saber qué clase de conducta se espera de él, cómo refrenar el impulso
a portarse mal y expresar sus necesidades manteniendo una buena relación con sus compañeros). Según
este mismo informe, la mayor parte de los alumnos que presentan un bajo rendimiento escolar carecen de
uno o varios de los rudimentos esenciales de la inteligencia emocional, sin contar con la muy probable
presencia de dificultades cognitivas que obstaculizan su aprendizaje, un problema que no deberíamos dejar
de lado porque, en algunos estados, uno de cada cinco niños tiene que repetir el primer curso y, a medida
que va rezagándose, cada vez se encuentra más desanimado, resentido y traumatizado.
El rendimiento escolar del niño depende del más fundamental de todos los conocimientos, aprender a
aprender. Veamos ahora los siete ingredientes clave de esta capacidad fundamental (por cieno, todos ellos
relacionados con la inteligencia emocional) enumerados por el mencionado informe:
1. Confianza. La sensación de controlar y dominar el propio cuerpo, la propia conducta y el propio
mundo. La sensación de que tiene muchas posibilidades de éxito en lo que emprenda y que los adultos
pueden ayudarle en esa tarea.
2. Curiosidad. La sensación de que el hecho de descubrir algo es positivo y placentero.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
124
3. Intencionalidad. El deseo y la capacidad de lograr algo y de actuar en consecuencia. Esta
habilidad está ligada a la sensación y a la capacidad de sentirse competente, de ser eficaz.
4. Autocontrol. La capacidad de modular y controlar las propias acciones en una forma apropiada a
su edad; la sensación de control interno.
5. Relación. La capacidad de relacionarse con los demás, una capacidad que se basa en el hecho
de comprenderles y de ser comprendido por ellos.
6. Capacidad de comunicar. El deseo y la capacidad de intercambiar verbalmente ideas,
sentimientos y conceptos con los demás. Esta capacidad exige la confianza en los demás (incluyendo a los
adultos) y el placer de relacionarse con ellos.
7. Cooperación. La capacidad de armonizar las propias necesidades con las de los demás en las
actividades grupales.
El hecho de que un niño comience el primer día de guardería con estas capacidades ya aprendidas
depende mucho de los cuidados que haya recibido de sus padres —y de todos aquellos que, de un modo u
otro, hayan actuado a modo de preceptores— proporcionándole así una importante ventaja de partida en el
desarrollo de la vida emocional.
LA ASIMILACIÓN DE LOS FUNDAMENTOS DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL
Supongamos que un bebé de dos meses de edad se despierta a las tres de la madrugada y empieza
a llorar, Imaginemos también que viene su madre y que, durante la media hora siguiente, el bebé se
alimenta felizmente en sus brazos mientras ésta le mira con afecto, mostrándole lo contenta que está de
verle aun en medio de la noche. Luego el bebé, satisfecho con el amor de su madre, vuelve a dormirse.
Supongamos ahora que otro bebé, también de dos meses de edad, se despierta llorando a media
noche pero que, en este caso recibe la visita de una madre tensa e irritada, una madre que acababa de
conciliar difícilmente el sueño tras una pelea con su marido. En el mismo momento en que la madre le coge
bruscamente y le dice «¡Cállate! ¡No puedo perder el tiempo contigo! ¡Acabemos cuanto antes!», el bebé
comienza a tensarse. Luego, mientras está mamando, su madre le mira con indiferencia sin prestarle la
menor atención y, a medida que recuerda la pelea que acaba de tener con su esposo, va inquietándose
cada vez más. El bebé, sintiendo su tensión, se contrae y deja de mamar. « ¿Eso era todo lo que querías?
—pregunta entonces su madre, arisca— Pues se acabó!» Y, con la misma brusquedad con la que le cogió,
le deposita nuevamente en su cuna y se aleja de él, dejándole llorar hasta que finalmente, exhausto,
termina durmiéndose.
El informe del National Center for Clinical Infant Programs nos presenta estas dos escenas como
ejemplos de dos tipos de interacción que, cuando se repiten una y otra vez, terminan inculcando en el bebé
sentimientos muy diferentes sobre si mismo y sobre las personas que le rodean. En el primer caso, el bebé
aprende que las personas perciben sus necesidades, las tienen en cuenta e incluso pueden ayudarle a
satisfacerlas, mientras que en el segundo, por el contrario, el bebé aprende que nadie cuida realmente de
él, que no puede contar con los demás y que todos sus esfuerzos terminarán fracasando. Obviamente, a lo
largo de su vida todos los bebés pasan por ambos tipos de situaciones, pero lo cierto es que el predominio
de uno u otro varía según los casos. Es así como los padres imparten, de manera consciente o
inconsciente, unas lecciones emocionales importantísimas que activan su sensación de seguridad, su
sensación de eficacia y su grado de dependencia (un punto al que Erik Erikson denomina «confianza
básica» o «desconfianza básica»).
Este aprendizaje emocional se inicia en los primeros momentos de la vida y prosigue a lo largo de
toda la infancia. Todos los intercambios que tienen lugar entre padres e hijos acontecen en un contexto
emocional y la reiteración de este tipo de mensajes a lo largo de los años acaba determinando el meollo de
la actitud y de las capacidades emocionales del niño. Es muy distinto el mensaje que recibe una niña si su
madre se muestra claramente interesada cuando le pide que le ayude a resolver un rompecabezas difícil
que si recibe un escueto «¡No me molestes! ¡Tengo cosas más importantes que hacer!». Para mejor o para
peor, este tipo de intercambios entre padres e hijos son los que terminan modelando las esperanzas
emocionales del niño sobre el mundo de las relaciones en particular, y su funcionamiento en todos los
dominios de la vida, en general.
Los peligros son todavía mayores para los hijos de padres manifiestamente incompetentes
(inmaduros, drogadictos, deprimidos, crónicamente enojados o simplemente sin objetivos vitales y viviendo
caóticamente). Es mucho menos probable que este tipo de padres cuide adecuadamente de sus hijos y
establezca contacto con las necesidades emocionales de sus bebés. Según muestran los estudios
realizados en este sentido, el descuido puede ser más perjudicial que el abuso. Y una investigación
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
125
realizada con niños maltratados descubrió que éstos lo hacen todo peor (son los más ansiosos, despistados
y apáticos —mostrándose alternativamente agresivos y desinteresados— y el porcentaje de repetición del
primer curso entre ellos fue del 65%).
Durante los tres o cuatro primeros años de vida, el cerebro de los bebés crece hasta los dos tercios
de su tamaño maduro y su complejidad se desarrolla a un ritmo que jamás volverá a repetirse. En este
período clave, el aprendizaje, especialmente el aprendizaje emocional, tiene lugar más rápidamente que
nunca. Es por ello por lo que las lesiones graves que se produzcan durante este período pueden terminar
dañando los centros de aprendizaje del cerebro (y, de ese modo, afectar al intelecto). Y aunque, como
luego veremos, esto puede remediarse en parte por las experiencias vitales posteriores, el impacto de este
aprendizaje temprano es muy profundo. Como resume una investigación realizada a este respecto, las
consecuencias de las lecciones emocionales aprendidas durante los primeros cuatro años de vida son
extraordinariamente importantes:
A igualdad de otras circunstancias, un niño que no puede centrar su atención, un niño suspicaz en
lugar de confiado, un niño triste o enojado en lugar de optimista, destructivo en lugar de respetuoso, un niño
que se siente desbordado por la ansiedad, preocupado por fantasías aterradoras e infeliz consigo mismo,
tiene muy pocas posibilidades de aprovechar las oportunidades que le ofrezca el mundo.
COMO CRIAR A UN NIÑO AGRESIVO
Los estudios a término lejano tienen mucho que enseñarnos sobre los efectos a largo plazo de unos
progenitores emocionalmente inadecuados (especialmente en lo que respecta al papel que desempeñan en
la crianza de niños agresivos). Uno de estos estudios, llevado a cabo en el área rural de Nueva York,
realizó un seguimiento de 870 niños desde los ocho hasta los treinta años de edad.’ El estudio demostró
que cuanto más agresivos son los niños —cuanto más dispuestos a entablar peleas y a recurrir a la fuerza
para conseguir lo que desean—, más probable es que terminen expulsados de la escuela y que, a los
treinta años de edad, tengan un largo historial de delincuencia. Y estos padres también parecen transmitir a
sus hijos la misma predisposición a la violencia, ya que éstos se mostraron tan pendencieros en la escuela
como lo habían sido aquéllos.
Veamos ahora la forma en que la agresividad se transmite de generación en generación. Dejando de
lado las posibles tendencias heredadas, el hecho es que, cuando estos niños agresivos alcanzan la edad
adulta, terminan convirtiendo la vida familiar en una escuela de violencia. Cuando eran niños sufrieron los
castigos arbitrarios e implacables de sus padres, y al ser padres repitieron el mismo esquema que habían
aprendido en su infancia. Y esto es igualmente aplicable tanto en el caso de que el agresivo sea el padre
como en el de que lo sea la madre. Las niñas agresivas llegaron a transformarse en madres tan autoritarias
y crueles como ocurría en el caso de los varones. Las madres, en este sentido, castigaban a sus hijos con
especial saña, mientras que ellos se despreocupaban de sus hijos y pasaban la mayor parte del tiempo
ignorándolos. Al mismo tiempo, estos padres ofrecían a sus hijos un ejemplo vívido de agresividad, un
modelo que el niño llevaba consigo a la escuela y al patio de recreo y que ya no abandonaba durante el
resto de su vida. Con ello no estamos diciendo que estos padres sean necesariamente malvados, ni
tampoco que no deseen lo mejor para sus hijos, sino simplemente que no hacen más que repetir el mismo
trato que han recibido de sus propios padres.
Según este modelo, se castiga a los niños de manera arbitraria porque, si sus padres están de mal
humor, les castigan severamente pero si, por el contrario, están de buen humor, pueden escapar al castigo
en medio del caos. El castigo, pues, en este caso, no parece depender tanto de lo que hace el niño como
del estado de ánimo de sus padres, una pauta perfecta para desarrollar el sentimiento de inutilidad e
impotencia, puesto que la amenaza puede presentarse en cualquier momento y en cualquier lugar.
Considerar la actitud de estos niños agresivos como el producto de la vida familiar tiene un cierto
sentido, aunque lamentablemente no resulta nada fácil de modificar. Lo que resulta más descorazonador es
lo temprano que pueden aprenderse estas lecciones y el elevado coste que comportan para la vida
emocional del niño.
LA VIOLENCIA: LA EXTINCIÓN DE LA EMPATÍA
En medio del desordenado juego de la guardería, Martin, de dos años y medio de edad, empujó a
una niña que entonces rompió a llorar. Martin trató de coger su mano, pero cuando la sollozante niña se
negó a dársela, la golpeó en el brazo.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
126
Luego, mientras la niña seguía sollozando, Martin apartó la mirada gritando: « ¡Deja de llorar! ¡Deja
de llorar!» en un tono de voz cada vez más alto e irritado. Martin trató entonces nuevamente de golpearla
pero, cuando ella le esquivó, le mostró amenazadoramente los dientes, como hacen los perros cuando
gruñen. Luego Martin palmeó la espalda de la niña, pero los golpecitos se convirtieron rápidamente en
puñetazos mientras la niña seguía gritando.
Esta inquietante forma de relación demuestra que los malos tratos asiduos hacia el niño en función
del estado de ánimo del padre, terminan pervirtiendo su tendencia natural a la empatía. La agresiva y brutal
respuesta de Martin ante el malestar de su compañera de juegos es típica de aquellos niños que, como él,
han sido víctimas de la violencia desde su infancia. Esta respuesta contrasta rotundamente con las súplicas
y los intentos habitualmente empáticos (de los que hemos hablado en el capitulo 7) que despliegan los
niños en su intento de consolar a un compañero que está sollozando. La violenta respuesta de Martin refleja
las lecciones que ha aprendido en su hogar sobre las lágrimas y el sufrimiento: el llanto suele comenzar
siendo recibido con un gesto autoritariamente consolador pero, en el caso de que no cese, la progresión va
en aumento y pasa por las miradas y los gritos de desaprobación hasta llegar a los puñetazos. Y tal vez lo
más inquietante de todo es que, a su edad, Martin ya parecía carecer de la más elemental de las formas
que asume la empatía, la tendencia a dejar de agredir a alguien que se encuentra herido, y que, a los dos
años y medio de edad, ya mostraba los impulsos morales propios de un sádico cruel.
La mezquindad y la falta de empatía de Martin es típica de aquellos niños que, como él, han sido
víctimas a esa tierna edad, de los malos tratos físicos y emocionales. Martin fue uno de los nueve niños de
uno a tres años maltratados que fueron comparados con otros nueve niños de la guardería procedentes de
hogares igualmente empobrecidos y tensos, pero que no habían sufrido malos tratos físicos. Las diferencias
que mostraron ambos grupos en respuesta al daño o al malestar de otro fueron muy notables.
Cinco de los nueve niños que no fueron maltratados respondieron a veintitrés incidentes de este tipo
con preocupación, tristeza o empatía, pero en los veintisiete casos en los que los niños maltratados podrían
haberlo hecho así, ninguno mostró la menor preocupación y, en lugar de ello, respondieron con
manifestaciones de miedo, enojo o, como ocurrió en el caso de Martin, con una agresión física directa.
Por ejemplo, una de las niñas maltratadas, hizo un gesto francamente amenazante a otra que estaba
comenzando a llorar. Thomas, de un año de edad, otro de los niños maltratados, quedó paralizado por el
terror en cuanto escuchó el llanto de otro niño y se sentó completamente inmóvil, con el rostro contraído por
el miedo y la tensión, como si temiera que fueran a atacarle en cualquier momento. La respuesta de Kate,
otra de las niñas maltratadas de veintiocho meses de edad, fue casi sádica: comenzó a meterse con Joey,
un niño más pequeño, le derribó a patadas y, cuando éste se encontraba tumbado y mirándola tiernamente,
comenzó a darle palmaditas en la espalda que fueron transformándose en golpes más y más fuertes sin
tener en cuenta sus protestas. Luego le dio seis o siete puñetazos más hasta que éste, arrastrándose, logró
alejarse.
Estos niños, obviamente, tratan a los demás tal y como ellos mismos han sido tratados. Y la crueldad
de los niños maltratados es simplemente una versión extrema de lo que hemos entrevisto en los hijos de
padres críticos, amenazantes y violentos (niños que también suelen permanecer indiferentes cuando un
compañero llora o se encuentra herido), de modo que se diría que los niños maltratados representan el
punto culminante de un continuo de crueldad. Como grupo, estos niños suelen presentar problemas
cognitivos en el aprendizaje, ser agresivos e impopulares entre sus compañeros (poco debe sorprendernos,
pues, que la dureza con la que la familia trata al niño antes de que éste ingrese en el mundo escolar sea un
predictor adecuado de cuál será su futuro), más proclives a la depresión y, cuando adultos, más proclives a
tener problemas con la ley y a cometer más delitos violentos. A veces—por no decir casi siempre— esta
falta de empatía se transmite de generación en generación, de modo tal que los hijos que fueron
maltratados en su infancia por sus propios padres terminan convirtiéndose en padres que maltratan a sus
hijos. Esto contrasta drásticamente con la empatía que suelen presentar los hijos de aquellos padres que
han sido nutricios, padres que han alentado la preocupación de sus hijos por los demás y que les han
hecho comprender lo mal que se puede encontrar otro niño. Y si los niños no reciben este tipo de
adiestramiento de la empatía en el seno de la familia, parece que no pueden aprenderlo de otro modo.
Lo que tal vez resulte más inquietante en este sentido es lo pronto que los niños maltratados parecen
aprender a comportarse como si fueran versiones en miniatura de su propios padres.
Pero esto no debería sorprendemos si tenemos en cuenta que estos niños recibieron una dosis diaria
de esta amarga medicina.
Recordemos que es precisamente en los momentos en que las pasiones se disparan o en medio de
una crisis cuando las tendencias mas primitivas de los centros del cerebro límbico desempeñan un papel
más preponderante. En tales momentos, los hábitos que haya aprendido el cerebro emocional serán, para
mejor o para peor, los que predominarán.
Si nos damos cuenta de la forma en que la crueldad —o el amor— modela el funcionamiento mismo
del cerebro, comprenderemos que la infancia constituye una ocasión que no debiéramos desaprovechar
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127
para impartir las lecciones emocionales fundamentales. Los niños maltratados han tenido que recibir una
lección constante y muy temprana de traumas. Tal vez debiéramos admitir ya que este tipo de traumas
constituye un terrible aprendizaje emocional que deja una impronta muy profunda en el cerebro de los niños
maltratados, y buscar la forma más adecuada de resolver este problema.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
128
13. TRAUMA Y REEDUCACIÓN EMOCIONAL
Som Chit, un refugiado camboyano, se quedó estupefacto cuando sus tres hijos, de seis, nueve y
once años de edad, le pidieron que les comprara unas armas de juguete —imitación de los subfusiles de
asalto AK-47— para emplearlas en el juego que algunos de sus compañeros de escuela llamaban Purdy.
En este juego, Purdy, el villano, masacra con un arma de este tipo a un grupo de niños y seguidamente se
quita la vida. A veces, sin embargo, el juego concluye de modo diferente y son los niños quienes acaban
con Purdy.
El juego era, en realidad, una macabra representación de los trágicos acontecimientos que asolaron
la Escuela Primaria de Cleveland el 17 de febrero de 1989. Durante el recreo matinal de primero, segundo y
tercer curso, Patrick Purdy —antiguo alumno de la escuela veinte años atrás— comenzó a disparar
indiscriminadamente desde un extremo del patio de recreo sobre los cientos de niños que estaban jugando
en aquel momento. Durante siete interminables minutos, Purdy sembró el patio de balas del calibre 7,22 y,
finalmente, se suicidó de un tiro en la sien. Cuando la policía llegó al lugar de los hechos, había cinco niños
muertos y veintinueve heridos.
En los meses siguientes, los niños comenzaron a jugar espontáneamente al llamado «juego de
Purdy», uno de los muchos síntomas que indicaban la profundidad con la que quedaron grabados aquellos
dantescos siete minutos en la memoria de los pequeños. Cuando visité la escuela, situada a un paseo en
bicicleta de un barrio aledaño a la Universidad del Pacífico en el que había pasado parte de mi infancia,
habían transcurrido ya cinco meses desde que Purdy convirtiera un inocente recreo en una verdadera
pesadilla. No obstante, aunque ya no quedaba el menor indicio del espantoso incidente —porque los
agujeros de bala, las manchas de sangre y los rastros de carne, piel y cráneo habían sido limpiados en
seguida e incluso las paredes habían sido repintadas al día siguiente— su presencia, sin embargo, seguía
siendo todavía muy palpable.
Pero las huellas más profundas del tiroteo ya no estaban en los muros del edificio de la escuela
primaria sino en las mentes de los niños y del personal que, como podían, trataban de reanudar su vida
cotidiana. Tal vez lo más sorprendente fuera la forma en que se revivía una y otra vez, hasta en sus más
pequeños detalles, el recuerdo de aquellos pocos minutos. Un maestro me confesó, por ejemplo, que una
oleada de pánico había recorrido la escuela el día que se comunicó la proximidad de la festividad de San
Patricio, porque muchos niños creyeron que se trataba de un día especialmente dedicado a Patrick Purdy,
el asesino.
«Cada vez que oímos el sonido de la sirena de una ambulancia —me confesó otro maestro— todo
parece quedar en suspenso mientras los niños se paran a comprobar si se detiene aquí o sigue su camino
hasta la residencia de ancianos situada calle abajo.» Durante muchas semanas los niños tenían miedo de
mirarse en los espejos de los lavabos porque se había extendido el rumor de que la Sangrienta Virgen
María —una especie de monstruo imaginario— les espiaba desde ellos. Muchas semanas después del
tiroteo, una muchacha aterrada entró en el despacho de Pat Busher, el director, gritando: «¡Oigo disparos!
¡Oigo disparos!» pero el ruido, como pronto se descubrió, procedía del extremo de una cadena que el viento
hacía chocar contra un poste metálico.
Muchos niños se sumieron en un estado de continua alerta, como si se mantuvieran constantemente
en guardia ante la posibilidad de que se repitiera la ordalía de terror. Algunos de ellos se arremolinaban en
tomo a la puerta sin atreverse a salir al patio en el que había tenido lugar el incidente; otros adoptaron la
costumbre de jugar en pequeños grupos, mientras uno de ellos montaba guardia; muchos, por último,
siguieron evitando durante meses las zonas «malditas», las zonas en las que habían muerto los cinco
niños.
Los recuerdos persistían también en forma de pesadillas que asaltaban a los pequeños mientras
dormían. Algunas de éstas revivían directamente el incidente mientras que en otras ocasiones los niños se
despertaban angustiados en medio de la noche, sobresaltados por todo tipo de imágenes aterradoras que
les hacían creer que ellos tampoco tardarían en morir. Hubo niños que, para evitar soñar, trataron incluso
de dormir con los ojos abiertos.
Como saben los psiquiatras, todas estas reacciones forman parte de los síntomas que acompañan al
trastorno de estrés postraumático (TEPT). Según el doctor Spencer Eth, psiquiatra infantil especializado
en TEPT, en el núcleo de este tipo de trauma se halla «el recuerdo obsesivo de la acción violenta (un
puñetazo, una cuchillada o la detonación de un arma de fuego). Estos recuerdos se agrupan en tomo a
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129
intensas experiencias perceptibles (ya sean visuales, auditivas, olfativas, etcétera), como el olor a pólvora,
los gritos, el silencio súbito de la víctima, las manchas de sangre o las sirenas de los coches de la policía».
En opinión de los neurocientíficos, estos momentos aterradoramente vívidos se convierten en
recuerdos que quedan profundamente grabados en los circuitos emocionales de los afectados.
Todos estos síntomas son, de hecho, indicadores de una hiperexcitación de la amígdala que impele a
los recuerdos del acontecimiento traumático a irrumpir de manera obsesiva en la conciencia. En este
sentido, los recuerdos traumáticos se convierten en una especie de detonante dispuesto a hacer saltar la
alarma al menor indicio de que el acontecimiento temido pueda volver a repetirse. Esta exacerbada
susceptibilidad es la cualidad distintiva de todo trauma emocional, incluyendo la violencia física reiterada
experimentada durante la infancia.
Cualquier acontecimiento traumático —un incendio, un accidente de automóvil, una catástrofe
natural como, por ejemplo un terremoto o un huracán, una violación o un asalto— puede implantar estos
recuerdos en la amígdala. Son muchas las personas que cada año sufren este tipo de calamidades,
calamidades que, en la mayor parte de los casos, dejan una huella indeleble en su cerebro.
Los actos violentos son más perjudiciales que las catástrofes naturales, como los huracanes, por
ejemplo, porque las víctimas de la violencia gratuita sienten que han sido elegidas deliberadamente y esa
creencia mina la confianza en los demás y en la seguridad del mundo interpersonal. En cuestión de un
instante, el mundo interpersonal se convierte en un lugar peligroso en el que los otros constituyen una
amenaza potencial.
La crueldad deja en la memoria de la víctima una impronta que la lleva a responder con miedo ante
todo aquello que pueda recordar vagamente la agresión. Por ejemplo, un hombre que fue atacado por la
espalda y que no pudo ver a su agresor, quedó tan afectado después del incidente, que siempre trataba de
caminar delante de una anciana para sentirse seguro de que no le iban a agredir de nuevo. Otra mujer que
fue asaltada en un ascensor por un hombre que la condujo a punta de cuchillo hasta un piso vacío,
permaneció horrorizada durante semanas por la idea de tener que entrar en un ascensor, en el metro o en
cualquier otro espacio cerrado en el que pudiera sentirse atrapada, y en cuanto veía que un hombre se
metía la mano en el bolsillo de la chaqueta —como había hecho su agresor— se levantaba en seguida de
su asiento.
Como ha demostrado un reciente estudio realizado con supervivientes del holocausto nazi, la
impronta del terror —y el pertinaz estado de hiperalerta resultante— pueden perdurar toda la vida.
Cincuenta años después de haber perecido casi de inanición, de haber presenciado el asesinato de sus
seres más queridos y de haber sobrevivido al terror constante de los campos de exterminio nazi, los
recuerdos obsesivos seguían siendo particularmente vívidos. Un tercio de los sujetos entrevistados en esta
investigación admitió que aún experimentaba una sensación generalizada de miedo, y cerca de tres cuartas
partes respondieron que se sentían ansiosos ante cualquier recordatorio de la persecución nazi (como un
uniforme, una llamada inesperada a la puerta, el ladrido de un perro o una chimenea humeante). Medio
siglo más tarde, el 60% de los entrevistados reconoció que pensaba a diario en el holocausto y ocho de
cada diez manifestaron sufrir frecuentes pesadillas. Como dijo un superviviente: «no seria normal si
después de haber sobrevivido a Auschwitz no tuviera pesadillas».
EL TERROR CONGELADO EN LA MEMORIA
Escuchemos ahora las palabras de un veterano de Vietnam de cuarenta y ocho años, veinticuatro
años después de vivir un espantoso episodio en aquellas remotas tierras:
« ¡No puedo librarme de los recuerdos! Las imágenes me asaltan con todo lujo de detalles,
provocadas por las cosas más insignificantes, como el ruido de una puerta que se cierra de golpe, los
rasgos de una mujer oriental, la textura de una estera de bambú o el olor a cerdo frito. Anoche no tuve
problemas para conciliar el sueño pero esta madrugada un trueno me ha despertado de nuevo paralizado
por el miedo y me ha transportado a mi puesto de guardia en plena estación monzónica. Estoy seguro de
que voy a morir en el próximo combate. Mis manos están congeladas y, sin embargo, tengo el cuerpo
bañado en sudor; siento todos los pelos de la nuca erizados y mi corazón y mi respiración se hallan
visiblemente agitados. Percibo un olor ligeramente azufrado y de repente descubro cerca de mi el cuerpo de
mi compañero Troy sobre una plataforma de bambú que el Vietcong ha depositado en las proximidades de
nuestro campamento... El próximo relámpago y el trueno que lo acompaña me producen tal sobresalto que
caigo al suelo.»
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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Este terrible recuerdo, todavía vívidamente presente a pesar de los veinte años transcurridos, sigue
teniendo el poder de evocar en este excombatiente el miedo de aquel aciago día. El TEPT desciende
peligrosamente el umbral de alarma del sistema nervioso, provocando una respuesta ante las situaciones
más cotidianas como si se tratara de auténticos peligros. El circuito implicado en el secuestro emocional
—que hemos descrito en el capitulo 2— desempeña un papel esencial en la grabación de este tipo de
recuerdos. Y cuanto más brutal, estremecedor y horrendo sea el acontecimiento que desencadena el
secuestro de la amígdala, más indeleble será la huella que deje. El fundamento neurológico de este tipo de
recuerdos parece asentarse en una alteración drástica de la química cerebral desencadenada por un
suceso aislado especialmente impresionante. Pero, aunque los descubrimientos realizados sobre el TEPT
se basan en el impacto de un episodio único, los episodios de crueldad repetidos a lo largo de los años —
como ocurre, por ejemplo, en el caso de los niños que han sufrido reiterados abusos sexuales, físicos o
emocionales— provoca un resultado similar.
El National Center for Post-Traumatic Stress Disorder, una red de centros de investigación
dependiente de los hospitales de la Administración de Veteranos que reúne a una buena cantidad de
asociaciones de excombatientes de Vietnam y de otros conflictos bélicos, aquejados de TEPT, está
llevando a cabo la investigación tal vez más exhaustiva realizada en este sentido. Casi todos nuestros
conocimientos sobre el TEPT en veteranos de guerra proceden de estudios como el reseñado pero sus
conclusiones también pueden aplicarse a los niños que han sufrido graves traumas emocionales, como el
acontecido en la Escuela Primaria de Cleveland que reseñábamos al comienzo de este capítulo.
Como me dijo el doctor Dennis Charney, psiquiatra de Yale y director del departamento de neurología
del National Center: «desde el punto de vista biológico, las victimas de un trauma de este tipo ya no vuelven
a ser las mismas. Poco importa que haya sido el terror del combate, la tortura, los abusos repetidos en la
infancia o una experiencia puntual, como hallarse atrapado en medio de un huracán o estar a punto de
morir en un accidente de tráfico. Cualquier situación de estrés incontrolable acarrea idénticas secuelas
biológicas».
El término clave en este sentido parece ser la palabra incontrolable, puesto que si la persona siente
que puede hacer algo para afrontar la situación, que puede ejercer algún tipo de control —no importa lo
pequeño que éste sea—, reacciona emocionalmente mucho mejor que quienes se sienten completamente
impotentes. Esta sensación de impotencia es precisamente la que convierte a un determinado
acontecimiento en algo subjetivamente abrumador. Como me comentaba el doctor John Crystal, director del
Laboratorio de Psicofarmacología Clínica: «Cuando alguien es atacado con un cuchillo, no sabe cómo
defenderse y piensa “ahora voy a morir”, es más susceptible al TEPT que quien tiene alguna posibilidad de
afrontar la situación. El desencadenante, pues, de este tipo de alteración cerebral es la sensación de que
nuestra vida está en peligro y no hay nada que podamos hacer al respecto».
Decenas de investigaciones realizadas con ratas han corroborado que la sensación de impotencia
constituye el detonante común del TEPT. En esos estudios se colocó a varias parejas de ratas en jaulas
separadas que eran sometidas a descargas eléctricas de baja intensidad (aunque ciertamente muy fuertes
para una rata). Sólo una rata de cada par tenía una palanca en su jaula que le permitía poner fin a la
descarga en ambas jaulas. El experimento, que prosiguió durante semanas, demostró que las ratas que
podían poner fin a las descargas no mostraban signos de estrés, mientras que las que no tenían esa
posibilidad experimentaron cambios cerebrales permanentes. Un niño que haya sido tiroteado en el patio de
recreo y que haya visto cómo sus compañeros caen al suelo bañados en sangre —o un maestro que se
haya sentido incapaz de impedir la matanza— deben haber experimentado una extraordinaria sensación de
impotencia.
EL TEPT COMO DESORDEN LIMBICO
Ya han transcurrido varios meses desde que un violento terremoto la hiciera saltar de la cama y
correr gritando de pánico a través de la oscuridad en busca de su hijo de cuatro años. Después, ambos
permanecieron durante horas en la fría noche de Los Angeles ateridos bajo un portal protector y sin comida,
agua ni luz mientras el suelo temblaba bajo sus pies. Hoy en día, meses después del incidente, la mujer
parece hallarse completamente recuperada del pánico que la atenazó los días que siguieron al terremoto,
cuando una puerta que se cerraba de golpe la hacia temblar de miedo. El único síntoma que perduraba era
su incapacidad para conciliar el sueño, pero ese problema sólo se presentaba cuando su marido estaba de
viaje, como ocurriera la noche del terremoto.
Los cambios que tienen lugar en el circuito limbico cuyo foco está en la amígdala explican los
principales síntomas del miedo aprendido (incluyendo el miedo intenso propio del TEPT). Algunas de estas
alteraciones tienen lugar en el locas ceruleus, una estructura cerebral que regula la secreción de dos
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131
sustancias denominadas genéricamente catecolaminas: la adrenalina y la noradrenalina entre cuyas
funciones se cuenta la activación del cuerpo para hacer frente a una situación de urgencia y la grabación de
los recuerdos con una intensidad especial. En el caso del TEPT este mecanismo se torna hiperreactivo,
secretando dosis masivas de estos agentes químicos cerebrales en respuesta a situaciones que suponen
poca o ninguna amenaza pero que evocan el trauma original, como ocurría en el caso de los niños de la
escuela de Cleveland que se sentían aterrorizados cuando escuchaban una sirena de ambulancia parecida
a la que habían oído después del tiroteo.
