sábado, 28 de janeiro de 2012

Inteligência emocional - Parte 2

Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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proclives a la depresión tienden a establecer fuertes lazos asociativos entre estos pensamientos, de modo
que, una vez que se ha evocado un determinado estado de ánimo negativo, resulta mucho más difícil
suprimirlo. Por más irónico que pueda parecer, las personas deprimidas tienden a distraerse recurriendo a
otros pensamientos depresivos, con lo cual lo único que consiguen es profundizar todavía más su
depresión».
Según afirma una teoría, el llanto puede constituir un método natural para reducir los niveles de
neurotransmisores cerebrales que alimentan la angustia. Pero, aunque el hecho de llorar puede romper a
veces el maleficio de la tristeza, también puede obsesionar a la persona con la causa de su aflicción. La
idea de que «el llanto es bueno» resulta un tanto equívoca porque, cuando refuerza el ciclo de
pensamientos obsesivos, sólo sirve para prolongar el sufrimiento. La distracción, en cambio, es capaz de
romper la cadena de pensamientos sombríos que sostiene a la depresión. Una de las teorías imperantes
que explica el éxito de la terapia electroconvulsiva en el tratamiento de la mayor parte de las depresiones
graves se basa en el hecho de que provoca una pérdida de memoria a corto plazo y, en consecuencia, los
pacientes mejoran simplemente porque no pueden recordar el motivo de su tristeza. Como descubrió Diane
Tice, muchas personas se sacuden las flores mustias de la tristeza con entretenimientos tales como la
lectura, la televisión, el cine, los videojuegos, los rompecabezas, el sueño y las ensoñaciones diurnas como,
por ejemplo, divagar acerca de unas fantásticas vacaciones. Wenzlaff añade que las distracciones más
eficaces son aquéllas que pueden cambiar nuestro estado de ánimo como, por ejemplo, un apasionante
acontecimiento deportivo, una película divertida o un libro interesante. (Advirtamos también, en este punto,
que algunas distracciones pueden contribuir a perpetuar la depresión, como lo demuestran los estudios
llevados a cabo con telespectadores empedernidos. que han puesto de relieve que, después de una sesión
de televisión, suelen hallarse todavía más deprimidos que antes de ella.)
Según Tice, el aerobic es una de las tácticas más eficaces para sacudirse de encima tanto la
depresión leve como otros estados de ánimo negativos. Pero el caso es que los beneficios derivados de
este elevador del estado de ánimo resultan más palpables en las personas perezosas, es decir, en aquéllas
que no suelen practicar este tipo de ejercicios. Quienes se atienen a una rutina diaria de ejercicio físico
obtienen, por el contrario, más beneficios de este tipo antes de llegar a consolidar el hábito. De hecho,
quienes practican habitualmente un deporte obtienen el efecto inverso sobre el estado de ánimo y se
sienten peor en aquellos días en los que se saltan su rutina. La eficacia del ejercicio parece radicar en su
poder para cambiar la condición fisiológica provocada por el estado de ánimo: la depresión constituye un
estado de baja activación mientras que el aerobic, en cambio, eleva el tono corporal. Por el mismo motivo,
las técnicas de relajación -que reducen el nivel general de activación física— funcionan adecuadamente
para tratar la ansiedad (que es un estado de alta activación fisiológica) pero resultan inadecuadas para el
tratamiento de la depresión. En todo caso, cada uno de estos enfoques parece romper el ciclo de la
depresión y de la ansiedad, porque pone al cerebro en un nivel de actividad incompatible con el estado
emocional que lo embarga.
Tratar de infundirse ánimo a si mismo mediante regalos y placeres sensoriales constituye otro
antídoto muy difundido para combatir la tristeza. Entre los métodos más utilizados por las personas para
aliviar su depresión podemos enumerar el tomar un baño caliente, disfrutar de las comidas favoritas,
escuchar música o hacer el amor. Hacerse un regalo o invitarse a uno mismo para tratar de desprenderse
de un estado de ánimo negativo es una estrategia muy común entre las mujeres, como también lo es, en
general, ir de compras. Tice descubrió asimismo que el hecho de comer es una estrategia bastante
generalizada entre las estudiantes universitarias —una media tres veces superior a los hombres— para
calmar la depresión. Los hombres, por su parte, parecen mostrar una inclinación cinco veces superior a las
mujeres hacia el consumo de drogas y alcohol. Pero el hecho de recurrir al alcohol o a la comida como
antídotos para la depresión constituye una estrategia que tiene sus obvias contraindicaciones. La
sobrealimentación suele provocar remordimientos mientras que el alcohol, por su parte, es un depresor del
sistema nervioso central cuyas secuelas se suman a las de la misma depresión.
Según Tice, una aproximación más constructiva para elevar el estado de ánimo consiste en proyectar
una actividad que pueda proporcionarnos un pequeño triunfo o un éxito fácil como, por ejemplo, acometer
alguna tarea doméstica que hayamos pospuesto (como cercar el jardín, por ejemplo) o concluir alguna
actividad pendiente que hayamos estado evitando. Por el mismo motivo, los cambios de imagen, aunque
sólo sea en la forma de vestirnos o de arreglarnos, también pueden resultar beneficiosos.
Uno de los antídotos más eficaces contra la depresión —muy poco utilizado, por cierto, fuera del
contexto de la terapia— es la llamada reestructuración cognitiva o, dicho de otro modo, tratar de ver las
cosas desde una óptica diferente. Es natural lamentarse por el fin de una relación o sumergirse en
pensamientos autocompasivos como, por ejemplo, «esto significa que siempre estaré solo», pensamientos
que no hacen más que fortalecer la sensación de desesperación. Sin embargo, el hecho de recapacitar y
reconsiderar los aspectos negativos de la relación o de ver que esa relación de pareja no era la adecuada
—en otras palabras, reconsiderar la pérdida desde una perspectiva diferente, bajo una luz más positiva—
puede servir de adecuado antídoto a la tristeza.
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Por esta misma razón, los pacientes aquejados de cáncer, sea cual sea la gravedad de su estado, se
encuentran de mejor humor cuando pueden pensar en otro paciente cuyo estado es todavía peor («a fin de
cuentas yo no estoy tan mal.; por lo menos puedo andar»), mientras que, por el contrario, quienes se
comparan con personas sanas solo consiguen deprimirse más. Este tipo de comparaciones resulta
sorprendentemente estimulante porque lo que parecía desesperanzador pierde súbitamente sus
connotaciones negativas.
Otro eficaz elevador del estado de ánimo consiste en ayudar a quienes lo necesitan. Puesto que la
depresión se alimenta de obsesiones y preocupaciones que giran en torno a uno mismo, el hecho de
ayudar a quien se halla afligido puede contribuir a que nos desembaracemos de este tipo de
preocupaciones. De este modo, entregarse a una actividad de voluntariado —hacerse entrenador de la liga
infantil, convertirse en una especie de hermano mayor o ayudar a los indigentes— constituye, según Tice,
uno de las estrategias más adecuadas, pero también menos frecuentes, para elevar el estado de ánimo.
Debemos señalar, por último, que existen también personas que pueden encontrar cierto alivio a su
tristeza orientándose hacia un poder trascendente. Según me dijo Tice: «la oración constituye una actividad
especialmente indicada para elevar el estado de ánimo de las personas con una orientación religiosa».
LOS REPRESORES DE LA EMOCIÓN—LA NEGACIÓN OPTIMISTA
La frase comenzaba diciendo «aunque pisó a su compañero de habitación en el estómago»... y
finalizaba... «sólo quería encender la luz».
Esa transformación de un acto agresivo en una inocente —aunque poco plausible— confusión refleja
vivamente la represión emocional y fue escrita por un estudiante universitario que se había ofrecido como
sujeto voluntario en una investigación realizada sobre los represores, es decir, aquellas personas que
parecen borrar sistemáticamente todo rastro de angustia emocional de su campo de conciencia. Una de las
pruebas consistía en completar una frase que comenzaba diciendo: «pisó a su compañero de habitación en
el estómago...». Otros tests demostraron que este pequeño acto de evitación mental forma parte de un
patrón general que oblitera la práctica totalidad de los trastornos emocionales.
A diferencia de las conclusiones extraídas por las primeras investigaciones realizadas en este
sentido, que apuntaban que los individuos represores constituían un caso manifiesto de incapacidad para
experimentar las emociones —lo que les convertía en parientes cercanos de los alexitimicos—, la tendencia
actual los considera personas suficientemente aptas como para regular sus emociones. Se diría, pues, que
estas personas están tan acostumbradas a protegerse de los sentimientos problemáticos que ni siquiera
son conscientes de sus aspectos negativos. A la vista de lo anterior tal vez fuera más adecuado no
llamarles represores —como resulta habitual entre los investigadores— sino impasibles.
La mayor parte de esta investigación, llevada a cabo por Daniel Weinberger, psicólogo de la Case
Western Reserve University, demuestra que, aunque estas personas puedan parecer completamente
tranquilas e inalterables, a veces se encuentran sometidas a una serie de alteraciones fisiológicas de las
que no son conscientes. Durante la prueba de formar frases que hemos mencionado anteriormente, los
voluntarios también fueron monitorizados con el fin de controlar su nivel de activación fisiológica.
De este modo, el barniz de calma que aparentan los represores se ve desmentido por el elevado
grado de agitación corporal que evidencian los síntomas manifiestos de ansiedad (aceleración del ritmo
cardíaco, sudoración y aumento de la tensión arterial) cuando deben enfrentarse a la tarea de completar la
frase sobre un compañero de habitación violento u otras similares. Sin embargo, cuando se les pregunta al
respecto afirman rotundamente que se sienten perfectamente tranquilos.
Esta continua falta de sintonía con respecto a emociones tales como el enfado y la ansiedad es
bastante habitual y. según Weinberger, afecta a una de cada seis personas. Las causas teóricas que
explican los motivos por los cuales un niño desarrolla este patrón de relación con sus emociones son muy
distintas. Una de ellas, por ejemplo, afirma que se trata de una estrategia de supervivencia ante una
situación problemática tal como un padre alcohólico en una familia que ni siquiera admite la existencia del
problema. Otra posibilidad consiste en tener unos padres que son ellos mismos represores emocionales y
que de este modo transmiten el continuo ejemplo de una despreocupación o de una rigidez muscular que
se refleja en la elevación del labio superior ante cualquier sentimiento angustioso. O tal vez se trate
simplemente de un rasgo heredado. En cualquier caso, todavía no estamos en condiciones de determinar
cómo y a qué altura de la vida se origina esta pauta de conducta: sin embargo, en el momento en que las
personas represoras alcanzan la madurez, ya se muestran fríos e indiferentes cuando se sienten
coaccionados.
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Lo que todavía nos queda por determinar, de hecho, es cuán calmos y fríos se mantienen en
realidad. ¿Es posible que realmente no sean conscientes de los síntomas físicos que provocan las
emociones perturbadoras y que simplemente estén fingiendo una tranquilidad aparente? La respuesta a
esta pregunta nos la brinda la hábil investigación llevada a cabo por Richard Davidson, psicólogo de la
Universidad de Wisconsin y anterior colaborador de Weinberger. Davidson pidió a varias personas que
presentaban esta pauta de impasibilidad, que efectuaran una serie de asociaciones libres sobre una lista de
palabras, muchas de ellas neutrales, aunque algunas poseedoras de connotaciones sexuales o violentas
capaces de suscitar ansiedad en la mayoría de las personas. La investigación puso de manifiesto que las
asociaciones realizadas con las palabras más perturbadoras —aquéllas cuyos síntomas fisiológicos
revelaban una evidente respuesta de angustia— también demostraban un claro intento de eliminar las
connotaciones más negativas. Por esto si, por ejemplo, la primera palabra era «odio», la respuesta ofrecida
por ese tipo de sujetos solía ser «amor».
El estudio de Davidson se benefició considerablemente del hecho de que (en las personas diestras)
la mitad derecha del cerebro constituye el centro clave del procesamiento de las emociones negativas,
mientras que el centro del habla se halla en el hemisferio izquierdo. Cuando el hemisferio derecho reconoce
una palabra perturbadora, transmite esta información al centro del habla a través del cuerpo calloso, que
conecta ambos hemisferios cerebrales, y es entonces cuando aparece una palabra como respuesta.
Sirviéndose de un elaborado dispositivo óptico, Davidson mostraba cada palabra de modo que ésta ocupara
sólo la mitad del campo visual y, por la peculiar disposición neurológica de la visión, si la palabra se
presentaba de modo que incidiera en el lado izquierdo del campo visual, primero era reconocida por el
hemisferio cerebral derecho, con su acusada sensibilidad para las perturbaciones. Si, por el contrario,
incidía en el lado derecho del campo visual, la señal era captada por el hemisferio cerebral izquierdo sin
experimentar ninguna alteración.
Asimismo, cuando las palabras problemáticas se presentaban de tal modo que eran captadas
fundamentalmente por el hemisferio cerebral derecho, se producía una demora en la respuesta de las
personas impasibles. En cambio, no había ningún intervalo apreciable en la velocidad de asociación frente
a las palabras neutras, y el retraso sólo aparecía cuando las palabras se presentaban ante el hemisferio
derecho, pero no ante el izquierdo. Dicho de otro modo, la impasibilidad parece originarse en un mecanismo
neural que lentifica o interfiere con el flujo de información perturbadora. Ello significaría que tales personas
no están fingiendo una falta de conciencia ante la angustia que puedan sentir, sino que es su mismo
cerebro el que les mantiene alejados de esta clase de información. Para ser más exactos, el barniz de
sentimientos positivos que encubre las percepciones amenazantes bien podría originarse en la actividad del
lóbulo prefrontal izquierdo. Para mayor sorpresa, cuando Davidson cuantificó los niveles de actividad de los
lóbulos prefrontales, quedó patente un marcado predominio de la actividad del lóbulo izquierdo (el centro
del bienestar) y un descenso en la actividad del lóbulo derecho (el centro del malestar).