El locas ceruleus está estrechamente ligado a la amígdala y a otras estructuras limbicas, como el
hipocampo y el hipotálamo; las catecolaminas, por su parte, se difunden a través de todo el córtex. Según
se cree, los síntomas del TEPT —entre los que se cuenta la ansiedad, el miedo, el estado de continua
alerta, la alteración, la rapidez de la respuesta de lucha-o-huida y la codificación indeleble de los recuerdos
emocionales intensos— dependen de los cambios que tienen lugar en estos circuitos—. Una investigación
con excombatientes de la guerra de Vietnam aquejados de TEPT ha mostrado que estas personas
presentan un porcentaje de receptores de las catecolaminas un 40% inferior que quienes no presentan
estos síntomas, dato que parece indicar que sus cerebros han sufrido una alteración permanente que
impide el ajuste fino de la secreción de catecolaminas. El TEPT también va acompañado de otros cambios
en el circuito que conecta el sistema limbico con la pituitaria, encargada de regular la secreción de HCT
(hormona corticotrópica), la principal hormona segregada por el cuerpo para activar la respuesta inmediata
de lucha-o-huida ante una situación de emergencia.
Las alteraciones que acompañan al TEPT producen la hipersecreción de esta hormona —
particularmente en la amígdala, el hipocampo y el locas ceruleus—, alertando al cuerpo para hacer frente a
una urgencia que en realidad no existe.’ Como me comentó el doctor Charles Nemeroff, psiquiatra de la
Universidad de Duke: «el exceso de HCT nos hace reaccionar desproporcionadamente. Por ejemplo,
cuando un veterano de Vietnam afectado de TEPT, oye una falsa explosión procedente del tubo de escape
de un automóvil, la secreción de HCT provocará las mismas sensaciones que experimentó durante el
incidente traumático. El sujeto empieza a sudar, a sentirse asustado, tiembla, los dientes le castañetean e
incluso puede llegar a revivir la escena original. En las personas que padecen de una hipersecreción de
HCT, la respuesta de alarma es desmesurada. Cuando, por ejemplo, damos una palmada por sorpresa
cualquier persona reacciona sobresaltándose pero, en el caso de que la persona padezca de una
hipersecreción de HCT, desaparece el proceso de habituación y el sujeto seguirá respondiendo a las
sucesivas palmadas del mismo modo que lo hizo a la primera».
Un tercer tipo de alteraciones también vuelve hiperreactivo al sistema de opiáceos cerebrales
encargado de la secreción de las endorfinas que mitigan la sensación de dolor. En este caso, el circuito
neural implicado afecta también a la amígdala y a una región concreta del córtex cerebral. Los opiáceos son
agentes químicos cerebrales que tienen un intenso efecto sedante, como ocurre con el opio y otros
narcóticos, de los que son parientes cercanos. Cuando el nivel de endorfinas («la morfina secretada por
nuestro propio cerebro») es elevado, la persona presenta una marcada tolerancia al dolor, un efecto que ha
sido constatado por los cirujanos que tienen que operar en el campo de batalla, quienes han descubierto
que los soldados gravemente heridos necesitan menos anestesia para soportar el dolor que los civiles que
sufren lesiones mucho menos graves.
Algo similar parece ocurrir durante el TEPT. Los cambios endorfinicos agregan una nueva dimensión
a los efectos neurales desencadenados por la reexposición al trauma, la insensibilización ante ciertos
sentimientos, lo cual tal vez pudiera explicar la presencia de ciertos síntomas psicológicos «negativos»
constatados en el TEPT, como la anhedonia (la incapacidad de sentir placer), la indiferencia emocional
generalizada, la sensación de hallarse desconectado de la vida y falto de todo interés por los sentimientos
de los demás, una indiferencia que puede ser vivida por las personas próximas como una falta completa de
empatía. Otro efecto posible es la disociación, la cual incluye la incapacidad para recordar los minutos, las
horas o incluso los días más cruciales del suceso traumático.
Las alteraciones neurológicas provocadas por el TEPT también parecen aumentar la susceptibilidad
de la persona para sufrir nuevos traumas. Existen investigaciones que demuestran que los animales que se
han visto expuestos a un estrés moderado en su juventud son mucho más vulnerables a los cambios
cerebrales inducidos por los traumas (un dato que parece sugerir la urgente necesidad de que los niños
aquejados de TEPT reciban algún tipo de tratamiento). Esto también podría explicar por qué, a pesar de
haber estado expuestas a la misma situación catastrófica, ciertas personas desarrollan un TEPT mientras
que otras no lo hacen, puesto que la amígdala de quienes han sufrido un trauma previo se halla
especialmente predispuesta y, ante la presencia de un peligro real, no tarda en alcanzar su cota más
elevada de activación.
Todas estas alteraciones neurológicas ofrecen ventajas a corto plazo para hacer frente a las
aterradoras experiencias que las suscitan. A fin de cuentas, en condiciones de extrema dureza, permanecer
completamente alerta, activado, presto a la acción, impasible ante el dolor, con el cuerpo dispuesto a
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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afrontar una fuerte demanda física y completamente indiferente —por el momento— a lo que, de otro modo,
sería un acontecimiento angustioso, es una cuestión de supervivencia. Pero esta ventaja a corto plazo
termina convirtiéndose en un verdadero inconveniente cuando las alteraciones cerebrales que acabamos de
mencionar se instalan de manera permanente, como cuando un coche permanece con el acelerador
continuamente apretado. El cambio en el nivel de excitabilidad de la amígdala y otras regiones cerebrales
relacionadas, provocado por la exposición a un trauma intenso, nos coloca al borde del colapso, una
situación en la que el incidente más inocuo puede terminar desencadenando fácilmente un secuestro neural
que aboque a una explosión de miedo incontrolable.
EL REAPRENDIZAJE EMOCIONAL
Los recuerdos traumáticos constituyen fijaciones del funcionamiento cerebral que interfieren con el
aprendizaje posterior y, más concretamente, con el reaprendizaje de una respuesta normal ante los
acontecimientos traumáticos. En los casos de pánico adquirido, como, por ejemplo, el TEPT, los
mecanismos del aprendizaje y la memoria se desvían de su cometido. En este caso la amígdala también
juega un papel muy importante pero, en lo que respecta a la superación del miedo aprendido, es el
neocórtex el que desempeña el papel fundamental.
Los psicólogos denominan miedo condicionado al proceso mediante el cual la mente asocia algo que
no supone ninguna amenaza a un suceso aterrador. Según Charney, las secuelas producidas por el temor
inducido en animales de laboratorio permanecen durante años. La región cerebral clave que aprende,
recuerda y moviliza el miedo condicionado corresponde al tálamo, la amígdala y el lóbulo prefrontal, el
mismo circuito, en suma, implicado en el secuestro neural.
En circunstancias normales, el miedo condicionado tiende a remitir con el paso del tiempo, hecho que
parece deberse al proceso de reaprendizaje natural que ocurre cuando el sujeto vuelve a enfrentarse al
objeto temido en condiciones de completa seguridad. De este modo, por ejemplo, una niña que aprendió a
temer a los perros porque fue mordida por un pastor alemán, irá perdiendo gradualmente su miedo de
manera natural en la medida en que tenga la oportunidad de estar con alguien que tenga un pastor alemán
con el que pueda jugar.
Pero en el caso del TEPT este tipo de reaprendizaje natural no tiene lugar. En opinión de Charney,
ello se debe a que los cambios cerebrales provocados por el TEPT son tan poderosos que cualquier
reminiscencia —aun mínima— de la situación original desencadena un secuestro de la amígdala que
refuerza la respuesta de pánico. Ello implica que no habrá ninguna ocasión en la que el objeto temido
pueda ser afrontado con una sensación de calma, porque la amígdala no es capaz de reaprender una
respuesta más moderada. «La extinción del miedo —observa Charney— parece implicar un proceso de
aprendizaje activo», algo que, por su propia naturaleza, es incompatible con el TEPT, «que provoca la
persistencia anormal de los recuerdos emocionales». Sin embargo, en presencia de las experiencias
adecuadas, hasta el TEPT puede ser superado. En tal caso, los intensos recuerdos emocionales y las
pautas de pensamiento y de reacción que éstos suscitan pueden llegar a modificarse con el tiempo. Pero,
en opinión de Charney, este reaprendizaje debe tener lugar a nivel cortical porque el miedo original grabado
en la amígdala nunca llega a desaparecer del todo y es el córtex prefrontal el que inhibe activamente la
respuesta de pánico regulada por la amígdala.
Richard Davidson, psicólogo de la Universidad de Wisconsin que descubrió la función reguladora de
la ansiedad del lóbulo prefrontal izquierdo, se ha interesado por la cuestión decisiva de cuánto tiempo se
tarda en superar el «miedo aprendido». En un experimento de laboratorio en el que se indujo a los
participantes una respuesta de aversión ante un ruido desagradable —un paradigma del miedo aprendido
que se asemeja a un TEPT de baja intensidad—. Davidson descubrió que las personas que presentan una
mayor actividad del córtex prefrontal izquierdo superan el miedo aprendido más rápidamente, lo cual
sugiere la importancia del papel desempeñado por el córtex en la superación de la respuesta de ansiedad
aprendida.
LA REEDUCACIÓN DEL CEREBRO EMOCIONAL
Uno de los resultados más prometedores realizados sobre el TEPT procede de un estudio sobre
supervivientes del holocausto nazi, el 75% de los cuales seguían mostrando, cincuenta años más tarde,
síntomas muy intensos de TEPT. El hecho de que el 25% restante hubiera logrado superar este tipo de
síntomas es un dato sumamente esperanzador que supone que, de un modo u otro, los acontecimientos de
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133
su vida cotidiana les habían ayudado a contrarrestar de manera natural el problema. Quienes seguían
presentando este tipo de síntomas mostraban las alteraciones del nivel de catecolaminas cerebrales
características del TEPT, algo que no ocurría en quienes habían logrado recuperarse. Este descubrimiento,
y otros similares realizados en la misma dirección, nos hacen concebir la esperanza de que las
modificaciones cerebrales provocadas por el TEPT no sean irreversibles y que los seres humanos puedan
reponerse incluso de las más graves lesiones emocionales o, dicho en otras palabras, que el circuito
emocional puede ser reeducado. Así pues, el reaprendizaje puede ayudamos a superar traumas tan
profundos como los derivados del TEPT.
Una de las formas espontáneas de curación emocional —al menos en lo que se refiere a los niños—
es mediante juegos como el de Purdy. En ellos, la repetición permite que los niños revivan el trauma sin
peligro y abre dos posibles vías de curación. Por un lado, el recuerdo se actualiza en un contexto de baja
ansiedad, desensibilizándolo y permitiendo el afloramiento de otro tipo de respuestas no traumáticas,
mientras que, por el otro, permite el logro de un desenlace imaginario más positivo. El juego de Purdy solía
terminar con la muerte de éste, un hecho que contrarresta la sensación de impotencia experimentada
durante el acontecimiento traumático.
Este tipo de juegos es previsible en niños pequeños que han sido testigos de una violencia
desmedida. La primera persona que advirtió la presencia de estos juegos macabros en los niños
traumatizados fue la doctora Lenore Terr, psiquiatra infantil de San Francisco. Terr descubrió este tipo de
juegos entre los niños de Chowchilla, California —una población de Central Valley, a una hora aproximada
de distancia de Stockton, la ciudad en la que tuvo lugar la masacre de Purdy—, quienes, en el verano de
1973, fueron objeto de un secuestro cuando regresaban a casa en autobús después de pasar un día en el
campo. En este caso, los secuestradores llegaron a enterrar el autobús, y con él a los niños, sometiéndoles
a un suplicio que se prolongó durante veintisiete horas.
Cinco años después del incidente, Terr descubrió que los recuerdos del secuestro todavía
perduraban en los juegos de sus víctimas. Las niñas, por ejemplo, simulaban secuestros simbólicos cuando
jugaban con sus muñecas. Una niña que había desarrollado una extrema repugnancia al contacto con los
excrementos durante el incidente, se pasaba el tiempo lavando a su muñeca. Una segunda jugaba con su
muñeca a un juego que consistía en realizar un viaje —sin importar adónde— y regresar a salvo; el juego
favorito de otra niña, por último, consistía en meter a la muñeca en un agujero en el que se suponía que
terminaba asfixiándose.
Los adultos que han sufrido un trauma de estas características suelen experimentar una
insensibilidad psicológica que bloquea todo recuerdo o sentimiento relativo al hecho, pero la mente de los
niños tiende a reaccionar de manera diferente En opinión de Terr, esto ocurre porque los niños utilizan la
fantasía, el juego y la ensoñación cotidiana para rememorar y reconstruir el acontecimiento. Esta evocación
deliberada del trauma parece impedir el bloqueo de los recuerdos intensos que luego irrumpen
violentamente en forma de flashbacks. En el caso de que el trauma no sea demasiado grave —como
ocurre, por ejemplo, en una visita al dentista— tal vez baste con una o dos veces, pero si, por el contrario,
se trata de un trauma grave, el niño necesitará reproducir la situación traumática una y otra vez en una
suerte de ceremonial monótono y macabro hasta que pueda desembarazarse de él.
El arte —uno de los vehículos a través de los que se expresa el inconsciente— constituye una forma
de movilizar los recuerdos estancados en la amígdala. El cerebro emocional está estrechamente ligado a
los contenidos simbólicos y a lo que Freud denominaba «proceso primarios», el tipo de pensamiento propio
de la metáfora, el cuento, el mito y el arte, una modalidad, por cierto, utilizada con frecuencia en el
tratamiento de los niños traumatizados. En ocasiones, la expresión artística puede despejar el camino para
que los niños hablen de los terribles momentos vividos de un modo que sería imposible por otros medios.
Spencer Eth, psiquiatra infantil de Los Angeles especializado en el tratamiento de niños
traumatizados, cuenta el caso de un niño de cinco años que fue secuestrado junto a su madre por el examante
de ésta. El hombre los condujo a la habitación de un motel en donde obligó al niño a esconderse
bajo una manta mientras golpeaba a su madre hasta matarla. Comprensiblemente, el chico se mostraba
muy reacio a hablar de todo lo que había vivido durante aquella terrible experiencia, así que Eth le pidió que
hiciera un dibujo sobre un tema libre.
Eth recuerda que el dibujo representaba a un piloto de coches de carreras cuyos ojos estaban
desmesuradamente abiertos, un hecho que Eth interpretó como una referencia a su propia mirada furtiva
hacia el asesino. La técnica que utiliza Eth para emprender la terapia con este tipo de niños consiste en
pedirles que hagan un dibujo, porque en casi todos ellos aparecen referencias tangenciales a la escena
traumática. Además, el hecho de dibujar es, en sí mismo, terapéutico, y pone en marcha un proceso que
puede terminar conduciendo a la superación del trauma.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
134
EL REAPRENDIZAJE EMOCIONAL Y LA SUPERACIÓN DEL TRAUMA
Irene había acudido a una cita que acabó en un intento de violación. Aunque había podido librarse de
su atacante, éste continuó amenazándola, molestándola en mitad de la noche con llamadas telefónicas
obscenas y siguiendo cada uno de sus pasos.
En cierta ocasión, cuando denunció el hecho a la policía, ésta le quitó importancia aduciendo que «en
realidad no había pasado nada». Pero cuando Irene acudió a la terapia mostraba claros síntomas de TEPT,
se negaba a mantener ninguna clase de relaciones sociales y se hallaba prisionera en su propia casa.
El caso de Irene lo cita la doctora Judith Lewis Herman, psiquiatra de Harvard que ha desarrollado un
método innovador para el tratamiento de los sujetos afectados por un trauma. Este proceso, en opinión de
Herman, pasa por tres fases diferentes: en primer lugar, el paciente debe recuperar cierta sensación de
seguridad; seguidamente debe recordar los detalles del trauma y, finalmente, debe atravesar el duelo por lo
que pueda haber perdido. Sólo entonces podrá restablecer su vida normal. No es difícil advertir la lógica
que subyace a estos tres pasos, porque esta secuencia parece reflejar la forma en que el cerebro
emocional reaprende que no hay por qué considerar la vida como una situación de alarma constante.
El primer paso —recuperar la sensación de seguridad— consiste en disminuir el grado de
sobreexcitación emocional —el principal obstáculo para el reaprendizaje— y permitir que el sujeto pueda
tranquilizarse— Normalmente, este paso se da ayudando a que el paciente comprenda que sus pesadillas,
su permanente sobresalto, su hipervigilancia y su pánico, forman parte del cuadro de síntomas propio del
TEPT, un tipo de comprensión que, por si solo, proporciona cierto alivio. Esta primera fase también apunta
a que el paciente recupere cierta sensación de control sobre lo que le está ocurriendo, una especie de
desaprendizaje de la lección de impotencia que supuso el trauma. En el caso de Irene, por ejemplo, esta
sensación de seguridad pasaba por movilizar a sus amigos y a su familia para formar un cordón protector
entre ella y su perseguidor que le permitió acudir a la policía.
La «inseguridad» que presenta un paciente aquejado de TEPT va más allá del miedo que pueda
suscitar una amenaza externa y tiene un origen más profundo basado en la sensación de que carece de
todo control sobre lo que le ocurre, tanto corporal como emocionalmente. Esto es algo muy comprensible,
dado que el TEPT hipersensibiliza la amígdala y rebaja el umbral de activación del secuestro emocional.
La medicación también contribuye a que el sujeto recupere la sensación de que no se halla a merced
de la alarma emocional que le embarga en forma de ansiedad, insomnio o pesadillas. Los especialistas
aguardan el día en que se descubra una medicación específica que normalice los efectos del TEPT sobre la
amígdala y los neurotransmisores implicados. Por el momento, sin embargo, sólo contamos con algunos
fármacos que compensan parcialmente estos desequilibrios, y que suelen ser sustancias que actúan sobre
la serotonina y los fi—inhibidores (como, por ejemplo el propranolol), que bloquean la activación del sistema
nervioso simpático. Los pacientes también pueden recibir un adiestramiento especial en algún tipo de
relajación que les permita aliviar su irritabilidad y su nerviosismo. La calma fisiológica constituye la clave
para que los circuitos emocionales implicados descubran de nuevo que la vida no supone una amenaza
constante y restituyan así al paciente la sensación de seguridad de que gozaba antes de experimentar el
trauma.
El segundo paso del camino que conduce a la curación tiene que ver con la narración y
reconstrucción de la historia traumática al abrigo de la seguridad recientemente recobrada, una sensación
que permite que el circuito emocional reencuadre los recuerdos traumáticos y sus posibles detonantes y
reaccione de un modo más realista ante ellos. Cuando el paciente ya es capaz de relatar los terribles
pormenores del incidente se produce una auténtica transformación, tanto en lo que atañe al contenido
emocional de los recuerdos como a sus efectos sobre el cerebro emocional. El ritmo de esta rememoración
verbal es un factor sumamente delicado y parece reflejar el ritmo natural de recuperación del trauma de
quienes no llegan a experimentar el TEPT.
En estos casos parece existir una especie de reloj interno que «alterna» —a lo largo de días o incluso
de meses— períodos de recuerdo del incidente con otros en los que el sujeto no parece recordar nada,
permitiendo así una dosificación que favorece la asimilación gradual del incidente perturbador. Esta
alternancia entre el recuerdo y el olvido parece fomentar tanto la integración espontánea del trauma como el
reaprendizaje de una nueva respuesta emocional. No obstante, según Herman, en aquellas personas cuyo
TEPT se muestra más refractario al tratamiento, el mismo hecho de narrar su historia puede suscitar la
aparición de temores incontrolables, en cuyo caso el terapeuta debería disminuir el ritmo, tratando de
mantener las reacciones del paciente dentro de unos límites soportables que no interrumpieran el proceso
de reaprendizaje.
El terapeuta debe alentar al paciente a relatar los sucesos traumáticos tan minuciosamente como le
sea posible, como si estuviera contando una película de terror, deteniéndose en cada detalle sórdido, lo
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
135
cual no sólo incluye todos los pormenores visuales, auditivos, olfativos y táctiles, sino también las
reacciones —miedo, rechazo, náusea— que le produjeron estas sensaciones. El objetivo que se persigue
en esta fase consiste en llegar a traducir verbalmente todas sus vivencias del acontecimiento, lo cual
contribuye a la reintegración de recuerdos que pudieran estar disociados y desgajados de la memoria
consciente para poder recomponer así la escena con todo lujo de detalles. Esta tentativa verbalizadora
cumple con la función de poner a todos los recuerdos bajo el control del neocórtex para que así las
reacciones suscitadas puedan comprenderse y dirigirse mejor. En este punto del proceso de recuperación,
el reaprendizaje emocional se logra en buena medida gracias a la vivida rememoración de los sucesos
traumáticos y de las emociones que éstos suscitaron pero, en esta ocasión, en el contexto seguro de la
consulta de un terapeuta responsable. Este abordaje terapéutico permite que el sujeto experimente
directamente que el recuerdo del incidente traumático no tiene por qué ir acompañado de un pánico
incontrolable, sino que puede ser revivido con total seguridad.
En el caso del niño de cinco años que fue testigo del espeluznante asesinato de su madre, el dibujo
del personaje con los ojos desorbitadamente abiertos realizado en la consulta de Spencer Eth, fue el último
que hizo. A partir de entonces, él y su terapeuta se implicaron en diferentes juegos que les permitieron
establecer un vínculo profundo y armónico. Poco a poco, el niño comenzó a relatar la historia del asesinato,
primero de un modo muy estereotipado, repitiendo una y otra vez los mismos detalles pero, con el paso del
tiempo, sus palabras fueron haciéndose cada vez más flexibles y fluidas, su cuerpo se fue relajando y,
paralelamente, las pesadillas también fueron desapareciendo, indicadores, todos ellos, en opinión de Eth,
de un cierto «control del trauma».
Paulatinamente, el tema de las entrevistas fue cambiando y centrándose cada vez menos en los
miedos relacionados con el trauma y enfocándose en lo que ocurría en los acontecimientos cotidianos del
niño, quien estaba tratando de recuperar paulatinamente el ritmo normal de su vida en su nuevo hogar con
su padre. Una vez liberado del trauma, el niño fue finalmente capaz de centrarse en su vida cotidiana.
Herman sostiene, asimismo, que los pacientes deben atravesar un período de duelo por las pérdidas
que el trauma haya podido ocasionarles, ya se trate de una herida, de la muerte de un ser amado, de la
ruptura de una relación, del arrepentimiento que les ocasiona algún paso que no debieran haber dado o
simplemente de la crisis que suscita la pérdida de confianza en el prójimo. En este sentido, las quejas que
acompañan a la rememoración verbal de los acontecimientos traumáticos constituyen un claro indicador de
la capacidad del paciente para superar el trauma, porque ello significa que, en vez de estar continuamente
asediado por los acontecimientos del pasado, puede comenzar a mirar hacia el futuro y albergar cierta
esperanza de que es posible reconstruir su vida libre del yugo del trauma. Es, pues, como sí por fin se
pudiera erradicar la reactivación del terror traumático por parte del circuito emocional. El sonido de una
sirena no tiene por qué desencadenar un ataque de pánico y los ruidos nocturnos no deben ir
necesariamente acompañados de una reacción de terror.
Ciertamente, los efectos posteriores y las recurrencias ocasionales de los síntomas persisten —dice
Herman— pero hay signos inequívocos de que el trauma ya ha sido notoriamente superado.
Entre éstos cabe destacar la reducción de los síntomas fisiológicos hasta un nivel soportable y la
capacidad de afrontar los sentimientos asociados al recuerdo del trauma. Especialmente significativo resulta
el hecho de que los recuerdos traumáticos dejan de irrumpir de manera descontrolada, que el sujeto es
capaz de recordarlos a voluntad, como si se tratara de recuerdos normales y, lo que es quizá más
importante, que puede dejar de pensar en ellos. Todo esto implica, finalmente, la reanudación de una nueva
vida en la que puedan establecerse profundas relaciones basadas en la confianza y en un sistema de
creencias que encuentre sentido incluso a un mundo en el que caben este tipo de injusticias. Todos éstos
son, a fin de cuentas, indicadores del éxito de cualquier proceso de reeducación del cerebro emocional.
LA PSICOTERAPIA COMO REAPRENDIZAJE EMOCIONAL
Afortunadamente, las tragedias que quedan grabadas a fuego son relativamente escasas en la vida
de la mayoría de la gente. Sin embargo, a pesar de ello, el mismo circuito emocional que tan profundamente
inscribe los recuerdos traumáticos, también permanece activo en los momentos menos dramáticos. Los
problemas más comunes de la infancia —como, por ejemplo, sentirse crónicamente ignorado y falto de
atención o afecto, el abandono, la pérdida o el rechazo social— tal vez no lleguen a alcanzar dimensiones
tan traumáticas, pero también dejan su impronta en el cerebro emocional, ocasionando distorsiones —y
también lágrimas y arrebatos de cólera— en las relaciones que el sujeto establecerá durante el resto de su
vida. Pero si el TEPT puede curarse, también pueden serlo las cicatrices emocionales que muchos de
nosotros llevamos profundamente grabadas. Esa es, precisamente, la tarea de la psicoterapia y, en
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136
términos generales, puede afirmarse que una de las principales contribuciones de la inteligencia emocional
consiste en aprender a relacionamos de manera más inteligente con nuestro lastre emocional.
La dinámica existente entre la amígdala y el mejor informado córtex prefrontal nos proporciona un
modelo neuroanatómico del modo en que la psicoterapia puede ayudamos a superar este tipo de profundas
y nocivas pautas emocionales. Como propone Joseph LeDoux, el investigador del sistema nervioso que
descubrió el papel que desempeña la amígdala como desencadenante de los arrebatos emocionales: «una
vez que el sistema emocional aprende algo, parece que jamás podrá olvidarlo, pero la psicoterapia nos
ayuda a revertir esa situación porque, gracias a ella, el neocórtex puede aprender a inhibir el
funcionamiento de la amígdala. De este modo, el sujeto puede superar la tendencia a reaccionar de
manera automática, aunque las emociones básicas provocadas por la situación sigan persistiendo de
manera subyacente».
Así pues, aun después de un proceso de reaprendizaje emocional —o incluso después de una
psicoterapia eficaz— siempre queda el vestigio de la reacción, del temor o de la susceptibilidad original. El
córtex prefrontal puede moderar o refrenar el impulso a desbordarse de la amígdala, pero no puede eliminar
completamente su respuesta automática. No obstante, aunque no podamos decidir cuando seremos
víctimas de un arrebato emocional, sí que podemos ejercer cierto control sobre cuanto tiempo durará. La
pronta recuperación del equilibrio tras un estallido de este tipo bien podría ser un índice de madurez
emocional.
Los principales cambios que tienen lugar durante el proceso de la terapia afectan a las respuestas
que el sujeto da a sus reacciones emocionales. Pero no es posible eliminar completamente la tendencia a
que se produzca la reacción. La prueba de ello nos la proporciona una serie de investigaciones
psicoterapéuticas llevadas a cabo por Lester Luborsky y sus colegas de la Universidad de Pennsylvania,
que comenzaron llevándoles a identificar los principales problemas de relación que conducen al sujeto a
buscar ayuda psicoterapéutica: el deseo de ser aceptados, la necesidad de intimidad, el miedo al fracaso o
la franca dependencia. A continuación, los investigadores analizaron minuciosamente las respuestas típicas
(siempre autoderrotistas) que los pacientes daban a los temores y deseos que suscitaban sus relaciones,
como ser demasiado exigentes (lo que repercutía negativamente suscitando el rechazo o la indiferencia de
los demás); o el repliegue a una actitud autodefensiva ante un supuesto desaire (lo que dejaba a la otra
persona molesta por el aparente rechazo).
En este tipo de encuentros, condenados de antemano al fracaso, los pacientes se sienten
comprensiblemente desbordados por todo tipo de sentimientos frustrantes (como la desesperación, la
tristeza, el resentimiento, el rechazo, la tensión. el miedo, la culpa, etcétera), e independientemente de cuál
fuera la pauta concreta manifestada por un determinado paciente, ésta parecía reproducirse en todas sus
relaciones importantes (ya fuera con la esposa, la amante, los hijos, los padres, los jefes o los
subordinados).
Sin embargo, en el curso de una terapia a largo plazo, estos pacientes deben afrontar dos tipos de
cambios. Por una parte, sus reacciones emocionales ante los acontecimientos que las suscitan se hacen
menos acuciantes, y hasta podríamos decir que se vuelven más sosegadas, y, por la otra, su conducta
comienza a ser más eficaz a la hora de obtener lo que realmente desean. Lo que no cambia, en modo
alguno, es el miedo o el deseo subyacente y la punzada inicial de la emoción. Los investigadores
descubrieron también que, en el caso de los pacientes que sólo habían asistido a unas pocas sesiones de
psicoterapia, las entrevistas mostraban la mitad de las reacciones emocionales negativas que presentaban
al comienzo de la terapia y. en cambio, eran doblemente proclives, a obtener la respuesta positiva que tanto
anhelaban de la otra persona. Pero recordemos también que lo que no cambiaba era la especial
susceptibilidad subyacente a sus necesidades.
En términos cerebrales, podemos concluir que el sistema límbico emite señales de alarma ante el
menor indicio del acontecimiento temido, pero el córtex prefrontal y las áreas anejas son capaces de
aprender un modelo de respuesta nuevo y más saludable. En resumen, pues, el reaprendizaje emocional —
una tarea que, ciertamente, no concluye nunca— puede remodelar hasta los hábitos emocionales más
profundamente arraigados de nuestra infancia.
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14. EL TEMPERAMENTO NO ES EL DESTINO
Hasta ahora hemos estado hablando de la modificación de las pautas de respuesta emocional
aprendidas a lo largo de la vida pero ¿qué ocurre con aquellas otras respuestas que dependen de nuestra
dotación genética? ¿Cómo transformar las reacciones habituales de aquellas personas que, pongamos por
caso, son sumamente inestables o desesperantemente tímidas? Nos estamos refiriendo, claro está, a
aquellos estratos de la emoción que podríamos calificar bajo el epígrafe del temperamento, el trasfondo de
sentimientos que configura nuestra predisposición básica, el estado de ánimo que caracteriza nuestra vida
emocional.
Hasta cierto punto, cada uno de nosotros posee un temperamento innato, se mueve dentro de un
espectro concreto de emociones, una característica que forma parte del bagaje con que nos ha dotado la
lotería genética y cuyo peso se hace sentir a lo largo de toda la vida. Todo padre sabe que, desde el
momento de su nacimiento, un niño es tranquilo y plácido o, en cambio, irritable y difícil. La pregunta que
ahora debemos hacernos es sí la experiencia vital puede llegar a transformar este equipaje emocional
determinado biológicamente. ¿El sustrato biológico constituye un determinante irrevocable de nuestro
destino emocional o, por el contrario, los niños tímidos pueden terminar convirtiéndose en adultos
confiados?
La respuesta más clara a esta cuestión nos la proporciona la investigación llevada a cabo por Jerome
Kagan, un eminente psicólogo evolutivo de la Universidad de Harvard. Según Kagan existen al menos
cuatro temperamentos básicos —tímido, abierto, optimista y melancólico—, correspondientes a cuatro
pautas diferentes de actividad cerebral. De hecho, cada ser humano responde con una prontitud, duración e
intensidad emocional distinta, y en este sentido es muy probable que existan innumerables diferencias en la
dotación temperamental innata, basadas en diferentes tipos constitucionales de actividad neuronal.
La obra de Kagan centra en una de estas pautas el continuo temperamental que va de la apertura a
la timidez. Son varias las madres que, a lo largo de los años, han estado llevando a sus niños al Laboratorio
para el Desarrollo Infantil, situado en el cuarto piso del William James Hall, de Harvard, para que tomaran
parte en la investigación realizada por Kagan sobre el desarrollo infantil. Ahí fue donde Kagan y sus
colaboradores observaron experimentalmente por vez primera los signos de timidez que presentaba un
grupo de niños de veintiún meses de edad. En aquella investigación Kagan descubrió que algunos niños
eran espontáneos, movedizos y jugaban con los demás sin la menor vacilación, mientras que otros, por el
contrario, eran inseguros, retraídos, remoloneaban, se aferraban a las faldas de sus madres y se limitaban
a observar en silencio el juego de los demás. Unos cuatro años más tarde, cuando los niños estaban ya en
la guardería, el equipo de Kagan repitió la observación y descubrió que, en todo aquel tiempo, ninguno de
los niños expansivos se había convertido en tímido, pero que dos tercios de éstos, en cambio, seguían
siéndolo.
Kagan descubrió que los niños más sensibles y asustadizos —del 15 al 20% de los que, según sus
propias palabras, son «conductualmente inhibidos» innatos— se transformaron en adultos tímidos y
temerosos. Estos niños son reacios a todo lo que les resulte poco familiar —tanto probar una nueva comida
como aproximarse a animales o lugares desconocidos— y tienden a la autocrítica y al sentimiento de culpa.
Son niños que se quedan ansiosamente paralizados en las situaciones sociales (ya sea en la clase, en el
patio de recreo, en presencia de personas desconocidas o dondequiera, en suma, que se sientan
observados), y, cuando alcanzan la madurez, tienden a permanecer aislados y tienen un miedo enfermizo a
dar una charla o a acometer cualquier actividad en la que se sientan expuestos a la mirada ajena.
Tom, uno de los niños que participaron en el estudio de Kagan, constituye un verdadero paradigma
del tímido. En cada una de las mediciones que se realizaron a lo largo de la infancia —a los dos, a los cinco
y a los siete años de edad—, Tom destacó como uno de los niños más tímidos. En la entrevista que tuvo
lugar a los trece años de edad, Tom permanecía tenso y rígido, se mordía los labios, retorcía las manos y
se mantenía impasible —sólo llegó a esbozar una sonrisa cuando la entrevista versó sobre su amiguita—,
sus respuestas eran lacónicas y sus maneras, sumisas. Según dijo, durante todo aquel tiempo había sido
muy tímido y sudaba cada vez que tenía que aproximarse a alguno de sus compañeros. También se había
sentido perturbado por multitud de miedos (miedo a que su casa se quemase, miedo a lanzarse a la piscina,
miedo a estar solo en la oscuridad, etcétera) y se vio asaltado por muchas pesadillas en las que era
atacado por monstruos. Es cierto que en los últimos dos años tenía menos vergüenza que antes, pero
todavía sufría alguna ansiedad cuando estaba con otros niños, y sus preocupaciones se centraban ahora
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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en el rendimiento escolar, aunque era uno de los alumnos más aventajados. Tom era hijo de un científico y
planeaba estudiar ciencias porque la aparente soledad de su desempeño se ajustaba perfectamente a su
predisposición introvertida.
Ralph, por el contrario, era uno de los niños más abiertos y expansivos, del estudio. Era un niño muy
locuaz que siempre estaba relajado; a los trece años permanecía cómodamente sentado, sin mostrar el
menor signo de nerviosismo y hablaba con el entrevistador en un tono confiado y cordial, como si fuera uno
más de sus compañeros (a pesar de que la diferencia de edad entre ellos fuera de unos veinticinco años).
Durante la infancia, sólo había sentido dos miedos pasajeros, uno de ellos a los perros (después de que un
gran perro saltara sobre él a la edad de tres años) y el otro a volar (cuando, a los siete años de edad, oyó
hablar de un accidente de aviación). Sociable y popular, Ralph nunca se había considerado un niño
vergonzoso.
Los niños tímidos parecen venir a la vida con un sistema nervioso que les hace sumamente
reactivos a las más leves tensiones y, desde el mismo momento del nacimiento, sus corazones laten más
rápidamente que los de los demás en respuesta a situaciones extrañas o insólitas. La frecuencia cardiaca
de los niños que, a los veintiún meses, se mostraban más reacios a jugar, era más acelerada que la de los
demás. Y es precisamente esa ansiedad y esa hiperexcitabilidad lo que parece subyacer a su timidez,
puesto que se enfrentan a cualquier persona o situación desconocida como si se tratara de una amenaza
potencial. Y tal vez sea también por ello por lo que las mujeres de mediana edad que recuerdan haber sido
especialmente vergonzosas en su infancia tienden a vivir con más miedos, preocupaciones y culpabilidad y
a padecer más problemas relacionados con el estrés (dolores de cabeza, colón irritable y otros problemas
digestivos) que aquéllas otras que durante la infancia eran más abiertas y expresivas:
LA NEUROQUIMICA DE LA TIMIDEZ
En opinión de Kagan, la diferencia existente entre el cauteloso Tom y el expansivo Ralph se origina
en la excitabilidad de un circuito nervioso centrado en la amígdala. Según Kagan, la gente proclive, como
Tom, a la timidez, tiene una predisposición neuroquimica innata a la hiperexcitabilidad de ese circuito y éste
es el motivo por el cual evitan las situaciones desconocidas, huyen de la incertidumbre y sufren de
ansiedad. Por el contrario, quienes, como Ralph, tienen un sistema nervioso calibrado a un umbral superior
de activación de la amígdala, son menos temerosos, más expansivos y más dispuestos a explorar lugares
desconocidos y conocer a nuevas personas.
Uno de los indicadores más tempranos de este patrón nervioso heredado es lo difícil e irritable que es
el niño o lo tenso que se pone cada vez que debe enfrentarse a algo o alguien desconocido. El hecho es
que uno de cada cinco niños recién nacidos cae en la categoría de los tímidos y que dos de cada cinco lo
hacen en la categoría de los abiertos.
Gran parte de los datos presentados por Kagan proceden de observaciones realizadas con gatos,
que son animales extraordinariamente tímidos. Uno de cada siete gatos caseros presenta una pauta de
timidez parecida a la de los niños vergonzosos; son gatos que, en lugar de exhibir la legendaria curiosidad
felina, huyen de las novedades, son reacios a explorar nuevos territorios y son tan retraídos que sólo atacan
a los roedores pequeños (mientras que sus congéneres más animosos no dudan en perseguir a roedores
mayores). Las investigaciones realizadas directamente en el cerebro de los gatos tímidos muestran una
amígdala más excitable de lo normal, especialmente cuando, por ejemplo, oyen el maullido amenazador de
otro gato.
En el caso de los gatos, la timidez aparece alrededor del primer mes de vida, que es el momento en
el que la amígdala se encuentra suficientemente madura para asumir el control de los circuitos nerviosos
cerebrales encargados de las respuestas de aproximación o huida. Un mes en el cerebro de un gatito es
equiparable a ocho meses en el cerebro humano, el periodo en el que, según Kagan, aparece el miedo a lo
«desconocido» en los bebés (es precisamente durante este período, si la madre abandona la habitación y
deja al niño en presencia de un extraño, el niño rompe a llorar). Tal vez —postula Kagan— los niños tímidos
hereden un porcentaje crónicamente elevado de noradrenalina o de algún otro neurotransmisor cerebral
que estimule la amígdala y así rebaje el umbral de excitabilidad que facilite la activación de la amígdala.
Uno de los síntomas de esta exacerbación de la sensibilidad es que ante situaciones de estrés
(como, por ejemplo, olores desagradables) los chicos y chicas que vivieron una infancia tímida muestran
una frecuencia cardiaca mucho más elevada que la de sus compañeros, un síntoma que sugiere que la
noradrenalina está activando su amígdala y todo su sistema nervioso simpático. Kagan descubrió que los
niños tímidos presentan una reactividad mayor en todas las manifestaciones del sistema nervioso
simpático, desde la presión sanguínea hasta la dilatación de las pupilas y los niveles de marcadores de
noradrenalina en su orina.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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El silencio es también otro termómetro de la timidez. Dondequiera que el equipo de Kagan observara
niños tímidos y niños abiertos en un entorno natural —ya fuera en el jardín de infancia, con niños
desconocidos o charlando con el entrevistador—, los niños tímidos hablaban menos. Un niño tímido de esta
edad no suele responder cuando le hablan, y pasa mucho más tiempo mirando cómo juegan los demás. En
opinión de Kagan, el silencio vergonzoso frente a una situación insólita o frente a lo que percibe como una
amenaza constituye un signo de la actividad de los circuitos nerviosos que conectan la zona frontal, la
amígdala y las estructuras límbicas próximas que controlan la capacidad de vocalizar (los mismos circuitos
que nos hacen «colapsamos» en situaciones de estrés).
Estos niños hipersensibles corren un gran riesgo de desarrollar trastornos de ansiedad —como, por
ejemplo, ataques de pánico— en una época tan temprana como el sexto o séptimo curso. En un estudio
llevado a cabo sobre 754 chicos y chicas de estas edades se descubrió que 44 de ellos ya habían sufrido al
menos un ataque de pánico o habían experimentado síntomas similares con anterioridad. Normalmente,
estos episodios de ansiedad fueron desencadenados por las situaciones conflictivas propias de la temprana
adolescencia -como una primera cita o un examen importante, por ejemplo-, situaciones que la mayoría de
los niños aprende a manejar sin llegar a desarrollar problemas más serios. Pero los adolescentes
temperamentalmente tímidos y normalmente temerosos de las situaciones desconocidas presentaban los
síntomas típicos del pánico (palpitaciones cardíacas, insuficiencia respiratoria o una sensación de angustia)
junto al sentimiento de que algo terrible estaba a punto de ocurrirles (como, por ejemplo, volverse locos o
morir). Los investigadores creen que, aunque los episodios no eran lo bastante significativos como para
merecer el diagnóstico psiquiátrico de «crisis de pánico», estos adolescentes corren un grave riesgo de
desarrollar este tipo de problemas; de hecho, muchos de los adultos que sufren de ataques de pánico
afirman que éstos comenzaron en su pubertad. El punto de partida de los ataques de ansiedad está
estrechamente ligado a la pubertad. Las chicas que manifiestan pocos signos de pubertad no suelen
presentar tales ataques pero un 8% aproximadamente de las que atraviesan la pubertad afirman haber
experimentado ataques de pánico que suelen terminar conduciéndolas a una contracción crónica ante la
vida.
NADA ME PREOCUPA: EL TEMPERAMENTO ALEGRE
En los años veinte, mi joven tía June abandonó su hogar de Kansas City y se aventuró a viajar sola a
Shanghai, un viaje realmente peligroso en aquellos tiempos para una mujer. En ese centro internacional del
comercio y de la intriga, mi tía conoció a un funcionario británico de la policía colonial que terminaría
convirtiéndose en su marido. Cuando, a comienzos de la II Guerra Mundial, los japoneses ocuparon
Shanghai, mis tíos fueron internados en el campo de concentración sobre el que versa la película El imperio
del sol. Después de sobrevivir a los terribles años pasados en el campo de prisioneros, mis tíos lo habían
perdido prácticamente todo y fueron repatriados a la Columbia Británica.
Todavía recuerdo el primer encuentro que tuve con mi tía June, una mujer anciana y vital cuya vida
había seguido un curso extraordinario. En sus últimos años sufrió un ataque de apoplejía que la mantenía
parcialmente paralizada pero, tras un lento y arduo proceso de rehabilitación, pudo volver a caminar
renqueando. Recuerdo que uno de aquellos días me hallaba paseando con ella —ya en sus setenta años—
cuando se rezagó y al cabo de unos instantes oí su débil grito pidiendo ayuda. Mi tía se había caído y no
podía ponerse en pie. Yo me precipité a ayudarla y cuando lo hice, en lugar de lamentarse, se rió de sus
apuros y su único comentario fue un despreocupado «bueno, al menos puedo caminar de nuevo».
Hay personas, como mi tía, cuyas emociones parecen gravitar de forma natural en torno al polo
positivo; son personas naturalmente optimistas y despreocupadas. Hay otras, en cambio, que son
malhumoradas y melancólicas. Esta dimensión del temperamento —entusiasta en un extremo y melancólico
en el otro— parece estar ligada a la actividad relativa de las áreas prefrontales derecha e izquierda, los
polos superiores del cerebro emocional.
Esta es, al menos, la conclusión fundamental de la investigación realizada por Richard Davidson, un
psicólogo de la Universidad de Wisconsin que descubrió que las personas que tienen una actividad
predominantemente más intensa en el lóbulo frontal izquierdo son temperamentalmente alegres,
disfrutan del contacto con las personas y las situaciones que la vida les depara y se recuperan prontamente
de los contratiempos (como ocurría en el caso de mi tía June).
En cambio, aquellos otros cuya actividad preponderante radica en el lóbulo prefrontal derecho son
proclives a la negatividad y a los estados de ánimo agrios, y se desconciertan con más facilidad ante los
contratiempos. Parece, pues, como si fueran incapaces de desconectarse de sus preocupaciones y de sus
depresiones.
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En uno de los experimentos típicos realizados por Davidson, se comparó a una serie de voluntarios
que presentaban una actividad prefrontal preponderantemente izquierda con otros quince sujetos que
mostraban una mayor actividad en el lado derecho.
Aquéllos con una marcada actividad frontal derecha presentaban una pauta característica de
negatividad en un test de personalidad, se asemejaban al personaje caricaturizado por las películas de
Woody Alíen, el tipo neurasténico que ve catástrofes hasta en las cosas más nimias, el sujeto propenso a
asustarse y a enfadarse, suspicaz ante un mundo preñado de abrumadoras dificultades y de peligros
ocultos. Por su parte, aquéllos en quienes predominaba la actividad prefrontal izquierda veían el mundo de
un modo muy diferente a como lo hacían los melancólicos. Eran sociables y alegres, tenían una gran
confianza en sí mismos y se sentían provechosamente comprometidos con la vida. Sus puntuaciones en los
tests psicológicos sugerían un menor peligro de caer en la depresión o sufrir otra clase de trastornos
emocionales. Davidson también descubrió que, a diferencia de lo que ocurre con quienes nunca han estado
deprimidos, las personas que tienen un historial de depresión clínica presentan un menor nivel de actividad
cerebral en el lóbulo frontal izquierdo y, por el contrario, una mayor activación en el lado derecho, un patrón
que también se presentaba en aquellos pacientes a quienes se diagnosticaba una depresión por vez
primera. A partir de esos datos —que, por cierto, todavía requieren de una adecuada verificación
experimental— Davidson formuló la hipótesis de que las personas que han superado una depresión
aprenden a intensificar el nivel de actividad de su lóbulo prefrontal izquierdo.
Aunque esta investigación se haya realizado sobre el 30% aproximado de personas que se sitúan en
ambos extremos de esta dimensión, casi todo el mundo —dice Davidson— puede ser clasificado, en
función de sus pautas de ondas cerebrales, como tendiendo hacia uno u otro de ambos tipos, puesto que el
contraste temperamental existente entre el tipo arisco y el tipo alegre se manifiesta de muchos modos
diferentes. Por ejemplo, en un determinado experimento, un grupo de voluntarios contemplaba varios
cortometrajes. Algunos de ellos eran divertidos —como el baño de un gorila o los juegos de un cachorrillo,
por ejemplo— mientras que otros, por el contrario -como una película en la que se instruía a las enfermeras
sobre los desagradables pormenores característicos de la Cirugía—, eran sumamente ingratos. Los sujetos
que habían sido adscritos al tipo hemisferio derecho consideraron que las películas divertidas no lo eran
tanto, pero mostraron un disgusto y un desasosiego manifiesto en reacción a la sangre y al bisturí. El grupo
alegre, por su parte, apenas si reaccionó ante la película médica, pero si que lo hizo ante las películas
divertidas.
Así pues, parece como si el temperamento nos predispusiera para reaccionar ante la vida con un
registro emocional positivo o negativo. Al igual que ocurría con la dimensión timidez-apertura, la tendencia
hacia el temperamento melancólico u optimista aparece también durante el primer año de vida, hecho que
apoya fuertemente la hipótesis de que el temperamento es un dato genéticamente determinado. Como
sucede con la mayor parte del cerebro, durante los primeros meses de vida, los lóbulos frontales todavía
están madurando y su actividad no puede valorarse de un modo fiable hasta los diez meses de edad
aproximadamente. Pero, en niños de esa edad, Davidson encontró que el nivel de activación relativa de los
lóbulos prefrontales predecía, con una correlación de casi el 100%, si los niños llorarían cuando su madre
abandonara la habitación De las muchas decenas de niños valorados de este modo, todos los que lloraron
mostraron una preponderancia de la actividad cerebral del lóbulo derecho, mientras que en aquéllos que no
lo hicieron ocurría exactamente lo contrario.
Hay que añadir, por último, que, aun en el caso de que esta dimensión temperamental se establezca
desde el momento del nacimiento —o en algún momento muy próximo a él—, quienes manifiesten una
pauta arisca no están necesariamente condenados a pasar la vida encerrados en su habitación haciendo
calceta. De hecho, las lecciones emocionales que recibimos en la infancia pueden tener un impacto muy
profundo sobre el temperamento, ya sea amplificando o enmudeciendo una determinada predisposición
genética. La gran plasticidad del cerebro infantil determina que las experiencias que acontezcan en estos
momentos tempranos tengan un impacto duradero a la hora de modelar los caminos neuronales por los que
discurrirá el resto de nuestra vida. Tal vez la mejor ilustración del tipo de experiencias que pueden modificar
positivamente el temperamento sea la que nos proporciona la investigación llevada a cabo por Kagan con
niños tímidos.
DOMESTICAR A LA HIPEREXCITABLE AMÍGDALA
Las alentadoras novedades que nos proporciona la investigación llevada a cabo por Kagan es que no
todos los miedos de la infancia siguen desarrollándose durante toda la vida, es decir, que el temperamento
no es el destino y que las experiencias adecuadas pueden reeducar la hiperexcitabilidad de la amígdala. Lo
que determina la diferencia son las lecciones emocionales y las respuestas que los niños aprenden durante
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
141
su proceso de crecimiento. Lo que cuenta al comienzo para el niño tímido es cómo le tratan sus padres, y
es así como aprenden a superar su timidez natural. Los padres que planifican experiencias gradualmente
alentadoras para sus hijos les brindan la posibilidad de superar para siempre sus temores.
Uno de cada tres niños que llega al mundo con todos los síntomas de una amígdala hiperexcitable
termina perdiendo la timidez cuando entra en la guardería. De la observación de estos niños, previamente
temerosos, queda claro que los padres —y especialmente las madres— desempeñan un papel
importantísimo en el hecho de que un niño innatamente tímido se fortalezca con el correr de los años o siga
huyendo de lo desconocido y se llene de inquietud ante cualquier dificultad. La investigación realizada por el
equipo de Kagan descubrió que algunas madres creen que deben proteger a sus hijos tímidos de toda
perturbación; otras, en cambio, consideran que es más importante apoyarles para que ellos mismos
aprendan a afrontar estos momentos y acostumbrarles así a los pequeños contratiempos de la vida. La
sobreprotección, pues, parece alentar el temor privando a los más jóvenes de la oportunidad de aprender
a superar sus miedos, mientras que, en cambio, la filosofía de «aprender a adaptarse» parece contribuir a
que los niños más temerosos desarrollen su valor.
Las observaciones realizadas en el hogar demostraron que, a los seis meses de edad, las madres
protectoras que trataban de consolar a sus hijos, les cogían y les mantenían en sus brazos cuando estaban
agitados o lloraban, y lo hacían más que aquéllas otras que trataban de ayudar a que sus hijos aprendieran
a dominar por si mismos estos momentos de desasosiego. La proporción entre las veces en que eran
cogidos por sus madres cuando estaban tranquilos y cuando estaban inquietos demostró que las madres
protectoras sostenían a sus hijos en brazos mucho más durante los momentos de inquietud que durante los
de calma.
Al año de edad, la investigación demostró la existencia de otra marcada diferencia. Las madres
protectoras se mostraban más indulgentes y ambiguas a la hora de poner límites a sus hijos cuando éstos
estaban haciendo algo que podía resultar peligroso como, por ejemplo, meterse en la boca un objeto que
pudieran tragarse. Las otras madres, por el contrario, eran empáticas, insistían en la obediencia, imponían
límites claros y daban órdenes directas que bloqueaban las acciones del niño.
¿Pero cómo la firmeza de una madre puede conducir a una disminución de la timidez? En opinión de
Kagan, cuando un niño se arrastra decididamente hacia algo que le parece atractivo y su madre le
interrumpe con un contundente «¡apártate de eso!» se produce un aprendizaje en el que el niño se ve
obligado a hacer frente a una leve sensación de incertidumbre. La repetición de esta situación centenares
de veces durante el primer año de vida proporciona al niño una serie de ensayos en pequeña escala que le
ayudan a aprender a afrontar lo inesperado. Esta es, precisamente, la clase de encuentro que debe
aprender a controlar el niño tímido, y la forma más adecuada de hacerlo es en pequeñas dosis. Si los
padres se muestran amorosos pero no cogen en brazos al niño y le consuelan ante cada pequeño
contratiempo, éste terminará aprendiendo por si mismo a controlar estas situaciones. A los dos años de
edad, cuando volvían a llevar los niños temerosos al laboratorio de Kagan, se mostraron mucho menos
propensos a llorar ante el gesto serio de un extraño o cuando un experimentador les ponía un
esfigmomanómetro en el brazo para medir su tensión sanguínea.
La conclusión de Kagan fue la siguiente: «parece que las madres que protegen a sus hijos muy
reactivos contra la frustración y la ansiedad, esperando ayudar así a la superación de este problema,
aumentan la incertidumbre del niño y terminan provocando el efecto contrario» En otras palabras,
parece que la estrategia protectora priva a los niños de la oportunidad de aprender a calmarse a si mismos
frente a lo desconocido y así poder superar un poco más sus miedos. A nivel neurológico, esto significa que
los circuitos prefrontales pierden la oportunidad de aprender respuestas alternativas ante el miedo reflejo y,
en su lugar, la repetición simplemente fortalece la tendencia a la timidez.
Por el contrario, según me dijo Kagan: «Aquéllos niños que habían logrado vencer su timidez en la
guardería tenían padres que ejercían una leve presión para que fueran más sociables. Aunque este rasgo
temperamental parezca más difícil de cambiar que otros —probablemente a causa de sus fundamentos
fisiológicos— no existe ninguna cualidad humana que sea inmutable».
A lo largo de la infancia algunos niños tímidos se van abriendo en la medida en que la experiencia va
moldeando su sistema nervioso. La presencia de un alto nivel de competencia social (la cooperación, el
buen trato con los demás niños, la empatía, la predisposición a dar y compartir, la consideración y la
capacidad de desarrollar amistades íntimas) constituye uno de los predictores de que un niño tímido
terminará superando esta inhibición natural. Estos eran los rasgos característicos de un grupo de niños que,
a la edad de cuatro años, habían sido identificados como tímidos y que cambiaron a eso de los diez años
de edad. Por el contrario, aquellos otros niños tímidos cuyo temperamento no sufrió ningún cambio
perceptible a los diez años de edad, eran menos diestros emocionalmente (lloraban, se alejaban cuando
debían enfrentarse a alguna situación problemática, se mostraban emocional mente torpes, eran miedosos,
ariscos, solían irritarse ante la menor frustración, tenían dificultades para demorar la gratificación, eran muy
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142
suspicaces a las criticas y eran desconfiados). Estas lagunas emocionales constituyen serios obstáculos en
su relación con los demás niños, a quienes ponen en situación de tener que acercarse a ellos.
No es difícil advertir el motivo por el cual los niños emocionalmente más competentes tienden a
superar espontáneamente su timidez (aunque sean temperamentalmente vergonzosos) puesto que su
destreza social les abre un abanico más amplio de experiencias positivas con los demás. Son niños que,
una vez que rompen el hielo que supone, por ejemplo, dirigirse a un nuevo compañero son socialmente
brillantes. La repetición de esta situación a lo largo de los años tiende naturalmente a convertirles en
personas mucho más seguras de sí mismas.
Estos avances hacia la apertura resultan muy alentadores porque sugieren que, en cierto modo,
hasta las mismas pautas emocionales innatas pueden cambiar. Un niño que nace temeroso puede aprender
a tranquilizarse o incluso a abrirse a lo desconocido. La timidez —o cualquier otro rasgo temperamental—
forma parte de nuestro bagaje biológico, pero eso no significa que nos hallemos inexorablemente
condicionados por los rasgos emocionales heredados. Así pues, aun dentro de las limitaciones genéticas
disponemos de la posibilidad de cambiar. Como observan los estudiosos de la genética de la conducta,
nuestro comportamiento no sólo está determinado genéticamente sino que el ambiente —especialmente la
experiencia y el aprendizaje— configura la forma en que una predisposición temperamental se manifiesta a
lo largo de la vida. La capacidad emocional, pues, no constituye un dato inmutable puesto que, con el
aprendizaje adecuado, puede modificarse. Las razones que explican este hecho hay que buscarlas en el
modo en que madura el cerebro humano.
LA INFANCIA: UNA PUERTA ABIERTA A LA OPORTUNIDAD
En el momento del nacimiento, el cerebro del ser humano no está completamente formado sino que
sigue desarrollándose y es en la temprana infancia cuando este proceso de crecimiento es más intenso. El
niño nace con muchas más neuronas de las que poseerá en su madurez y, a lo largo de un proceso
conocido con el nombre de «podado», el cerebro va perdiendo las conexiones neuronales menos
frecuentadas y fortaleciendo aquellos circuitos sinápticos más utilizados. De este modo, el «podado», al
eliminar las sinapsis menos utilizadas, mejora la relación señal/ruido del cerebro extirpando la causa
misma del «ruido». Este proceso es constante y rápido, ya que las conexiones sinápticas pueden
establecerse en cuestión de días o incluso de horas. La experiencia, especialmente durante la infancia, va
esculpiendo nuestro cerebro.
La demostración clásica del impacto de la experiencia sobre el desarrollo del cerebro la
proporcionaron los premios Nobel Thorsten Wiesel y David Hubel, neurocientíficos, que demostraron la
existencia de un período critico, durante los primeros meses de vida de los gatos y de los monos, en el
desarrollo de las sinapsis que portan las señales procedentes del ojo hasta el córtex visual, en donde son
interpretadas. Si durante este período se mantiene, por ejemplo, un ojo cerrado, el número de sinapsis que
conectan ese ojo con el córtex visual disminuye, mientras que las del ojo abierto se multiplican. Cuando,
tras este periodo crítico, se destapa este ojo, el animal permanece funcionalmente ciego de este ojo, una
ceguera que no se debe a ningún defecto anatómico sino que está relacionada con el pequeño número de
sinapsis que conectan el ojo con el córtex visual.
En el caso de los seres humanos, el correspondiente período crítico para el desarrollo de la visión se
prolonga durante los seis primeros años de vida. Durante este tiempo, la visión normal estimula la
formación de conexiones neuronales cada vez más complejas entre el ojo y el córtex visual. El hecho de
mantener cerrado un ojo durante este período unas pocas semanas puede terminar produciendo un déficit
mensurable en la capacidad visual de este ojo. Los niños que, por las razones que fuere, han permanecido
con un ojo cerrado durante varios meses durante este período, muestran una clara pérdida en la percepción
visual de los detalles.
Una vívida demostración del impacto de la experiencia sobre el desarrollo del cerebro procede de
estudios realizados sobre ratas «ricas» y ratas «pobres».” Las ratas «ricas» vivían en pequeños grupos en
jaulas llenas de entretenimientos para ratas (como, por ejemplo, escaleras y norias), mientras que las ratas
«pobres» estaban en jaulas similares pero carentes de toda diversión. Al cabo de varios meses, el
neocórtex de las ratas ricas desarrolló redes neuronales mucho más complejas, mientras que el número de
conexiones sinápticas establecidas por las ratas pobres era comparativamente mucho menor. La diferencia
era tan notable que los cerebros de las ratas ricas llegaron a ser mucho más pesados y no debería
sorprendernos que se mostraran mucho más diestras que las ratas pobres en encontrar la salida de los
laberintos con los que se trataba de determinar su inteligencia. Similares experimentos realizados con
monos mostraron las mismas diferencias entre una experiencia «rica» y «pobre» y cabe esperar el mismo
resultado en el caso de los seres humanos.
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La psicoterapia, es decir, el reaprendizaje emocional sistemático, constituye un ejemplo palpable de
la forma en que la experiencia puede cambiar las pautas emocionales y remodelar nuestro cerebro. La
demostración más clara de este hecho nos lo proporciona una investigación realizada con personas que
estaban siendo tratadas de desórdenes obsesivo-compulsivos. Una de las compulsiones más comunes es
la de lavarse las manos, un acto que puede llegar a repetirse tantas veces al día que la piel de la persona
termina agrietándose. Los estudios realizados con escáneres TEP [tomografía de emisión de positronesj
han demostrado que la actividad de los lóbulos prefrontales de los obsesivo—compulsivos es muy superior
a la normal. La mitad de los pacientes del estudio recibieron el mismo tratamiento farmacológico normal,
fluoxetina (más conocido por su nombre comercial, Prozac) y la otra mitad recibieron terapia de conducta.
Durante el proceso terapéutico, los sujetos fueron sistemáticamente expuestos al objeto de su obsesión o
compulsión sin que pudieran llevar a cabo su ritual (así, por ejemplo, a los pacientes que se lavaban las
manos compulsivamente se les colocaba en un lugar sucio sin que tuvieran la posibilidad de lavarse).
Al mismo tiempo se les enseñaba a cuestionar los miedos y las amenazas que les apremiaban (por
ejemplo, que el hecho de no lavarse les llevaría a contraer una enfermedad y a morir). Tras varios meses
de estas sesiones, las compulsiones fueron desapareciendo gradualmente al igual que lo hicieron en el
caso de aquellos otros pacientes a quienes se les había administrado medicación.
Pero el hallazgo más notable fue un escáner TEP que mostraba que la actividad de una región clave
del cerebro emocional de los pacientes sometidos a terapia de modificación de conducta —el núcleo
caudado— descendió de un modo tan significativo como ocurrió en el caso de aquellos otros tratados
eficazmente con fluoxetina. ¡Su experiencia había llegado a modificar su funcionamiento cerebral —y les
había liberado de los síntomas— tan eficazmente como la medicación!
MOMENTOS CLAVE
El cerebro del ser humano necesita mucho más tiempo que el de cualquier otra especie para llegar a
madurar completamente.
Cada región del cerebro se desarrolla a una velocidad diferente a lo largo de la infancia, y el
comienzo de la pubertad jalona uno de los períodos más críticos del proceso de «podado» cerebral.
Algunas de las regiones cerebrales que maduran más lentamente son esenciales para la vida emocional.
Mientras que las áreas sensoriales maduran durante la temprana infancia y el sistema limbico lo hace en la
pubertad, los lóbulos frontales —sede del autocontrol emocional, de la comprensión emocional y de la
respuesta emocional adecuada— siguen desarrollándose posteriormente durante la tardía adolescencia
hasta algún momento entre los dieciséis y los dieciocho años de edad.
Los hábitos de control emocional que se repiten una y otra vez a lo largo de toda la infancia y la
pubertad van modelando las conexiones sinápticas. De este modo, la infancia constituye una oportunidad
crucial para modelar las tendencias emocionales que el sujeto mostrará durante el resto de su vida, y los
hábitos adquiridos en esta época terminan grabándose tan profundamente en el entramado sináptico básico
de la arquitectura neuronal, que después son muy difíciles de modificar. Dada la importancia de los lóbulos
prefrontales en el control de la emoción, la misma oportunidad que permite el modelado sináptico de esta
región cerebral implica que las experiencias del niño también pueden terminar modelando conexiones
duraderas en los circuitos reguladores del cerebro emocional. Como ya hemos visto, la sensibilidad de los
padres a las necesidades de sus hijos, las ocasiones y la guía con que cuentan éstos para aprender a
controlar sus propios impulsos y el ejercicio de la empatía constituyen elementos fundamentales del
desarrollo emocional. Por el mismo motivo, el descuido, el abuso, la falta de sintonía, la brutalidad y la
indiferencia pueden dejar su negativa impronta profundamente grabada en los circuitos nerviosos de la
emoción.
Una de las lecciones emocionales más fundamentales, aprendida en la más temprana infancia y
perfeccionada a lo largo del resto de la niñez, tiene que ver con la forma de consolarse cuando uno está
afligido. En el caso de los niños muy pequeños, el consuelo procede de sus cuidadores: una madre
escucha el llanto de su hijo, le coge, le sostiene en sus brazos y le mece hasta que se tranquiliza. En
opinión de algunos teóricos, esta conexión biológica enseña al niño la forma de hacer esto consigo mismo.
Entre los diez y los dieciocho meses existe un período crítico durante el cual se establecen unas
conexiones entre la región orbitofrontal del córtex prefrontal y el cerebro límbico que constituyen una
especie de interruptor de la ansiedad. Los investigadores sostienen que los niños que han experimentado
suficientes episodios de consuelo durante este periodo disponen de una conexión limbico-orbitofrontal más
sólida que les ayuda a controlar la ansiedad y a tranquilizarse a sí mismos durante el resto de su vida.