Según me comentaba Davidson, estas personas «se ven a sí mismas desde una perspectiva
positiva, con un estado de ánimo teñido de optimismo, niegan que el estrés les cause ningún trastorno y
muestran una pauta de activación frontal del lóbulo izquierdo cuando están descansando, lo que suele estar
ligado a la aparición de sentimientos positivos. Este tipo de actividad cerebral podría ser la clave que
explicara su pretendido optimismo a pesar de la existencia de una excitación fisiológica subyacente muy
semejante a la angustia». Davidson sostiene que, en términos de actividad cerebral, el intento de
experimentar continuamente los acontecimientos perturbadores bajo una luz positiva exige un gasto enorme
de energía. Así pues, el aumento de la activación fisiológica podría estar originado en el sostenido intento
por parte del circuito neurológico, tanto de mantener los sentimientos positivos a cualquier precio como de
suprimir o inhibir cualquier clase de sentimientos negativos.
La impasibilidad, en suma, constituye un intento de negación optimista, una especie de disociación
positiva y, muy posiblemente, la clave que explicaría el mecanismo neurológico que interviene en estados
disociativos más graves, como los que suelen existir en los desórdenes de estrés postraumático. Pero,
según Davidson, cuando se trata simplemente de conseguir una cierta estabilidad, «parece una estrategia
positiva para la autorregulación emocional», el coste adicional para la conciencia de uno mismo resulta
todavía desconocido.
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6. LA APTITUD MAESTRA
Una sola vez en la vida me he visto paralizado por el miedo.
Fue con ocasión del examen de cálculo del primer curso de universidad, un examen para el que
no me había preparado lo suficiente. Todavía recuerdo el momento en que entré en el aula con una
intensa sensación de fatalidad y culpa. Había estado en aquella sala muchas veces pero aquella
mañana no vi nada más allá de las ventanas y tampoco puedo decir que prestara la menor atención al
aula. Mientras caminaba hacia una silla situada junto a la puerta, mi vista permanecía clavada en el
suelo, y cuando abrí las tapas azules del libro de examen, la ansiedad atenazaba el fondo de mi
estómago y escuché con toda nitidez el sonido de los latidos de mi corazón.
Bastó con echar un rápido vistazo a las preguntas del examen para darme cuenta de que no
tenía la menor alternativa. Durante una hora permanecí con la vista clavada en aquella página
mientras mi mente no dejaba de dar vueltas a las consecuencias de mi negligencia. Los mismos
pensamientos se repetían una y otra vez, como si se tratara de un interminable tiovivo de miedo y
temblor. Yo estaba completamente inmóvil, como un animal paralizado por el curare. Lo que más me
sorprendió de aquel angustioso lapso fue lo encogida que se hallaba mi mente. Durante aquella hora
no hice el menor intento de pergeñar algo que se asemejara a una respuesta, ni siquiera ensoñaba,
simplemente me hallaba atenazado por el miedo, esperando que mi tormento llegara a su fin.1
El protagonista de este relato de terror soy yo mismo y ésta ha sido la prueba más palpable que he
tenido hasta el momento del impacto devastador que causa la tensión emocional sobre la lucidez mental.
Hoy en día sigo considerando aquel suplicio como el testimonio más rotundo del poder del cerebro
emocional para sofocar, e incluso llegar a paralizar, al cerebro pensante.
Los maestros saben perfectamente que los problemas emocionales de sus discípulos entorpecen el
funcionamiento de la mente. En este sentido, los estudiantes que se hallan atrapados por el enojo, la
ansiedad o la depresión tienen dificultades para aprender porque no perciben adecuadamente la
información y. en consecuencia, no pueden procesarla correctamente. Como ya hemos visto en el capítulo
5, las emociones negativas intensas absorben toda la atención del individuo, obstaculizando cualquier
intento de atender a otra cosa. De hecho, uno de los signos de que los sentimientos han derivado hacia el
campo de lo patológico es que son tan obsesivos que sabotean todo intento de prestar atención a la tarea
que se esté llevando a cabo. Cualquier persona que haya atravesado por un doloroso divorcio (y cualquier
niño cuyos padres se hallen en este proceso) sabe lo difícil que resulta mantener la atención en las rutinas
relativamente triviales del trabajo y la escuela, y cualquier persona que haya padecido una depresión clínica
sabe también que, en tal caso, los pensamientos autocompasivos, la desesperación, la impotencia y el
desaliento son tan intensos que impiden cualquier otra actividad.
Cuando las emociones dificultan la concentración, se dificulta el funcionamiento de la capacidad
cognitiva que los científicos denominan «memoria de trabajo», la capacidad de mantener en la mente toda
la información relevante para la tarea que se esté llevando a cabo. El contenido concreto de la memoria de
trabajo puede ser algo tan simple como los dígitos de un número de teléfono o tan intrincado como la trama
de una novela. La memoria de trabajo es la función ejecutiva por excelencia de la vida mental, la que hace
posible cualquier otra actividad intelectual, desde pronunciar una frase hasta formular una compleja
proposición lógica. Y la región cerebral encargada de procesar la memoria de trabajo es el córtex prefrontal,
la misma región, recordemos, en donde se entrecruzan los sentimientos y las emociones. Es por ello por lo
que la tensión emocional compromete el buen funcionamiento de la memoria de trabajo a través de las
conexiones límbicas que convergen en el córtex prefrontal, dificultando así —como yo mismo descubrí
durante aquel angustioso examen de cálculo— toda posibilidad de pensar con claridad.
Consideremos ahora, por otra parte, el importante papel que desempeña la motivación positiva —
ligada a sentimientos tales como el entusiasmo, la perseverancia y la confianza— sobre el rendimiento.
Según los estudios que se han llevado a cabo en este dominio, los atletas olímpicos, los compositores de
fama mundial y los grandes maestros del ajedrez comparten una elevada motivación y una rigurosa rutina
de entrenamiento (que, en el caso de las auténticas «estrellas», suele comenzar en la misma infancia). El
promedio de tiempo dedicado al entrenamiento por los atletas de doce años del equipo chino que participó
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en las olimpiadas de 1992 era el mismo que el invertido por los integrantes del equipo americano durante
los primeros veinte años de su vida (de hecho, muchos de los chinos habían comenzado a entrenarse a la
edad de cuatro años). Del mismo modo, los mejores virtuosos de violín del siglo veinte comenzaron su
aprendizaje alrededor de los cinco años de edad y los campeones mundiales de ajedrez lo hicieron cerca
de los siete años (mientras que aquellos que adquirieron un prestigio de ámbito exclusivamente nacional
habían comenzado a eso de los diez años de edad). Se diría que el hecho de comenzar antes permite un
margen de tiempo mucho mayor: los alumnos más aventajados de violín de la mejor academia de música
de Berlín —todos ellos de poco más de veinte años— habrán invertido unas diez mil horas de práctica en
toda su vida, mientras que aquéllos que ocupan un segundo o tercer lugar sólo habrán promediado un total
de unas siete mil quinientas horas.
Lo que parece diferenciar a quienes se encuentran en la cúspide de su carrera de aquéllos otros que,
teniendo una capacidad similar, no alcanzan esa cota, radica en la práctica ardua y rutinaria seguida a lo
largo de años y años. Y esta perseverancia depende fundamentalmente de factores emocionales, como el
entusiasmo y la tenacidad frente a todo tipo de contratiempos.
El nivel sobresaliente logrado por los estudiantes asiáticos en el mundo académico y profesional de
los Estados Unidos demuestra que, al margen de las capacidades innatas, la recompensa añadida del éxito
en la vida depende de la motivación. Una revisión completa de los datos existentes sobre este sugiere que
los alumnos americanos de origen asiático suelen tener un CI promedio superior en unos tres puntos al de
los blancos. Por su parte, los médicos y abogados de origen asioamericano se comportaron, grupalmente
considerados, como si su CI fuera muy superior (el equivalente a un CI de 110 para los de origen japonés y
de un 120 para los de origen chino) al de los blancos. La razón parece estribar en que, en los primeros años
de escuela, los niños asiáticos estudian más que los blancos. Sanford Dorenbush, un sociólogo de Stanford
que ha investigado a más de diez mil estudiantes de instituto, descubrió que los asioamericanos invierten
casi un 40% más de tiempo en sus deberes que el resto de los estudiantes. «La mayoría de padres
americanos blancos parecen dispuestos a admitir que sus hijos tengan asignaturas más flojas y a subrayar,
en cambio, las más fuertes, pero la actitud que sostienen los padres asiáticos es la de que “si no te lo sabes
estudiarás esta noche y si aun así tampoco te lo sabes mañana, te levantarás temprano y seguirás
estudiando”. Ellos consideran que, con el esfuerzo adecuado, todo el mundo puede tener un buen
rendimiento escolar».
En resumen, una fuerte ética cultural de trabajo se traduce en una mayor motivación, celo y
perseverancia, un auténtico acicate emocional.
Así pues, las emociones dificultan o favorecen nuestra capacidad de pensar, de planificar, de
acometer el adiestramiento necesario para alcanzar un objetivo a largo plazo, de solucionar problemas,
etcétera, y, en este mismo sentido, establecen los límites de nuestras capacidades mentales innatas y
determinan así los logros que podremos alcanzar en nuestra vida. Y en la medida en que estemos
motivados por el entusiasmo y el gusto en lo que hacemos —o incluso por un grado óptimo de ansiedad—
se convierten en excelentes estímulos para el logro. Es por ello por lo que la inteligencia emocional
constituye una aptitud maestra, una facultad que influye profundamente sobre todas nuestras otras
facultades ya sea favoreciéndolas o dificultándolas.
EL CONTROL DE LOS IMPULSOS: EL TEST DE LAS GOLOSINAS
Imagine que tiene cuatro años de edad y que alguien le hace la siguiente propuesta: «ahora debo
marcharme y regresaré en unos veinte minutos. Si lo deseas puedes tomar una golosina pero, si esperas a
que vuelva, te daré dos». Para un niño de cuatro años de edad éste es un verdadero desafío, un
microcosmos de la eterna lucha entre el impulso y su represión, entre el id y el ego, entre el deseo y el
autocontrol, entre la gratificación y su demora. Y sea cual fuere la decisión que tome el niño, constituye un
test que no sólo refleja su carácter sino que también permite determinar la trayectoria probable que seguirá
a lo largo de su vida.
Tal vez no haya habilidad psicológica más esencial que la de resistir al impulso. Ese es el
fundamento mismo de cualquier autocontrol emocional, puesto que toda emoción, por su misma naturaleza,
implica un impulso para actuar (recordemos que el mismo significado etimológico de la palabra emoción, es
del de «mover»). Es muy posible —aunque tal interpretación pueda parecer por ahora meramente
especulativa— que la capacidad de resistir al impulso, la capacidad de reprimir el movimiento incipiente, se
traduzca, al nivel de función cerebral, en una inhibición de las señales límbicas que se dirigen al córtex
motor.
En cualquier caso, Walter Misehel llevó a cabo, en la década de los sesenta, una investigación con
preescolares de cuatro años de edad —a quienes se les planteaba la cuestión con la que iniciábamos esta
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sección —que ha terminado demostrando la extraordinaria importancia de la capacidad de refrenar las
emociones y demorar los impulsos. Esta investigación, que se realizó en el campus de la Universidad de
Stanford con hijos de profesores, empleados y licenciados, prosiguió cuando los niños terminaron la
enseñanza secundaria. Algunos de los niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que
seguramente les pareció una verdadera eternidad hasta que volviera el experimentador. Y fueron muchos
los métodos que utilizaron para alcanzar su propósito y recibir las dos golosinas como recompensa: taparse
el rostro para no ver la tentación, mirar al suelo, hablar consigo mismos, cantar, jugar con sus manos y sus
pies e incluso intentar dormir. Pero otros, más impulsivos, cogieron la golosina a los pocos segundos de
que el experimentador abandonara la habitación.
El poder diagnóstico de la forma en que los niños manejaban sus impulsos quedó claro doce o
catorce años más tarde, cuando la investigación rastreó lo que había sido de aquellos niños, ahora
adolescentes. La diferencia emocional y social existente entre quienes se apresuraron a coger la golosina y
aquéllos otros que demoraron la gratificación fue contundente. Los que a los cuatro años de edad habían
resistido a la tentación eran socialmente más competentes, mostraban una mayor eficacia personal, eran
más emprendedores y más capaces de afrontar las frustraciones de la vida. Se trataba de adolescentes
poco proclives a desmoralizarse, estancarse o experimentar algún tipo de regresión ante las situaciones
tensas, adolescentes que no se desconcertaban ni se quedaban sin respuesta cuando se les presionaba,
adolescentes que no huían de los riesgos sino que los afrontaban e incluso los buscaban, adolescentes que
confiaban en sí mismos y en los que también confiaban sus compañeros, adolescentes honrados y
responsables que tomaban la iniciativa y se zambullían en todo tipo de proyectos. Y, más de una década
después, seguían siendo capaces de demorar la gratificación en la búsqueda de sus objetivos.
En cambio, el tercio aproximado de preescolares que cogió la golosina presentaba una radiografía
psicológica más problemática. Eran adolescentes más temerosos de los contactos sociales, más
testarudos, más indecisos, más perturbados por las frustraciones, más inclinados a considerarse «malos» o
poco merecedores, a caer en la regresión o a quedarse paralizados ante las situaciones tensas, a ser
desconfiados, resentidos, celosos y envidiosos, a reaccionar desproporcionadamente y a enzarzarse en
toda clase de discusiones y peleas. Y al cabo de todos esos años seguían siendo incapaces de demorar la
gratificación.
Así pues, las aptitudes que despuntan tempranamente en la vida terminan floreciendo y dando lugar
a un amplio abanico de habilidades sociales y emocionales. En este sentido, la capacidad de demorar los
impulsos constituye una facultad fundamental que permite llevar a cabo una gran cantidad de actividades,
desde seguir una dieta hasta terminar la carrera de medicina. Hay niños que a los cuatro años de edad ya
llegan a dominar lo básico, y son capaces de percatarse de las ventajas sociales de demorar la gratificación
de sus impulsos, desvían su atención de la tentación presente y se distraen mientras siguen perseverando
en el logro de su objetivo: las dos golosinas.
Pero lo más sorprendente es que, cuando los niños fueron evaluados de nuevo al terminar el
instituto, el rendimiento académico de quienes habían esperado pacientemente a los cuatro años de edad
era muy superior al de aquéllos otros que se habían dejado arrastrar por sus impulsos. Según la evaluación
llevada a cabo por sus mismos padres, se trataba de adolescentes más competentes, más capaces de
expresar con palabras sus ideas, de utilizar y responder a la razón, de concentrarse, de hacer planes, de
llevarlos a cabo, y se mostraron muy predispuestos a aprender. Y, lo que resulta más asombroso todavía,
es que estos chicos obtuvieron mejores notas en los exámenes SAT. El tercio aproximado de los niños que
a los cuatro años no pudieron resistir la tentación y se apresuraron a coger la golosina obtuvieron una
puntuación verbal de 524 y una puntuación cuantitativa («matemática») de 528, mientras que el tercio de
quienes esperaron el regreso del experimentador alcanzó una puntuación promedio de 610 y 652,
respectivamente (una diferencia global de 210 puntos).”
La forma en que los niños de cuatro años de edad responden a este test de demora de la
gratificación constituye un poderoso predictor tanto del resultado de su examen SAT como de su CI; el CI,
por su parte, sólo predice adecuadamente el resultado del examen SAT después de que los niños aprendan
a leer. “Esto parece indicar que la capacidad de demorar la gratificación contribuye al potencial intelectual
de un modo completamente ajeno al mismo CI. (El pobre control de los impulsos durante la infancia también
es un poderoso predictor de la conducta delictiva posterior, mucho mejor que el CI.)”' Como veremos en la
cuarta parte, aunque haya quienes consideren que el CI no puede cambiarse y que constituye una
limitación inalterable de los potenciales vitales del niño, cada vez existe un convencimiento mayor de que
habilidades emocionales como el dominio de los impulsos y la capacidad de leer las situaciones sociales es
algo que puede aprenderse.
Así pues, lo que Walter Misehel, el autor de esta investigación, describe con el farragoso enunciado
de «la demora de la gratificación autoimpuesta dirigida a metas» —la capacidad de reprimir los impulsos al
servicio de un objetivo (ya sea levantar una empresa, resolver un problema de álgebra o ganar la Copa
Stanley)— tal vez constituya la esencia de la autorregulación emocional. Este descubrimiento subraya el
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papel de la inteligencia emocional como una metahabilidad que determina la forma —adecuada o
inadecuada— en que las personas son capaces de utilizar el resto de sus capacidades mentales.
ESTADOS DE ÁNIMO NEGATIVOS, PENSAMIENTOS NEGATIVOS
«Estoy preocupada por mi hijo. Acaba de ingresar en el equipo de fútbol de la universidad y sé que
puede lesionarse en cualquier momento. Me pone tan nerviosa verle en el campo que no quiero asistir a
ninguno de sus partidos. Estoy segura de que esto le resulta decepcionante, pero la verdad es que
simplemente no puedo soportarlo.»
Quien así habla es una mujer que está en terapia a causa de su ansiedad. Ella comprende
perfectamente que su preocupación no le permite vivir como le gustaría pero cuando llega el momento de
tomar una decisión tan sencilla como ir o no a ver el partido que jugará su hijo, su mente se ve asediada por
terribles pensamientos. En tales condiciones no es libre de elegir porque sus preocupaciones desbordan su
razón.
Como ya hemos visto, la preocupación es la esencia de los efectos perniciosos de la ansiedad sobre
todo tipo de actividad mental. La preocupación es, en cierto modo, una respuesta útil aunque
desencaminada, una especie de ensayo mental ante la previsión de una amenaza Pero este ensayo mental
se convierte en un auténtico desastre cognitivo cuando nuestra mente se queda atrapada en una rutina
obsoleta que captura nuestra atención e impide todo intento de focalizarla en cualquier otro sitio.
La ansiedad entorpece de tal modo el funcionamiento del intelecto que constituye un predictor casi
seguro del fracaso en el entrenamiento o el desempeño de una tarea compleja, intelectualmente exigente y
tensa como la que llevan a cabo, por ejemplo, los controladores de vuelo. Como ha demostrado un estudio
realizado sobre 1.790 estudiantes de control del tráfico aéreo, es muy probable que los ansiosos terminen
fracasando aunque sus puntuaciones en los tests de inteligencia sean francamente elevadas. De hecho, la
ansiedad también sabotea todo tipo de rendimiento académico. Ciento veintiséis estudios diferentes que
implicaban a más de 36.000 personas han puesto de relieve que cuanto más proclive a preocuparse es la
persona, más pobre resulta su rendimiento académico (sin importar que el tipo de medición utilizada fuera
la clasificación por tests, la puntuación media o los tests de rendimiento).
Cuando a las personas que tienden a preocuparse se les pide que lleven a cabo una tarea cognitiva
como, por ejemplo, clasificar objetos ambiguos en una o dos categorías, y que describan lo que pasa por su
mente mientras lo están haciendo, suelen mencionar la presencia de pensamientos negativos —como «no
seré capaz de hacerlo», «yo no soy bueno en este tipo de pruebas», etcétera— que obstaculizan
directamente el proceso de toma de decisiones.
De hecho, cuando a un grupo de control de sujetos normalmente despreocupados se les pidió que se
preocupasen durante quince minutos, su rendimiento disminuyó considerablemente. Y cuando, por el
contrario, a quienes suelen preocuparse se les ofreció una sesión de relajación —que reduce el nivel de
preocupación— de quince minutos antes de emprender la tarea, llegaron a desempeñarla sin ningún tipo de
problemas. Richard Alpert, que fue quien primero estudió científicamente la ansiedad en la década de los
sesenta, me confesó que el motivo que despertó su interés en este tema radicaba en las malas pasadas
que le hicieron los nervios en los exámenes de su etapa de estudiante, algo que a su compañero Ralph
Haber, por el contrario, parecía estimularle. Esa investigación, entre otras muchas, ha demostrado que
existen dos tipos de estudiantes ansiosos: aquellos a quienes la ansiedad menoscaba su rendimiento
académico y aquéllos otros que son capaces de trabajar bien a pesar de la tensión o. tal vez, gracias a ella.
La paradoja es que la misma excitación e interés por hacerlo bien que motiva a los estudiantes como Haber
a prepararse y estudiar para la ocasión, puede sabotear, en cambio, los esfuerzos de otros. En las
personas que, como Alpert, muy ansiosas, la excitación previa al examen interfiere con el pensamiento y el
recuerdo claro necesarios para estudiar eficazmente, enturbiando también durante el examen la claridad
mental requerida para el buen rendimiento.
La magnitud de las preocupaciones que tiene la gente mientras está haciendo un examen es
proporcional a la pobreza de su ejecución, porque los recursos mentales invertidos en una determinada
tarea cognitiva —la preocupación— reducen los recursos disponibles para procesar otro tipo de
información. En este sentido, si estamos preocupados por suspender el examen dispondremos de mucha
menos atención para elaborar una respuesta adecuada. Es así como nuestras preocupaciones terminan
convirtiéndose en profecías autocumplidas que conducen al fracaso.
En cambio, quienes controlan sus emociones pueden utilizar esa ansiedad anticipatoria —por
ejemplo, sobre un examen o una charla próxima— para motivarse a si mismos, prepararse adecuadamente
y, en consecuencia, hacerlo bien. Según afirma la psicología, la representación gráfica de la relación
existente entre la ansiedad y el rendimiento —incluido el rendimiento mental— constituye una especie de U
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invertida. En la cúspide de esta U invertida está la relación óptima entre la ansiedad y el rendimiento, el
mínimo nerviosismo que permite alcanzar el máximo rendimiento. Pero muy poca ansiedad —la parte
izquierda de la U— genera apatía o muy poca motivación, mientras que el exceso de ansiedad —la parte
derecha de la U— sabotea todo intento de hacerlo bien.
Un estado ligeramente eufórico —al que técnicamente se le denomina hipornania— parece óptimo
para escritores y otro tipo de profesiones creativas que exigen un pensamiento fluido e imaginativo, un
estado que se halla en la cúspide de la U invertida.
Pero cuando la euforia se descontrola, como ocurre en la exaltación del estado de ánimo tornadizo
del maniaco-depresivo, se convierte en franca manía, un estado en el que la agitación socava toda
capacidad de pensar de un modo lo suficientemente coherente como para desempeñarse adecuadamente
bien, aunque las ideas fluyan con libertad, en realidad, con demasiada libertad como para poder persistir en
cualquiera de ellas y elaborar un producto terminado.
Los estados de ánimo positivos aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad y complejidad,
haciendo más fácil encontrar soluciones a los problemas, ya sean intelectuales o interpersonales. Esto
parece indicar que una forma de ayudar a alguien a resolver un problema consiste en contarle un chiste. La
risa, al igual que la euforia, parece ampliar la perspectiva y, de ese modo, ayuda a la gente a pensar con
más amplitud y a asociar con mayor libertad, advirtiendo relaciones que, de otra manera, podrían pasar
inadvertidas, una habilidad mental importante, no sólo para la creatividad sino también para el
reconocimiento de las relaciones complejas y la previsión de las consecuencias de una determinada
decisión.
Los beneficios intelectuales de una buena carcajada son más sorprendentes cuando se trata de
resolver un problema que exige una solución creativa. Un estudio ha descubierto que quienes acaban de
ver una película cómica en video resuelven mejor los rompecabezas que suelen usar los psicólogos que se
ocupan de valorar el pensamiento creativo. «En esa investigación se le da a la gente velas, cerillas y una
caja de tachuelas y se les pide que busquen la forma de colgar la vela a un panel de corcho para que pueda
arder sin que la cera gotee al suelo. La mayor parte de la gente, ante este problema, cae en una especie de
«fijación funcional» y sólo piensa en utilizar los objetos de un modo convencional pero, comparados con
aquéllos otros que habían visto una película de matemáticas, quienes acababan de ver la película cómica
descubrieron un uso alternativo de la caja y llegaron a una solución creativa, clavándola con tachuelas a la
pared y utilizándola como palmatoria.
Incluso los cambios más ligeros de estado de ánimo pueden llegar a modificar nuestros
pensamientos. La capacidad de planificar y tomar decisiones de las personas de buen humor presenta una
predisposición perceptiva que les lleva a pensar de una manera más abierta y positiva. Esto se explica, en
parte, porque la memoria es un fenómeno específico de estado, es decir que, por ejemplo, en un estado
positivo, solemos recordar acontecimientos positivos. De este modo, en la medida en que nos sentimos a
gusto mientras estamos pensando en los pros y los contras de un determinado curso de acción, nuestra
memoria busca datos en una dirección positiva, inclinándonos, por ejemplo, a emprender acciones más
aventuradas y arriesgadas.
De la misma manera, los estados de ánimo negativos sesgan también nuestros recuerdos en una
dirección negativa, haciendo más probable que nos contraigamos en decisiones más temerosas y
suspicaces. Así pues, el descontrol emocional obstaculiza la labor del intelecto pero, como ya hemos visto
en el capitulo 5, podemos volver a hacernos cargo de las emociones descontroladas, la verdadera aptitud
maestra que facilita otros tipos de inteligencia. Veamos ahora algunos casos pertinentes a este respecto,
las ventajas de la esperanza y el optimismo y aquellos momentos difíciles en los que la gente se supera a si
misma.
POLLYANNA* Y LA CAJA DE PANDORA: EL PODER DEL PENSAMIENTO POSITIVO
* N. de los T. Personaje literario creado por la novelista Eleanor Poner y caracterizado por su
desmesurado optimismo.
¿Qué es lo que harías en el caso de que acabaras de saber que has suspendido un examen parcial
en el que esperabas sacar un notable?
La respuesta a esta situación hipotética depende casi exclusivamente del nivel de expectativas. Los
estudiantes universitarios con un alto nivel de expectativas contestaron que trabajarían duro y pensaron en
las muchas cosas que podían hacer para aprobar el examen final; aquéllos otros cuyo nivel de expectativas
era moderado también pensaron en varias alternativas posibles, pero parecían menos dispuestos a lograrlo
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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y, comprensiblemente, los estudiantes con bajo nivel de expectativas, se desalentaron y dijeron que
renunciarían a presentarse al examen final.
Pero no estamos hablando de algo puramente teórico porque cuando C. R. Snyder, el psicólogo de la
Universidad de Kansas que llevó a cabo este estudio, comparó el rendimiento académico real de
universitarios con alto y bajo nivel de expectativas, descubrió que éste nivel era un mejor predictor de los
resultados de los exámenes del primer semestre que sus puntuaciones en el SAT, un test (que tiene, por
cierto, una elevada correlación con el CI) supuestamente capaz de predecir el rendimiento de los
universitarios. Una vez más, dado aproximadamente el mismo rango de capacidades intelectuales, las
aptitudes emocionales son las que establecen las diferencias.
La conclusión de Snyder fue la siguiente: «los estudiantes con un alto nivel de expectativas se
proponen objetivos elevados y saben lo que deben hacer para alcanzarlos. El único factor responsable del
distinto rendimiento académico de estudiantes con similar aptitud intelectual parece ser su nivel de
expectativas».
Según cuenta la conocida leyenda, los dioses, celosos de su belleza, regalaron a Pandora, una
princesa de la antigua Grecia, una misteriosa caja, advirtiéndole que jamás debía abrirla. Pero un día la
curiosidad y la tentación pudieron más que ella y finalmente abrió la tapa para ver su contenido, liberando
así en el mundo las grandes aflicciones, para cerrar la caja justo a tiempo de evitar que se escapara de ella
la esperanza, el único remedio que hace soportable las miserias de la vida.
Según los modernos investigadores, la esperanza no sólo ofrece consuelo a la aflicción sino que
desempeña un papel muy importante en dominios tan diversos como el rendimiento escolar y el hecho de
soportar un trabajo pesado. Técnicamente hablando, la esperanza es algo más que la visión ingenua de
que todo irá bien; en opinión de Snyder se trata de «la creencia de que uno tiene la voluntad y dispone de la
forma de llevar a cabo sus objetivos, cualesquiera que éstos sean».