A decir verdad, el arte de tranquilizarse a su mismo se aprende a lo largo de los años y recurriendo a
medios distintos a medida que la maduración del cerebro le proporciona herramientas emocionales cada
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vez más sofisticadas. Recordemos que los lóbulos frontales, tan importantes para la regulación de los
impulsos limbicos, maduran durante la adolescencia. Otro circuito clave que sigue modelándose a lo largo
de toda la infancia se centra en el nervio vago, entre cuyas muchas funciones se cuenta la regulación de la
actividad cardiaca y el control de las señales que llegan a la amígdala procedentes de las glándulas
suprarrenales, estimulándola a secretar catecolaminas, activadoras de la respuesta de lucha-o-huida. Un
equipo de la Universidad de Washington que evaluó la influencia de los diferentes estilos de crianza
descubrió que el trato con unos padres emocionalmente adecuados mejora el funcionamiento del nervio
vago.
En opinión de John Gottman, quien realizó esta investigación: «los padres modifican el tono vagal de
sus hijos —una medida del nivel de activación del nervio vago— mediante el adiestramiento emocional que
les proporcionan (hablar sobre los sentimientos y sobre cómo comprenderlos, no ser excesivamente críticos
ni reprobadores, tratar de encontrar soluciones a los problemas emocionales y enseñarles a recurrir a
alternativas distintas a la pelea y el encierro en sí mismos cuando están enojados o tristes)».
Cuando esta actividad se realiza adecuadamente, los niños están en mejores condiciones para
controlar la actividad vagal que mantiene a la amígdala dispuesta a activar al cuerpo con hormonas de
lucha o huida, mejorando así su conducta.
Así pues, cada una de las habilidades clave de la inteligencia emocional cuenta con un periodo crítico
de desarrollo que perdura durante toda la infancia y que proporciona una oportunidad preciosa para inculcar
en el niño hábitos emocionales constructivos o, en caso contrario, dificultar la corrección posterior de las
posibles carencias. El proceso de modelado y «podado» de los circuitos neuronales que tiene lugar durante
la infancia podría explicar los efectos decisivos y duraderos de los traumas emocionales infantiles, la
necesidad de un largo proceso psicoterapéutico para llegar a incidir sobre estas pautas y también, como ya
hemos visto, la persistencia latente de esos patrones a pesar de las nuevas comprensiones y respuestas
aprendidas durante la terapia.
A decir verdad, la plasticidad del cerebro perdura durante toda la vida, aunque no ciertamente del
mismo modo que en la infancia. Todo aprendizaje implica un cambio cerebral, un fortalecimiento de las
conexiones sinápticas. Los cambios cerebrales observados en los pacientes con desórdenes obsesivocompulsivos
demuestran que el esfuerzo sostenido en cualquier momento de la vida puede llegar a
transformar —incluso a nivel neuronal— los hábitos emocionales. Para mejor o para peor, lo que ocurre con
el cerebro en los casos de trastorno de estrés postraumático (o también, por cierto, en el caso de la terapia)
es similar al efecto de todo tipo de experiencias emocionales repetidas o intensas.
En este sentido, las lecciones emocionales más importantes son las que los padres dan a sus hijos.
Existe una gran diferencia entre los hábitos emocionales inculcados por padres que están profundamente
conectados con las necesidades emocionales de sus hijos y que proporcionan una educación empática, y
aquellos otros proporcionados por padres que, por el contrario, se hallan tan absortos en si mismos que
ignoran la ansiedad de sus hijos o que simplemente se limitan a gritar y a golpearles caprichosamente. En
cierto sentido, la psicoterapia constituye un intento de enmendar lo que se torció o quedó completamente
soslayado durante los primeros años de la vida. Pero ¿qué es lo que nos impide proporcionar al niño el
cuidado y la orientación necesarios para cultivar esas habilidades emocionales fundamentales?.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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PARTE V
LA ALFABETIZACIÓN
EMOCIONAL
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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15. EL COSTE DEL ANALFABETISMO EMOCIONAL
Todo empezó como un pequeño altercado que fue adquiriendo tintes cada vez más dramáticos. Ian
Moore y Tyrone Sinkler, alumnos del Instituto Jefferson, de Brooklyn, se enzarzaron en una disputa con
Khalil Sumpter, de quince años, a quien habían estado acosando y amenazando hasta que la situación se
les escapó de las manos.
Un buen día, Khalil, temeroso de que Ian y Tyrone fueran a propinarle una paliza, cogió una pistola
de calibre 38 y. en la entrada del instituto, a pocos metros del vigilante, les disparó a quemarropa, acabando
con su vida.
Deberíamos interpretar este incidente como un signo más de la urgente necesidad de aprender a
dominar nuestras emociones, a dirimir pacíficamente nuestras disputas y a establecer, en suma, mejores
relaciones con nuestros semejantes. Durante mucho tiempo, los educadores han estado preocupados por
las deficientes calificaciones de los escolares en matemáticas y lenguaje, pero ahora están comenzando a
darse cuenta de que existe una carencia mucho más apremiante, el analfabetismo emocional. No obstante,
aunque siguen haciéndose notables esfuerzos para mejorar el rendimiento académico de los estudiantes,
no parece hacerse gran cosa para solventar esta nueva y alarmante deficiencia. En palabras de un profesor
de Brooklyn: «parece como si nos interesara mucho más su rendimiento escolar en lectura y escritura que
si seguirán con vida la próxima semana».
Sin embargo, los incidentes violentos como el protagonizado por Jan y Tyrone son, por desgracia,
cada vez más frecuentes en las escuelas de nuestro país. No se trata, pues, de un incidente aislado, puesto
que las estadísticas muestran un aumento de la delincuencia infantil y juvenil en los Estados Unidos que
bien se puede considerar como la punta de lanza de una tendencia mundial. En 1990 tuvo lugar el índice
más elevado de arrestos juveniles relacionados con delitos violentos de las dos últimas décadas.
En este sentido, el número de arrestos juveniles por violación se duplicó y la proporción de
adolescentes acusados de homicidio por arma de fuego se multiplicó por cuatro. En esas dos mismas
décadas, la tasa de suicidios entre adolescentes se triplicó y lo mismo ocurrió con el número de niños
menores de catorce años que fueron violentamente asesinados. Por otra parte, cada vez son más —y más
jóvenes— las adolescentes que se quedan embarazadas. En los cinco años anteriores a 1993, el número
de partos entre las muchachas de edad comprendida entre los diez y los catorce años aumentó de manera
constante —un fenómeno que ha sido bautizado con el nombre de «las niñas que tienen niñas»—, al igual
que la proporción de embarazos no deseados y las presiones de los compañeros para tener las primeras
relaciones sexuales. Asimismo, en las tres últimas décadas también se ha triplicado la proporción de
enfermedades venéreas entre adolescentes. Y, si estos datos resultan desalentadores, ¿qué diríamos
entonces de las cifras que arrojan las estadísticas referidas a los jóvenes afroamericanos que viven en las
ciudades, unas cifras que son dos, tres o incluso más veces superiores a las reseñadas? Por ejemplo, en
1990 el consumo de cocaína entre los jóvenes blancos se incrementó un 300% con respecto a las dos
décadas anteriores, algo que, en el caso de los afroamericanos, se multiplicó por 13. Las enfermedades
mentales constituyen la causa más común de incapacitación entre los adolescentes. Los síntomas de la
depresión —mayor o menor— afectan a más de la tercera parte de la juventud y, en el caso de las
muchachas, esta incidencia se duplica en la pubertad. Por otra parte, la frecuencia de los trastornos de la
conducta alimentaria en las adolescentes también se ha disparado. Hay que decir también, por último, que,
a menos que cambie la tendencia actual, las esperanzas de poder casarse y tener una vida estable y
provechosa son cada vez menores. Como vimos en el capítulo 9, el porcentaje de divorcios propio de las
décadas de los setenta y los ochenta era del 50%, pero la tendencia actual es que dos de cada tres parejas
terminan divorciándose.
EL MALESTAR EMOCIONAL
Estos datos alarmantes son el equivalente a aquel canario que los mineros llevaban consigo a los
túneles y cuya muerte les advertía de la falta de oxígeno. Pero, más allá de las frías estadísticas, debemos
abordar la difícil situación que atraviesan nuestros niños desde un nivel más sutil, teniendo en cuenta los
problemas cotidianos antes de que lleguen a estallar abiertamente. Tal vez los datos más reveladores en
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
147
este sentido nos los proporcione una investigación realizada a nivel nacional entre niños y adolescentes
norteamericanos comprendidos entre los siete y los dieciséis años de edad, que comparó la situación
emocional de éstos a mediados de la década de los setenta y a finales de la década de los ochenta, y
demostró la existencia de un claro descenso en el grado de competencia emocional. Este estudio, que se
basa en las valoraciones realizadas por los padres y los profesores, muestra un deterioro de la situación a
este respecto. Y no se trata de que exista un solo problema sino que todos los indicadores apuntan en la
misma inquietante dirección. Estos son, en términos generales, los ámbitos en los que ha habido un franco
empeoramiento:
•Marginación o problemas sociales: tendencia al aislamiento, a la reserva y al mal humor; falta de
energía; insatisfacción y dependencia.
•Ansiedad y depresión: soledad; excesivos miedos y preocupaciones; perfeccionismo; falta de
afecto; nerviosismo, tristeza y depresión.
•Problemas de atención o de razonamiento: incapacidad para prestar atención y permanecer
quieto; ensoñaciones diurnas; impulsividad; exceso de nerviosismo que impide la concentración; bajo
rendimiento académico; pensamientos obsesivos.
•Delincuencia o agresividad: relaciones con personas problemáticas; uso de la mentira y el engaño;
exceso de justificación; desconfianza; exigir la atención de los demás; desprecio por la propiedad ajena;
desobediencia en casa y en la escuela; mostrarse testarudo y caprichoso; hablar demasiado; fastidiar a los
demas y tener mal genio.
Ninguno de estos problemas, considerado aisladamente, es lo bastante poderoso como para llamar
nuestra atención, pero tomados en conjunto constituyen el claro indicador de la existencia de cambios muy
profundos, de un nuevo tipo de veneno que emponzoña a nuestra infancia y que afecta negativamente a su
nivel de competencia emocional. Este desasosiego emocional parece ser el precio que han de pagar los
jóvenes por la vida moderna. Por otra parte, aunque los norteamericanos suelen considerar que sus
problemas son especialmente graves, las investigaciones realizadas en otros países replican o incluso
superan estos resultados. Por ejemplo, en la década de los ochenta los maestros y los padres de Holanda,
China y Alemania encontraron en sus chicos los mismos problemas que presentaban los niños americanos
en 1976 y, en el caso de Australia, Francia o Thailandia, la situación era todavía peor. Por último, es muy
posible que esta situación haya empeorado todavía más porque, en la actualidad, la espiral descendente de
la competencia emocional parece haberse acelerado más en los Estados Unidos que en el resto de las
naciones desarrolladas Y Ningún niño, ya sea rico o pobre, está libre de riesgo, porque esta problemática
es universal y afecta a todos los grupos étnicos, raciales y sociales. Así pues, aunque los niños pobres
manifiesten el peor índice de competencia emocional, su grado de deterioro en las últimas décadas no ha
sido mayor que la de los niños de clase media o incluso que la de los niños ricos, ya que todos muestran,
en definitiva, el mismo grado de deterioro. El número de niños que han recibido ayuda psicológica también
se ha triplicado (aunque ésta tal vez sea una buena señal que señale la existencia de más recursos en este
sentido) pero, al mismo tiempo, también se ha duplicado el número de niños que, a pesar de presentar
serios problemas emocionales, no han recibido ningún tipo de ayuda (un 9% en 1976 frente a un 18% en
1989, un signo, en este caso, negativo).
Une Bronfenbrenner, conocida psicóloga evolutiva de la Universidad de Cornell que ha llevado a
cabo un estudio comparativo a escala mundial sobre el bienestar infantil, afirma: «las presiones externas
son tan grandes que, a falta de un buen sistema de apoyo, hasta las familias más unidas están empezando
a fragmentarse. La incertidumbre, la fragilidad y la inestabilidad de la vida cotidiana familiar afectan a todos
los segmentos de nuestra sociedad, incluyendo a las personas acomodadas y con un elevado nivel cultural.
Lo que está en juego es nada menos que la próxima generación —especialmente los varones—, que
durante su desarrollo son especialmente vulnerables ante las fuerzas disgregadoras y los devastadores
efectos del divorcio, la pobreza y el desempleo. El estatus de las familias y los niños estadounidenses es
más inquietante que nunca [...] Estamos privando a millones de niños de sus capacidades y de sus
aptitudes morales».
Pero no se trata de un fenómeno exclusivamente norteamericano sino de una situación global, puesto
que el mercado mundial busca abaratar los costes laborales y termina haciendo mella sobre la familia. La
nuestra es una época en la que las familias se ven acosadas, en la que ambos padres deben trabajar
muchas horas y se ven obligados a dejar a los niños abandonados a su propia suerte o, como mucho, al
cuidado del televisor; una época en la que muchos niños crecen en condiciones de extrema pobreza; una
época en la que cada vez hay más familias con un solo responsable; una época, en suma, en la que la
atención cotidiana que reciben los más jóvenes raya en la negligencia. Todo esto supone, aun en el caso de
que los padres alberguen las mejores intenciones, el menoscabo de los pequeños, innumerables y
sustanciosos intercambios familiares que van cimentando el desarrollo de las facultades emocionales.
¿Qué podemos hacer, pues, si la familia ya no cumple adecuadamente con su función de preparar a
los hijos para la vida?
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
148
Un análisis más detenido de los mecanismos que subyacen cada uno de estos problemas concretos
nos ayudará a comprender la importancia de las habilidades sociales y emocionales, y arrojará luz sobre las
medidas preventivas o correctivas más eficaces para encauzar a los niños en una dirección más adecuada.
EL CONTROL DE LA AGRESIVIDAD
El chico duro de mi escuela primaria se llamaba Jimmy, un niño que estaba en cuarto curso cuando
yo todavía me hallaba en primero. Jimmy era capaz de robarte el dinero para el almuerzo, coger tu bicicleta
o darte un golpe para llamar tu atención; era, en suma, el clásico gamberro que no necesitaba la menor
provocación para enzarzarse en una pelea. Todos albergábamos una mezcla de odio y temor hacia Jimmy,
tratábamos de mantenernos a distancia de él y, cuando se desplazaba por el patio del recreo, era como si
una especie de guardaespaldas invisible mantuviera al resto de los niños alejados de su camino.
Es evidente que los niños como Jimmy tienen muchos problemas pero lo que no todo el mundo sabe
es que una conducta tan agresiva constituye un claro predictor de un futuro igual de problemático. De
hecho, cuando cumplió los dieciséis años Jimmy estaba en la cárcel condenado por atraco.
Hay muchos estudios que corroboran la persistencia de la agresividad infantil en chicos como Jimmy.
Como ya hemos visto en otro lugar, los padres de los niños agresivos suelen alternar la indiferencia con
los castigos duros y arbitrarios, una pauta que, comprensiblemente, fomenta la paranoia y la
agresividad.
Pero no todos los niños agresivos son fanfarrones; algunos sólo son marginados sociales que
reaccionan desproporcionadamente ante las bromas o ante lo que ellos interpretan como una ofensa o una
injusticia. Todos, sin embargo, comparten el mismo error de percepción que les lleva a ver burlas donde no
las hay, a imaginar que sus compañeros son más hostiles de lo que en realidad son, a tergiversar los actos
más inocentes como si fueran verdaderas amenazas y a responder, con demasiada frecuencia, de manera
agresiva, un comportamiento que no hace sino mantener a sus compañeros más alejados todavía. Los
niños irascibles y solitarios son sumamente sensibles a las injusticias y, en consecuencia, suelen
considerarse víctimas inocentes que nunca olvidan las múltiples ocasiones en que han sido reprendidos —
injustamente, en su opinión— por sus maestros. Son niños, por último, que, cuando montan en cólera,
creen que sólo disponen de una posible forma de reaccionar, repartir golpes a diestro y siniestro.
Una investigación en la que un niño agresivo y otro más pacífico tenían que contemplar juntos una
serie de vídeos nos permite apreciar la incidencia de este sesgo perceptivo. En uno de los vídeos, a un nino
se le caen los libros cuando otro tropieza con él, lo cual provoca las risas de un grupo cercano. El niño
entonces, visiblemente enfadado, sale corriendo y trata de atrapar a alguno de los niños que se han burlado
de él. La entrevista posterior reveló que, en aquel caso, los niños agresivos consideraban plenamente
justificada una respuesta agresiva. Aun más elocuente si cabe es el hecho de que, en su valoración del
grado de agresividad de los niños que aparecían discutiendo en el vídeo, los agresivos siempre
consideraban que el golpeado era el más violento y justificaban plenamente el enfado del agresor. Esta
peculiar valoración da cuenta del profundo sesgo perceptivo que aqueja a los niños desproporcionadamente
agresivos, ya que suelen actuar basándose en creencias de supuesta hostilidad o amenaza, y prestan muy
poca atención a lo que realmente está ocurriendo. El hecho es que, una vez asumida la existencia de una
amenaza, se lanzan inmediatamente a la acción.
Por ejemplo, en el caso de que un chico agresivo esté jugando a las damas con otro y éste último
mueva una pieza a destiempo, el primero interpretará el movimiento como una «trampa» deliberada sin
detenerse a considerar si ha sido un simple error carente de toda mala intención. De este modo, el juicio del
niño agresivo siempre presupone la culpabilidad y no la inocencia y, en consecuencia, su reacción
automática subsiguiente suele ser violenta. Y esa percepción refleja de hostilidad se entremezcla con una
respuesta igualmente automática porque, en lugar de decirle simplemente al otro niño que se ha
equivocado, le acusara, le gritará o le pegará. Y, cuantas más respuestas de este tipo emita el niño, más
automática será su agresividad y más estrecho el repertorio de posibles respuestas alternativas (como
mostrarse mas amable o hacer una broma al respecto) de que dispondrá.
Estos niños son emocionalmente vulnerables y presentan un bajo umbral de tolerancia que les lleva a
encontrar cada vez más motivos para sentirse ofendidos. Y el hecho es que, una vez se pone en marcha
este mecanismo, pierden la capacidad de razonar, interpretan como hostiles los actos más inocentes y se
refugian en su hábito inveterado de comenzar a propinar golpes. Este sesgo perceptivo hacia la hostilidad
ya resulta evidente en los primeros años de la escuela. Aunque la mayor parte de las niñas y niños —
especialmente estos últimos— sólo se muestran indisciplinados durante el período de la guardería y el
primer curso de la escuela primaria, los niños más agresivos no logran aprender el mínimo autocontrol
hasta después del segundo curso.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
149
Mientras otros aprenden a negociar y pactar para dirimir las disputas que aparecen en el patio de
recreo, los chicos indisciplinados siguen confiando en la fuerza bruta, una conducta que, sin embargo, tiene
un elevado coste social, ya que, a las dos o tres horas de producirse el primer altercado, suelen caerles
antipáticos a sus compañeros.
Las investigaciones que han seguido a este tipo de niños desde la enseñanza preescolar hasta la
pubertad demuestran que más de la mitad de los alumnos que durante el primer curso se mostraban
destructivos, incapaces de mantener una relación cordial con los demás, desobedientes con sus padres y
tercos con sus maestros, comenzaron a delinquir a partir de los diez años de edad. Por supuesto, con ello
no estamos diciendo que todos los niños agresivos estén condenados a caer en la delincuencia y la
violencia, pero lo cierto es que son quienes más probabilidades tienen de llegar a cometer delitos violentos.
Como acabamos de señalar, la propensión al delito se manifiesta sorprendentemente pronto en la
vida de estos niños. Un estudio realizado entre niños de unos cinco años de edad de una guardería de
Montreal demostró que, quienes manifestaban un grado más elevado de agresividad e indisciplina, antes de
haber cumplido los catorce años de edad revelaron un índice de delincuencia mucho más acusado,
mostrando también una tendencia tres veces superior a la de los demás a golpear sin motivo alguno, a
robar en una tienda, a utilizar algún tipo de armas, a romper o robar piezas de un automóvil y a
emborracharse. Así pues, los niños difíciles y agresivos emprenden el camino que conduce a la violencia y
a la delincuencia durante el primero y el segundo curso. No es infrecuente, por otra parte, que su escaso
autocontrol les lleve también, desde los primeros años de escolarizacion, a ser malos estudiantes,
estudiantes que suelen ser considerados por los demás —y que se ven a sí mismos— como «tontos», un
juicio que se ve confirmado cuando se ven obligados a asistir a clases de repaso (y que, por cierto, no
hacen todos los niños que manifiestan igual grado de «hiperactividad» o de dificultades de aprendizaje). Los
niños que antes de ingresar en la escuela han sufrido en su hogar un estilo educativo «coercitivo», suelen
ser más castigados por sus maestros, quienes se ven obligados a invertir mucho tiempo en su disciplina. La
constante oposición a las normas de conducta del aula que estos niños manifiestan espontáneamente
supone una pérdida preciosa de tiempo que podría aprovecharse mejor. Por lo general, el fracaso
académico se hace evidente cuando los niños llegan tercer curso. Así pues, si bien estos niños presentan
un CI más bajo que el de sus compañeros, la principal razón que impulsa su camino hacia la delincuencia
hay que buscarla en su temperamento. De hecho, en los niños de diez años, la impulsividad resulta un
predictor de la tendencia posterior hacia la delincuencia tres veces más adecuado que el CI Al llegar al
cuarto y quinto curso, estos chicos —que por el momento sólo son considerados revoltosos o «difíciles»—
son rechazados por sus compañeros, tienen serias dificultades para hacer amigos, tienen problemas de
fracaso escolar y, sintiéndose faltos de toda amistad, gravitan en torno a otros marginados sociales. De este
modo, entre el cuarto y noveno curso se aglutinan alrededor de algún grupo marginal y llevan una vida que
desafía las normas, mostrando una tendencia cinco veces superior a la media a hacer novillos, beber
alcohol y tomar drogas, una situación que alcanza su punto culminante durante el séptimo y octavo curso,
un período en el que suelen ser seguidos, a su vez, por otros niños «rezagados», que se sienten atraídos
por ellos. Estos rezagados suelen ser niños más pequeños, cuyas familias no se preocupan bastante de
ellos y que vagabundean a su antojo por las calles durante el periodo de la educación primaria. En la época
en que tendrían que pasar al instituto, la tendencia a la violencia que albergan los integrantes de estos
grupos marginales suele llevarles a abandonar los estudios y a verse implicados en delitos menores, como
hurtos en tiendas, robos y posesión de drogas. (En este punto es necesario señalar la existencia de una
marcada diferencia entre los caminos seguidos por las niñas y los de los niños. Un seguimiento llevado a
cabo entre las niñas «revoltosas» de cuarto curso —pequeñas que tenían constantes problemas con sus
profesores, no respetaban las normas o eran impopulares entre sus compañeros— puso de manifiesto que
el 40% de ellas ya había dado a luz un hijo antes de concluir el instituto, una media, por cierto, tres veces
superior a la del resto de compañeras de su misma escuela. Dicho en otras palabras, las adolescentes
antisociales no se vuelven violentas sino que se quedan embarazadas.)
No hay un único camino que conduzca a la delincuencia y a la violencia. En este sentido hay que
tener en cuenta otros factores de riesgo, como el hecho de vivir en un barrio con un alto grado de
delincuencia -en el que los niños se hallen expuestos a la invitación constante al delito y a la violencia—,
crecer en una familia con un elevado grado de estrés o malvivir en condiciones de extrema pobreza.
Ninguno de estos factores, por sí solo, es el causante inevitable de una vida entregada a la delincuencia.
Así pues, a la vista de que todos estos factores externos tienen una importancia relativa similar, debemos
concluir que las fuerzas psicológicas internas que mueven al niño indisciplinado desempeñan un papel
determinante a la hora de aumentar las probabilidades de que emprenda el camino que conduce a la
delincuencia. Como afirma Gerald Patterson, un psicólogo que ha seguido de cerca las trayectorias de
cientos de niños hasta llegar a la juventud, «los actos antisociales de un niño de cinco años son el prototipo
de los actos que cometerá un delincuente juvenil».
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UNA ESCUELA PARA NIÑOS INDISCIPLINADOS
Las tendencias mentales que presentan los niños agresivos perduran hasta que terminan teniendo
problemas de uno u otro tipo. Una investigación realizada sobre jóvenes convictos de delitos violentos y
estudiantes de instituto especialmente agresivos demostró que ambos grupos comparten las mismas
tendencias mentales. Son personas que, cuando tienen problemas con alguien, tienden automáticamente a
considerarlo como un adversario y extraen conclusiones precipitadas sobre su hostilidad sin recabar más
información ni buscar formas más pacíficas de dirimir sus diferencias. Tampoco suelen detenerse a
considerar las posibles consecuencias negativas de un desenlace violento (generalmente una pelea). Para
ellos, la violencia está plenamente justificada por creencias tales como «está bien pegarle a alguien que te
cuaja», «si evitas las peleas todo el mundo pensará que eres un cobarde» o «no es tan grave darle un
puñetazo a alguien». Pero una ayuda a tiempo podría transformar estas actitudes e interrumpir el camino
del niño hacia la delincuencia. Existen varios programas experimentales que han conseguido que los niños
agresivos aprendan a dominar sus tendencias antisociales antes de que terminen desembocando en
problemas más serios. Uno de estos programas, diseñado en la Universidad de Duke, trabajó con un grupo
de niños agresivos de la escuela primaria, proclives al enojo. Las sesiones de entrenamiento duraron
cuarenta minutos y se dieron dos veces por semana durante un período de seis a doce semanas. Ese
programa les enseñaba, por ejemplo, que eran parte de las señales que ellos interpretaban como hostiles
eran, en realidad, neutrales e incluso amistosas. También debían aprender a adoptar la perspectiva de los
otros niños para tratar de comprender lo que pensaban de ellos en los momentos en que perdían el control.
El programa también incluía un adiestramiento directo en el dominio del enfado mediante una especie de
psicodrama en el que debían representar escenas que reproducían situaciones que podían hacerles perder
los estribos. Una de las habilidades clave que se les enseñaba para dominar el enfado consistía en prestar
atención a sus propias sensaciones, haciéndoles tomar conciencia, por ejemplo, del rubor o de la tensión
muscular —que acompañan al enfado— y considerarlas como una señal de alarma que les indica cuándo
deben detenerse a considerar el siguiente paso que dar en lugar de comenzar a repartir golpes a diestro y
siniestro.
En opinión de John Lochman, psicólogo de la Universidad de Duke que formaba parte del equipo que
diseñó este programa: « Los niños hablan de las situaciones en que se han visto implicados recientemente,
como, por ejemplo, haber sido empujados en el pasillo de entrada a la escuela, y exponen las posibles
alternativas de que disponen para afrontar la situación en caso de que consideren que ha sido a propósito.
Por ejemplo, un chico me dijo que se limitaba a mirar fijamente al muchacho que le había empujado, le
decía que no volviera a repetirlo y seguía su camino. Aquello le situaba en una posición de cierto dominio
en la que, al tiempo que mantenía elevada su autoestima, no tenía necesidad de iniciar ninguna pelea».
Aquí debemos subrayar un hecho importante, ya que la mayoría de los muchachos agresivos se
sienten muy incómodos con la facilidad con que pierden los estribos, lo cual hace también que se muestren
muy dispuestos a aprender a dominar esta situación. Es evidente que, en los momentos críticos, las
respuestas calculadas, como seguir caminando o contar hasta diez hasta que se desvanezca el impulso a
pelearse, no surgen de manera automática. Por esto, la representación de escenas imaginarias, como, por
ejemplo, subir a un autobús en el que otros chicos se burlan de ellos, les ofrece la posibilidad de practicar
respuestas alternativas amistosas que les permitan mantener su dignidad y evitar las reacciones tales como
golpear, gritar o salir corriendo.
Tres años después de que los muchachos se hubieran sometido al entrenamiento, Lochman efectuó
un estudio comparativo entre ellos y otros que presentaban un grado de agresividad similar pero que no se
habían beneficiado de las sesiones de control del enfado y descubrió que, durante la adolescencia, los
chicos que se habían sometido al programa se mostraban mucho más disciplinados en clase, albergaban
sentimientos más positivos sobre sí mismos y estaban mucho menos predispuestos a beber alcohol y a
tomar drogas. En resumen, pues, cuanto mayor habia sido el tiempo de adiestramiento en el programa,
menor era el grado de agresividad que manifestaban en la adolescencia.
LA PREVENCIÓN DE LA DEPRESIÓN
Dana, de dieciséis años, parecía desenvolverse sin problemas pero, de pronto, dejó de poder
relacionarse con las otras muchachas y, lo que era mucho peor, no sabía cómo conservar a y sus novios,
aunque se acostara con ellos. Taciturna y constantemente fatigada, Dana perdió interés por la comida y por
las diversiones. Decía que se sentía desesperanzada e impotente para hacer algo que le permitiera escapar
de ese estado de ánimo y que incluso había llegado a pensar en el suicidio.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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Esta caída en la depresión había sido causada por una reiente ruptura. Según decía, no sabía salir
con un chico sin mantener relaciones sexuales con él —aunque no le gustara— y tampoco sabía cómo
poner fin a una relación por más insatisfactoria que ésta fuera. Por otra parte, aunque se acostara con los
chicos, lo único que deseaba era llegar a conocerlos mejor.
Dana acababa de cambiar de instituto y se sentía muy insegura acerca de su capacidad para
entablar nuevas amistades. No obstante, se abstenía de iniciar una conversación y sólo respondía cuando
alguien le dirigía la palabra. Se sentía incapaz de manifestar sus verdaderos sentimientos y ni siquiera
sabía qué decir después del habitual «Hola, ¿qué tal?»
Dana emprendió entonces una terapia en un programa experimental para adolescentes deprimidos
promovido por la Universidad de Columbia. El objetivo de este programa consistía en ayudar a los jóvenes
a enfocar más adecuadamente sus relaciones, conservar las amistades, confiar en los demás, establecer
límites sobre la proximidad sexual, desarrollar la capacidad de tener amigos íntimos y expresar los propios
sentimientos; una clase de capacitación, en suma, de las habilidades emocionales fundamentales que, en el
caso de Dana, resultó tan sumamente eficaz que su depresión terminó desapareciendo.
Los problemas de relación —tanto con los padres como con los compañeros— constituyen el
detonante más frecuente de la depresión entre los adolescentes. Los niños y los adolescentes deprimidos
se muestran remisos o incapaces de hablar de su depresión, no suelen ser muy diestros para etiquetar
adecuadamente sus sentimientos y tienden a ser irritables, impacientes, caprichosos y malhumorados,
especialmente con sus padres, lo cual constituye una dificultad añadida a la hora de que éstos les brinden
la guía y el soporte emocional que el niño deprimido tanto necesita, iniciando así un círculo vicioso que
suele originar toda clase de disputas.
Una observación minuciosa de las causas de la depresión juvenil señala la presencia de serias
deficiencias en dos competencias emocionales fundamentales: la capacidad de relacionarse y la
forma de interpretar los reveses y contratiempos de la vida.
Aunque la tendencia a la depresión tenga un origen parcialmente genético, su causa principal parece
radicar en los hábitos mentales pesimistas —aunque reversibles— que predisponen a los niños a
reaccionar ante los pequeños contratiempos de la vida —las malas notas, las discusiones con los padres o
el rechazo social— sumiéndose en la depresión. Y existen indicios que nos sugieren que la predisposición a
la depresión —cualquiera sea su causa— está extendiéndose a gran velocidad entre los jóvenes.
EL PRECIO DE LA MODERNIDAD: EL AUMENTO DE LA DEPRESIÓN
Del mismo modo que el siglo XX ha estado caracterizado por ser la Era de la Ansiedad, los años
que jalonan el final de este milenio parecen anunciar el advenimiento de una Era de la Melancolía. Todos
los datos parecen hablarnos de una epidemia de depresión a escala mundial, una epidemia que corre
pareja a la expansión del estilo de vida del mundo moderno. Desde los comienzos de este siglo, cada
nueva generación se ha visto más expuesta que la precedente a sufrir depresión, y no nos referimos sólo a
la melancolía sino a la insensibilidad, el abatimiento, la autocompasión y la desesperación. Y no sólo esto,
sino que los episodios depresivos se inician a una edad cada vez más temprana. De este modo, la
depresión infantil —desconocida o, cuanto menos, no reconocida en el pasado— está emergiendo como
un decorado cada vez más frecuente en el escenario del mundo actual.
Aunque las probabilidades de padecer una depresión se incrementan con la edad, en la actualidad el
aumento más alarmante se produce entre los individuos más jóvenes. La probabilidad de que una persona
nacida después de 1955 sufra una depresión mayor a lo largo de la vida es —en un buen número de
países— tres veces, al menos, superior a la de sus abuelos. El porcentaje de personas aquejadas de
depresión en algún momento de su vida entre los norteamericanos nacidos antes de 1905, era sólo de un
1% pero, después de 1955, la proporción de personas deprimidas antes de haber cumplido los veinticuatro
años ha aumentado hasta el 6%. Por su parte, la probabilidad de que los nacidos entre 1945 y 1954
experimenten una depresión antes de llegar a los treinta y cuatro años es diez veces superior a las de las
personas nacidas entre 1905 y 1914. De este modo, a medida que ha ido transcurriendo el siglo, la
irrupción del primer episodio de depresion tiende a ocurrir a una edad cada vez más temprana.
Un estudio de alcance mundial efectuado sobre más de treinta y nueve mil personas mostró la misma
tendencia en países como Puerto Rico, Canadá, Italia, Alemania, Francia, Taiwan, Líbano y Nueva Zelanda.
En el caso de Beirut, por ejemplo, el aumento de la proporción de depresiones corría pareja a la marcha de
los acontecimientos políticos, de tal manera que la tendencia se disparaba en determinados momentos de
la guerra civil.En el caso de Alemania, el promedio de depresión era de un 4,4% para las personas nacidas
antes de 1914, mientras que el porcentaje de depresiones de los nacidos en la década anterior a 1944 era,
a la edad de treinta y cuatro años, de un 14%. De este modo, las generaciones que han crecido durante
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
152
períodos de turbulencia política presentan proporciones mayores de depresión, aunque la tendencia general
ascendente, dicho sea de paso, parece ser independiente de las circunstancias políticas.
El descenso de la edad en que suele aparecer el primer brote de depresión también parece mostrar
una tendencia uniforme a nivel mundial. Veamos ahora las razones que adujeron algunos especialistas para
tratar de explicar esta situación.
Según el doctor Frederick Goodwin, director del Instituto Nacional de Salud Mental: «durante este
tiempo, el núcleo familiar ha experimentado una tremenda erosión, el número de divorcios se ha duplicado,
los padres dedican menos tiempo a sus hijos y se ha producido un aumento de inestabilidad laboral. En la
actualidad resulta prácticamente imposible crecer manteniendo estrechos lazos con todos los miembros de
la familia extensa. En mi opinión, la pérdida de una fuente sólida de identificación es la principal causa del
aumento de la depresión».
, director del departamento de psie Medicina de la Universidad de Pittsla hipótesis: «con la expansión
de la inolugar después de la II Guerra Mundial que han podido seguir creciendo en un proporción que ha
propiciado el crecimiento de la adres hacia las necesidades del desarrollo de e esto no pueda considerarse
como una causa directa de la depresión, lo cierto es que predispone a cierta vulnerabilidad. El estrés
emocional precoz puede afectar al desarrollo neurológico y abocar, incluso décadas después, a la
depresión cuando uno se halle sometido a nuevas condiciones de tensión».
En opinión de Martin Seligman, psicólogo de la Universidad de Pennsylvania: «durante los últimos
treinta o cuarenta años hemos asistido a un ascenso del individualismo y a un declive paralelo de las
creencias religiosas y del sostén proporcionado por la comunidad y por la familia, todo lo cual supone
la pérdida de una serie de recursos útiles para amortiguar los reveses y fracasos de la vida. En la medida
en que uno considere el fracaso como una situación permanente y lo magnifique hasta llegar a imbuir todas
las facetas de la propia vida, se hallará predispuesto a dejar que un revés momentáneo se convierta en una
fuente duradera de impotencia y desesperación. Pero, si uno cuenta con una perspectiva más amplia —
como la creencia en Dios o en la vida después de la muerte— y, por ejemplo, pierde su trabajo, el fracaso
quedará circunscrito a una situación provisional.».
Pero, sea cual fuere su causa, la depresión infantil y juvenil constituye un problema verdaderamente
acuciante. Las estimaciones realizadas en los Estados Unidos varían considerablemente en lo que respecta
al porcentaje de niños y adolescentes aquejados de depresión en un año concreto, en contraste con la
vulnerabilidad mostrada a lo largo de toda la vida. Ciertos estudios epidemiológicos que utilizan criterios
muy estrictos -como los empleados para establecer el diagnóstico médico de los síntomas de la
depresión— han descubierto que la incidencia anual de la depresión mayor en las niñas y niños de edades
comprendidas entre los diez y los trece años, es del orden de un 8 o un 9%, aunque existen otros estudios
que hacen descender este porcentaje a la mitad (e incluso otros que la reducen a un 2%). En lo que se
refiere a la adolescencia, algunos datos sugieren que este promedio casi podría duplicarse, ya que más del
16% de las chicas de entre catorce y dieciséis años han sufrido un brote depresivo mientras que el
promedio, en el caso de los chicos, sigue siendo el mismo.
LA DEPRESION INFANTIL
Pero el descubrimiento de que los brotes benignos de depresion infantil auguran episodios más
severos durante la vida posterior no sólo demuestra la necesidad de tratar la depresión infantil sino también
de prevenirla. Este hallazgo contradice la antigua opinión de que la depresión infantil carece de importancia
a largo plazo porque los niños «se desprenden naturalmente de ella» a lo largo de su proceso de
crecimiento. Es evidente que todos los niños se entristecen alguna que otra vez y que, al igual que ocurre
en la madurez, la niñez y la adolescencia son épocas de decepciones ocasionales y pérdidas más o menos
importantes que van acompañadas del correspondiente pesar. Pero la necesidad de prevención de la que
estamos hablando no se refiere tanto a esas ocasiones como a aquellos otros estados de melancolía
mucho más graves en los que la espiral del abatimiento hunde lentamente a los niños en la pesadumbre, la
desesperación, la irritabilidad y el repliegue en sí mismos.
Según los datos recogidos por Maria Kovacs, psicóloga del Western Psychiatric Institute and Clinie
de Pittsburgh, tres cuartas partes de los niños que se vieron obligados a recibir tratamiento a causa de una
depresión grave, después sufrieron recaídas. La investigación realizada por Kovacs se inició cuando los
niños diagnosticados de depresión contaban ocho años de edad y prosiguió con un seguimiento periódico
que, en algunos casos, se prolongó hasta los veinticuatro.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
153
La duración promedio de los episodios depresivos infantiles fue de unos once meses, aunque uno de
cada seis persistía hasta los dieciocho. Por su parte, la depresión moderada que, en algunos niños,
aparecía a los cinco años de edad, era menos incapacitante pero tendía a ser más duradera (una media de
cuatro años).
Kovacs también descubrió que los niños que sufrían una depresión menor eran proclives a que ésta
se agravara y desembocara en una depresión mayor (la denominada doble depresión). Y quienes
desarrollaban una doble depresión mostraban, por su parte, una mayor tendencia a sufrir episodios
recurrentes en años posteriores. Al llegar a la adolescencia y al comienzo de la edad adulta, los niños que
habían pasado por algún episodio depresivo sufrían, por término medio, depresiones o trastornos
maníaco—depresivos uno de cada tres años.
Pero el precio que tienen que pagar estos niños va más allá del sufrimiento causado por la depresión.
En opinión de Kovac: «los muchachos aprenden el ejercicio de las habilidades sociales en las relaciones
que establecen con sus compañeros. Si uno, por ejemplo, desea algo de lo que carece, ve cómo otros
niños resuelven esta situación y luego trata de conseguirlo por sí mismo. Pero los niños deprimidos suelen
terminar engrosando las filas de los marginados, de los niños con los que nadie quiere jugar». La suspicacia
y la tristeza que sienten estos niños les hace rehuir los contactos sociales o mirar hacia otro lado cuando
alguien trata de establecer contacto con ellos, un signo que suele interpretarse como rechazo. El resultado
final es que los niños deprimidos terminan siendo ignorados o rechazados. Este tipo de carencia en su
bagaje interpersonal les impide sacar partido del aprendizaje natural que se produce en medio de la
bulliciosa actividad del patio de recreo y así suelen acabar arrastrando un lastre emocional y social del que
deberán desprenderse cuando salgan de la depresión. En suma, el hecho es que los niños deprimidos son
más ineptos socialmente, tienen menos amigos, son menos elegidos como compañeros de juego, suelen
caer menos simpáticos y, en consecuencia, tienen más problemas de relación.
Otro precio que deben pagar estos niños por su depresión es el pobre rendimiento escolar. La
depresión dificulta la memoria y la concentración, impidiéndoles prestar atención y asimilar lo que se les
enseña. Un niño que no siente ilusión por nada encontrará prácticamente imposible acopiar la energía
suficiente para que las lecciones del profesor le estimulen de algún modo (por no mencionar la incapacidad
de experimentar el estado de «flujo», del que hablábamos en el capítulo 6). Según el estudio de Kovac,
pues, los niños cuyos episodios depresivos son más prolongados obtienen peores calificaciones y suelen ir
atrasados en sus estudios. En realidad, parece existir una relación directa entre el período de tiempo que un
niño permanece deprimido y su rendimiento escolar, con una caída en picado durante el transcurso del
episodio depresivo. Por su parte, este pobre rendimiento académico no hace sino complicar la depresión
porque, como afirma Kovac: «no es difícil comprender lo que ocurre cuando uno comienza a sentirse
deprimido y le suspenden, teniendo que quedarse en casa a estudiar y sin poder salir a jugar con los
demás».
LAS PAUTAS DEL PENSAMIENTO DEPRESOGENO
Al igual que ocurre con los adultos, las interpretaciones pesimistas de los contratiempos de la vida
parecen alimentar la desesperanza y la impotencia que yacen en el núcleo de la depresión infantil. Hace
mucho tiempo que se sabe que las personas que ya están deprimidas albergan este tipo de pensamientos,
lo que resulta sorprendente es que los niños propensos a la melancolía tienden a albergar esta visión
pesimista antes de caer en la depresión, una circunstancia que abre la posibilidad de inocularles algún tipo
de vacuna contra la depresión antes de que ésta se apodere de ellos.
Los estudios sobre las creencias que sustentan los niños acerca de las posibilidades que tienen de
controlar lo que les sucede o de su capacidad para transformar positivamente sus vidas nos brindan una
prueba evidente en este sentido. Esto es algo que podemos constatar en las valoraciones que hacen los
niños sobre sí mismos en frases tales como «no tengo dificultades para resolver los problemas cuando
éstos se presentan» o «si me esfuerzo soy capaz de sacar buenas notas». Los niños que son incapaces de
pensar de esta manera sienten que no pueden hacer nada para cambiar las cosas, lo cual genera una
sensación de impotencia que es más acusada en el caso de los niños más deprimidos. En un determinado
estudio se sometió a observación a varios alumnos de quinto y sexto curso pocos días después de recibir
sus hojas de calificaciones que, como todos recordaremos, suelen ser una de las principales fuentes de
alegría o de desesperación durante la infancia. Los investigadores descubrieron una marcada diferencia en
la forma en que cada niño se reafirma cuando recibe una calificación peor de la esperada. En este sentido,
los niños que consideran que sus malas notas son el resultado de algún tipo de deficiencia personal («soy
estúpido») se sienten más deprimidos que aquéllos otros que encuentran una explicación que deja abierta
la posibilidad de hacer algo para transformar las cosas («si me esfuerzo más podré sacar mejores notas en
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
154
matemáticas»). Los investigadores estudiaron también a un grupo de alumnos de tercero, cuarto y quinto
curso que eran objeto del rechazo de sus compañeros y efectuaron un seguimiento de aquéllos que
seguían siendo marginados al año siguiente, descubriendo que un factor decisivo en la génesis de la
depresión era el modo en que estos niños se explicaban a sí mismos el rechazo del que eran objeto.
Quienes consideraban que el rechazo se debía a alguna especie de defecto personal eran más proclives a
la depresión, mientras que los niños más optimistas, los que sentían que podían hacer algo para mejorar la
situación, no se sentían especialmente deprimidos a pesar del rechazo constante de que eran objeto. Otro
estudio demostró que los niños que tenían una actitud pesimista cuando estaban a punto de efectuar la
difícil transición al séptimo curso, eran más proclives a la depresión cuando debían enfrentarse al nuevo
nivel de exigencias de la escuela o del hogar. Pero la prueba más palpable de que la actitud pesimista
predispone a la depresión nos la proporciona un seguimiento de cinco años de duración iniciado cuando los
niños estaban en tercer curso. El predictor más decisivo de la depresión entre los niños más pequeños
resultó ser una actitud pesimista ante la vida en conjunción con un acontecimiento traumático importante,
como, por ejemplo el divorcio de los padres o el fallecimiento de un familiar (situaciones, en suma, que no
sólo conmueven y angustian al niño, sino que también suelen privarle del apoyo y el consuelo de sus
padres). No obstante, a lo largo de la escuela primaria tiene lugar un cambio significativo en su forma de
interpretar las causas de los acontecimientos positivos y negativos que les toca vivir, achacándolos, cada
vez más, a sus propios rasgos personales («saco buenas notas porque soy listo» o «no tengo muchos
amigos porque no soy divertido»). Este cambio parece tener lugar entre el tercer y quinto curso y. cuando
ocurre, quienes sustentan una actitud pesimista —y atribuyen la causa de los infortunios a un defecto
intrínseco— comienzan a ser presa de estados de ánimo depresivos. Y lo que es más importante todavía, la
misma depresión contribuye a reforzar las pautas de pensamiento pesimistas, de modo que, aun cuando la
depresión desaparezca, el niño queda marcado con una especie de cicatriz emocional, un conjunto de
creencias alimentadas por la depresión y consolidadas por su pensamiento (que no es buen estudiante o
que es antipático) que le impiden escapar de su sombrío estado de ánimo. Estas ideas fijas hacen que el
niño sea más vulnerable a caer nuevamente en la depresión.
LA FORMA DE ACABAR CON LA DEPRESION
Pero existen fundadas esperanzas de que es posible enseñar a los niños formas más eficaces de
afrontar los problemas y disminuir así el riesgo de la depresión infantil. En un estudio llevado a cabo en un
instituto de Oregón, uno de cada cuatro estudiantes mostraba lo que los psicólogos denominan una
«depresión moderada», una depresión que, aunque no reviste la suficiente gravedad como para afirmar
que excede el grado de insatisfacción natural, bien podría constituir la antesala de una depresión auténtica.
Setenta y cinco estudiantes aquejados de esta depresión moderada aprendieron, en una clase
especial fuera del horario habitual lectivo, a modificar las pautas de pensamiento generalmente
A diferencia de lo que ocurre con los adultos, la medicación no parece ofrecer una alternativa para el
tratamiento de la depresión infantil que pueda sustituir a la terapia o a la educación preventiva. La
investigación ha demostrado que, en el caso de los niños, los antidepresivos tricíclicos —que tanto éxito
han tenido en el tratamiento de los adultos— no son mejores que la administración de un placeho, efecto de
las nuevas medicaciones antidepresivas, como por ejemplo el Prozac, todavía no ha sido estudiado en los
niños.
Por su parte, la desipramina, uno de los tricíclicos más utilizados (y más seguros) para el tratamiento
de los adultos, está siendo actualmente ohjeto de estudio por parte del FDA Feod and Drues Administration,
como una posible causa de mortatidad infantil, asociadas a ese estado, a hacer amigos, a relacionarse
mejor con sus padres y a comprometerse en aquellas actividades sociales que les resultaban más
atractivas. El 55% de los participantes en el programa, de ocho semanas de duración, logró recuperarse de
su depresión, algo que sólo consiguió el 25% de los estudiantes deprimidos que no se habían beneficiado
del programa. Un año más tarde, el 25% de los componentes del grupo de control había caído en una
depresión mayor frente al 14% de los alumnos que habían participado en el programa de prevención. Así
pues, aunque el programa sólo durase ocho sesiones, redujo a la mitad el riesgo de contraer una depresión.
El mismo tipo de conclusiones esperanzadoras nos ofrece un programa especial de frecuencia semanal
dirigido a niños de edades comprendidas entre los diez y los trece años que tenían frecuentes disputas con
sus padres y que también presentaban síntomas de depresión. Durante estas sesiones extraescolares los
niños aprendían ciertas habilidades emocionales básicas, como hacer frente a los problemas, pensar antes
de actuar y, tal vez lo mas importante, revisar y modificar las creencias pesimistas ligadas a la depresión
(como, por ejemplo, tomar la firme resolución de esforzarse más en el estudio después de haber obtenido
malos resultados en un examen, en vez de pensar «no soy lo suficientemente listo»).
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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En opinión del psicólogo Martin Seligman, uno de los creadores de este programa de doce semanas
de duración: «en estas clases los niños aprenden que es posible hacer frente a estados de ánimo como la
ansiedad, el abatimiento o el enfado, y que la transformación de nuestros pensamientos nos permite, en
cierto modo, transformar también nuestros sentimientos». Según Seligman, el hecho de hacer frente a los
pensamientos depresivos disipa las tinieblas del estado de ánimo negativo y «sólo depende del esfuerzo
sostenido momento a momento el que esto termine convirtiéndose en un hábito».
Estas sesiones especiales también redujeron a la mitad la frecuencia de las depresiones después de
dos años de haber concluido el programa. Al cabo de un año, sólo el 8% de los participantes arrojaron unos
resultados en un test sobre depresión que los situaba en un nivel entre moderado y grave, (frente al 29% de
los niños pertenecientes al grupo de control), mientras que, dos años después, el 20% de los muchachos
que habían seguido el curso mostraban algunos síntomas de depresión moderada (en comparación con el
44% del grupo de control).
El aprendizaje de estas habilidades emocionales puede resultar especialmente útil en plena
adolescencia. Como observa Seligman: «estos chicos suelen estar mejor preparados para afrontar la
ansiedad normal que experimenta el adolescente frente al rechazo, y parecen haber aprendido esta
habilidad en un período especial mente crítico para la depresión que tiene lugar alrededor de los diez años
de edad. Después de aprendida, esta lección parece persistir e incluso fortalecerse en el curso de los años
posteriores, sugiriendo claramente su aplicabilidad a la vida cotidiana».
Los especialistas en la depresión infantil se muestran sumamente esperanzados con la aparición de
estos nuevos programas.
Según me comentaba Kovac: «si queremos intervenir eficazmente en problemas psiquiátricos tales
como la depresión, tenemos que hacer algo antes de que los niños enfermen. La única solucion parece
pasar por algún tipo de vacuna psicológica».
LOS TRASTORNOS ALIMENTICIOS
En una epoca en la que estudiaba psicología clínica a finales de los sesenta, conocí a dos mujeres
que sufrían trastornos de la conducta alimentaria, aunque sólo me di cuenta de ello varios años después.
Una de ellas, una brillante licenciada en matemáticas por Harvard, era amiga mía desde mis días de
estudiante universitario, la otra era bibliotecaria del MIT (Massachusetts Institute ol Technology) Mi amiga
matemática se hallaba esqueléticamente delgada pero no podía comer porque, según decía, «la comida le
repugnaba»; en cambio, la bibliotecaria era gruesa y solía atiborarse de helados, pastel de zanahoria y todo
tipo de dulces aunque después —como me confesó avergonzada en cierta ocasión— solía ir al servicio a
provocarse el vómito.
Hoy en día, a la primera de ellas le diagnosticaría una anorexia y a la otra una bulimia, pero, en
aquellos años, los clínicos sólo estaban empezando a hablar de estos problemas y ni siquiera existían estas
etiquetas. Hilda Bruch, una pionera de este movimiento, publicó su primer artículo sobre los trastornos de la
conducta alimentaria en 1969. Bruch, que se hallaba desconcertada por los casos de mujeres cuya dieta las
llevaba al borde de la muerte, propuso que una de las causas de este problema radica en la incapacidad de
estas mujeres para identificar y responder adecuadamente a sus demandas corporales y especialmente,
por supuesto, a la sensación de hambre. Desde entonces, la literatura clínica sobre los trastornos de la
conducta alimentaria ha proliferado como las setas y ha aparecido multitud de teorías que tratan de explicar
sus posibles causas. Estas causas van desde las chicas que se quieren mantener eternamente jóvenes y
se sienten obligadas a luchar infatigablemente para lograr un modelo inalcanzable de belleza femenina,
hasta las madres posesivas que terminan enredando a sus hijas en una trama autoritaria de culpabilidad y
verguenza.
Pero la mayor parte de estas hipótesis adolecían de la gran desventaja de ser extrapolaciones
hechas según observaciones efectuadas durante la terapia. Desde un punto de visto científico es mucho
más aconsejable llevar a cabo investigaciones sobre grandes grupos durante varios años para determinar
quiénes terminan superando el problema. Sólo este tipo de investigación podrá ayudarnos a determinar con
exactitud las variables que favorecen la aparición del problema y diferenciarlas de aquellas otras
condiciones que, si bien parecen relacionadas, no tienen una incidencia directa sobre él.
Un estudio de este tipo llevado a cabo con más de novecientas muchachas que se hallaban entre el
séptimo y el décimo curso puso de manifiesto la existencia de serias deficiencias emocionales (como, por
ejemplo, la incapacidad de dominar y expresar los sentimientos desagradables). Sesenta y una chicas de
décimo curso de un instituto de las afueras de Minneapolis presentaban ya graves síntomas de anorexia y
bulimia. Cuanto mayor era la gravedad del trastorno, más desbordantes eran los sentimientos negativos con
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156
que las chicas reaccionaban a los contratiempos, dificultades y problemas que la vida les presentaba y
menor era también su conciencia de sus verdaderos sentimientos.
Y la combinación de estas dos tendencias emocionales con el rechazo hacia el propio cuerpo, daba
como resultado la anorexia o la bulimia. Esa investigación también descubrió que los padres autoritarios no
desempeñan un papel decisivo en la etiología de los trastornos de la conducta alimentaria. Como la misma
Bruch había advertido, las teorías explicativas basadas en la percepción o comprensión a posteriori (como.
por ejemplo, que los padres pueden llegar fácilmente a ser posesivos como respuesta a sus desesperados
intentos por controlar a una hija que padece un trastorno alimenticio) son probablemente inadecuadas. Las
explicaciones más populares, como el miedo a la sexualidad, el inicio precoz de la pubertad o la baja
autoestima también demostraron carecer de todo fundamento.
Esta investigación demostró que el principal desencadenante de este trastorno radica en una
sociedad obsesionada por un modelo ideal de belleza antinaturalmente delgado. Mucho antes del inicio de
la adolescencia, las chicas ya comienzan a conceder importancia a su peso. Por ejemplo, una niña de seis
años rompió a llorar cuando su madre le dijo que el bañador la hacía parecer gorda cuando, en opinión del
pediatra que presenta el caso, el peso de la niña era normal para su estatura» Un estudio realizado con
adolescentes descubrió que el 50% de ellas creían que estaban demasiado gruesas, a pesar de que la
inmensa mayoría tenía un peso completamente normal. No obstante, el estudio de Minneapolis también
demostró que la obsesión por el peso no basta para explicar por qué ciertas chicas desarrollan este tipo de
problemas alimenticios.
Muchas personas obesas son incapaces de expresar la diferencia que existe entre tener miedo, estar
hambriento o sentirse enfadado e interpretan confusamente todos estos sentimientos como si estuvieran
relacionados con el hambre, una situación que las lleva a comer compulsivamente cada vez que se sienten
preocupadasi Y algo similar parece estar ocurriéndoles a las muchachas que padecen trastornos de la
conducta alimentaria. Gloria Leon, la psicóloga de la Universivad de Minnesota que llevó a cabo este
estudio, observó que: «estas muchachas manifiestan una conciencia muy pobre de sus sentimientos
y de los mensajes de su cuerpo, lo cual constituye un predictor claro de que, en el curso de los dos años
posteriores, desarrollarán alguno de estos desórdenes. La mayoría de los niños aprenden a disíinguir entre
sus sensaciones y son capaces de discernir si están aburridos, enfadados, deprimidos o hambrientos, una
habilidad que forma parte del aprendizaje emocional básico. Pero estas muchachas tienen dificultades para
saber qué es lo que realmente sienten. De este modo, cuando, por ejemplo, tienen un problema con su
novio, no saben si están enfadadas, ansiosas o deprimidas, lo único que experimentan es una difusa
tormenta emocional con la que no saben cómo relacionarse y tratan de superarla comiendo, algo que puede
llegar a convertirse en un hábito muy arraigado».
Cuando esta forma de tranquilizarse choca con las presiones que sufren las chicas para mantenerse
delgadas, queda expedito el camino para el desarrollo de algún tipo de trastorno alimentario.
Como observa Leon: «al comienzo, la muchacha puede empezar a comer vorazmente, pero si quiere
mantenerse delgada tiene que tratar de provocarse el vómito, tomar laxantes o realizar un intenso esfuerzo
físico que la libre del exceso de peso. Otra de las modalidades utilizadas para controlar la confusión
emocional puede ser la de no comer en absoluto, ya que esto parece proporcionarle un mínimo control
sobre los sentimientos angustiantes».
Cuando estas chicas, que combinan una escasa conciencia de si mismas con una habilidad social
empobrecida, se sienten alteradas, son incapaces de calmar su sensación de angustia. En tal caso, los
problemas con los padres o los amigos disparan el trastorno alimenticio, ya sea éste la bulimia, la anorexia
o simplemente la voracidad compulsiva. En opinión de Leon, el tratamiento eficaz de esta clase de chicas
debería incluir algún tipo de adiestramiento en las habilidades emocionales de las que carecen. Según me
dijo Leon: «los clínicos han constatado que la terapia funciona mejor cuando presta atención a estas
deficiencias. Estas muchachas deben aprender a identificar sus sentimientos, a tranquilizarse y a orientar
más adecuadamente sus relaciones sin abandonarse a sus irregulares hábitos alimenticios.»
LOS SOLITARIOS Y LOS MARGINADOS
Fue un pequeño drama de la escuela primaria. Ben, un alumno de cuarto curso con muy pocos
amigos, acababa de oír decir a su companero Jason que no iban a jugar juntos durante la hora de la comida
porque quería jugar con otro niño llamado Chad. Ben, entonces, se derrumbó, escondió la cabeza entre las
manos y se puso a llorar. Al cabo de un rato se dirigió a la mesa en la que Jason y Chad estaban comiendo
y dijo:
—¡Te odio!
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—¿Por qué? —preguntó éste.
—Porque me has mentido —respondió Ben en tono acusatorio—. Toda la semana has estado
diciendo que hoy jugarías conmigo y me has engañado.
Luego Ben se alejó visiblemente enfadado a su mesa vacía y empezó a sollozar en silencio. Jason y
Chad se dirigieron entonces hacia él y trataron de hablarle, pero Ben se tapó los oídos ignorándoles y salió
corriendo del comedor para esconderse detrás de un contenedor de basura. Un grupo de chicas que había
presenciado el diálogo trató entonces de mediar en la disputa y le dijeron que Jason quería jugar con él.
Pero Ben tampoco quiso escucharías y les respondió que le dejaran solo. Luego siguió alimentando su
resentimiento, acompañado tan sólo de su llanto.
Una situación desoladora, ¿qué duda cabe? La sensación de sentírse rechazado y falto de la amistad
de los demás es algo con lo que todos debemos enfrentarnos en algún momento de nuestra infancia o de
nuestra adolescencia. Pero lo que resulta más llamativo en el caso de Ben es su ineptitud para responder a
todos los intentos realizados por Jason para corregir su error, una actitud que sólo contribuyó a prolongar su
malestar. Esta incapacidad para comprender ciertos mensajes clave resulta muy común en los niños
impopulares. Como vimos en el capitulo 8, los niños socialmente rechazados suelen tener dificultades para
registrar los mensajes emocionales y sociales y, en el caso de que lleguen a percibirlos, muestran un
repertorio de respuestas sumamente restringido.
Uno de los riesgos principales que corren los niños socialmente rechazados es la posibilidad de
abandonar la escuela. El promedio de abandono escolar entre los niños rechazados por sus compañeros es
entre dos y ocho veces superior al de los niños populares. Por ejemplo, un estudio puso de manifiesto que
aproximadamente el 25% de los niños impopulares en la escuela primaria abandonan sus estudios antes de
terminar el instituto, cuando el promedio general es del ~ lo cual no resulta sorprendente dada la dificultad
que puede suponer permanecer treinta horas semanales en un lugar en el que no le caemos simpático a
nadie.
Hay dos tendencias emocionales que pueden contribuir a que los niños terminen marginándose
socialmente. Una de ellas, como ya hemos visto, es la propensión a los arrebatos de cólera y a percibir
hostilidad donde no la hay, y la otra consiste en mostrarse excesivamente tímido, ansioso y
vergonzoso. Pero también tenemos que decir que, por encima de estos factores temperamentales, los
niños que más tienden a ser relegados —aquéllos cuya reiterada terquedad hace sentirse incómodos a los
demás— son los niños «desconectados».
Una de las formas en que estos niños se muestran «desconectados» es a través de las señales
emocionales que emiten al mundo exterior. Por ejemplo, un estudio demostró que los niños con pocos
amigos no sabían emparejar una emoción —como el disgusto o el rechazo, por ejemplo— con un
determinado rostro.
Cuando se preguntó a los niños de una guardería por la forma en que hacían nuevos amigos o
evitaban las peleas, fueron nuevamente los niños impopulares —aquéllos con los que los demás no querían
jugar— quienes ofrecieron las respuestas más inapropiadas (la respuesta más habitual de estos niños, por
ejemplo, en el caso de que desearan el mismo juguete que uno de sus compañeros era la de empujarles o
la de buscar la ayuda de un adulto). Y cuando se pidió a varios niños de edad más avanzada que
escenificaran la tristeza, el enfado o la desconfianza, fueron también los más impopulares quienes llevaron
a cabo las representaciones menos convincentes. No resulta, pues, sorprendente que estos niños se
sientan incapaces de hacer amigos y que su incompetencia social termine convirtiéndose en una profecía
autocumplida. En lugar de aprender nuevas estrategias de aproximación a los demás, estos niños se limitan
a repetir una y otra vez pautas que no funcionaron en el pasado o ensayan otras nuevas más torpes aún si
cabe.
Estos niños manifiestan un escaso criterio emocional y no se les considera una compañía agradable
ni saben qué hacer para que los demás se encuentren a gusto con ellos. Por ejemplo, la observación del
juego de estos niños impopulares demostró una mayor tendencia que el resto a hacer trampas, enfadarse y
dejar de jugar cuando perdían, o jactarse y fanfarronear cuando ocurría lo contrario. Está claro que todos
los niños quieren ganar, pero la mayor parte de ellos son capaces de refrenar sus reacciones emocionales
de modo que no afecten a la relación con sus compañeros de juego.
Pero aunque los niños emocionalmente sordos —los niños que tienen dificultades para registrar y
responder a las emociones— suelen convertirse en marginados sociales, existen muchos otros niños que
atraviesan por períodos transitorios de rechazo que no terminan abocándoles a un horizonte tan sombrío.
En cualquier caso, el desolador estatus que acompaña a quienes son objeto del rechazo constante durante
los años de escuela se agudiza con el paso del tiempo, incrementando así su grado de marginación social.
Hay que tener en cuenta que es en el crisol de la amistad y en el bullicio del juego en donde se forjan las
habilidades emocionales y sociales que condicionan las relaciones que el ser humano sostiene a lo largo de
toda su vida. Es evidente, pues, que los niños que son excluidos de este ámbito de aprendizaje no cuentan
con las mismas posibilidades que los demás.