Ciertamente, no todo el mundo tiene el mismo grado de expectativas. Hay quienes creen que son
capaces de salir de cualquier situación o de encontrar la forma de resolver los problemas, mientras que
otros simplemente no se ven con la energía, la capacidad o los medios de alcanzar sus objetivos. Según
Snyder, las personas con un alto nivel de expectativas comparten ciertos rasgos, entre los que destacan la
capacidad de motivarse a sí mismos, de sentirse lo suficientemente diestros como para encontrar la forma
de alcanzar sus objetivos. de asegurarse de que las cosas irán mejor cuando están atravesando una
situación difícil, de ser lo bastante flexibles como para encontrar formas diferentes de alcanzar sus objetivos
—o de cambiarlos en el caso de que le resulten imposibles de alcanzar— y de saber descomponer una
tarea compleja en otras más sencillas y manejables.
Desde el punto de vista de la inteligencia emocional, la esperanza significa que uno no se rinde a la
ansiedad, el derrotismo o la depresión cuando tropieza con dificultades y contratiempos. De hecho, las
personas esperanzadas se deprimen menos en su navegación a través de la vida en búsqueda de sus
objetivos y también se muestran menos ansiosas en general y experimentan menos tensiones emocionales.
EL OPTIMISMO: EL GRAN MOTIVADOR
Los americanos interesados en la natación abrigaban muchas esperanzas en Matt Biondi, un
miembro del equipo olímpico de los Estados Unidos en 1988. Algunos periodistas deportivos llegaron a
afirmar que era muy probable que Biondi igualara la hazaña realizada por Mark Spitz en 1972 de ganar
siete medallas de oro. Pero Biondi terminó en un desalentador tercer puesto en la primera de las pruebas,
los 200 metros libres, y en la siguiente carrera, los 100 metros mariposa, fue superado por otro nadador que
hizo un esfuerzo extraordinario en el sprint final.
Los comentaristas deportivos llegaron a decir que aquellos fracasos desanimarían a Biondi, pero no
habían contado con su reacción, una reacción que le llevó a ganar la medalla de oro en las cinco últimas
pruebas. A quien no le sorprendió la respuesta de Biondi fue a Martin Seligman, un psicólogo de la
Universidad de Pennsylvania que había estado valorando el grado de optimismo de Biondi aquel mismo
año. En un determinado experimento realizado con Seligman, el entrenador le dijo a Biondi que, en una de
sus pruebas favoritas, había realizado un tiempo muy malo cuando lo cierto es que no fue así. Pero a pesar
del aparente mal resultado, cuando se le invitó a descansar e intentarlo de nuevo, su marca —realmente
muy buena— mejoró más todavía. No obstante, cuando otros miembros del equipo —cuyas puntuaciones
en optimismo eran ciertamente bajas—, a quienes también se les dio un tiempo falso, lo intentaron por
segunda vez, lo hicieron francamente peor.
El optimismo —al igual que la esperanza— significa tener una fuerte expectativa de que, en general,
las cosas irán bien a pesar de los contratiempos y de las frustraciones. Desde el punto de vista de la
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inteligencia emocional, el optimismo es una actitud que impide caer en la apatía, la desesperación o la
depresión frente a las adversidades. Y al igual que ocurre con su prima hermana, la esperanza, el
optimismo —siempre y cuando se trate de un optimismo realista (porque el optimismo ingenuo puede
llegar a ser desastroso)— tiene sus beneficios.
Seligman define al optimismo en función de la forma en que la gente se explica a si misma sus éxitos
y sus fracasos. Los optimistas consideran que los fracasos se deben a algo que puede cambiarse y, así, en
la siguiente ocasión en la que afronten una situación parecida pueden llegar a triunfar. Los pesimistas, por
el contrario, se echan las culpas de sus fracasos, atribuyéndolos a alguna característica estable que se ven
incapaces de modificar. Y estas distintas explicaciones tienen consecuencias muy profundas en la forma de
hacer frente a la vida. Ante un despido, por ejemplo, los optimistas tienden a responder de una manera
activa y esperanzada, elaborando un plan de acción o buscando ayuda y consejo porque consideran que
los contratiempos no son irremediables y pueden ser transformados. Los pesimistas, en cambio, consideran
que los contratiempos constituyen algo irremediable y reaccionan ante la adversidad asumiendo que no hay
nada que ellos puedan hacer para que las cosas salgan mejor la próxima vez y, en consecuencia, no hacen
nada por cambiar el problema. Para ellos, los problemas se deben a algún déficit personal con el que
siempre tendrán que contar.
Al igual que ocurre con la esperanza, el optimismo también es un buen predictor del éxito académico.
Las puntuaciones obtenidas en un test de optimismo por quinientos estudiantes de los primeros cursos de
1984 de la Universidad de Pennsylvania, fueron un mejor predictor de su rendimiento académico en
aquellos años que las puntuaciones obtenidas en el examen SAT. Según Seligman, el autor de esta
investigación, «los exámenes de ingreso en la universidad constituyen una medida del talento, mientras que
el estilo explicativo le dice quién abandonará. Es la combinación entre el talento razonable y la capacidad
de perseverar ante el fracaso lo que conduce al éxito. En los tests que valoran las habilidades de uno u otro
tipo suele dejarse de lado la motivación. Todo lo que usted debe saber es si seguirá adelante cuando las
cosas resulten frustrantes. Yo creo que, dado un determinado nivel de inteligencia, el logro real no depende
tanto del talento como de la capacidad de seguir adelante a pesar de los fracasos» Una de las pruebas más
claras del poder motivador del optimismo nos la proporciona un estudio realizado por el mismo Seligman
sobre los vendedores de seguros de la compañía MetLife.
Ser capaz de encajar una negativa es algo fundamental en todo tipo de ventas, especialmente en el
caso de un producto tal como los seguros, en el que la proporción entre «noes» y «síes» puede llegar a ser
desalentadoramente elevada. Esta es la razón que explica el que tres cuartas partes de los vendedores de
seguros abandonen su trabajo durante los tres años primeros. La investigación realizada por Seligman
demostró que durante los primeros dos años los optimistas vendían un 3,7% más que los pesimistas, y que
el porcentaje de abandono entre los pesimistas era el doble que entre los optimistas.
Y, lo que es más, Seligman persuadió a MetLife de contratar a un grupo especial de demandantes de
empleo que no habían superado las pruebas estándar (basadas en determinar su proximidad a un perfil
confeccionado con las habilidades que parecían presentar los vendedores de éxito) que, sin embargo,
habían puntuado muy alto en un test de optimismo. Este grupo especial vendió un 21 % más que los
pesimistas el primer año y un 57% más durante el segundo.
Pero el optimismo no sólo es un factor importante en cuanto al éxito en las ventas sino que
fundamentalmente se trata de una y actitud emocionalmente inteligente. Para un vendedor, cada «no»
constituye una pequeña derrota, y la reacción emocional a ese fracaso es decisiva a la hora de controlar
suficientemente la motivación para proseguir su actividad. Y a medida que los «noes» aumentan, la moral
se debilita, haciendo cada vez más difícil marcar el número de la siguiente llamada telefónica. Estos
rechazos son especialmente difíciles de asumir para un pesimista, quien los interpreta como significando
«soy un fracaso en esto; jamás llegaré a ser un buen vendedor», una interpretación que, con toda
seguridad, despierta la apatía y el derrotismo, cuando no la franca depresión. Ante esta situación, en
cambio, los optimistas se dicen: «estoy utilizando un abordaje inadecuado» o «esa última persona estaba
de mal humor» y, de este modo, al considerar que el fracaso no depende de una deficiencia en si mismos
sino de algo que radica en la situación, pueden cambiar su enfoque la próxima llamada. Es así como el
equipaje mental de los pesimistas les conduce a la desesperación mientras que el de los optimistas reactiva
su esperanza.
Uno de los orígenes de una visión positiva o negativa puede ser el temperamento innato, ya que hay
personas que tienden naturalmente hacia una o hacia la otra. Pero, como también veremos en el capítulo
14, el temperamento puede verse modulado por la experiencia. El optimismo y la esperanza —al igual que
la impotencia y la desesperación— pueden aprenderse. Detrás de los dos existe lo que los psicólogos
denominan autoeficacia, la creencia de que uno tiene el control de los acontecimientos de su vida y puede
hacer frente a los problemas en la medida en que se presenten. Desarrollar algún tipo de habilidad
fortalece la sensación de eficacia y predispone a asumir riesgos y problemas más difíciles. Y el hecho de
superar estas dificultades aumenta a su vez la sensación de autoeficacia, una aptitud que lleva a hacer un
mejor uso de cualquier habilidad y que también contribuye a desarrollarlas.
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Albert Bandura, un psicólogo de la Universidad de Stanford que se ha ocupado de investigar el tema
de la autoeficacia, resume perfectamente este punto del siguiente modo: «las creencias de las personas
sobre sus propias habilidades tienen un profundo efecto sobre éstas. La habilidad no es un atributo fijo sino
que, en este sentido, existe una extraordinaria variabilidad. Las personas que se sienten eficaces se
recuperaran prontamente de los fracasos y no se preocupan tanto por el hecho de que las cosas puedan
salir mal sino que se aproximan a ellas buscando el modo de manejarlas»
EL «FLUJO»: LA NEUROBIOLOGIA DE LA EXCELENCIA
Un compositor describió así los momentos en los que mejor trabajaba:
«Usted se encuentra en un estado extático en el que se siente como si casi no existiera. Así es como
lo he experimentado yo en numerosas ocasiones. En esos casos, mis manos parecen vacías de mi y yo no
tengo nada que ver con lo que ocurre sino que simplemente contemplo maravillado y respetuoso todo lo
que sucede. Y eso es algo que fluye por sí mismo.»
Esta descripción se asemeja sorprendentemente a la de cientos de hombres y mujeres —alpinistas,
campeones de ajedrez, cirujanos, jugadores de baloncesto, ingenieros, ejecutivos e incluso sacerdotes—
cuando hablan de una época en la que se superaron a si mismos en alguna de sus actividades favoritas.
Mihaly Csikszentmihalyi, el psicólogo de la Universidad de Chicago que se ha dedicado a investigar y
recopilar durante dos décadas relatos de momentos de rendimiento cumbre, ha denominado a ese estado
con el nombre de «flujo». Los atletas, por su parte, se refieren a ese estado de gracia con el nombre de «la
zona», un estado de absorción beatífica centrado en el presente, en el que espectadores y competidores
desaparecen y la excelencia se produce sin el menor esfuerzo. Diane Roffe-Steinrotter, ganadora de una
medalla de oro en la olimpiada de invierno de 1994 dijo, después de haber terminado su turno de
participación en la carrera de esquí, que sólo recordaba haber estado inmersa en la relajación: «era como si
formara parte de una catarata»
La capacidad de entrar en el estado de «flujo» es el mejor ejemplo de la inteligencia emocional, un
estado que tal vez represente el grado superior de control de las emociones al servicio del rendimiento y el
aprendizaje. En ese estado las emociones no se ven reprimidas ni canalizadas sino que, por el contrario,
se ven activadas, positivadas y alineadas con la tarea que estemos llevando a cabo. Para verse atrapados
por el tedio de la depresión o por la agitación de la ansiedad es necesario separarse del «flujo».
De uno u otro modo, casi todo el mundo ha entrado en alguna que otra ocasión en el estado de
«flujo» (o en un apacible «microflujo»), especialmente en aquellos casos en los que nuestro rendimiento es
óptimo o cuando trascendemos nuestros límites anteriores. Tal vez la experiencia que mejor refleje este
estado sea el acto de amor extático, la fusión de dos personas en una unidad fluidamente armoniosa.
El rasgo distintivo de esta experiencia extraordinaria es una sensación de alegría espontánea, incluso
de rapto. Es un estado en el que uno se siente tan bien que resulta intrínsecamente recompensante, un
estado en el que la gente se absorbe por completo y presta una atención indivisa a lo que está haciendo y
su conciencia se funde con su acción. La reflexión excesiva en lo que se está haciendo interrumpe el
estado de «flujo» y hasta el mismo pensamiento de que «lo estoy haciendo muy bien» puede llegar a
ponerle fin. En este estado, la atención se focaliza tanto que la persona sólo es consciente de la estrecha
franja de percepción relacionada con la tarea que está llevando a cabo, perdiendo también toda noción del
tiempo y del espacio. Un cirujano, por ejemplo, recordó una difícil operación durante la que entró en ese
estado y al terminarla advirtió la presencia de cascotes en el suelo del quirófano, sorprendiéndose al oír
que, mientras estaba concentrado en la operación, parte del techo se había desplomado sin que él se diera
cuenta de nada.
El «flujo» es un estado de olvido de uno mismo, el opuesto de la reflexión y la preocupación, un
estado en el que la persona, en lugar de perderse en el desasosiego, se encuentra tan absorta en la tarea
que está llevando a cabo, que desaparece toda conciencia de sí mismo y abandona hasta las más
pequeñas preocupaciones de la vida cotidiana (salud, dinero e incluso hasta el hecho de hacerlo bien).
Dicho de otro modo, los momentos de «flujo» son momentos en los que el ego se halla completamente
ausente. Paradójicamente, sin embargo, las personas que se hallan en este estado exhiben un control
extraordinario sobre lo que están haciendo y sus respuestas se ajustan perfectamente a las exigencias
cambiantes de la tarea. Y aunque el rendimiento de quienes se hallan en este estado es extraordinario, en
tales momentos la persona está completamente despreocupada de lo que hace y su única motivación
descansa en el mero gusto de hacerlo.
Hay varias formas de entrar en el estado de «flujo». Una de ellas consiste en enfocar
intencionalmente la atención en la tarea que se esté llevando a cabo; no hay que olvidar que la esencia del
«flujo» es la concentración. En la entrada en estos dominios parece haber un bucle de retroalimentación
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puesto que, si bien el primer paso necesario para calmarse y centrarse en la tarea requiere un considerable
esfuerzo y cierta disciplina, una vez dado ese paso funciona por si sólo, liberando al sujeto de la inquietud
emocional y permitiéndole afrontar la tarea sin el menor esfuerzo.