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Es comprensible que los niños rechazados experimenten miedo y ansiedad y se sientan deprimidos y
aislados De hecho, el grado de popularidad de los niños de tercer curso ha demostrado ser un mejor
predictor de los problemas de salud mental que pueden presentar alrededor de los dieciocho años que
cualquier otro dato, como las calificaciones escolares, el rendimiento académico, el CI e incluso los
resultados de los test psicológicos, como ya hemos visto anteriormente, los niños que tienen pocos amigos
terminan convirtiéndose en solitarios crónicos que, de mayores, correrán más riesgos de contraer
determinadas enfermedades y de sufrir una muerte anticipada.
Como afirma el psicoanalista Harry Stack Sullivan, las relaciones tempranas que sostenemos con
nuestros mejores amigos del mismo sexo nos ensenan a navegar en el mundo de las relaciones íntimas (a
dirimir las diferencias y a compartir nuestros sentimientos más profundos). Pero los niños rechazados
disponen de muchas menos ocasiones que sus compañeros para poder entablar una amistad íntima en los
años de la escuela primaria perdiendo así una oportunidad crucial para su desarrollo emocional. En este
sentido, tener un amigo —aunque sólo sea uno e iincluso aunque esa amistad no sea muy sólida— puede
suponer, a la larga, una extraordinaria diferencia.
EL APRENDIZAJE DE LA AMISTAD
Pero existe una puerta abierta a la esperanza para los niños rechazados. Steven Asher, psicólogo de
la Universidad de Illinois, ha diseñado un programa de «adiestramiento para la amistad» destinado a los
niños impopulares que ha tenido cierto éxito. La investigación realizada por Asher comenzó identificando a
los alumnos de tercer y cuarto curso que menos atractivos resultaban para sus compañeros de clase.
Luego organizó seis sesiones para enseñarles el modo de inducirles a «una participación más agradable en
los juegos», enseñándoles a ser «más amistosos, divertidos y simpáticos». Para evitar cualquier tipo de
estigmatización, Asher les dijo que iban a actuar en calidad de «consejeros» del entrenador, quien estaba
tratando de averiguar las cosas que hacían más atractiva la participación de los niños en los juegos.
Los niños fueron entrenados a comportarse del mismo modo que Asher consideraba característico de
los más populares. También se les alentaba a tratar de encontrar soluciones alternativas (en lugar de
recurrir exclusivamente a las peleas) si tenían problemas con las reglas del juego; a comunicarse con los
demás y a hacerles preguntas mientras estaban jugando; a escuchar y observar a los otros niños para
averiguar cómo se sentían; a decir algo agradable cuando los demás hacían algo bien; y a sonreír y a
brindar su colaboración, sus propuestas y su aliento. Los niños debían poner en práctica estas reglas
básicas de cortesía mientras jugaban con un compañero de clase y se les adiestraba a comentar después
sus experiencias durante el juego. El efecto de este cursillo de relaciones sociales fue considerablemente
positivo.
Un año después, los niños que habían participado en este entrenamiento —niños que, recordémoslo,
fueron seleccionados por que eran los que menos simpatías despertaban entre sus compañeros— gozaban
de una posición notablemente más popular. Hay que decir también que ninguno de ellos destacaba por su
brillantez social, pero lo cierto es que habían dejado de engrosar las filas de los niños rechazados.
A similares conclusiones ha llegado Stephen Nowicki, psicólogo de la Universidad de Emoryi. Nowicki
ha concebido también un programa destinado a adiestrar a los niños marginados en la mejora de su
capacidad para interpretar y responder adecuadamente a los sentimientos de los demás. Este programa
comienza con la grabación en video de los niños tratando de expresar emociones como, por ejemplo, la
tristeza o la alegría y luego se completa con un adiestramiento que les ayuda a mejorar su expresividad.
Finalmente, llevan a la práctica su nueva habilidad con algún otro niño con quien deseen entablar amistad.
Entre el 50 y el 60% de los niños rechazados que han participado en este tipo de programas han
logrado mejorar su grado de aceptación. En la actualidad, estos programas parecen funcionar mejor con
alumnos de tercer y cuarto curso que con niños de grados superiores, y parecen también más adecuados
para los niños socialmente ineptos que para los niños agresivos pero, en mi opinión, todo es cuestión de
puesta a punto. En cualquier caso, el hecho de que casi todos los niños rechazados puedan volver a formar
parte del círculo de la amistad con un mínimo adiestramiento emocional constituye un claro signo de
esperanza.
EL ALCOHOL Y LAS DROGAS: LA ADICCION COMO AUTOMEDICAClÓN
Los estudiantes del campus universitario local lo llamaban «beber hasta quedarse en blanco», es
decir, ingerir dosis masivas de cerveza hasta llegar a perder el conocimiento. Una de las técnicas más
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utilizadas consistía en insertar un embudo en una manguera de modo que, a través de ésta, pueda verterse
en menos de diez segundos una jarra entera de cerveza. Pero no debemos considerar que este
procedimiento constituya una rareza aislada, porque una encuesta mostró que aproximadamente el 40% de
los estudiantes universitarios varones son capaces de ingerir un mínimo de siete bebidas alcohólicas de
una sentada y el 11% se consideran a sí mismos «bebedores resistentes», otra forma de denominar, en
suma, al alcoholismo. En la actualidad, el 50% de universitarios varones y el 40% de las universitarias se
emborrachaban al menos un par de veces al mes. Aunque en los Estados Unidos el uso de las drogas entre
la ventud disminuyó durante la década de los ochenta, es cada vez mayor el consumo de alcohol a edades
más precoces. Un estudio llevado a cabo en 1993 reveló que el 33% de las estudiantes universitarias
admitían que bebían para emborracharse, frente a un porcentaje del 10% en 1977. En términos generales,
uno de cada tres estudiantes bebe con la intención de embriagarse. Esta situación comporta, a su vez, otro
tipo de riesgos, puesto que el 90% del total de violaciones denunciadas en los campus universitarios
tuvieron lugar después de que la víctima o el agresor —o ambos a la vez— hubieran estado bebiendo. Por
último, los accidentes relacionados con el alcohol son la principal causa de mortalidad entre los jóvenes de
edad comprendida entre los quince y los veinticuatro años.
La experimentación con el alcohol y las drogas parece ser un rito de pasaje para los adolescentes
pero, en algunos casos, esta primera toma de contacto puede llegar a tener efectos permanentes. En este
sentido podríamos decir que el origen de la adicción de la mayoría de los alcohólicos y demás toxicómanos
se remonta a la edad de diez años, aunque pocos de los que han experimentado con el alcohol y las drogas
terminan convirtiéndose en alcohólicos o toxicómanos. Por ejemplo, más del 90% de los alumnos que
concluyen la enseñanza secundaria ya han probado el alcohol, pero sólo el 14% de ellos llegan a
transformarse en alcohólicos. Del mismo modo, sólo un porcentaje inferior al 5% de los millones de
norteamericanos que han probado la cocaína se han convertido en adictos. ¿Qué es, pues, lo que
determina la diferencia entre uno y otro caso?
Quienes habitan en un barrio con un alto índice de delincuencia, en donde se vende crack a la vuelta
de la esquina y el traficante de drogas es el ejemplo local más destacado del éxito económico, están más
expuestos al abuso de estas substancias.
Algunos pueden llegar a hacerse adictos convirtiéndose en camellos ocasionales, otros simplemente
debido a su facilidad de acceso o a una subcultura miope que mitifica el uso de las drogas; un factor este
último que aumenta el riesgo del abuso de drogas en cualquier entorno, incluso —y quizás especialmente—
entre los muchachos más acomodados económicamente. Pero todo ello no responde a la cuestión de
cuáles son los chicos que se hallan más expuestos a este tipo de trampas y presiones. ¿Quiénes van a
tener simplemente una experiencia ocasional y quiénes por el contrario, son más propensos, a convertirlo
en un hábito permanente?
Una teoría científica al uso afirma que las personas que dependen del alcohol y de las drogas están
utilizando esas sustancias como una especie de medicación que les ayuda a mitigar su ansiedad, su
enojo y su depresión, puesto que les permiten calmar químicamente la ansiedad y la insatisfacción que les
atormentan. En un seguimiento efectuado sobre varios cientos de estudiantes de séptimo y octavo curso a
lo largo de un par de años, quienes acusaron mayores niveles de angustia emocional mostraron
posteriormente las tasas mas elevadas de abuso de drogas. Esto también podría explicar por qué hay
tantos jóvenes que prueban el alcohol y las drogas sin llegar a convertirse en adictos, mientras que otros se
hacen dependientes casi desde el mismo comienzo. Así pues, las personas más vulnerables a la adicción
parecen encontrar en las drogas y el alcohol una especie de varita mágica que les ayuda a sosegar las
emociones que les han estado atormentando durante muchos años.
Como señala Ralph Tarter, psicólogo del Western Psychiatric Institute and Clinie, de Pittsburgh: «hay
personas que parecen biológicamente predispuestas y cuya primera toma de contacto con la droga es tan
recompensante que los demás no podemos ni siquiera llegar a sospechar. Muchas personas que han
logrado recuperarse del abuso de drogas me han confesado que, cuando la tomaron, se sintieron normales
por primera vez en la vida. Así pues, al menos a corto plazo, la droga actúa como una especie de
estabilizador psicológico». Y en esto se basa, por supuesto, la principal tentación a la que recurre el
demonio de la adicción, ya que es capaz de provocar una sensación de bienestar a corto plazo, aunque, a
la larga, termine abocando al desastre permanente.
También existen ciertas pautas emocionales que parecen determinar que las personas tiendan a
encontrar consuelo emocional en unas substancias más que en otras. Hay, por ejemplo, dos caminos
diferentes que conducen al alcoholismo. El primero de ellos se inicia cuando una persona que ha tenido una
infancia llena de tensión y ansiedad descubre —por lo general en la adolescencia— que el alcohol le
permite mitigar la sensación de ansiedad.
Es frecuente que estas personas —generalmente varones— sean, a su vez, hijos de alcohólicos que
también recurren a la bebida para tratar de calmar su nerviosismo. Uno de los indicadores biológicos de
esta pauta es la hiposecreción de GABA, uno de los neurotransmisores que regulan la ansiedad. Cuanto
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menor es el nivel de GABA, mayor es el índice de tensión que experimenta el individuo. Cierto estudio puso
de manifiesto cíue los hijos de padres alcohólicos presentan un bajo nivel de GABA y, en consecuencia, son
sumamente ansiosos. Pero cuando estas personas ingieren alcohol, su nivel de GABA aumenta en la
misma proporción en que disminuye su sensación de ansiedad. Los hijos de alcohólicos, pues, beben
principalmente para aliviar la tensión y descubren en el alcohol una sensación de liberación que no saben
conseguir de otro modo. Este tipo de personas es asimismo muy vulnerable al abuso de sedantes
combinados con el alcohol, que también potencian el descenso del nivel de ansiedad.
Un estudio neuropsicológico llevado a cabo con hijos de alcohólicos que a la temprana edad de doce
años evidenciaban ya claros síntomas de ansiedad (como un marcado aumento del ritmo cardiaco en
respuesta al estrés o una elevada impulsividad) demostró que estos niños presentaban un pobre
funcionamiento del lóbulo frontal. Esto significa que pueden confiar menos que otros chicos en aquellas
áreas cerebrales que podrían ayudarles a paliar la ansiedad o a controlar la impulsividad. Y, dado que los
lóbulos prefrontales también afectan al funcionamiento de la memoria —permitiendo, por ejemplo, tener
bien presentes las consecuencias de las rutas de acción a que nos conduce una determinada decisión—,
esta carencia constituye un camino directo al alcoholismo que les lleva a tener exclusivamente en cuenta
los efectos sedantes inmediatos del alcohol sobre la ansiedad y les impide sopesar adecuadamente sus
efectos negativos a largo plazo.
Esta búsqueda desesperada de calma parece ser el indicador emocional de una susceptibilidad
genética hacia el alcoholismo.
Un estudio efectuado con 1300 parientes de alcohólicos demostró que los hijos de éstos que
presentaban un elevado índice de ansiedad crónica, son quienes mayores riesgos tienen de abusar de la
bebida. La conclusión de los investigadores que llevaron a cabo este estudio fue que, en estas personas, el
alcoholismo constituye una forma de «automedicación que les permite combatir los síntomas de la
ansiedad»?
El otro camino emocional que conduce al alcoholismo está ligado a un elevado nivel de agitación,
impulsividad y aburrimiento. Durante la infancia, esta pauta se manifiesta como un comportamiento inquieto,
caprichoso y desobediente, y en la escuela primaria asume la forma de nerviosismo, hiperactividad y
búsqueda de problemas, una tendencia que, como ya hemos apuntado, puede empujarles a buscar amigos
problemáticos y terminar abocándoles, en ocasiones, a la delincuencia o al diagnóstico de «trastorno de
personalidad antisocial». El principal problema emocional de estas personas (sobre todo varones) es la
agitación; su principal debilidad, la impulsividad descontrolada y su reacción habitual ante el aburrimiento, la
búsqueda compulsiva del riesgo y la excitación. Los adultos que presentan esta pauta de conducta —que
posiblemente esté ligada a ciertas deficiencias en dos tipos de neurotransmisores, la serotonina y el MAO
(monoaminooxidasal)— son incapaces de soportar la monotonía y están dispuestos a probarlo todo,
descubriendo que el alcohol puede calmar fácilmente su agitación. De este modo, su elevado nivel de
impulsividad —combinado con su aversión al aburrimiento— les convierte en claros candidatos al abuso de
una lista casi interminable de todo tipo de drogas. Pero, aunque el alcohol pueda aliviar provisionalmente la
depresión, sus efectos metabólicos no tardan en empeorar la situación. Por esto, quienes consumen alcohol
lo hacen más para calmar la ansiedad que la depresión. Existen otras drogas completamente diferentes que
apaciguan —al menos temporalmente— las sensaciones que aquejan a las personas deprimidas.
Por ejemplo, la infelicidad crónica coloca a las personas en una situación de grave riesgo de
adicción a estimulantes tales como la cocaína, porque esta sustancia constituye un antídoto directo contra
la depresión. Un estudio mostró que más de la mitad de los pacientes que estaban siendo tratados
clínicamente de su adicción a la cocaína podrían haber sido diagnosticados de depresión grave antes de
que comenzaran a habituarse y que, a mayor gravedad de la depresión previa, más arraigado estaba el
hábito.
La irritabilidad crónica, por su parte, puede conducir a otro tipo de vulnerabilidad. Un estudio
demostró que la pauta emocional más característica de los cuatrocientos pacientes que estaban siendo
tratados de su adicción a la heroína y otros opiáceos, era su dificultad para controlar la ira y su
predisposición al enojo. Algunos de estos pacientes confirmaron que los opiáceos les habían permitido
sentirse normales y relajados por primera vez en su vida.
Como han demostrado durante décadas Alcohólicos Anónimos y otros programas de recuperación,
aunque la predisposición al abuso de las drogas se origine, en muchos casos, en un determinado
funcionamiento cerebral, los sentimientos que impulsan a las personas a «automedicarse» es con el uso de
la bebida o las drogas pueden resolverse sin tener que recurrir a ningún tipo de sustancias. La capacidad
de mitigar la ansiedad, de superar la depresión o de calmar la irritación, por ejemplo, contribuye a eliminar
el impulso de consumir todo tipo de drogas.
La enseñanza de estas habilidades emocionales básicas constituye un elemento fundamental en los
programas de tratamiento contra las toxicomanías. Pero seria mucho mejor, ¿qué duda cabe?, que estas
habilidades se aprendieran en una fase más temprana de la vida, antes de que el hábito arraigase.
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NO MAS CRUZADAS UN CAMINO PREVENTIVO COMUN
En las dos últimas décadas se han declarado diversas «cruzadas»: contra los embarazos juveniles,
contra el fracaso escolar, contra las drogas y, más recientemente, contra la violencia. No obstante, el
problema con este tipo de campañas es que llegan demasiado tarde, cuando la situación ya ha alcanzado
proporciones endémicas y ha arraigado firmemente en las vidas de los jóvenes.
En este sentido equivalen a una intervención en momentos de crisis, a tratar de resolver los
problemas clínicos enviando ambulancias para recoger a los enfermos en lugar de proporcionarles una
vacuna que pueda impedir que contraigan la enfermedad.
Pero no necesitamos tanto este tipo de campañas, sino que debemos centrar todos nuestros
esfuerzos en la prevención, ofreciendo a los niños la oportunidad de desarrollar las capacidades que les
permitan afrontar la vida y aumentar así la posibilidad de escapar de todos esos destinos infaustos. Mi
insistencia en la importancia de las deficiencias emocionales y sociales no pretende subestimar el papel
que desempeñan otros factores de riesgo como, por ejemplo, el hecho de haber nacido en una familia
caótica, fragmentada o violenta, o crecido en un barrio infestado por la delincuencia, la pobreza y las
drogas.
La pobreza, por sí sola, ya constituye suficiente azote emocional para los niños y, en este sentido, a
la edad de cinco años los niños más pobres se sienten ya más temerosos, ansiosos y tristes, presentan
más problemas de conducta y rabietas más frecuentes, y se muestran más destructivos que sus
compañeros mejor situados económicamente, una tendencia que se mantendrá durante los diez años
siguientes. La presión de la pobreza también corroe los cimientos mismos de la vida familiar disminuyendo
la expresión del afecto, aumentando la depresión de las madres (que frecuentemente se hallan solas y sin
trabajo) y aumentando también la incidencia de castigos duros como los gritos, los golpes y las amenazas
físicas. Pero también hay que decir que las habilidades emocionales desempeñan un papel más decisivo
que los factores económicos y familiares a la hora de determinar sí un niño o un adolescente concreto
llegará a arruinar su vida por estas dificultades o si, por el contrario, podría sobreponerse a ellas. Los
estudios a largo plazo realizados sobre centenares de niños que han crecido en condiciones de extrema
pobreza, en el seno de familias agresivas o con padres que padecían serios trastornos psicológicos,
demuestran que quienes son capaces de afrontar las dificultades más adversas comparten las mismas
habilidades emocionales fundamentales, entre las que podemos destacar la simpatía, la sociabilidad, la
confianza en uno mismo, el optimismo frente a las dificultades y frustraciones, la capacidad para
recuperarse rápidamente de los fracasos y la flexibilidad.
Pero la inmensa mayoría de estos niños deben afrontar las dificultades sin contar con estas ventajas.
Claro está que muchas de estas capacidades son innatas —la lotería genética de la que hemos hablado en
otro momento— pero, tal como vimos en el capítulo 14, hasta cualidades como el temperamento pueden
ser transformadas. Evidentemente, uno de los niveles de intervención debe ser político y económico,
tratando de aliviar tanto la pobreza como el resto de las condiciones sociales que engendran estos
problemas. Pero, además de estas intervenciones (que, por cierto, parecen ocupar un lugar secundario en
los programas sociales), existen otras posibles alternativas para ayudar a los niños a superar estos
problemas acuciantes.
Tomemos el caso de los trastornos emocionales que afectan a uno de cada dos norteamericanos. Un
estudio demostró que el 48% de los de 8.098 individuos encuestados había sufrido algún tipo de problema
psiquiátrico a lo largo de su vida. El 14% de ellos estaba afectado más seriamente y había tenido tres o más
problemas psiquiátricos al mismo tiempo. Este último grupo era el más problemático, dando cuenta del 60%
del total de problemas psiquiátricos que ocurrían en un determinado momento y del 90% de los problemas
de incapacitación más graves. Es evidente que estas personas necesitan una atención inmediata pero,
como ya hemos señalado, el tratamiento óptimo sería el preventivo.
Habría que añadir, sin embargo, que no todos los problemas psiquiátricos pueden preverse, opinión
de Ronald Kessler, el sociólogo de la Universidad de Michigan que realizó el estudio del que estamos
hablando: «debemos intervenir en una fase muy temprana de la vida. Consideremos, por ejemplo, a una
niña de sexto curso que padezca de fobia social y comience a beber en el instituto como una forma de
superar sus problemas de relación. A la edad de veinte años, cuando la descubre nuestro estudio, todavía
sigue teniendo los mismos miedos, se ha convertido en una politoxicómana y está deprimida porque su vida
es un caos completo. ¿Qué podríamos haber hecho nosotros durante su infancia para invertir el curso de
los acontecimientos?» Esto mismo es aplicable, obviamente, a la disminución de la violencia o a los muchos
peligros que acechan a la juventud contemporánea Los programas educativos concebidos para la
preveneción de un problema concreto —como, por ejemplo, el abuso de drogas, los embarazos juveniles o
la violencia— han proliferado en la última década, creando una míniindustría dentro del mercado educativo.
Pero la mayor parte de estos programas~ incluyendo los más hábilmente promocionados y difundidos, han
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demostrado ser completamente ineficaces, e incluso hay algunos de ellos que, para desazón de los
educadores, parecen agravar los mismos problemas para los que fueron destinados.
La información no es suficiente
En este sentido, un caso sumamente ilustrativo es el abuso sexual de los menores. Hasta el año
1993 se registraron anualmente cerca de doscientos mil casos probados en los Estados Unidos, con un
incremento anual de aproximadamente el 10%. Pero, si bien las estimaciones varían considerablemente, la
mayor parte de los expertos coinciden en afirmar que entre el 20 y el 30% de las chicas y cerca de la mitad
de esa cifra de los chicos (porque las cifras varian en función, entre otros factores. de la definición que se
dé del abuso sexual) han sufrido algún tipo de abuso sexual antes de los diecisiete años. No existe un perfil
claro que permita definir al niño vulnerable al abuso sexual, pero la mayoría de ellos se sienten
desprotegídos, incapaces de resistir por sí solos y aislados por lo que les ha sucedido.
A la vista de estos peligros son muchas las escuelas que han comenzado a ofrecer programas de
prevención de los abusos sexuales. Casi todos estos programas se limitan a ofrecer una escueta
información sobre el abuso sexual, enseñando a los muchachos, por ejemplo, a apreciar la diferencia entre
las caricias y los tocamientos, alertándoles de los peligros implicados y animándoles a contar los hechos a
un adulto si algo les ocurre. Pero una investigación realizada a nivel nacional con dos mil niños descubrió
que este adiestramiento no servía prácticamente de nada —o incluso empeoraba la situación— a la hora de
ayudar a que los niños hicieran algo para impedir convertirse en victimas, ya fuera a manos de un gamberro
escolar o de un posible pederasta. Mucho más grave resulta el hecho de que los niños que habían pasado
por estos programas y habían sufrido algún tipo de abuso sexual se mostraban la mitad de motivados para
denunciarlo posteriormente que quienes no habían pasado por ningún programa.
Por el contrario, los niños que se habían beneficiado de un programa más global —un programa que
incluía el entrenamiento en habilidades emocionales y sociales— estaban en mejores condiciones para
protegerse y respondían de una manera mucho más decidida, exigiendo que se les dejara en paz, gritando,
peleando, amenazando con contarlo o, en último extremo, llegando a denunciar el caso si algo malo les
ocurría. Este último recurso —denunciar el abuso— suele ser francamente preventivo ya que muchos de
quienes perpetran este tipo de acciones agreden a centenares de niños. Una investigación realizada entre
personas de este tipo que tenían unos cuarenta años de edad descubrió que, por término medio, forzaban a
una víctima al menos una vez al mes desde la adolescencia. El expediente de un conductor de autobús
escolar y de un profesor de informática revela que, entre ambos, agredieron sexualmente a más de
trescientos niños al año. Sin embargo, ninguno de los niños llegó a denunciar los hechos. El caso salió a la
luz cuando uno de los niños que había sido agredido por el profesor comenzó a abusar, a su vez, de su
propia hermana. Los niños que habían asistido a estos programas más globales mostraron una tendencia
tres veces superior a denunciar los hechos que los niños a los que sólo se les brindó un programa mínimo.
Pero ¿por qué este tipo de programas funcionan mientras que los otros no lo hacen? Hay que decir que
estos programas no tienen lugar de manera aislada, sino que se imparten en distintos niveles y en
diferentes ocasiones a lo largo del desarrollo escolar, como parte de la educación sexual o de la educación
para la salud. Además, son programas que también alientan a los padres a transmitir paralelamente el
mismo mensaje que se está enseñando en la escuela (y los niños cuyos padres siguieron este consejo son
los que más probabilidades tienen de superar el riesgo de un abuso sexual).
Pero más allá de este punto, las diferencias dependen de las habilidades emocionales. A los niños no
les basta con saber la diferencia existente entre las caricias y los tocamientos sino que deben tener,
además, la suficiente conciencia de sí mismos como para reconocer cuándo una situación les hace sentir
mal o resulta angustiosa, mucho antes de que se produzca ningún contacto físico. Pero esto no sólo implica
tener conciencia de si mismo, sino también la suficiente confianza y seguridad para fiarse de su propio
criterio y actuar sobre los sentimientos que les angustian, aunque se hallen frente a un adulto que trate de
convencerles de que «todo está bien». Por último, el niño también necesita disponer de un amplio abanico
de posibles respuestas para evitar lo que está a punto de suceder, desde salir corriendo hasta amenazar
con contárselo a alguien. Por todas estas razones el mejor de los programas debe enseñar a los niños a
afirmar lo que quieren, a establecer sus límites y a defender sus derechos, en lugar de mostrarse pasivos.
En consecuencia con todo lo dicho hasta ahora, los programas más eficaces complementan la
información básica sobre los abusos sexuales con el adiestramiento en las habilidades emocionales y
sociales fundamentales. Estos programas ensenan a los niños a resolver de un modo más positivo los
conflictos interpersonales, a tener más confianza en si mismos, a no desprecíarse sí algo malo llegara a
ocurrir y a sentir que cuentan con la red de apoyo de los maestros y los familiares, a quienes pueden pedir
ayuda. Y, por último, si algo no deseado llegara a sucederles, estarían mucho más dispuestos a
denunciarlo.
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Los elementos fundamentales
Estos descubrimientos nos han obligado a revisar los elementos óptimos que debe contener un
programa de prevención eficaz, un programa que se base tan sólo en aquellos ingredientes que, tras una
evaluación objetiva, hayan demostrado ser verdaderamente eficaces. En un proyecto de cinco años de
duración patrocinado por la Fundación W. T. Grant, un grupo de investigadores estudió a fondo este
panorama y extrajo los componentes activos que parecen esenciales para el éxito de los programas más
eficaces. Este grupo de investigadores llegó a la conclusión de que, independientemente del problema
concreto que se pretenda solucionar, las competencias clave que deben cubrir estos programas se
asemejan bastante a los elementos de la inteligencia emocional que apuntamos en el presente volumen
(véase la lista completa en el apéndice D). Entre estas habilidades emocionales se incluyen la conciencia
de uno mismo; la capacidad para identificar, expresar y controlar los sentimientos; la habilidad de controlar
los impulsos y posponer la gratificación, y la capacidad de manejar las sensaciones de tensión y de
ansiedad. Una aptitud clave para dominar los impulsos consiste en conocer la diferencia entre los
sentimientos y las acciones y en aprender a adoptar mejores decisiones emocionales, controlando el
impulso de actuar e identificando las distintas alternativas de acción y sus posibles consecuencias. Muchas
de estas habilidades son marcadamente interpersonales: la capacidad de interpretar adecuadamente los
signos emocionales y sociales, la de escuchar, de resistirse a las influencias negativas, de asumir la
perspectiva de los demás y de comprender la conducta que resulte más apropiada a una determinada
situación.
Y estas habilidades emocionales y sociales indispensables para la vida pueden ayudamos también a
solucionar la mayoría —si no todos— de los problemas que acabamos de revisar en el presente capítulo.
Bien podríamos afirmar que se trata de una vacuna universal para afrontar todo tipo de problemas (incluido
el embarazo no deseado de las jóvenes y el suicidio infantil).
Pero también hemos de admitir, en honor a la verdad, que las causas subyacentes a estos problemas
son muy complejas y se hallan entrelazadas con factores como la dotación biológica, la dinámica familiar, la
política social y la subcultura urbana. No existe un único tipo de intervención —incluyendo a la intervención
emocional— que sea capaz resolver todos estos problemas.
Pero, en la medida en que las deficiencias emocionales constituyen un riesgo añadido para los niños
—y ya hemos podido comprobar hasta qué punto es así—, debemos prestar una especial atención al
desarrollo emocional, sin excluir otro tipo de acciones. ¿En qué consiste, pues, la educación emocional?
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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16. LA ESCOLARIZACIÓN DE LAS EMOCIONES
La principal esperanza de una nación descansa en la adecuada educación
de su infancia.
Erasmo
Es un extraño modo de pasar lista a los quince alumnos de quinto curso que se hallan sentados en el
suelo con las piernas cruzadas al estilo indio ya que, cuando el maestro les nombra en voz alta, no
responden con el habitual « ¡presente!» sino que lo hacen con un número —en el que uno significa
deprimido y diez muy animado— indicativo de su estado de ánimo. Hoy, por cierto, los ánimos parecen
estar muy elevados:
—Jessica.
—Diez. ¡Hoy es viernes y estoy contenta!
—Patrick.
—Nueve. Excitado y un poco nervioso.
—Nicole.
—Diez. Tranquila y contenta.
Estamos en una clase de Self Science, en Nueva Learning Center, la antigua mansión familiar de los
Crocker, la dinastía fundadora de uno de los bancos de más solera de San Francisco. El edificio, que
parece una reproducción a escala del Teatro de la Ópera de San Francisco, alberga una escuela privada
que imparte lo que podríamos denominar un curso modelo de inteligencia emocional.
El tema fundamental del programa de Self Science son los sentimientos, tanto los propios como
aquéllos otros que tienen que ver con el mundo de las relaciones. Este tema —francamente soslayado en
casi todas las demás escuelas de los Estados Unidos— obliga, por su misma naturaleza, a que tanto
maestros como discípulos focalicen su atención en el entramado mismo de la vida emocional del niño. La
estrategia seguida consiste en convertir las tensiones y los problemas cotidianos en el tema del día.
De este modo, los maestros hablan de problemas reales (sentirse ofendido, sentirse rechazado, la
envidia, los altercados que podrían terminar transformándose en peleas en el patio de recreo, etcétera).
Como dice Karen Stone McCown, directora de Nueva Leaming Center y creadora del programa de Self
Science: «el aprendizaje no sucede como algo aislado de los sentimientos de los niños. De hecho, la
alfabetización emocional es tan importante como el aprendizaje de las matemáticas o la lectura».
Este programa constituye una de las primeras incursiones prácticas de una idea que está
difundiéndose rápidamente por todas las escuelas de nuestro país.*
«Quienes deseen más información sobre los cursos de alfabetización emocional pueden pedirla a
The Collaborative for the Advancemení of Social and Emotional Learning (CASEL), Yale Child Study Ceníer,
PO. Box 2u79t)O, 230 South Frontage Road, New Haven.
CT 06520-7900.»
Los nombres de las distintas asignaturas de este programa van desde el «desarrollo social» hasta las
«habilidades vitales», pasando por el «aprendizaje social y emocional». Hay quienes, basándose en la
noción de inteligencias múltiples de Howard Gardner, se refieren a todo este conjunto de actividades,
cuyo objetivo común consiste en elevar el nivel de competencia emocional y social del niño como una parte
de su educación regular, con el término genérico de «inteligencia personal». No se trata, pues, de una serie
de conocimientos y destrezas que sólo deban enseñarse a ciertos niños deficitarios o «problemáticos», sino
de algo que es aplicable a todo niño.
Algunas raíces de los cursos de alfabetización emocional se remontan al movimiento de educación
afectiva de los años sesenta, una época en la que se consideraba que los niños aprendían mucho mejor si
estaban psicológicamente motivados y tenían una experiencia inmediata de lo que se les estaba
enseñando. El movimiento para la alfabetización emocional, en cambio, intemaliza todavía más el concepto
de educación afectiva porque no sólo recurre a los afectos sino que se dedica a educar al afecto mismo.
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Sin embargo, casi todos estos cursos tienen su origen inmediato en una serie de programas
escolares de prevención de problemas concretos (el tabaco, la drogodependencia, el embarazo infantil, el
absentismo escolar y, más recientemente, la violencia infantil). Como ya hemos visto en el último capítulo,
el estudio llevado a cabo por el W. T. Grant Consortium subrayó que los programas de prevención son
mucho más eficaces cuando se ocupan de enseñar un núcleo de competencias emocionales y sociales
concretas (como, por ejemplo, el control de los impulsos, el manejo de la ansiedad o la búsqueda de
soluciones creativas a los problemas sociales). Ahí es donde se origina toda una nueva generación de
intervenciones.
Como ya hemos señalado en el capitulo 15, las intervenciones destinadas a resolver las deficiencias
emocionales y sociales específicas que subyacen a problemas tales como la agresividad o la depresión
pueden ser sumamente eficaces. En realidad, las más eficaces de todas ellas suelen derivarse de la
experimentación psicológica. El siguiente paso consiste en generalizar las lecciones aprendidas en
programas muy especializados para que cualquier maestro pueda impartirlas a toda la población escolar.
Este enfoque más avanzado y eficaz de la prevención consiste en informar a los más jóvenes sobre
problemas tales como el sida, las drogas y similares, en el preciso momento en que están comenzando a
enfrentarse a ellos. Pero insistamos en que el tema fundamental de cualquiera de estos problemas
concretos es el mismo: la inteligencia emocional.
Señalemos también que el nuevo movimiento escolar de alfabetización emocional no considera que
la vida emocional o social constituya una intrusión irrelevante en la vida del niño que, en el caso de dificultar
la vida escolar, haya que relegar a la visita disciplinaria al despacho del director o a la consulta de un
consejero escolar, sino que centra precisamente su atención en esas facetas, las más apremiantes, en
realidad, de la vida cotidiana del niño.
A primera vista, la clase de Self Science parece algo tan normal que uno difícilmente cree que pueda
llegar a solucionar los dramáticos problemas a los que se enfrenta. Pero, al igual que ocurre con la
educación en el hogar, las lecciones, pequeñas pero eficaces, se imparten de manera regular a lo largo de
muchos años. De este modo, el aprendizaje emocional va calando lentamente en el niño y va fortaleciendo
ciertas vías cerebrales, consolidando así determinados hábitos neuronales para aplicarlos en los momentos
difíciles y frustrantes. Y, aunque el contenido cotidiano de las clases de alfabetización emocional pueda
parecer trivial, sus efectos —el logro de seres humanos completos— resultan, hoy en día, más necesarios
que nunca para nuestro futuro.
UNA CLASE DE COOPERAClON
Compare ahora la siguiente imagen de una clase de Self Science con alguna de las experiencias
escolares que recuerde de su infancia.
Un grupo de niños de quinto curso está a punto de jugar al juego «rompecabezas de cooperación»,
en el que los alumnos se agrupan en equipos con el fin de componer rompecabezas con la única condición
de trabajar en silencio sin que esté permitida ninguna clase de gesto.
La maestra, Jo-An Varga, divide a la clase en tres grupos distintos y los coloca en mesas separadas.
Mientras tanto, tres observadores familiarizados con el juego van tomando nota en un formulario de quién
asume el liderazgo y organiza, quién hace el payaso, quién interrumpe, etcétera.
Luego los alumnos vuelcan las piezas de los rompecabezas sobre la mesa y comienzan a trabajar. Al
cabo de un minuto, aproximadamente, resulta evidente que uno de los grupos trabaja muy bien en equipo y
no tarda en alcanzar su objetivo. Los componentes del segundo grupo, en cambio, están trabajando
aisladamente y no llegan a conseguir nada. Poco a poco, sin embargo, sus esfuerzos empiezan a confluir y
no tardan en completar el primer rompecabezas y luego siguen trabajando como una unidad hasta terminar
resolviéndolos todos.
Pero el tercer grupo todavía sigue batallando con el primero de los rompecabezas sin llegar a encajar
las piezas adecuadamente. Sean, Fairlie y Rahman no terminan de lograr el mismo grado de coordinación
conseguido por los otros dos grupos. Se les ve claramente frustrados, moviendo frenéticamente las piezas
de un lado a otro, considerando las distintas posibilidades y tratando de acomodarlas para descubrir
finalmente, desengañados, que no terminan de ajustar entre sí.
La tensión disminuye un poco cuando Rahman cubre sus ojos con dos de las piezas —como si
llevara una máscara— haciendo así reír nerviosamente a sus compañeros (una situación que terminaría
dando pie a la lección de aquel día).
Entonces Jo-An Varga, la maestra, les anima diciéndoles: «los que hayáis terminado podéis dar
alguna pista a quienes todavía siguen trabajando».
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Dagan se dirige entonces al tercer grupo, señala las dos piezas que sobresalen del cuadrado y dice:
«tenéis que dar la vuelta a estas dos piezas». De repente, Rahman, con el rostro tenso por la
concentracion, cae en la cuenta de la nueva configuración y rápidamente coloca en su lugar las piezas del
primer rompecabezas y luego hace lo mismo con las restantes. Cuando la última de las piezas del tercer
grupo es colocada en su sitio toda la clase rompe a aplaudir espontáneamente.
UN PUNTO DE CONFLICTO
Pero cuando están a punto de comenzar a reflexionar sobre el trabajo en equipo que acaban de
realizar, surge un tema mucho más interesante. Rahman, alto y de espeso cabello negro cortado a cepillo, y
Tucker, el observador del grupo, se han enzarzado en una disputa sobre la regla del juego que prohibía
gesticular. Tucker, con el pelo rubio encrespado, lleva una ancha camiseta azul con el lema «sé
responsable», que parece subrayar el rol oficial que acaba de desempeñar.
—Tú puedes ofrecer una pieza, eso no es gesticular —dice Tucker a Rahman, en un tono enfático y
combativo.
—Eso si es gesticular —responde Rahman, con vehemencia.
En aquel momento la maestra se da cuenta, por el tono de voz utilizado por ambos, de la creciente
agresividad que va tiñendo el intercambio. Se trata de un incidente especialmente critico, de un intercambio
espontáneo de sentimientos acalorados, un momento singularmente importante para verificar el grado de
asimilación de las lecciones recibidas por los niños y para impartir otras nuevas. Como sabe todo buen
maestro, las lecciones aprendidas en estas situaciones perduran mucho en la memoria de sus alumnos.
—No debéis tomar esto como una crítica —dice entonces Varga—. Habéis trabajado muy bien en
equipo. En cuanto a ti, Tucker, trata de decir lo que tengas que decir en un tono de voz que no resulte tan
hiriente.
Tucker, ahora más tranquilo, le dice entonces a Rahman:
—Puedes poner una pieza donde creas que encaja o dársela a quien creas que le hace falta sin
necesidad de gesticular. Dándosela simplemente.
—¡Pero si lo haces así —responde entonces Rahman, enojado, rascándose la cabeza mientras
ilustra con el gesto un movimiento inocente— no estás gesticulando!
Rahman está claramente enfadado por lo que está ocurriendo y sus ojos miran de continuo al
formulario, la verdadera causa del enfrentamiento, aunque todavía no se haya mencionado. En aquella hoja
Tucker ha escrito el nombre de Rahman en la casilla correspondiente a «¿quién es el que interrumpe?»
Varga, dándose cuenta de la mirada, aventura entonces una suposición y, dirigiéndose a Tucker,
dice:
—Creo que Rahman siente que tú has utilizado una palabra negativa para referirte a él. ¿Qué es lo
que tienes que decir al respecto?
—Yo no quiero decir que se trate de una forma negativa de interrupción —agrega Tucker, en tono
conciliador.
Rahman no parece estar de acuerdo pero, con un tono de voz más calmado, dice:
—Si me lo preguntaras te diría que me resulta un tanto exagerado.
Varga subraya entonces una forma positiva de decirlo:
—Tucker está tratando de decir que lo que podría considerarse como una interrupción también podría
ser una forma de aclarar las cosas en un momento difícil.
—Pero —protesta Rahman, más realista— seria una forma negativa si todos estuviéramos
concentrándonos en algo muy difícil o hiciera algo así (abriendo mucho los ojos y ahuecando la voz, con
una ridícula mueca de payaso): ¡Eso si que sería alborotar!
Varga aprovecha entonces la ocasión para decirle a Tucker:
—Creo que tú no quieres decir que él perturbe negativamente la clase, pero lo cierto es que tu
mensaje es otro. Lo que Rahman esta necesitando es que le escuches y que aceptes sus sentimientos.
Rahman dice que le molesta sentirse calificado negativamente, que no le gusta que le llamen alborotador.
Luego, dirigiéndose a Rahman, agrega:
—Me ha gustado la forma afirmativa en que te has dirigido a Tucker. No le has atacado, lo único que
le has dicho es que no te gusta que te califiquen con la etiqueta de alborotador. Cuando te has cubierto los
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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ojos con las piezas del puzzle parecía como si estuvieras frustrado y quisieras aclarar las cosas. Pero
Tucker lo llama alborotar porque no ha comprendido tu intento, ¿no te parece?
Mientras el resto de los alumnos recoge los rompecabezas, los dos niños asienten. El pequeño
melodrama escolar está llegando va a su conclusión.
—¿Os encontráis mejor —pregunta finalmente Varga— o todavía estáis enfadados?
—Sí, me siento bien —responde Rahman, con la voz más sosegada, ahora que se siente escuchado
y comprendido. Tucker también sonríe y mueve la cabeza en señal de asentimiento. Luego, los dos niños,
viendo que todos los demás han salido ya para la clase siguiente, abandonan juntos la sala.
POSTDATA: DETENER LA ESCALADA DE LA HOSTILIDAD
Mientras el nuevo grupo empieza a sentarse en sus sillas, Varga analiza lo que acaba de ocurrir. Este
acalorado intercambio y la forma de resolverlo constituye para ella un ejemplo de lo que los niños aprenden
con respecto a la solución de conflictos. Lo que normalmente termina como conflicto, resume Varga,
comienza como «un problema de comunicación, una suposición gratuita y una conclusión precipitada que
lleva, a su vez, a enviar un mensaje “duro”, un mensaje que resulta muy difícil de escuchar».
Los alumnos de Self Science aprenden que no se trata tanto de evitar los conflictos como de resolver
los desacuerdos y los resentimientos antes de que éstos emprendan una escalada que termine
conduciendo a una auténtica batalla. La forma en que Tucker y Rahman manejaron sus discrepancias es el
ejemplo de una de estas lecciones tempranas. En este sentido, hay que decir que ambos hicieron el
esfuerzo de expresar su punto de vista de un modo que no aumentara el conflicto. La asertividad consiste
en expresar los sentimientos directamente —algo, por cierto, muy distinto a la agresividad y a la pasividad—
y se enseña en Nueva Leaming Center a partir del tercer curso. Al comienzo de la discusión que acabamos
de describir, los dos implicados no se miraban siquiera pero, poco a poco, comenzaron a mostrar signos de
estar «escuchando activamente» a su interlocutor, mirándole a la cara, estableciendo contacto visual con
él y enviándole señales silenciosas inequívocas para hacerle saber que le estaba escuchando.
El hecho de utilizar estas herramientas, de poner en funcionamiento la «asertividad» y la «escucha
activa», se convierte así, para estos chicos, en algo más que frases vacias; son verdaderas formas de
reaccionar a las que pueden apelar en aquellos momentos en que realmente lo necesiten.
Dominar el mundo emocional es especialmente difícil porque estas habilidades deben ejercitarse en
aquellos momentos en que las personas se encuentran en peores condiciones para asimilar información y
aprender hábitos de respuesta nuevos, es decir, cuando tienen problemas. «Todo el mundo, ya se trate de
un niño de quinto curso o de un adulto, necesita ayuda cuando tiene problemas para verse a sí mismo —
señala Varga—. No resulta sencillo, cuando el corazón late con más fuerza, cuando las manos están
sudando y uno se encuentra muerto de miedo, escuchar con claridad y mantener el control de sí mismo sin
gritar, sin echar las culpas a los demás o sin permanecer silenciosamente a la defensiva.»
Lo que puede resultar más llamativo para quienes estén familiarizados con las disputas propias de
los chicos de quinto curso, es el hecho de que Tucker y Rahman afirmaban su punto de vista sin
culpabilizar al otro, sin insultarle y sin gritar. No resulta fácil para estos niños impedir que la escalada de
sentimientos ascienda y termine conduciendo a un despectivo «¡vete a la mierda!», a una pelea a
puñetazos o acosarle hasta echarle de la habitación. Lo que podría haber sido la semilla de una pelea sirvió
para que los niños aprendieran a dominar los matices de la resolución de conflictos.
¡Qué diferente hubiera sido todo en otras circunstancias! A diario, los niños de esta edad llegan a los
puños —e incluso a cosas peores— por cuestiones menos importantes.
TEMAS DEL DIA
Las respuestas que suelen dar los alumnos a la singular forma de pasar lista con la que se inicia
cada clase de Self Science no es siempre tan elevada como lo era hoy. Cuando alguien responde con un
uno, un dos o un tres, se abre la posibilidad de que otro pregunte: «¿quieres comentamos cómo te
encuentras?» Y, en el caso de que el alumno quiera (porque nadie está obligado a hablar de lo que no
desea), dispone también de la posibilidad de expresar lo que le inquieta y de buscar posibles soluciones
creativas.
Los problemas varían en función del nivel de los alumnos. En los cursos inferiores, los problemas
suelen girar en torno al miedo, al rechazo o a ser objeto de las burlas de los demás. Alrededor del sexto
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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curso aparece un nuevo conjunto de preocupaciones: sentirse dolido porque nadie quiere aceptar una cita,
sentirse rechazado, amigos que son menos maduros y, en suma, todos los dolorosos problemas que
agobian a los niños («los mayores se meten conmigo», «mis amigos fuman y quieren que yo también lo
haga», etcétera).
Estos son los problemas realmente importantes de la vida de un niño, problemas que suelen
manifestarse en los aledaños de la vida escolar (en el comedor, en el autobús o en casa de un amigo). Y,
en la mayor parte de los casos, estas preocupaciones resultan obsesivas cuando los niños se encuentran
solos y no tienen a nadie con quien compartirlas. Éstos son los auténticos temas de las clases de Self
Science.
De hecho, cada una de estas discusiones constituye una ocasión, que puede ser provechosa para los
objetivos de Self Science, que consiste explícitamente en clarificar la sensación de identidad del niño y
mejorar las relaciones que mantiene con los demás. Aunque el curso está organizado en lecciones, es lo
bastante flexible para capitalizar a su favor los conflictos diarios que aparezcan, como el que enfrentó a
Tucker y Rahman. Así, los temas que los estudiantes ponen sobre el tapete proporcionan ejemplos vivos
sobre los cuales alumnos y maestro pueden aplicar las habilidades que están aprendiendo (como el método
de resolución de conflictos que permitió enfriar la caldeada situación existente entre los dos muchachos).
EL ABC DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL
En funcionamiento desde hace unos veinte años, el currículum de Self Science —cuyas lecciones
son a veces sorprendentemente sutiles— es un modelo para la enseñanza de la inteligencia emocional.
Como me dijo Karen Stone McCown, su directora: «cuando enseñamos algo sobre el enojo, ayudamos a
los niños a comprender que casi siempre es una reacción secundaria y a buscar lo que subyace en él:
“¿estás herido? ¿Celoso?” Es así como nuestros niños aprenden que siempre disponen de diferentes
posibilidades para responder a una emoción y que su vida será más rica cuantas más alternativas de
respuesta tengan».
La enumeración de los contenidos de Self Science coincide punto por punto con los temas
fundamentales de la inteligencia emocional y con las habilidades esenciales que constituyen una forma
primaria de prevención para las dificultades que preocupan a los niños (véase, al respecto, el apéndice E).
Los temas impartidos incluyen la toma de conciencia de uno mismo (en el sentido de reconocer los propios
sentimientos, elaborar un vocabulario adecuado y conocer la relación existente entre los pensamientos, los
sentimientos y las reacciones), darse cuenta de si son los pensamientos o los sentimientos los que están
gobernando una determinada decisión, considerar las consecuencias de las distintas altemativas posibles y
aplicar todo este conocimiento a la toma de decisiones sobre temas tales como, por ejemplo la droga, el
tabaco o el sexo. Otra forma de decirlo sería afirmar que la conciencia de uno mismo consiste en reconocer
los puntos fuertes y las debilidades de cada uno y contemplarse bajo una perspectiva positiva pero realista
(evitando así un error muy frecuente en el movimiento de autoestima).
Un tema muy importante consiste en controlar las emociones: comprender lo que se halla detrás de
un determinado sentimiento (por ejemplo, el dolor que desencadena el enojo), aprender formas de manejar
la ansiedad, la ira y la tristeza, asumir la responsabilidad de nuestras decisiones y de nuestras acciones y
proseguir hasta llegar a alguna solución de compromiso.
Una habilidad social clave es la empatia, la comprensión de los sentimientos de los demás, lo cual
implica asumir su punto de vista y respetar las diferencias existentes en el modo en que las personas
experimentan los sentimientos. Las relaciones también constituyen un tema extraordinariamente importante
(un tema que supone aprender a escuchar y a preguntar), diferenciar entre lo que alguien dice y hace y
nuestras propias reacciones y juicios, aprender a ser afirmativo (en lugar de enojado o pasivo) y adiestrarse
en las artes de la cooperación, la resolución de conflictos y la negociación de compromisos.
En el aprendizaje de Self Science no existen niveles determinados de antemano sino que la vida
misma constituye el verdadero examen final. En cualquiera de los casos, al terminar el octavo curso —
cuando los alumnos están a punto de abandonar Nueva Learning Center e ingresar en el instituto—, cada
alumno es sometido a una especie de diálogo socrático y a un test oral en SelfScience. Algunas de las
preguntas de uno de los últimos exámenes finales fueron las siguientes: «describe una respuesta adecuada
para ayudar a un amigo a resolver el conflicto que supone el que alguien le presione a tomar drogas»,
«¿cómo solucionarías el problema de un amigo que suele molestarte?» o «enumera algunas formas sanas
de manejar el estrés, el enfado o el miedo».
Estoy seguro de que, esté donde esté, Aristóteles, siempre tan preocupado por la cuestión de las
habilidades emocionales, aplaudiría este intento.
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LA ALFABETIZAClON EMOCIONAL EN LOS BARRIOS DEPRIMIDOS
Es comprensible que los escépticos se pregunten cómo funcionaria Self Science en un entorno
menos privilegiado que Nueva Learning Center o si sólo es posible en una pequeña escuela privada en la
que cada niño es, de algún modo, superdotado. Dicho de otro modo, ¿cómo enseñar las habilidades
emocionales en aquellos lugares en los que puede hacer falta con más urgencia, en medio del caos de una
escuela pública situada en pleno centro urbano? Para encontrar una posible respuesta a esta pregunta
basta con visitar la escuela pública Augusta Lewis Troup, de New Haven, una escuela que social,
económica y geográficamente se encuentra en las antípodas del Nueva Learning Center.
A decir verdad, la atmósfera de Troup resulta sumamente estimulante, porque se trata de una
escuela conocida también con el nombre de Troup Magnet Academv of Science, una de las dos escuelas
del distrito destinadas a estudiantes (desde quinto a octavo curso) procedentes de todo New Haven que
cuenta con un estimulante programa especializado en ciencias. En esta escuela, los estudiantes pueden
hacer preguntas sobre física del espacio exterior a los astronautas de Houston a través de una conexión vía
satélite o programar sus ordenadores para oír música. Pero, a pesar de estas diversiones académicas, hay
que decir que —al igual que ha ocurrido en tantas otras ciudades— la fuga de las clases más favorecidas al
extrarradio y a las escuelas privadas ha creado una situación en la que el 95% de los matriculados son
negros e hispanos.
A pocas manzanas del campus de la Universidad de Yale —aunque a un verdadero universo de
distancia—, Troup está situada en un degradado barrio obrero en el que, en los años cincuenta, vivían
veinte mil personas con una población laboral empleada en las fábricas de los alrededores (desde la Olin
Brass MilIs hasta la Winchester Arms). Hoy en día esta población se ha reducido a unas tres mil personas,
con lo cual el horizonte económico de las familias que viven allí se ha visto proporcionalmente restringido.
New Haven, como tantas otras ciudades industriales, se ha hundido en un pozo de pobreza, drogas y
violencia.
Como respuesta a las urgencias de esta pesadilla urbana un grupo de psicólogos y educadores de
Yale diseñaron, en los años ochenta, el Social Competence Program, una serie de cursos que cubren casi
el mismo espectro que el programa de Self Science de Nueva Learning Center. Pero en Troup, la relación
con los temas es más directa y clara. Por ejemplo, cuando en la clase de educación sexual de octavo curso
los estudiantes aprenden que las decisiones personales pueden evitarles contraer una enfermedad como el
sida, no están realizando un mero ejercicio académico. De hecho, New Haven tiene la más alta proporción
de mujeres con sida de todos los Estados Unidos: muchas de las madres que envían a sus hijos a Troup
padecen esa enfermedad y lo mismo ocurre con algunos de sus alumnos. A pesar de este sustancioso
programa educativo, los estudiantes de Troup deben afrontar todos los problemas de la ciudad y hay
muchos niños que viven en una situación tan caótica —y, a veces, tan aterradora— que ni siquiera pueden
acudir a la escuela todos los días.
Como ocurre en todas las escuelas de New Haven, lo primero que llama la atención del visitante al
entrar en la zona escolar es una señal de tráfico en forma de rombo con una leyenda que dice «zona libre
de drogas». En la puerta nos espera Mary Ellen Collius, una de las responsables de la escuela, una especie
de defensora todo terreno del pueblo que se da cuenta de los problemas especiales apenas aparecen y
cuya función incluye echar una mano a los profesores con las exigencias propias del programa de
competencia social. Si un maestro, por ejemplo, no sabe bien como encarar una determinada lección,
Collins le acompañará a clase y le mostrará cómo hacerlo.
«Llevo unos veinte años enseñando en esta escuela —me dice Collins, saludándome—. Eche un
vistazo al barrio que nos rodea. Con los problemas a los que estos niños deben enfrentarse, yo no puedo
limitarme a enseñar habilidades académicas. Imagine que uno de nuestros niños está luchando contra el
sida o que lo padece alguien de su familia. No estoy segura de lo que ellos dirán en las discusiones sobre el
sida, pero lo cierto es que una vez que un niño sabe que su maestro no sólo está dispuesto a escuchar sus
problemas académicos sino también a echarle una mano con sus dificultades emocionales, se abre una
puerta para tener esa conversación.» En el tercer piso del viejo edificio de ladrillos, Joyce Andrews está
llevando a sus alumnos de quinto curso a la clase de competencia social a la que acuden tres veces por
semana. Andrews, como todas las demás maestras de quinto grado, asistió a un curso especial de verano
para poder impartir esta materia, pero su apertura y simpatía naturales sugieren que se trata de una
persona especialmente predispuesta hacia los temas de la competencia social.
La lección del día versa sobre cómo identificar sentimientos, uno de los temas clave de las
habilidades emocionales que consiste en dar nombre a los sentimientos para poder así diferenciarlos. Los
deberes que debían traer de casa aquel día consistían en recortar la fotografía —extraída de una revista—
del rostro de una persona, asignar un nombre a las emociones que mostrara y exponer posibles formas de
hacérselo saber a la persona. Después de recoger los deberes, Andrews enumera una lista de sentimientos
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
170
en la pizarra —tristeza, preocupación, excitación, felicidad, etcétera— y comienza a lanzar una rápida
sucesión de preguntas a los dieciocho alumnos que acudieron aquel día a clase. Los niños, sentados en
grupos de cuatro, levantan las manos tratando de llamar su atención para poder responder.
—¿Cuántos de vosotros os habeis sentido frustrados alguna vez? —pregunta Andrews, mientras
agrega el término frustrado a la lista y todos los niños levantan la mano.
—¿Cómo os sentís cuando estáis frustrados?
—Cansado, confundido, no puedo pensar bien, ansioso... — vuelan entonces las respuestas, como
una cascada.
—Y... ¿cuándo se siente molesto un profesor? —prosigue luego, agregando el término molesto a la
lista.
—Cuando alguien está hablando —responde, sonriendo, una niña.
Acontinuación,Andrews les entrega unas fotocopias. En ellas hay unos cuantos rostros de niños y
niñas desplegando cada una de las seis emociones básicas —felicidad, tristeza, enojo, sorpresa, miedo y
disgusto— y una breve descripción de la actividad muscular facial propia de cada una de esas emociones,
como por ejemplo:
•Temor
•La boca permanece abierta y retraída.
•Los ojos permanecen abiertos y con el ángulo interno elevado.
•Las cejas están levantadas y juntas.
•Hay arrugas en medio de la frente.
Mientras los niños leen la hoja e imitan la expresión descrita de cada una de las emociones, sus
rostros van asumiendo las expresiones del miedo, el enojo, la sorpresa o el disgusto. Esta lección se deriva
de la investigación realizada por Paul Ekman sobre la expresión facial y como tal se enseña en casi todos
los cursos universitarios de introducción a la psicología, aunque rara vez se enseña en una escuela
primaria. El hecho de relacionar un sentimiento con un nombre y con la expresión facial que le corresponde
puede parecer tan elemental que no requiera ningún tipo de enseñanza. Pero lo cierto es que, en cualquiera
de los casos, constituye un verdadero antídoto contra las extraordinarias lagunas que suelen existir en torno
al tema de la alfabetización emocional. Tengamos en cuenta que, en muchos casos, las peleas del patio de
recreo se derivan de la interpretación errónea de mensajes neutrales como si se tratasen de expresiones de
hostilidad, y que las niñas que desarrollan trastornos de alimentación no logran diferenciar el enojo de la
ansiedad y del hambre.
LA ALFABETIZAClON EMOCIONAL ENCUBIERTA
Es comprensible que muchos profesores se sientan sobrecargados por un programa escolar
excesivamente repleto de nuevas materias y se resistan a dedicar un tiempo extra a enseñar los
fundamentos de otra asignatura. Por esto, una de las estrategias utilizadas actualmente para realizar el
proceso de alfabetización emocional no consiste tanto en imponer una nueva asignatura como en
yuxtaponer las lecciones sobre sentimientos y emociones a las asignaturas habituales. Porque la verdad es
que las lecciones emocionales pueden entremezclarse de manera natural con la lectura, la escritura, la
salud, la ciencia, los estudios sociales y muchas otras asignaturas. Mientras que, en algunos cursos de las
escuelas de New Haven, el programa de desarrollo emocional constituye un tema aparte, en otros, en
cambio, está incluido en la enseñanza de asignaturas como la lectura o la salud.
Algunas de las lecciones llegan incluso a enseñarse como parte de la clase de matemáticas, en
especial la enseñanza de habilidades tales como la evitación de las distracciones, la motivación para el
estudio y el control de impulsos que permiten desarrollar la necesaria atención para que se logre el
aprendizaje.
Así, algunos de los programas de habilidades emocionales y sociales no se presentan como una
asignatura aparte sino que quedan integradas en el mismo entramado de la vida escolar. Un modelo de
este tipo —esencialmente, un curso encubierto en competencias emocionales y sociales— es el Child
Development Project, un programa diseñado por un equipo dirigido por el psicólogo Erie Schaps en
Oakland, California, que se está impartiendo en varias escuelas —similares a las del degradado barrio del
centro de New Haven— diseminadas por todo el país. El programa ofrece un compacto conjunto de temas
que se adapta a los cursos existentes. Por ejemplo, en clase de lectura a los niños de primer curso se les
cuenta una historia titulada «Ranita y Tortuguita son amigos», en la que Ranita quiere jugar con su
hibernada amiga Tortuguita, y no deja de recurrir a todo tipo de subterfugios para tratar de despertarla. La
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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historia se utiliza como un pretexto para iniciar un debate en clase en torno a la amistad y otros temas tales
como la forma en que se siente la gente cuando alguien le engaña. Otros de los cuentos de este programa
proponen temas tales como la toma de conciencia de uno mismo, la toma de conciencia de las necesidades
de un amigo, cómo se siente uno al ser molestado y cómo compartir los sentimientos con los amigos. El
programa está diseñado de modo que las historias sean cada vez más complicadas a medida que el niño
va atravesando los primeros cursos de la educación primaria, ofreciendo a los maestros la posibilidad de
entrar a discutir temas tales como la empatia, la asunción de un punto de vista y el respeto.
Otra forma de integrar la enseñanza de las habilidades emocionales en el marco de la vida escolar
consiste en ayudar a los maestros a pensar nuevas formas de corregir a los estudiantes que se porten mal.
El Child Development considera que esos momentos constituyen una oportunidad inestimable para enseñar
a los niños las habilidades de las que carecen -el dominio de los impulsos, la expresión de los sentimientos,
la resolución de confictos, etcetera—, algo que resulta imposible de conseguir recurriendo exclusivamente a
la mera coerción. Por ejemplo, un maestro que ve que tres alumnos de primer grado se empujan para llegar
primero al comedor puede sugerirles que echen a suertes el orden de llegada. Así les permite dirimir de una
forma imparcial —mucho más positiva que el rotundo y autoritario «¡ya está bien!»— tanto este problema
como otros de naturaleza similar (después de todo, la actitud «¡yo primero!» no sólo es endémica de los
primeros cursos de la escuela sino que, de una forma u otra. perdura durante toda la vida), recalcando
también la posibilidad de encontrar soluciones negociadas.
EL RITMO DEL DESARROLLO EMOCIONAL
—Mis amigas Alicia y Lynn no quieren jugar conmigo.
Esta conmovedora queja procede de una niña de tercer curso de la escuela elemental John Muir, de
Seattle. Un remitente anónimo depositó este mensaje en el «buzón» de su clase —una caja de cartón
especialmente pintada para la ocasión—, en la que los alumnos expresan sus quejas y sus problemas para
que toda la clase pueda hablar de ellos y buscar formas de resolverlos. Durante la discusión no se
menciona el nombre de los implicados y el maestro señala, en cambio, que, de vez en cuando, todos los
niños tienen estos problemas y, en consecuencia, que todos deben aprender a resolverlos. El hecho de
poder expresar cómo se sienten al ser rechazados o qué es lo que pueden hacer para ser aceptados les
brinda así la oportunidad de buscar nuevas soluciones, una verdadera alternativa al pensamiento unilateral
que considera que la disputa constituye el único camino posible para eliminar las diferencias.
El buzón ofrece la posibilidad de organizar los temas problemáticos que se tocarán en clase porque
un programa demasiado rígido correría el peligro de alejarse de la fluida realidad de la infancia. En la
medida en que los niños crecen, cambian también sus preocupaciones y. en consecuencia, las lecciones
emocionales deberán adaptarse al grado de desarrollo del niño y repetirse en diferentes etapas vitales,
ajustándose a su nivel de comprensión y a su interés del momento.
Una cuestión muy importante es el momento en que puede comenzar a impartirse este tipo de
enseñanza. En este sentido, hay quienes sostienen que nunca es demasiado pronto. Por ejemplo, el
pediatra T. Berry Brazelton, de Harvard, afirma que los padres pueden beneficiarse de algunos programas
de formación domiciliaria y convertirse en adecuados preceptores de sus hijos. Hay poderosas razones que
confirman la eficacia de la enseñanza sistemática de las habilidades emocionales y sociales durante el
periodo preescolar —como, por ejemplo, el Head Start— ya que, como hemos visto en el capitulo 12, la
predisposición de los niños a la lectura depende en gran medida de la adquisición de algunas de estas
habilidades emocionales. El período preescolar resulta crucial para establecer los cimientos de estas
habilidades y existen pruebas palpables de que el programa Head Start —cuando funciona bien, todo hay
que decirlo— tiene provechosas consecuencias emocionales y sociales a largo plazo sobre la vida de
quienes han pasado por él y que se reflejan en un historial adulto menos afectado por las drogas y las
detenciones y, en cambio, más favorecido por un matrimonio feliz y por un nivel de ingresos más elevado.
La eficacia de este tipo de intervenciones es mucho mayor cuando van acompasadas al ritmo del
desarrollo. Aunque, como vimos en el capitulo 15, el llanto del recién nacido demuestra claramente que,
desde el mismo momento del nacimiento, el ser humano experimenta sentimientos intensos, su cerebro
esta lejos de haber alcanzado la madurez completa. Las emociones del niño sólo alcanzarán la plena
madurez cuando lo haga su sistema nervioso a lo largo de un proceso que va desplegándose en función de
las pautas que va marcando un reloj biológico innato que concluye en la adolescencia temprana. De hecho,
el repertorio de sentimientos que muestra un recién nacido es muy rudimentario comparado con el abanico
de emociones que despliega un niño de cinco años, y éste, a su vez, resulta primitivo comparado con la
diversidad de sentimientos que presenta un quinceañero. Es frecuente que los adultos olviden que cada
emoción aparece en un determinado momento del proceso de crecimiento y caigan, con demasiada
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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frecuencia, en la trampa de creer que los niños son mucho más maduros de lo que son en realidad. De
poco sirven, por ejemplo, las reprimendas a un bravucón de cuatro anos de edad, puesto que la
autoconciencia que le enseñará a ser humilde aparece alrededor de los cinco años.