Otra forma posible de entrar en este estado también puede darse cuando la persona emprende una
tarea para la que está capacitado y se compromete con ella en un nivel que exige de todas sus facultades.
Como me dijo en cierta ocasión el mismo Csikszentmihalyi. «Las personas parecen concentrarse mejor
cuando se les pide algo más que lo corriente, en cuyo caso son capaces de ir más allá de lo normal. Si la
demanda es muy inferior a su capacidad, la persona se aburre y si, por el contrario, es excesiva, termina
angustiándose. El estado de «flujo» tiene lugar en esa delicada franja que separa el aburrimiento de la
ansiedad». El placer, la gracia y la eficacia espontánea que caracterizan el estado de «flujo» es
incompatible con el secuestro emocional en el que los impulsos limbicos capturan la totalidad del cerebro.
La cualidad de la atención del «flujo» es relajada aunque muy concentrada; es una concentración muy
distinta de la atención tensa propia de los momentos en los que estamos fatigados o aburridos, o en los que
nuestra atención se ve asediada por sentimientos intrusivos como la ansiedad o el enojo.
Si exceptuamos la presencia de un sentimiento intensamente motivador de apacible éxtasis, el
«flujo» es un estado carente de todo ruido emocional. Este éxtasis parece ser un subproducto del mismo
enfoque de la atención que constituye uno de los requisitos del «flujo». De hecho, la literatura clásica de las
grandes tradiciones contemplativas describe estos estados de absorción que se viven como pura beatitud
como un «flujo» solamente inducido por una intensa concentración.
Si observamos a alguien que se halle en este estado tendremos la impresión de que las dificultades
se desvanecen y el rendimiento cumbre parece algo natural y cotidiano, una impresión que corre pareja a lo
que está sucediendo en el cerebro, en donde las tareas más complejas se realizan con un gasto mínimo de
energía mental. En el «flujo», el cerebro se halla en un estado «frío», y la activación e inhibición de todos
los circuitos neuronales parece ajustarse perfectamente a las demandas de la situación. Cuando las
personas están comprometidas con actividades que capturan su atención y la mantienen sin realizar
esfuerzo alguno, su cerebro «se sosiega», en el sentido de que hay una disminución de la estimulación
cortical. Este descubrimiento es notable, puesto que el «flujo» permite abordar las tareas más complejas de
un determinado dominio, ya sea jugar una partida contra un maestro de ajedrez o resolver un complejo
problema matemático. Al parecer, en este caso se esperaría precisamente lo contrario, es decir que esta
clase de tarea requeriría más actividad cortical, no menos, pero una de las claves del «flujo» es que tiene
lugar sin alcanzar el límite de la capacidad, un estado en el que las habilidades se realizan más
adecuadamente y los circuitos neurales funcionan más eficazmente.
La concentración tensa —en la que la preocupación alimenta la atención— aumenta la actividad
cortical. Pero la zona de flujo y de rendimiento óptimo parece ser una especie de oasis de eficacia cortical
en el que el gasto de energía cortical es mínimo. Tal vez la destreza práctica que permite a la gente entrar
en el estado de «flujo» tenga lugar después de dominar los movimientos básicos de una determinada
actividad (ya sea física, como, por ejemplo, ascender una montaña) o mental (como elaborar un complejo
programa informático). Un movimiento bien practicado requiere mucho menos esfuerzo mental que aquél
otro que esté siendo aprendido o los que todavía resultan muy difíciles. Por otra parte, cuando el cerebro
trabaja menos eficazmente a causa de la fatiga o el nerviosismo —como ocurre, por ejemplo, al final de
una larga y agotadora jornada de trabajo—, disminuye la precisión del esfuerzo cortical y se activan muchas
áreas superfluas, un estado mental que se experimenta como sumamente distraído, y lo mismo ocurre en el
caso del aburrimiento. Pero cuando el cerebro está trabajando en la zona cúspide de su eficacia, como
ocurre en el caso del estado de «flujo», existe una relación muy precisa entre la actividad cerebral y los
requerimientos de la tarea. En ese estado hasta el trabajo más duro puede resultar renovador y pleno en
lugar de extenuante.
APRENDIZAJE Y «FLUJO»: UN NUEVO MODELO EDUCATIVO
El «flujo» aparece en esa zona en la que una actividad exige a la persona el uso de todas sus
capacidades y es por ello por lo que, en la medida en que aumenta la destreza, también lo hace la dificultad
de entrar en el estado de «flujo». Si una tarea es demasiado sencilla resulta aburrida y si, por el contrario,
es más compleja de la cuenta, el resultado es la ansiedad. Podría objetarse que la maestría en un
determinado arte o habilidad se ve espoleada por la experiencia del «flujo», que la motivación a hacerlo
cada vez mejor —ya se trate de tocar el violín, de bailar o del más especializado trabajo de laboratorio—
consiste en permanecer en «flujo» mientras se lleva a cabo. En realidad, en un estudio efectuado sobre
doscientos artistas dieciocho años después de que terminaran sus estudios, Csikszentmihalyi descubrió
que aquéllos que en sus días de estudiante habían saboreado el puro gozo de pintar eran los que se habían
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convertido en auténticos pintores, mientras que la mayor parte de quienes habían sido motivados por
ensueños de fama y riqueza abandonaron el arte poco después de graduarse.
La conclusión de Csikszentmihalyi es clara: «por encima de cualquier otra cosa, lo que los pintores
quieren es pintar. Si el artista que se halla frente al lienzo comienza a preguntarse a cuánto vendera la obra
o lo que los críticos pensarán de ella, será incapaz de abrir nuevos caminos. La obra creativa exige una
entrega sin condiciones»
Del mismo modo que el estado de «flujo» es un requisito para el dominio de un oficio, una profesión o
un arte, lo mismo ocurre con el aprendizaje. Al margen de lo que digan los tests de resultados, el
rendimiento de los estudiantes que entran en «flujo» al estudiar es mayor que el de quienes no lo hacen así.
Los estudiantes de una escuela especial de ciencias de Chicago —todos los cuales se hallaban entre el 5%
de los que habían alcanzado una puntuación más elevada en un test de destreza matemática— fueron
clasificados por sus profesores de matemáticas en dos grupos: más aventajados y menos aventajados.
Luego se vigiló la forma en que invertían el tiempo utilizando un avisador que sonaba al azar varias veces al
día y el estudiante debía anotar lo que estaba haciendo y cuál era su estado de ánimo. No es sorprendente
que los que habían sido clasificados como menos aventajados invirtieran sólo unas quince horas semanales
de estudio en casa, un promedio claramente inferior a las veintisiete horas que dedicaban quienes habían
sido clasificados en el grupo de los más aventajados. Aquéllos, por otra parte, invertían la mayor parte del
tiempo en que no estaban estudiando en actividades sociales, pasear con los amigos y estar con la familia.
El análisis de su estado de ánimo reveló un importante descubrimiento, porque tanto unos como otros
pasaban mucho tiempo aburriéndose con actividades tales como ver la televisión, que no ponían a prueba
sus habilidades. Así es, a fin de cuentas, el mundo de los adolescentes. Pero la diferencia fundamental
estribaba en su experiencia del estudio, una experiencia de la que los que formaban parte del grupo de
aventajados entraban en «flujo» el 40% del tiempo invertido, algo que, en el caso de quienes formaban
parte del grupo inferior sólo ocurría el 16% del tiempo, a causa, posiblemente, de la ansiedad que generaba
una demanda que excedía sus capacidades. Estos últimos, por su parte, encontraban placer y «flujo» en la
socialización y no en el estudio. En resumen, los estudiantes más aventajados tienden a estudiar porque
ello les pone en «flujo», pero, por desgracia, los menos aventajados no entran en «flujo» con el estudio, lo
cual limita el alcance de las tareas intelectuales de las que disfrutarán en el futuro. Howard Gardner, el
psicólogo de Harvard que desarrolló la teoría de la inteligencia múltiple, considera el «flujo» y los estados
positivos que lo caracterizan, como parte de una forma más saludable de enseñar a los niños, motivándolos
desde el interior en lugar de recurrir a las amenazas o a las promesas de recompensa. «Deberíamos utilizar
los mismos estados positivos de los niños para atraerles hacia el estudio de aquellos dominios en los que
demuestren ser más diestros —propone Gardner—. El “flujo” es un estado interno que significa que el niño
está comprometido en una tarea adecuada. Todo lo que tiene que hacer es encontrar algo que le guste y
perseverar en ello. Cuando los niños se aburren en la escuela y se sienten desbordados por sus deberes es
cuando se pelean y se portan mal. Uno aprende mejor cuando hace algo que le gusta y disfruta
comprometiéndose con ello».
La estrategia utilizada en la mayor parte de las escuelas que están poniendo en práctica el modelo de
la inteligencia múltiple de Gardner gira en torno a identificar y fortalecer el perfil de competencias naturales
de un niño al tiempo que trata también de despojarle de sus debilidades. Por ejemplo, un niño con un
talento natural para la música o el movimiento entrará en «flujo» más fácilmente en ese dominio que en
aquéllos otros en los que es menos diestro. De este modo, conocer el perfil de un niño puede ayudar al
maestro a adaptar la forma de presentarle un determinado tema y ajustar también el nivel —desde
terapéutico hasta muy avanzado— que suponga para él un reto óptimo. Hacer esto significa fomentar un
aprendizaje más placentero, un aprendizaje que no resulte angustioso ni tampoco aburrido. «La esperanza
es que cuando los niños aprendan a aprender “fluyendo”, se animaran a asumir el riesgo de enfrentarse
a nuevas áreas», dice Gardner, agregando que esto es precisamente lo que parece demostrar la
experiencia.
Hablando en términos más generales, el modelo del «flujo» sugiere que el logro del dominio en
cualquier habilidad o cuerpo de conocimientos debe tener lugar de manera natural en la medida en que el
niño se ocupa de las áreas en las que espontáneamente se siente más comprometido, es decir, que más le
gustan.
Esta pasión inicial puede ser la semilla de niveles superiores de éxito en la medida en que comience
a comprender que seguir en ello —ya sea la danza, las matemáticas o la música— constituye una fuente
del gozo del «flujo». Y puesto que ello pone en juego los límites de su propia capacidad de sostener el
estado de «flujo», se convierte en una motivación para hacerlo cada vez mejor, lo cual hace feliz al niño.
Este, evidentemente, es un modelo más positivo de aprendizaje y educación que el que solemos encontrar
en la mayor parte de las escuelas. ¿Quién no recuerda la escuela, al menos en parte, como un interminable
desfile de horas de aburrimiento puntuadas por momentos de gran ansiedad? Tratar de que el aprendizaje
se realice a través del «flujo» constituye una forma más humana, más natural y probablemente más eficaz
de poner las emociones al servicio de la educación.
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En un sentido amplio, canalizar las emociones hacia un fin más productivo constituye una verdadera
aptitud maestra. Ya se trate de controlar los impulsos, de demorar la gratificación, de regular nuestros
estados de ánimo para facilitar —y no dificultar— el pensamiento, de motivarnos a nosotros mismos a
perseverar y hacer frente a los contratiempos o de encontrar formas de entrar en «flujo» y así actuar más
eficazmente, todo ello parece demostrar el gran poder que poseen las emociones para guiar más
eficazmente nuestros esfuerzos.
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7. LAS RAÍCES DE LA EMPATÍA
Volvamos ahora a Gary, el brillante cirujano alexitímico que tanto sufrimiento causara a su prometida
Ellen haciendo gala de una ignorancia absoluta con respecto al mundo de los sentimientos. Como ocurre
con la mayoría de los alexitímicos, Gary carecía de empatía y de intuición. Si ella le comentaba que se
sentía abatida, Gary no acertaba a comprenderla, y si le dirigía palabras cariñosas, él cambiaba de tema.
Gary no cesaba de formular críticas «útiles» sobre las cosas que hacia Ellen, sin percatarse de que tales
críticas no la ayudaban en lo más mínimo sino que sólo la hacían sentirse atacada.
La conciencia de uno mismo es la facultad sobre la que se erige la empatía, puesto que, cuanto
más abiertos nos hallemos a nuestras propias emociones, mayor será nuestra destreza en la comprensión
de los sentimientos de los demás. Los alexitimicos como Gary no tienen la menor idea de lo que sienten y
por lo mismo también se encuentran completamente desorientados con respecto a los sentimientos de
quienes les rodean. Son, por así decirlo, sordos a las emociones y carecen de la sensibilidad necesaria
para percatarse de las notas y los acordes emocionales que transmiten las palabras y las acciones de sus
semejantes. En este sentido, los tonos, los temblores de voz, los cambios de postura y los elocuentes
silencios les pasan totalmente inadvertidos.
Confundidos, pues, acerca de sus propios sentimientos, los alexitímicos son igualmente incapaces de
percibir los sentimientos ajenos. Y esta incapacidad no sólo supone una importante carencia en el ámbito
de la inteligencia emocional sino que también implica un grave menoscabo de su humanidad, porque la raíz
del afecto sobre el que se asienta toda relación dimana de la empatía, de la capacidad para sintonizar
emocionalmente con los demás.
Esa capacidad, que nos permite saber lo que sienten los demás, afecta a un amplio espectro de
actividades (desde las ventas hasta la dirección de empresas, pasando por la compasión, la política, las
relaciones amorosas y la educación de nuestros hijos) y su ausencia, que resulta sumamente reveladora,
podemos encontrarla en los psicópatas, los violadores y los pederastas.
No es frecuente que las personas formulen verbalmente sus emociones y éstas, en consecuencia,
suelen expresarse a través de otros medios. La clave, pues, que nos permite acceder a las emociones de
los demás radica en la capacidad para captar los mensajes no verbales (el tono de voz, los gestos, la
expresión facial, etcétera). Es muy probable que la investigación más exhaustiva llevada a cabo sobre la
facultad de interpretar los mensajes no verbales sea la efectuada por Robert Rosenthal, psicólogo de la
Universidad de Harvard, y sus alumnos. Rosenthal elaboró un test para determinar el grado de empatía al
que denominó PSNV (perfil de sensibilidad no verbal). Este test consiste en una serie de videos en los que
una mujer joven expresa una amplia gama de sentimientos que van desde el odio hasta el amor maternal,
pasando por los celos, el perdón, la gratitud y la seducción. El vídeo ha sido editado de modo que oculta
sistemáticamente uno o varios canales de comunicación no verbal. Así, en algunas de las escenas no sólo
se ha silenciado el mensaje verbal sino que también se ha ocultado toda clave —excepto la expresión
facial— que pueda ofrecer pistas acerca del estado emocional; en otras secuencias, en cambio, sólo se
muestran los movimientos corporales, recorriendo así, sucesivamente, los principales canales de
comunicación no verbal. El objetivo, en cualquier caso, consiste en que las personas que miran los vídeos
detecten las emociones implicadas recurriendo a pistas específicamente no verbales.
La investigación, llevada a cabo sobre unas siete mil personas de los Estados Unidos y de otros
dieciocho países, puso de manifiesto las ventajas que conlleva la capacidad de leer los sentimientos ajenos
a partir de mensajes no verbales (el ajuste emocional, la popularidad, la sociabilidad y también —no
deberíamos sorprendernos por ello— la sensibilidad). Hay que decir que, en este sentido, las mujeres
suelen superar a los hombres. Por otra parte. aquellas personas cuya destreza va perfeccionándose a lo
largo de los cuarenta y cinco minutos que dura el test —un indicador de que se hallan especialmente
dotadas para desarrollar la empatía— suelen mantener buenas relaciones con el sexo opuesto, una
habilidad obviamente inestimable para la vida amorosa.
Esta prueba también demostró la relación puramente circunstancial existente entre la empatía y las
calificaciones obtenidas en el SAT, el CI y otros tests de rendimiento académico. La independencia de la
empatía con respecto a la inteligencia académica ha quedado sobradamente demostrada en una
investigación realizada con una versión del PSNV adaptada para niños. Una encuesta realizada sobre
1.011 niños demostró que quienes eran mas capaces de leer los mensajes emocionales no verbales no
sólo gozaban de mayor popularidad entre sus compañeros sino que también presentaban una mayor
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estabilidad emocional. Estos niños, por otra parte, también mostraban un mayor rendimiento académico
—superior incluso a la media— pero, en cambio, su CI no era superior al de los menos dotados para
descifrar los mensajes emocionales no verbales, un dato que parece sugerirnos que la empatía favorece el
rendimiento escolar (o, tal vez, simplemente les haga más atractivos a los ojos de sus profesores).
A diferencia de la mente racional, que se comunica a través de las palabras, las emociones lo hacen
de un modo no verbal. De hecho, cuando las palabras de una persona no coinciden con el mensaje que nos
transmite su tono de voz, sus gestos u otros canales de comunicación no verbal, la realidad emocional no
debe buscarse tanto en el contenido de las palabras como en la forma en que nos está transmitiendo el
mensaje. Una regla general utilizada en las investigaciones sobre la comunicación afirma que más del 90%
de los mensajes emocionales es de naturaleza no verbal (la inflexión de la voz, la brusquedad de un gesto,
etcétera) y que este tipo de mensaje suele captarse de manera inconsciente, sin que el interlocutor repare,
por cierto, en la naturaleza de lo que se está comunicando y se limite tan sólo a registrarlo y responder
implícitamente. En la mayoría de los casos, las habilidades que nos permiten desempeñar adecuadamente
esta tarea también se aprenden de forma tácita.
EL DESARROLLO DE LA EMPATIA
Cuando Hope, una niña de apenas nueve meses de edad, vio caer a otro niño, las lágrimas afloraron
a sus ojos y se refugió en el regazo de su madre buscando consuelo como si fuera ella misma quien se
hubiera caído. Michael, un niño de quince meses, le dio su osito de peluche a su apesadumbrado amigo
Paul pero, al ver que éste no dejaba de llorar, le arropó con una manta. Estas pequeñas muestras de
simpatía y cariño fueron registradas por madres que habían sido específicamente adiestradas para recoger
in situ esta clase de manifestaciones empáticas. Los resultados de este estudio parecen sugerirnos que las
raíces de la empatía se retrotraen a la más temprana infancia. Prácticamente desde el mismo momento del
nacimiento, los bebés se muestran afectados cuando oyen el llanto de otro niño, una reacción que algunos
han considerado como el primer antecedente de la empatía. La psicología evolutiva ha descubierto que los
bebés son capaces de experimentar este tipo de angustia empática antes incluso de llegar a ser
plenamente conscientes de su existencia separada. A los pocos meses del nacimiento, los bebés
reaccionan ante cualquier perturbación de las personas cercanas como si fuera propia, y rompen a llorar
cuando oyen el llanto de otro niño.
En una investigación llevada a cabo por Martin L. Hoffman, de la Universidad de Nueva York, un niño
de un año llevó a su madre ante un amigo suyo que se encontraba llorando para que intentara consolarlo, a
pesar de que la madre de éste último también se hallara en la misma habitación. Este tipo de confusión
también puede encontrarse en aquellos niños de un año de edad que imitan la angustia de los demás, una
forma, posiblemente, de poder llegar a comprender mejor los sentimientos ajenos. No es tampoco
infrecuente que, si un niño se lastima los dedos, otro se lleve la mano a la boca para comprobar si también
se ha hecho daño o que, al contemplar el llanto de su madre, se frote los ojos aunque él no esté llorando.
Esta imitación motriz, como se la denomina, constituye, en realidad, el auténtico significado técnico
del término etopaha , tal como lo definió por vez primera el psicólogo norteamericano E.B. Titehener en la
década de los veinte, una acepción ligeramente diferente del significado original del término griego
empatheia, «sentir dentro», la expresión utilizada por los teóricos de la estética para referirse a la
capacidad de percibir la experiencia subjetiva de otra persona. Titchener sostenía que la empatía se deriva
de una suerte de imitación física del sufrimiento ajeno con el fin de evocar idénticas sensaciones en uno
mismo y es por ello por lo que se ocupó de buscar una palabra distinta a simpatía, ya que podemos sentir
simpatía por la situación general en que se halla una persona sin necesidad, en cambio, de compartir sus
sentimientos.
La imitación motriz de los niños desaparece alrededor de los dos años y medio de edad, a partir del
momento mismo en que aprenden a diferenciar el dolor de los demás del suyo propio y, en consecuencia,
se hallan más capacitados para consolarles. He aquí un episodio típico extraído del diario de una madre:
«El bebé de la vecina está llorando ... y Jenny se acerca a darle una galleta. Entonces lo sigue y
también empieza a quejarse. A continuación, trata de acariciarle el pelo, pero él la aparta. Finalmente, el
bebé se tranquiliza pero Jenny sigue preocupada y continúa dándole juguetes y suaves palmaditas en la
cabeza y los hombros»
En este punto de su desarrollo, los niños pequeños comienzan a manifestar ciertas diferencias en su
capacidad de experimentar los trastornos emocionales ajenos. Así pues, mientras que algunos —como
Jenny— se muestran agudamente conscientes de las emociones, otros, por el contrario, parecen ignorarlas
por completo. Una serie de estudios llevados a cabo por Manan Radke Yarrow y Carolyn Zahn-Waxler en el
National Institute of Mental Health demostró que buena parte de las diferencias existentes en el grado de
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empatía se hallan directamente relacionadas con la educación que los padres proporcionan a sus hijos.
Según ha puesto de relieve esta investigación, los niños se muestran más empáticos cuando su educación
incluye, por ejemplo, la toma de conciencia del daño que su conducta puede causar a otras personas
(decirles, por ejemplo, «mira qué triste la has puesto», en lugar de «eso ha sido una travesura»). La
investigación también ha puesto de manifiesto que el aprendizaje infantil de la empatía se halla mediatizado
por la forma en que las otras personas reaccionan ante el sufrimiento ajeno. Así pues, la imitación permite
que los niños desarrollen un amplio repertorio de respuestas empáticas, especialmente a la hora de brindar
ayuda a alguien que lo necesite.
EL NIÑO BIEN SINTONIZADO
Sarah tenía veinticinco años cuando dio a luz a sus gemelos, Mark y Fred. Según afirmaba, Mark era
muy parecido a ella mientras que Fred se parecía más a su padre. Esta percepción pudo haber sido el
germen de una sutil pero palpable diferencia en el trato que dio a cada uno de sus hijos. A los tres meses
de edad, Sarah trataba de captar la mirada de Fred y, cada vez que éste apartaba la vista, ella insistía en
atrapar su atención, a lo que Fred respondía desviando nuevamente la mirada. Luego, cuando Sarah
miraba hacia otro lado, Fred se volvía a mirarla y el ciclo de atracción-rechazo empezaba de nuevo, un ciclo
que solía terminar despertando el llanto de Fred. En el caso de Mark, no obstante, Sarah jamás trató de
imponerle el contacto visual y podía romperlo cuando quisiera sin que la madre le obligara a mantenerlo.
Este acto mínimo resulta, no obstante, sumamente decisivo ya que, al cabo de un año, Fred se
mostraba ostensiblemente más temeroso y dependiente que Mark. Y una de las formas en que expresaba
su temor era apartando el rostro, mirando hacia el suelo y evitando el contacto visual con los demás, tal y
como había aprendido a hacer con su propia madre. Mark, por el contrario, miraba a la gente directamente
a los ojos y, cuando quería romper el contacto visual, desviaba ligeramente su cabeza hacia arriba con una
sonrisa de satisfacción.
Los gemelos y su madre fueron sometidos a una observación minuciosa cuando participaban en una
investigación llevada a cabo por Daniel Stern, psiquiatra, por aquel entonces, de la Facultad de Medicina de
la Universidad de Cornell. Stern, que está fascinado por los minúsculos y repetidos intercambios que tienen
lugar entre padres e hijos, es de la opinión de que el aprendizaje fundamental de la vida emocional tiene
lugar en estos momentos de intimidad. Y los más críticos de todos estos momentos tal vez sean aquéllos en
los que el niño constata que sus emociones son captadas, aceptadas y correspondidas con empatía, un
proceso que Stem denomina sintonización. En este sentido, Sarah se hallaba emocionalmente sintonizada
con Mark pero completamente desintonizada de Fred. Según Stern, es muy posible que la continua
exposición a momentos de armonía o de disarmonía entre padres e hijos determine —en mayor medida,
posiblemente, que otros acontecimientos aparentemente más espectaculares de la infancia— las
expectativas emocionales que tendrán, ya de adultos, en sus relaciones íntimas.
La sintonización constituye un proceso tácito que marca el ritmo de toda relación. Stern, que
estudió este fenómeno con precisión microscópica grabando en vídeo horas enteras de la relación entre las
madres y sus hijos, descubrió que, por medio de dicho proceso, la madre transmite al niño la sensación de
que sabe cómo se siente. Cuando un bebé emite, por ejemplo, suaves chillidos, la madre confirma su
alegría dándole una cariñosa palmadita, arrullándole o imitando sus sonidos. En otra ocasión, el bebé
puede menear el sonajero y la madre agitar rápidamente la mano a modo de respuesta. Este tipo de
interacciones en los que el mensaje de la madre se ajusta al nivel de excitación del niño tiene lugar, según
Stern, a un ritmo aproximado de una vez por minuto, proporcionando así al niño la reconfortante sensación
de hallarse emocionalmente conectado con su madre.
La sintonización es algo muy distinto a la mera imitación. «Si te limitas a imitar al bebé —me
comentaba Stern— tal vez logres saber lo que hace pero jamás averiguarás qué es lo que siente. Para
hacerle llegar que sabes cómo se siente debes tratar de reproducir sus sensaciones internas. Es entonces
cuando el bebé se sentirá comprendido.» Hacer el amor tal vez sea el acto adulto más parecido a la
estrecha sintonización que tiene lugar entre la madre y el hijo. Según Stern, la relación sexual «implica la
capacidad de experimentar el estado subjetivo del otro: compartir su deseo, sintonizar con sus intenciones y
gozar de un estado mutuo y simultáneo de excitación cambiante»; una experiencia, en suma, en la que los
amantes responden con una sincronía que les proporciona una sensación tácita de profunda
compenetración. Pero, si bien la relación sexual constituye, en el mejor de los casos, la máxima expresión
de la empatía mutua, en el peor de ellos, sin embargo, manifiesta la ausencia de toda reciprocidad
emocional.
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EL COSTE DE LA FALTA DE SINTONÍA
Stern sostiene que, gracias a la repetición de estos momentos de sintonía emocional, el niño
desarrolla la sensación de que los demás pueden y quieren compartir sus sentimientos. Esta sensación
parece emerger alrededor de los ocho meses de edad —una época en la que el bebé comienza a
comprender que se halla separado de los demás— y sigue modelándose en función del tipo de relaciones
próximas que mantenga a lo largo de toda su vida.
Cuando los padres están desintonizados emocionalmente de sus hijos, esta situación puede llegar a
ser especialmente abrumadora. En uno de sus experimentos, Stern utilizó a madres que, en lugar de
establecer una comunicación armónica con sus hijos, reaccionaban deliberadamente por encima o por
debajo de lo normal a sus demandas, algo a lo que los niños respondían siempre con una muestra
inmediata de consternación o malestar.
El coste de la falta de sintonía emocional entre padres e hijos es extraordinario. Cuando los padres
fracasan reiteradamente en mostrar empatía hacia una determinada gama de emociones de su hijo
—ya sea la risa, el llanto o la necesidad de ser abrazado, por ejemplo— el niño dejará de expresar e incluso
dejará de sentir ese tipo de emociones. Es muy posible que, de este modo, muchas emociones
comiencen a desvanecerse del repertorio de sus relaciones íntimas, especialmente en el caso de que
estos sentimientos fueran desalentados de forma más o menos explícita durante la infancia.