El ritmo del crecimiento emocional está ligado a varios procesos de desarrollo, particularmente a la
cognición y a la madurez biológica del cerebro. Como ya hemos visto anteriormente, las capacidades
emocionales, como la empatia y la autorregulacion emocional, comienzan a aparecer casi desde la misma
infancia.
Los años de la guardería jalonan la maduración de las «emociones sociales» —sentimientos tales
como la inseguridad, la humildad, los celos, la envidia, el orgullo y la confianza—, emociones todas ellas
que requieren la capacidad de compararse con los demás. Al adentrarse en el mundo social de la escuela,
el niño de cinco años de edad entra también en el mundo de la comparación social. Pero no es tan sólo el
cambio externo el que produce estas comparaciones sino también la emergencia de una capacidad
cognitiva, la capacidad de compararse con los demás con respecto a determinadas cualidades (ya sea la
popularidad, el atractivo o la destreza con el monopatin). Es a esta edad, por ejemplo, cuando el hecho de
tener una hermana mayor que saque buenas notas puede llevar a un niño a considerarse
comparativamente «estúpido».
El doctor David Hamburg, psiquiatra y presidente de la Carnegie Corporation que se ha dedicado a
evaluar algunos de los primeros programas de educación emocional, considera que los años que marcan la
transición a la escuela primaria y el ingreso en el instituto constituyen dos momentos especialmente críticos
para el ajuste social del niño. Según Hamburg, desde los seis hasta los once años: «la escuela constituye
un auténtico crisol y una experiencia que influirá decisivamente en la adolescencia del niño y mas allá de
ella. La sensación de autoestima de un niño depende fundamentalmente de su rendimiento escolar. Un niño
que fracase en la escuela pondrá en movimiento una actitud derrotista que luego puede arrastrar durante el
resto de su vida». Entre los elementos esenciales para sacar provecho de la escuela, Hamburg señala «la
demora de la gratificación, la responsabilidad social adecuada, el control de las emociones y una
perspectiva optimista ante la vida», otro modo, en fin, de referirse a la inteligencia emocional Y La
pubertad es un período de grandes cambios en el sustrato biológico, las habilidades cognitivas y el
funcionamiento cerebral del niño y, en este sentido, constituye también un período crítico para el
aprendizaje emocional y social. «Entre los diez y los quince años —señala Hamburg— la mayor parte de los
adolescentes se ven expuestos por vez primera a la sexualidad, al alcohol, al tabaco y a las drogas», entre
otras tentaciones. La transición que conduce al instituto rubrica el fin de la infancia y constituye, en sí
misma, un formidable desafío emocional. Dejando de lado todos los demás problemas, en este nuevo
período escolar disminuye el grado de autoconfianza y aumenta el de autoconciencia, que suele dar una
imagen de sí mismo demasiado inflexible y contradictoria. Uno de los más grandes retos de este período
tiene que ver con la «autoestima social», con la seguridad de que pueden hacer amistades y mantenerlas.
Según Hamburg, esta coyuntura es la que contribuye a consolidar las habilidades del adolescente para
establecer relaciones íntimas, sortear las crisis que puedan afectar a la amistad y nutrir su seguridad en sí
mismos.
Hamburg señala que, en la época en que los estudiantes entran en el instituto, quienes han
atravesado un proceso de alfabetización emocional se muestran en mejores condiciones que los demás
para hacer frente a las presiones de sus compañeros, las exigencias académicas y las instigaciones a
fumar o tomar drogas. El dominio de las habilidades emocionales constituye una vacuna provisional contra
la agitación y las presiones externas que están a punto de afrontar.
LA IMPORTANCIA DEL RITMO
En la medida en que los psicólogos evolutivos y otros investigadores van cartografiando el desarrollo
evolutivo de las ernociones, cada vez se hallan en mejores condiciones de especificar las lecciones que
deben enseñarse al niño en cada uno de los distintos monlentos del proceso de desarrollo de la inteligencia
emocional, qué tipo de carencias duraderas es probable que padezcan quienes no lleguen a dominar las
competencias en el momento adecuado y qué clase de experiencias podría programarse para tratar de
recuperar el tiempo perdido.
Por ejemplo, en el programa de New Haven, los niños de los cursos inferiores reciben lecciones
elementales de autoconciencia, relaciones y toma de decisiones. En el primer curso, los alumnos, se
sientan en círculo y juegan con «el cubo de los sentimientos» (un cubo en cada uno de cuyos lados hay
palabras referidas a emociones tales como triste o excitado). Según cuál sea la cara del cubo que salga en
la tirada, los niños describen una ocasión en la que experimentaron este sentimiento, un ejercicio que les
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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ayuda a relacionar los sentimientos con las palabras y que también les proporciona la ocasión de saber que
no son los únicos que experimentan ese tipo de sentimientos y de desarrollar la empatía.
En cuarto y quinto curso, cuando la relación con los compañeros asume una importancia
extraordinaria, los niños reciben lecciones que les ayudan a mejorar sus amistades, como el desarrollo de la
empatía, el dominio de los impulsos y el manejo de la angustia. La clase de Habilidades Vitales (que, como
decíamos en una seccion anterior, se imparte en quinto curso en Troup), consiste en interpretar las
emociones transmitidas por las expresiones faciales de los demás y constituye una facultad esencial para el
desarrollo de la empatía. Por su parte, para desarrollar el control de los impulsos suele recurrirse a un gran
cartel con un «semáforo» en el que se describen los siguientes seis pasos:
Luz roja: Luz amarilla:
1. Detente, serénate y piensa antes de actuar.
2. Expresa el problema y di cómo lo sientes.
3. Proponte un objetivo positivo.
4. Piensa en varias soluciones.
5. Piensa de antemano en las consecuencias.
Luz verde:
6. Sigue adelante y trata de llevar a cabo el mejor plan.
Por ejemplo, cuando un niño está a punto de enojarse, de replegarse ofendido por alguna nimiedad o
de romper a llorar al ser molestado, el maestro puede recurrir al semáforo para recordarle una serie definida
de pasos que le ayudarán a solucionar estos problemas de una forma más mesurada. Pero, además del
control de los sentimientos, el semáforo subraya también la importancia de una acción más eficaz. Y, en
tanto que forma habitual de manejar los impulsos emocionales ingobernables -el hecho de pensar antes de
actuar—, puede llegar a convertirse en una estrategia fundamental para afrontar los retos de la
adolescencia y de la madurez.
Las lecciones impartidas durante el sexto curso están relacionadas más directamente con las
tentaciones y las presiones ligadas al sexo, las drogas y el alcohol que comienzan a salpicar la vida de los
niños. En noveno curso, los quinceañeros se ven enfrentados a realidades sociales más ambiguas y se les
suele instruir en la capacidad de asumir diversos puntos de vista, el suyo propio y el de los demás
implicados. «Si un chico está furioso porque ha visto a su novia charlando con otro chico —dice uno de los
maestros de New Haven— se le anima a que, en lugar de pelearse, considere las cosas desde el punto de
vista de ella.»
LA FUNCIÓN PREVENTIVA DE LA ALFABETIZAClON EMOCIONAL
Algunos de los programas de alfabetización emocional más eficaces se diseñaron como respuesta a
problemas concretos, entre los que cabe destacar la violencia. Uno de las campañas preventivas de
alfabetización emocional que más rápidamente se está difundiendo en varios cientos de escuelas públicas
de la ciudad de Nueva York y de todo el país es el Resolving Conflict Creatively Program, un programa de
resolución de conflictos que centra su atención en la forma de plantear los conflictos en el patio escolar para
que no desemboquen en incidentes como los que dieron lugar al asesinato de lan More y Tyrone Sinkler a
manos de uno de sus compañeros de clase en la Jefferson High School.
Linda Lantieri, la creadora del Resolving Conflict Creatively Program y directora del centro nacional
de Manhattan considera que este enfoque tiene una misión que trasciende con mucho la mera prevención
de las peleas. Según su autorizada opinión: «el programa enseña a los estudiantes que, además de la
pasividad y de la agresividad, disponen de muchas otras respuestas alternativas para resolver los
conflictos. Nosotros les mostramos la inutilidad de la violencia y la sustituimos por habilidades concretas.
Así, los niños aprenden a afirmar sus derechos sin necesidad de recurrir a la violencia. Estas son
habilidades útiles que perduran toda la vida, y no sólo para aquéllos que se muestren más proclives a la
violencia». En uno de los ejercicios del programa, los estudiantes deben recordar alguna situación, por
pequeña que sea, que les haya ayudado a resolver algún conflicto. En otro, los estudiantes representan una
escena en la que una muchacha está tratando de hacer sus deberes en medio del ruido de la cinta de rap a
todo volumen que está escuchando su hermana menor. Harta ya, la chica termina apagando el cassette a
pesar de las protestas de su hermana. Luego, toda la clase lleva a cabo un debate tratando de encontrar
soluciones al problema aceptables para ambas hermanas.
Una de las claves del éxito del programa de solución de conflictos hay que buscarla en su aplicación
más allá del aula hasta el patio y la cafetería, los lugares en los que es más probable que se desaten los
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conflictos. Con ese objetivo, algunos estudiantes son formados como mediadores —un papel que pueden
comenzar a desempeñar en los últimos años de la escuela elemental—, aprendiendo a manejar peleas,
provocaciones, amenazas, problemas interracíales y otros incidentes potencialmente violentos de la vida
escolar. Así, cuando estalla la tensión los estudiantes pueden buscar a un mediador que les ayude a
resolver el problema.
Los mediadores aprenden a expresar sus comentarios de modo que hagan sentir su imparcialidad a
las partes en litigio.
Una de las tácticas utilizadas consiste en sentarse con los implicados e invitarles a escuchar a la otra
parte sin interrupciones esBram store, una técnica de trabajo en grupo que, recurriendo a las sugerencias
individuales, permite suscitar un máximo de ideas originales, en un mínimo de tiempo.
Omitiendo los insultos, de modo que todos tengan la oportunidad de calmarse y exponer su punto de
vista. Luego, cada uno de ellos repite lo que le ha dicho el otro (como una forma de verificar si realmente le
ha escuchado) y finalmente, todos juntos tratan de buscar soluciones que satisfagan a ambas partes,
concluyendo muchas veces, con la firma de un acuerdo.
Pero, además de la mediación en una determinada disputa, el programa instruye a los estudiantes a
pensar de manera distinta sobre los desacuerdos. En palabras de Ángel Pérez, que fue formado como
mediador mientras se hallaba en la escuela primaria: «el programa cambió mi manera de pensar. Antes
creía que lo único que podía hacer cuando alguien se metía conmigo, cuando alguien me hacía algo, era
pelearme y devolvérselo, pero desde que he asistido a este programa tengo una forma de pensar más
positiva. Si alguien me hace algo negativo no trato de desquitarme sino que intento solucionar el problema».
Y esto ha terminado difundiendo este punto de vista en su comunidad.
Aunque el objetivo fundamental de Resolving Confiict Creatively Program consiste en impedir la
escalada de la violencia, Lantieri considera que su objetivo es mucho más amplio. En su opinión, las
habilidades necesarias para acabar con la violencia no son ajenas a todo el espectro de las competencias
emocionales (puesto que, por ejemplo, para prevenir la violencia es tan importante saber dominar la cólera
como saber lo que uno está sintiendo, saber controlar los impulsos o saber expresar las quejas).
Gran parte del entrenamiento en este programa tiene que ver con habilidades emocionales tan
fundamentales como el reconocimiento de un amplio abanico de sentimientos, la capacidad de darles
nombre y la empatía. Cuando Lantieri describe los resultados de la evaluación de los efectos de su
programa, no deja de señalar con satisfacción el aumento del «respeto entre los niños» y la disminución del
número de peleas y de insultos.
A similares conclusiones sobre la alfabetización emocional llegó un consorcio de psicólogos que
buscaba formas de ayudar a aquellos niños cuya trayectoria vital parecía abocarles a la delincuencia y a la
violencia. Como ya hemos visto en el capítulo 15, muchos de los estudios que se han llevado a cabo con
estos chicos señalan con claridad el camino que suelen seguir, un camino cuyo inicio está marcado por la
impulsividad y la tendencia a la irritabilidad en los primeros años de la escuela, que íes convierte en
marginados sociales al final de la escuela primaria, que íes lleva a relacionarse con un círculo de
muchachos con problemas similares, que les impulsa a emprender su carrera delictiva durante la
enseñanza media y que, al comenzar la edad adulta, les hace poseedores de un abultado historial delictivo.
Todos los programas diseñados para llevar a cabo intervenciones que puedan ayudar a que estos
chicos abandonen el camino de la violencia y el delito son, de un modo u otro, programas de alfabetización
emocional. Uno de ellos, desarrollado por un consorcio en el que se encontraba Mark Greenberg, de la
Universidad de Washington, es el PATHS (el acrónimo de Parents and Teachers Helping Students), un
programa que no sólo se aplica en aquellos niños que tienden al delito y a la violencia —y, en ese sentido,
necesitan más de él—, sino que se imparte a todos los alumnos de la clase, evitando así la estigmatización
de cualquier subgrupo.
Porque lo cierto es que esta clase de enseñanza es provechosa para todos los niños. Por ejemplo,
uno de los temas fundamentales del curso tiene que ver con el estudio del dominio de los impulsos durante
los primeros años de escolarización, un aprendizaje cuya carencia conlleva la dificultad de prestar atención
(con el consiguiente retraso en el aprendizaje y la posible pérdida del curso), y otro de los temas está
relacionado con el reconocimiento de los sentimientos. De hecho, el programa de PATHS está dividido en
cincuenta lecciones diferentes y se ocupa de impartir a los niños más pequeños lecciones sobre las
emociones más fundamentales (como, por ejemplo, la felicidad y el enojo), dedicándose luego a
sentimientos más complejos (como los celos, el orgullo y la culpa).
Las lecciones sobre conciencia emocional enseñan a controlar lo que siente el niño, a darse cuenta
de lo que sienten quienes le rodean y, lo que resulta todavía más importante para los demasiado dispuestos
a la violencia, les enseña a distinguir entre las situaciones en las que alguien es realmente hostil de
aquéllas otras en las que la hostilidad procede, en realidad, de uno mismo.
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Obviamente, una de las lecciones más importantes tiene que ver con el dominio de la cólera. La
premisa básica que los niños aprenden con respecto a la cólera (y, en realidad, con respecto a todas las
demás emociones) es la de que «todos los sentimientos son adecuados» pero que algunas reacciones son
adecuadas mientras que otras, por el contrario, no lo son. Una de las herramientas utilizadas para la
enseñanza del autocontrol recurre al «semáforo» al que ya nos hemos referido cuando hablábamos de New
Haven. Otras unidades ayudan al niño con sus relaciones, constituyendo así un verdadero antídoto contra
el rechazo social que puede terminar conduciéndole a la delincuencia.
REPENSAR LA ESCUELA: ENSEÑAR A SER Y ENSEÑAR A RESPETAR
En la medida en que la vida familiar está dejando ya de ofrecer a un número cada vez mayor de niños
un fundamento seguro para la vida, la escuela está convirtiéndose en la única institución de la comunidad
en la que pueden corregirse las carencias emocionales y sociales del niño. Con ello no quiero decir que la
escuela, por sí sola, pueda sustituir a todas las demás instituciones sociales (que, por cierto, se hallan al
borde del colapso con demasiada frecuencia).
Pero dado que casi todos los niños están escolarizados (por lo menos en teoría), la escuela
constituye el único lugar en el que se pueden impartir a los niños las lecciones fundamentales para vivir que
difícilmente podrán recibir en otra parte. De este modo, el proceso de alfabetización emocional impone una
carga adicional a la escuela, que se ve así obligada a hacerse cargo del fracaso de la familia en su misión
socializadora de los niños, una difícil tarea que exige dos cambios esenciales: que los maestros vayan más
allá de la misión que tradicionalmente se les ha encomendado y que los miembros de la comunidad se
comprometan más con el mundo escolar.
En cualquier caso, lo importante no es tanto el hecho de que haya una clase específicamente
dedicada a la alfabetización emocional como la forma en que se imparta esta enseñanza. Tal vez no haya
tema en el que la calidad del maestro resulte tan decisiva, porque la forma en que el maestro lleve adelante
la clase constituye, en sí misma, un modelo, una lección de Jacto en competencia emocional (o, todo hay
que decirlo, en la falta de ella).
Dondequiera que un maestro responda a un estudiante, hay veinte o treinta más que reciben una
lección.
El hecho es que existe un proceso natural de autoselección con respecto al tipo de maestro que
gravita en torno a estos cursos, porque no todo el mundo es temperamentalmente apto para impartirlos.
Digamos, para comenzar, que los maestros deben sentirse comodos hablando de los sentimientos y que no
todo el mundo se encuentra a gusto ni quiere estar en esta situación. Lo cierto es que la educación normal
que han recibido los maestros les ha preparado muy poco —si es que les ha preparado algo— para esta
clase de enseñanza. Por todas estas razones los programas de alfabetización emocional suelen tener en
cuenta la necesidad de que los maestros se dediquen durante varias semanas a formarse especialmente en
este nuevo enfoque.
Aunque muchos maestros puedan ser reacios de entrada a abordar un tema que parece tan ajeno a
su formación y a sus rutinas habituales, existen pruebas de que la mayor parte de quienes lo intentan
siguen adelante complacidos. Cuando se enteraron de ello, el 31 % de los maestros de las escuelas de
New Haven que debían reciclarse para impartir los nuevos cursos de alfabetización emocional mostraron
claras resistencias pero, al cabo de un año de desempeñar esta tarea, más del 90% respondió que estaba
encantado con ello y que quería seguir dando aquella clase el curso siguiente.
UNA MISION EXTRA PARA LAS ESCUELAS
Pero, más allá del necesario entrenamiento de los maestros, la alfabetización emocional extiende
también las obligaciones de la escuela al convertirla en un agente más manifiesto de la sociedad que
también debe cumplir con la función de enseñar a los niños las lecciones esenciales para vivir (recuperando
así uno de los papeles tradicionalmente asignados a la educación). Esta función ampliada de la escuela
requiere, además del contenido concreto del programa, aprovechar las oportunidades que se presenten
dentro y fuera del aula para que los alumnos transformen los momentos de crisis personal en lecciones de
competencia emocional, algo que funciona mucho mejor cuando estas lecciones se complementan en el
hogar. La mayor parte de los programas de alfabetización emocional incluyen clases especiales para que
los padres no sólo refuercen lo que sus hijos están aprendiendo en la escuela, sino también para ayudarles
eficazmente si quieren contribuir al desarrollo emocional de sus hijos.
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De este modo, los niños reciben mensajes coherentes sobre la competencia emocional en todos los
ámbitos de su vida. Según Tim Shriver, director del Social Competence Program, en las escuelas de New
Haven «si los niños entablan una pelea en la cafetería, llamarán a un compañero que actuará como
mediador, se sentará con ellos y llevarán a la práctica la misma técnica de asumir la perspectiva del otro
que aprendieron en clase. Los entrenadores también utilizarán la misma técnica para hacer frente a los
conflictos que aparezcan en el campo de juego. Nosotros también damos clases para que los padres
utilicen estos métodos con sus hijos en el hogar».
Así, el recreo y el hogar se convierten en refuerzos óptimos del aprendizaje emocional que tiene lugar
en el aula, relacionando así más estrechamente a la escuela, la familia y la sociedad en general, con lo cual
aumenta la probabilidad de que lo que los niños aprendan en las clases de alfabetización emocional no
permanezca limitado al ámbito escolar sino que se practique, se intensifique y se generalice a todos los
dominios de su vida.
Pero este enfoque también redefine la función de la escuela instaurando una cultura «más
respetuosa», con lo cual la escuela se convierte en un lugar en el que los estudiantes se sienten tenidos en
cuenta, respetados y vinculados a sus compañeros, a sus maestros y a la misma institución. Las escuelas
que se hallan en áreas tales como New Haven -en las que las familias están notablemente desintegradas—
también ofrecen programas que reclutan a personas de la comunidad para que ejerzan como cuidadores de
aquellos alumnos cuya vida familiar es demasiado problemática. En las escuelas de New Haven se recurre
a adultos voluntarios responsables para que actúen a modo de preceptores, de compañeros regulares de
aquellos estudiantes que están a punto de naufragar y que tienen pocos adultos estables y nutridos en su
vida familiar (si es que tienen alguno).
Resumiendo pues, la aplicación óptima de los programas de alfabetización emocional debe comenzar
en un período temprano, adaptarse a la edad del alumno, proseguir durante todos los años de escuela y
aunar los esfuerzos conjuntos de la escuela, el hogar y la comunidad en general.
Aunque gran parte de estos programas pueden integrarse perfectamente en la vida cotidiana de la
escuela, sin embargo, constituyen una verdadera revolución en cualquier currículum y Pecariamos de
ingenuos si no previéramos la aparición de toda clase de obstáculos. Por ejemplo, muchos padres pueden
creer que se trata de un tema demasiado personal para la escuela y que es mejor que sean los padres
quienes se encarguen de tales cosas (un argumento que sólo resulta creíble en la medida en que los
padres se hagan realmente cargo de estos asuntos y que no resulta nada convincente cuando soslayan
esta responsabilidad).
Los maestros también pueden ser reacios a dedicar parte del día escolar a cuestiones que no
parecen estar relacionadas con los temas académicos y puede haber maestros que se sientan tan
incómodos con los temas a enseñar que necesiten recibir un adiestramiento especial para ello. Por último,
algunos niños también rechazan los temas que no tienen nada que ver con sus preocupaciones reales o
que sienten como imposiciones o invasiones de su intimidad. Y también existe el problema de mantener
una cualidad elevada y de asegurarse de que la comercialización no dé lugar a la difusión de programas de
competencia emocional torpemente diseñados que repitan los desastres provocados por los cursos mal
concebidos sobre prevención de la drogodependencia o del embarazo de adolescentes.
A la vista de todo lo anterior ¿por qué no intentarlo?
¿QUE TIPO DE CAMBIOS CONLLEVA LA ALFABETIZA ClON EMOCIONAL?
Un buen día Tim Shriver abrió el periódico local y se enfrentó directamente a la pesadilla más temida
por cualquier maestro.
Lamont, uno de sus mejores antiguos alumnos, había recibido nueve disparos en una calle de New
Haven y se hallaba en situación crítica. «Lamont —recuerda Shriver— ha sido uno de los líderes de la
escuela, un enorme —un metro noventa de altura— y muy popular defensa de su equipo de fútbol, que
siempre estaba sonriendo. Lamont había participado en un grupo sobre liderazgo, que yo dirigía, en el que
exponíamos nuestras ideas según un modelo de solución de problemas conocido como SOCS».
SOCS es el acrónimo de Situación, Opciones, Consecuencias, Soluciones, una versión más madura
del método del semáforo que opera en cuatro pasos, describir la situación y cómo te hace sentir, determinar
las opciones de que dispones para resolver el problema y cuáles serían sus posibles consecuencias, tomar
una decisión y llevarla a cabo. Según Shriver, a Lamont le gustaba especialmente utilizar el brainstorming
para encontrar formas eficaces de manejar las dificultades más apremiantes de la vida del instituto, como
los problemas con las chicas y la forma de evitar las peleas.
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Pero estas lecciones parecían haber fracasado después de que Lamont acabara el instituto. Atrapado
por el océano urbano de la pobreza, las drogas y las armas de fuego, Lamont yacía, a los veintiséis años de
edad, tumbado en la cama de un hospital, envuelto en vendas y con el cuerpo acribillado a balazos. Apenas
supo la noticia, Shriver se precipitó al hospital y se encontró con un Lamont que apenas podía hablar,
acompañado de su madre y de novia. Luego se acercó a la cabecera de la cama e, inclinándose sobre
Lamont, le escuchó murmurar: «Shriver, en cuanto salga de aquí volveré a utilizar el SOCS».
Lamont había pasado por Hillhouse High antes de que comenzara a impartirse el curso de desarrollo
social. ¿Quizá su vida hubiera seguido otros derroteros de haber podido beneficiarse en sus años escolares
de este tipo de educación, como lo hacen ahora los alumnos de las escuelas públicas de New Haven? Todo
parece apuntar a una respuesta positiva, aunque no podamos afirmarlo con seguridad.
Como dijo Tim Shriver: «una cosa es clara: el campo de pruebas de los programas de solución de
problemas sociales no es el aula sino la cafetería, las calles y el hogar». Consideremos ahora el testimonio
de algunos de los maestros que han participado en el programa de formación social de New Haven. Uno de
ellos relató que una antigua alumna le visitó y le aseguró que habría acabado siendo una madre soltera «si
no hubiera aprendido a hacer valer sus derechos durante las clases de Desarrollo Social».
Gira maestra habla también del caso de una de sus alumnas que sólo podía relacionarse con su
madre a gritos pero, después de que la chica aprendiera a calmarse y a pensar antes de actuar. Podían, en
opinión de su madre, «hablar sin perder los estribos».
Una alumna de sexto curso de Troup envió una nota a su maestra de Desarrollo Social, donde decía
que su mejor amiga estaba embarazada, no tenía a nadie con quien hablar y estaba pensando en
suicidarse... pero concluía que ella sabía que podía contar con la ayuda de su maestra.
Un momento particularmente significativo tuvo lugar mientras permanecía como observador de una
clase de séptimo curso de desarrollo social en las escuelas de New Haven y el maestro preguntó por
«alguien que le contara una disputa reciente que huhiera terminado bien».
Una rolliza chica de doce años de edad levantó en seguida la mano y dijo: «yo tenía una amiga pero
unos compañeros me comentaron que planeaba pegarme al salir de la escuela». No obstante, en lugar de
enfadarse con ella, puso en práctica un método aprendido en clase, consistente en averiguar lo que estaba
sucediendo realmente antes de actuar: «así que me dirigí a aquella chica y le pregunté por qué había dicho
aquello. Entonces me enteré de que nunca había dicho nada semejante, de modo que no nos peleamos».
La historia parece suficientemente irrelevante pero debemos tener en cuenta que la chica en cuestión
ya había sido expulsada de otra escuela por pelearse, ya que su antigua pauta de acción había sido la de
primero golpear y luego preguntar, o no preguntar en absoluto. En estas condiciones, el hecho de entablar
una conversación constructiva con un posible adversario en lugar de enzarzarse en una confrontación
inmediata constituye una auténtica victoria.
Los datos más impresionantes tal vez sean los que me proporcionó el director de una de estas
escuelas que ya llevaba doce años impartiendo clases de alfabetización emocional. Una regla inapelable en
estas clases es que los niños que son descubiertos peleándose son mandados temporalmente a casa. Pero
a lo largo de los años en que han ido impartiéndose las clases de alfabeti zación emocional ha habido un
descenso continuo en el número de estas expulsiones provisionales. «El último año escolar —me dijo el
director— hubo 106 suspensiones de este tipo. En lo que llevamos de año (y estamos en marzo) solo ha
habido 26.» Estos son beneficios bien palpables.
Pero, aparte de estos datos anecdóticos en cuanto a la mejora de las vidas de los implicados, queda
todavía por responder la cuestión de cuál es la importancia real que tienen las clases de alfabetización
emocional para los implicados. Los datos sugieren que, aunque tales cursos no cambien a nadie de la
noche a la mañana, a medida que los niños van atravesando los distintos cursos del programa, existen
evidentes mejoras en el clima emocional de la escuela, en las perspectivas vitales y en el nivel de
competencia emocional de quienes reciben este tipo de formación.
Existen varias evaluaciones objetivas realizadas a este respecto. Una de ellas, tal vez la mejor, la han
realizado observadores independientes y se ha centrado en comparar la conducta de aquellos alumnos que
han pasado por estos cursos con otros que no lo han hecho. Otro método consiste en detectar los cambios
que han tenido lugar en un determinado grupo de estudiantes, basandose en unas cuantas medidas
objetivas de su conducta (como el número de peleas que tienen lugar en el patio de recreo o el número de
suspensiones provisionales) antes y después de haber participado en el programa. Los datos de estos
estudios muestran la considerable mejora que suponen para la competencia emocional y social de los
alumnos, para su conducta dentro y fuera del aula y para su capacidad de aprendizaje (véase Apéndice F
para más detalles a este respecto).
AUTOCONCIENCIA EMOCIONAL
•Mejor reconocimiento y designación de las emociones.
•Mayor comprensión de las causas de los sentimientos.
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•Reconocimiento de las diferencias existentes entre los sentimientos y las acciones.
EL CONTROL DE LAS EMOCIONES
•Mayor tolerancia a la frustración y mejor manejo de la ira.
•Menos agresiones verbales, menos peleas y menos interrupciones en clase.
•Mayor capacidad de expresar el enfado de una manera adecuada, sin necesidad de llegar a las
manos.
•Menos índice de suspensiones y expulsiones.
•Conducta menos agresiva y menos autodestructiva.
•Sentimientos más positivos con respecto a uno mismo, la escuela y la familia.
•Mejor control del estrés.
•Menor sensación de aislamiento y de ansiedad social.
APROVECHAMIENTO PRODUCTIVO DE LAS EMOCIONES
•Mayor responsabilidad.
•Capacidad de concentración y de prestar atención a la tarea que se lleve a cabo.
•Menor impulsividad y mayor autocontrol.
•Mejora de las puntuaciones obtenidas en los tests de rendimiento.
EMPATÍA: LA COMPRENSIÓN DE LAS EMOCIONES
•Capacidad de asumir el punto de vista de otra persona.
•Mayor empatia y sensibilidad hacia los sentimientos de los demás.
•Mayor capacidad de escuchar al otro.
DIRIGIR LAS RELACIONES
•Mayor capacidad de analizar y comprender las relaciones.
•Mejora en la capacidad de resolver conflictos y negociar desacuerdos.
•Mejora en la solución de los problemas de relación.
•Mayor afirmatividad y destreza en la comunicación.
•Mayor popularidad y sociabilidad. Amistad y compromiso con los compañeros.
•Mayor atractivo social.
•Más preocupación y consideración hacia los demás.
•Más sociables y armoniosos en los grupos.
•Más participativos, cooperadores y solidarios.
•Más democráticos en el trato con los demás.
Señalemos ahora uno de los puntos enumerados que requiere una especial atención porque se repite
una y otra vez en este tipo de estudios: el hecho de que los programas de alfabetización emocional mejoran
las puntuaciones del rendimiento académico y escolar, un verdadero descubrimiento. En un tiempo en el
que demasiados niños carecen de la capacidad de dominar sus enfados, de escuchar, de atender, de
reprimir sus impulsos, de sentirse responsables de su propio trabajo o de cuidar su aprendizaje, todo lo que
consolide estas habilidades será de gran ayuda en su proceso de aprendizaje. En este sentido, la
alfabetización emocional incrementa la capacidad docente de la escuela. Aun en tiempos de vuelta a lo
esencial y de recortes presupuestarios, hay que decir que estos programas contribuyen a invertir la crisis
educativa y ayudan a las escuelas a cumplir su principal misión, lo cual bien merece una adecuada
inversión.
Pero, más allá de estas ventajas en el ámbito educativo, los cursos parecen ayudar a los niños a
desempeñar mejor sus roles vitales y fomentar que lleguen a ser mejores amigos, mejores estudiantes,
mejores hijos y mejores hijas, y muy probablemente, en el futuro, mejores maridos, mejores esposas,
mejores trabajadores, mejores jefes, mejores padres y también mejores ciudadanos. Hasta el momento en
que todos los niños y niñas dispongan de las mismas probabilidades de acceso a estas habilidades, nuestro
intento merecerá la pena. Como dice Tom Shriver: «El ascenso de la marea levanta a todos los barcos. En
este sentido, estas habilidades no sólo son adecuadas para los niños problemáticos sino que cualquiera
puede beneficiarse de ellas, puesto que constituyen una auténtica vacuna para la vida».
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