Por el mismo motivo, los niños pueden alimentar también una serie de emociones negativas,
dependiendo de los estados de ánimo que hayan sido reforzados por sus padres. Los niños son tan
capaces de «captar» los estados de ánimo que hasta los bebés de tres meses, hijos de madres depresivas,
por ejemplo, reflejan el estado anímico de éstas mientras juegan con ellas, mostrando más sentimientos de
enfado y tristeza que de curiosidad e interés espontáneo, en comparación con aquellos otros bebés cuyas
madres no mostraban ningún síntoma depresivo.
Por ejemplo, una de las madres que participó en la investigación realizada por Stern apenas sí
reaccionaba a las demandas de actividad de su bebé y éste, finalmente, aprendió a ser pasivo.
«Un niño que es tratado así —afirma Stern— aprende que, cuando está excitado, no puede
conseguir que su madre se excite también, de modo que tal vez sería mejor que ni siquiera lo intente.»
Sin embargo. existe todavía cierta esperanza en lo que se ha dado en llamar relaciones
«compensatorias», «las relaciones mantenidas a lo largo de toda la vida—con los amigos, los familiares o
incluso dentro del campo de la psicoterapia— que remodelan de continuo la pauta de nuestras relaciones.
De este modo, ¿cualquier posible desequilibrio puede corregirse después o se trata de un proceso que
perdura a lo largo de toda la vida?
De hecho, varias teorías psicoanalíticas consideran que la relación terapéutica constituye un
adecuado correctivo emocional que puede proporcionar una experiencia satisfactoria de sintonización.
Algunos pensadores psicoanalíticos utilizan el término espejo para referirse a la técnica mediante la cual el
psicoanalista devuelve al cliente —de modo muy similar a la madre que se halla en armonía emocional con
su hijo— un reflejo que le permite alcanzar una comprensión de su propio estado interno. La sincronía
emocional pasa inadvertida y queda fuera del conocimiento consciente, aunque el paciente puede sentirse
reconfortado y con la profunda sensación de ser respetado y comprendido.
El coste emocional de la falta de sintonización en la infancia puede ser alto... y no sólo para el niño.
Un estudio efectuado con convictos de delitos violentos puso de manifiesto que todos ellos habían padecido
una situación infantil —que los diferenciaba también de otros delincuentes— muy parecida, que consistía en
haber cambiado constantemente de familia adoptiva o haber crecido en orfanatos, es decir, haber
experimentado una seria orfandad emocional o haber gozado de muy pocas oportunidades de
experimentar la sintonía emocional. El descuido emocional ocasiona una torpe empatía pero el abuso
emocional intenso y sostenido —es decir, el trato cruel, las amenazas, las humillaciones y las
mezquindades— provoca un resultado paradójico. En tal caso, los niños que han experimentado estos
abusos pueden llegar a mostrarse extraordinariamente atentos a las emociones de quienes les rodean, un
estado de alerta postraumática ante los signos que impliquen algún tipo de amenaza. Esta preocupación
obsesiva por los sentimientos ajenos es típica de aquellos niños que han padecido abusos psicológicos,
niños que, al llegar a la edad adulta, mostrarán una volubilidad emocional que puede llegar a ser
diagnosticada como «trastorno borderline de la personalidad». Muchas de estas personas están
especialmente dotadas para percatarse de lo que sienten quienes les rodean y es bastante común
comprobar que, durante la infancia, han sido objeto de algún tipo de abuso emocional.”
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LA NEUROLOGÍA DE LA EMPATÍA
Como suele suceder en el campo de la neurología, los informes sobre casos extraños o poco
frecuentes proporcionan claves muy importantes para asentar los fundamentos cerebrales de la empatía.
Un informe de 1975, por ejemplo, revisaba varios casos de pacientes que habían sufrido lesiones en la
región derecha del lóbulo frontal y que presentaban la curiosa deficiencia de ser incapaces de captar el
mensaje emocional contenido en los tonos de voz, aunque sí que eran capaces de comprender
perfectamente el significado de las palabras. Para ellos, no existía ninguna diferencia entre un «gracias»
sarcástico, neutral o sincero. Otro informe publicado en 1979, por el contrario, hablaba de pacientes con
lesiones en regiones distintas del hemisferio cerebral derecho que manifestaban otro tipo de deficiencias en
la percepción de las emociones. En este caso se trataba de pacientes incapaces de expresar sus propias
emociones a través del tono de voz o del gesto. Sabían lo que sentían pero eran simplemente incapaces de
comunicarlo. Según apuntan los investigadores, estas regiones corticales del cerebro están estrechamente
ligadas al funcionamiento del sistema límbico.
Estos estudios sirvieron de base para un artículo pionero escrito por Leslie Brothers, psiquiatra del
Instituto Tecnológico de California, que versaba sobre la biología de la empatia. Su revisión de los
diferentes hallazgos neurológicos y los estudios comparativos realizados sobre animales le llevó a sugerir
que la amígdala y sus conexiones con el área visual del córtex constituyen el asiento cerebral de la
empatía.
La mayor parte de la investigación neurológica llevada a cabo en este sentido ha sido realizada con
animales, especialmente primates. El hecho de que los primates sean capaces de experimentar la empatía
—o, como prefiere llamarla Brothers, la «comunicación emocional»— resulta evidente no sólo a partir de
estudios más o menos anecdóticos sino también según investigaciones como la que reseñamos a
continuación. En este experimento se adiestró a varios monos rhesus a emitir una respuesta anticipada de
temor ante un determinado sonido sometiéndoles a una descarga eléctrica inmediatamente después de
escucharlo. Los monos tenían que aprender a evitar la descarga empujando una palanca cada vez que oían
el sonido. Luego se dispuso a los simios por parejas en jaulas separadas cuya única comunicación posible
era a través de un circuito cerrado de televisión que sólo les permitía ver una imagen del rostro de su
compañero. De este modo, cada vez que uno de los monos escuchaba el sonido que anticipaba la
descarga, su cara reflejaba el miedo y, en el momento en que el otro mono veía ese semblante, evitaba la
descarga empujando la palanca. Todo un acto de empatía... por no decir de altruismo.
Una vez que se comprobó que los primates son capaces de leer las emociones en el rostro de sus
semejantes, los investigadores introdujeron largos y finos electrodos en sus cerebros para detectar el menor
indicio de actividad de determinadas neuronas.
Los electrodos insertados en las neuronas del córtex visual y de la amígdala mostraban que, cuando
un mono veía el rostro del otro, la información afectaba, en primer lugar, a las neuronas del córtex visual y
posteriormente a las de la amígdala. Este es el camino normal que sigue la información emocionalmente
más relevante. Pero el descubrimiento más sorprendente de esta investigación fue la identificación de
determinadas neuronas del córtex visual que clínicamente parecen activarse en respuesta a expresiones
faciales o gestos concretos, como una boca amenazadoramente abierta, una mueca de miedo o una
inclinación de sumisión. Y estas neuronas son distintas a aquellas otras situadas en la misma zona que
permiten el reconocimiento de los rostros familiares.
Esto podría significar que el cerebro es un instrumento diseñado para reaccionar ante expresiones
emocionales concretas o. dicho de otro modo, que la empatía es un imponderable biológico.
Según Brothers, otra investigación en la que se sometió a observación a un grupo de monos en
estado salvaje a los que se habían seccionado las conexiones existentes entre la amígdala y el córtex,
demuestra el importante papel que desempeña la vía amigdalocortical en la percepción y respuesta ante las
emociones.
Cuando fueron devueltos a su manada, estos monos seguían siendo capaces de desempeñar tareas
ordinarias como alimentarse o subirse a los árboles pero habían perdido la capacidad de dar una respuesta
emocional adecuada a los otros miembros de la manada.
La situación era tal que llegaban incluso a huir cuando otro mono se les acercaba amistosamente, y
terminaban viviendo aislados y evitando todo contacto con el grupo.
Según Brothers, las zonas del córtex en las que se concentran las neuronas especializadas en la
emoción están directamente ligadas a la amígdala. De este modo, el circuito amigdalocortical resulta
fundamental para identificar las emociones y desempeña un papel crucial en la elaboración de una
respuesta apropiada.
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«El valor de este sistema para la supervivencia —afirma Brothers— resulta manifiesto en el caso de
los primates. La percepción de que otro individuo se aproxima pone rápidamente en funcionamiento una
pauta concreta de respuesta fisiológica, adecuado al propósito del otro, según sea propinar un mordisco,
desparasitar o copular».
La investigación realizada por Robert Levenson, psicólogo de la Universidad de Berkeley, sugiere la
existencia de un fundamento similar de la empatía en el caso de los seres humanos. El estudio de
Levenson se realizó con parejas casadas que debían tratar de identificar qué era lo que estaba sintiendo su
cónyuge en el transcurso de una acalorada discusión. El método era muy sencillo ya que, mientras los
miembros de la pareja discutían alguna cuestión problemática que afectara al matrimonio —la educación de
los hijos, los gastos, etcétera—, eran grabados en vídeo y sus respuestas fisiológicas eran también
monitorizadas. Posteriormente, cada miembro de la pareja veía el vídeo y narraba lo que ella o él sentían en
cada uno de los momentos de la interacción y luego volvía a mirar la filmación pero tratando, esta vez, de
identificar los sentimientos del otro.
El mayor grado de empatía tenía lugar en aquellos matrimonios cuya respuesta fisiológica
coincidía, es decir, en aquéllos en los que el aumento de sudoración de uno de los cónyuges iba
acompañado del aumento de sudoración del otro y en los que el descenso de la frecuencia cardiaca del uno
iba seguido del descenso de la frecuencia del otro. En suma, era como si el cuerpo de uno imitara, instante
tras instante, las reacciones sutiles del otro miembro de la pareja. Pero, cuando estaban contemplando la
grabación, no podría decirse que tuvieran una gran empatía para determinar lo que su pareja estaba
sintiendo. Es como si sólo hubiera empatía entre ellos cuando sus reacciones fisiológicas se hallaban
sincronizadas.
Esto nos sugiere que cuando el cerebro emocional imprime al cuerpo una reacción violenta —como
la tensión de un enfado, por ejemplo— casi no es posible la empatía. La empatía exige la calma y la
receptividad suficientes para que las señales sutiles manifestadas por los sentimientos de la otra persona
puedan ser captadas y reproducidas por nuestro propio cerebro emocional.
LA EMPATÍA Y LA ÉTICA: LAS RAÍCES DEL ALTRUISMO
La frase «nunca preguntes por quién doblan las campanas porque están doblando por ti» es una de
las más célebres de la literatura inglesa. Las palabras de John Donne se dirigen al núcleo del vínculo
existente entre la empatía y el afecto, ya que el dolor ajeno es nuestro propio dolor. Sentir con otro es
cuidar de él y. en este sentido, lo contrario de la empaña seria la antipatía. La actitud empática está
inextricablemente ligada a los juicios morales porque éstos tienen que ver con víctimas potenciales.
¿Mentiremos para no herir los sentimientos de un amigo? ¿Visitaremos a un conocido enfermo o, por el
contrario, aceptaremos una inesperada invitación a cenar? ¿Durante cuánto tiempo deberíamos seguir
utilizando un sistema de reanimación para mantener con vida a una persona que, de otro modo, moriría?
Estos dilemas éticos han sido planteados por Martin Hoffman, un investigador de la empatía que
sostiene que en ella se asientan las raíces de la moral. En opinión de Hoffman, «es la empatía hacia las
posibles victimas, el hecho de compartir la angustia de quienes sufren, de quienes están en peligro o de
quienes se hallan desvalidos, lo que nos impulsa a ayudarlas». Y, más allá de esta relación evidente entre
empatía y altruismo en los encuentros interpersonales, Hoffman propone que la empatía —la capacidad de
ponernos en el lugar del otro— es, en última instancia, el fundamento de la comunicación.
Según Hoffman, el desarrollo de la empatía comienza ya en la temprana infancia. Como hemos visto,
una niña de un año de edad se alteró cuando vio a otro niño caerse y comenzar a llorar; su compenetración
con él era tan íntima que inmediatamente se puso el pulgar en la boca y sumergió la cabeza en el regazo
de su madre como si fuera ella misma quien se hubiera hecho daño.
Después del primer año, cuando los niños comienzan a tomar conciencia de que son una entidad
separada de los demás, tratan de calmar de un modo más activo el desconsuelo de otro niño ofreciéndole,
por ejemplo, su osito de peluche. A la edad de dos años, los niños comienzan a comprender que los
sentimientos ajenos son diferentes a los propios y así se vuelven más sensibles a las pistas que les
permiten conocer cuáles son realmente los sentimientos de los demás. Es en este momento, por ejemplo,
cuando pueden reconocer que la mejor forma de ayudar a un niño que llora es dejarle llorar a solas, sin
prestarle atención para no herir su orgullo.
En la última fase de la infancia aparece un nivel más avanzado de la empatía, y los niños pueden
percibir el malestar más allá de la situación inmediata y comprender que determinadas situaciones
personales o vitales pueden llegar a constituir una fuente de sufrimiento crónico. Es entonces cuando
suelen comenzar a preocuparse por la suerte de todo un colectivo, como, por ejemplo, los pobres, los
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oprimidos o los marginados, una preocupación que en la adolescencia puede verse reforzada por
convicciones morales centradas en el deseo de aliviar la injusticia y el infortunio ajeno.
Sea como fuere, lo cierto es que la empatía es una habilidad que subyace a muchas facetas del juicio
y de la acción ética. Una de estas facetas es la «indignación empática» que John Stuart Mill describiera
como «el sentimiento natural de venganza alimentado por la razón, la simpatía y el daño que nos causan
los agravios de que otras personas son objeto» y que calificara como «el custodio de la justicia». Otro
ejemplo en el que resulta evidente que la empatía puede sustentar la acción ética es el caso del testigo que
se ve obligado a intervenir para defender a una posible víctima. Según ha demostrado la investigación,
cuanta más empatía sienta el testigo por la víctima, más posibilidades habrá de que se comprometa en su
favor. Existe cierta evidencia de que el grado de empatía experimentado por la gente condiciona sus juicios
morales. Por ejemplo, estudios realizados en Alemania y Estados Unidos demuestran que cuanto más
empática es la persona, más a favor se halla del principio moral que afirma que los recursos deben
distribuirse en función de las necesidades.
UNA VIDA CARENTE DE EMPATÍA: LA MENTALIDAD DEL AGRESOR.
LA MORAL DEL SOCIOPATA
Eric Eckardt se vio involucrado en un miserable delito. Cuando era guardaespaldas de la patinadora
Tonya Harding preparó un brutal atentado contra su eterna rival, Nancy Kerrigan, medalla de oro en las
olimpiadas de invierno de 1994, a consecuencia del cual quedó seriamente maltrecha y tuvo que dejar su
entrenamiento durante varios meses. Pero cuando Eckardt vio la imagen de la sollozante Kerrigan en
televisión, tuvo un súbito arrepentimiento y entonces llamó a un amigo para contarle su secreto, iniciando
así la secuencia de acontecimientos que terminó abocando a su detención. Tal es el poder de la empatía.
Pero, por desgracia, las personas que cometen los delitos más execrables suelen carecer de toda
empatía. Los violadores, los pederastas y las personas que maltratan a sus familias comparten la misma
carencia psicológica, son incapaces de experimentar la empatía, y esa incapacidad de percibir el
sufrimiento de los demás les permite contarse las mentiras que les infunden el valor necesario para
perpetrar sus delitos. En el caso de los violadores, estas mentiras tal vez adopten la forma de pensamientos
como «a todas las mujeres les gustaría ser violadas» o «el hecho de que se resista sólo quiere decir que no
le gusta poner las cosas fáciles».
En este mismo sentido, la persona que abusa sexualmente de un niño quizás se diga algo así como
«yo no quiero hacerle daño, sólo estoy mostrándole mi afecto», o bien «ésta es simplemente otra forma de
cariño». Por su parte, el padre que pega a sus hijos posiblemente piense «ésta es la mejor de las
disciplinas». Todas estas justificaciones, expresadas por personas que han recibido tratamiento por las
conductas que acabamos de reseñar, son las excusas que se repiten cuando violentan a sus victimas o se
preparan para hacerlo.
La notable falta de empatía que presentan estas personas cuando agreden a sus víctimas suele
formar parte de un ciclo emocional que termina precipitando su crueldad. Veamos, por ejemplo, la
secuencia emocional típica que conduce a un delito como el abuso sexual de un niño. El ciclo se inicia
cuando la persona comienza a sentirse alterada: inquieta, deprimida o aislada. Estos sentimientos pueden
ser activados por la contemplación de una pareja feliz en la televisión, lo que le lleva a sentirse
inmediatamente deprimido por su propia soledad. Es entonces cuando busca consuelo en su fantasía
favorita, que suele ser la afectuosa amistad con un niño, una fantasía que paulatinamente va adquiriendo
un cariz cada vez más sexual y suele terminar en la masturbación. Tal vez entonces el agresor experimente
un alivio momentáneo pero la tregua es muy breve y la depresión y la sensación de soledad retornan con
más virulencia que antes. Entonces es cuando el agresor comienza a pensar en la posibilidad de llevar a la
práctica su fantasía repitiéndose justificaciones del tipo «si el niño no sufre ninguna violencia física, no le
estoy haciendo ningún daño» o «si no quisiera hacer el amor conmigo tratara de evitarlo».
A estas alturas, el agresor ve al niño a través de la lente de sus perversas fantasías, sin la menor
muestra de empatía por sus sentimientos. Esta indiferencia emocional es la que determina la escalada de
los hechos subsiguientes, desde la elaboración del plan para encontrar a un niño solo, pasando por la
minuciosa consideración de los pasos a seguir, hasta llegar a la ejecución del plan.
Y todo esto se realiza como si la víctima careciera de sentimientos; muy al contrario, el agresor no
percibe sus verdaderos sentimientos (asco, miedo y rechazo) porque, en caso de hacerlo, podría llegar a
arruinar sus planes y, en cambio, proyecta la actitud cooperante de la víctima.
La falta de empatía es precisamente uno de los focos principales en los que se centran los nuevos
tratamientos diseñados para la rehabilitación de esta clase de delincuentes. En uno de los programas más
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prometedores los agresores deben leer los desgarradores relatos de este tipo de delitos contados desde la
perspectiva de la víctima y contemplar videos en los que las víctimas narran desconsoladamente lo que
experimentaron cuando sufrieron la agresión. Luego, el agresor tiene que escribir acerca de su propio delito
pero poniéndose, esta vez, en el lugar de la víctima y, por último, debe representar el episodio en cuestión
desempeñando ahora el papel de víctima.
En opinión de William Pithers, psicólogo de la prisión de Vermont que ha desarrollado esta terapia de
cambio de perspectiva: «la empatía hacia la víctima transforma la percepción hasta el punto de impedir la
negación del sufrimiento, incluso a nivel de las propias fantasías», fortaleciendo así la motivación de los
hombres para combatir sus perversas urgencias sexuales. La proporción de agresores sexuales que,
después de pasar por este programa en prisión, reincidían, era la mitad que la de quienes no se sometieron
al programa. Si falta esta motivación empática, las otras fases del tratamiento no funcionarán
adecuadamente.
Pero si son pocas las esperanzas de infundir una mínima sensación de empatía en los agresores
sexuales de los niños, menos todavía lo son en el caso de otro tipo de criminales, como los psicópatas (a
los que los recientes diagnósticos psiquiátricos denominan soci6patas). El psicópata no sólo es una
persona aparentemente encantadora sino que también carece de todo remordimiento ante los actos más
crueles y despiadados. La psicopatía, la incapacidad de experimentar empatía o cualquier tipo de
compasión o, cuanto menos, remordimientos de conciencia, es una de las deficiencias emocionales más
desconcertantes. La explicación de la frialdad del psicópata parece residir en su comleta incapacidad para
establecer una conexión emocional profunda. Los criminales más despiadados, los asesinos sádicos
múltiples que se deleitan con el sufrimiento de sus victimas antes de quitarles la vida, constituyen el epitome
de la psicopatía. Los psicópatas también suelen ser mentirosos impenitentes dispuestos a manipular
cínicamente las emociones de sus victimas y a decir lo que sea necesario con tal de conseguir sus
objetivos. Consideremos el caso de Faro, un adolescente de diecisiete años, integrante de una banda de
Los Angeles, que causó la muerte de una mujer y de su hijo en un atropello que él mismo describía con
más orgullo que pesar. Mientras se hallaba conduciendo un coche junto a Leon Bing, quien estaba
escribiendo un libro sobre las pandillas de los Crips y los Bloods de la ciudad de Los Angeles, Faro quiso
hacer una demostración para Bing. Según relata éste, Faro «pareció enloquecer» cuando vio al «par de
tipos» que conducían el automóvil que iba detrás del suyo. Esto es lo que dice Bing acerca del incidente:
«El conductor, al percatarse de que alguien estaba mirándole, echó entonces una mirada a nuestro
coche y, cuando sus ojos tropezaron con los de Faro, se abrieron completamente durante un instante.
Entonces rompió el contacto visual y bajó los ojos hacia un lado. No cabía duda de que su mirada reflejaba
miedo.
Entonces Faro hizo una demostración a Bing de la fiera mirada que había lanzado a los ocupantes
del otro coche:
Me miró directamente y toda su cara se transformó, como si algún truco fotográfico lo hubiera
convertido en un aterrador fantasma que te aconseja que no aguantes la mirada desafiante de este chico,
una mirada que dice que nada le preocupa, ni tu vida ni la suya.»
Es evidente que hay muchas explicaciones plausibles de una conducta tan compleja como ésta. Una
de ellas podría ser que la capacidad de intimidar a los demás tiene cierto valor de supervivencia cuando
uno debe vivir en entornos violentos en los que la delincuencia es algo habitual. En tales casos, el exceso
de empatía podría ser contraproducente. Así pues, en ciertos aspectos de la vida, una oportuna falta de
empatía puede ser una «virtud» (desde el «policía malo» de los interrogatorios hasta el soldado
entrenado para matar). En este mismo sentido, las personas que han practicado torturas en estados
totalitarios refieren cómo aprendían a disociarse de los sentimientos de sus victimas para poder llevar a
cabo mejor su «trabajo».
Una de las formas más detestables de falta de empatía ha sido puesta de manifiesto accidentalmente
por una investigación que reveló que los maridos que agreden físicamente o incluso llegan a amenazar con
cuchillos o pistolas a sus esposas, se hallan aquejados de una grave anomalía psicológica, ya que, en
contra de lo que pudiera suponerse, estos hombres no actúan cegados por un arrebato de ira sino en un
estado frío y calculado. Y, lo que es más, esta anomalía era más patente a medida que su cólera
aumentaba y la frecuencia de sus latidos cardiacos disminuía en lugar de aumentar (como suele ocurrir en
los accesos de furia), lo cual significa que cuanto más beligerantes y agresivos se sienten, mayor es su
tranquilidad fisiológica. Su violencia, pues, parece ser un acto de terror calculado, una forma de controlar a
sus esposas sometiéndolas a un régimen de terror.
Los maridos que muestran una crueldad brutal constituyen un caso aparte entre los hombres que
maltratan a sus esposas. Como norma general, también suelen mostrarse muy violentos fuera del
matrimonio, suelen buscar pelea en los bares o están continuamente discutiendo con sus compañeros de
trabajo y sus familiares. Así pues, aunque la mayor parte de los hombres que maltratan a sus esposas
actúan de manera impulsiva —bien sea movidos por el enfado que les produce sentirse rechazados o
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celosos, o debido al miedo a ser abandonados— los agresores fríos y calculadores golpean a sus esposas
sin ninguna razón aparente y. una vez que han empezado, no hay nada que éstas puedan hacer —ni
siquiera el intento de abandonarles— para aplacar su violencia.
Algunos estudiosos de los psicópatas criminales sospechan que esta capacidad de manipular
fríamente a los demás, esta total ausencia de empatía y de afecto, puede originarse en un defecto
neurológico.* Existen dos pruebas que apuntan a la existencia de un posible fundamento fisiológico de las
psicopatías más crueles, pruebas que sugieren la implicación de vías neurológicas ligadas al sistema
límbico. En un determinado experimento se midieron las ondas cerebrales del sujeto mientras éste trataba
de descifrar una serie de palabras entremezcladas, proyectadas a una velocidad aproximada de diez
palabras por segundo. La mayor parte de las personas reaccionan de un modo diferente ante las palabras
que conllevan una poderosa carga emocional, como matar, que ante las palabras neutras, como silla, por
ejemplo. Dicho de otro modo, la mayoría de las personas son capaces de reconocer rápidamente las
palabras cargadas emocionalmente y sus cerebros muestran patrones de onda característicamente
diferentes en respuesta a las palabras cargadas emocionalmente y a las palabras neutras. Los psicópatas,
por el contrario, adolecen de este tipo de reacción y sus cerebros no muestran ningún patrón distintivo que
les permita discernir las palabras emocionalmente cargadas y tampoco responden más rápidamente a ellas,
lo cual parece sugerir algún tipo de disfunción en el circuito que conecta la región cortical en donde se
reconocen las palabras con el sistema límbico, el área del cerebro que asocia un determinado sentimiento a
cada palabra.
En opinión de Robert Hare, el psicólogo de la Universidad de la Columbia Británica que ha llevado a
cabo esta investigación, los psicópatas tienen una comprensión muy superficial del contenido emocional de
las palabras, un reflejo de la falta de profundidad de su mundo afectivo. Según Hare, la indiferencia de los
psicópatas se asienta en una pauta fisiológica ligada a ciertas irregularidades funcionales de la amígdala y
de los circuitos neurológicos relacionados con ella. En este sentido, los psicópatas que reciben una
descarga eléctrica no muestran los síntomas de miedo que son normales en las personas cuando sufren
dolor. Es precisamente el hecho de que la expectativa del dolor no suscita en ellos ninguna reacción de
ansiedad lo que, en opinión de Hare, justifica que los psicópatas no se preocupen por las posibles
consecuencias de sus actos. Y su incapacidad de experimentar el miedo es la que da cuenta de su
ausencia de toda empatía —o compasión— hacia el dolor y el miedo de sus victimas.
* Una breve nota de advertencia: si bien puede hablarse de la existencia de ciertas pautas biológicas
que intervengan en algunos tipos de delito —como, por ejemplo, algún defecto neurológico que impida la
empatía—, ello no nos permite inferir que todos los delincuentes sufran algún deterioro biológico o que
exista un determinante biológico de la delincuencia. Este tema ha suscitado enormes controversias aunque,
por el momento, sólo se ha logrado cierto consenso de que no existe ningún determinante biológico de que
tampoco puede hablarse de «genes criminales»,. Así pues, aunque, con determinados casos pueda
hablarse de un fundamento fisiológico de la falta de empatía, ello no supone, en modo alguno, que esa
disfunción aboque inexorablemente al delito. La falta de empatía debe ser considerada como uno más de
los factores psicológicos, económicos y sociales que pueden abocar a la delincuencia.
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8. LAS ARTES SOCIALES
Como sucede con tanta frecuencia entre hermanos, Len, de cinco años de edad, perdió la paciencia
con Jay, de dos años y medio, porque había desordenado las piezas del Lego con las que estaban jugando
y en un ataque de rabia le mordió. Su madre, al escuchar los gritos de dolor de Jay, se apresuró entonces a
regañar a Len, ordenándole que recogiera en seguida el objeto de la disputa. Y ante aquello, que debió de
parecerle una gran injusticia, Len rompió a llorar, pero su madre, enojada, se negó a consolarle.
Fue entonces cuando el agraviado Jay, preocupado con las lágrimas de su hermano mayor, se
aprestó a consolarle. Y esto fue, más o menos, lo que ocurrió:’
—¡No llores más, Len! —imploró Jay— ¡Deja de llorar, hermano, deja de llorar!
Pero, a pesar de sus súplicas, Len continuaba llorando. Entonces Jay se dirigió a su madre
diciéndole:
—¡Len está llorando, mamá! ¡Len está llorando! ¡Mira, mira. Len está llorando!
Luego, dirigiéndose al desconsolado Len, Jay adoptó un tono materno, susurrándole:
—¡No llores, Len!
No obstante, Len seguía llorando. Así que Jay intentó otra táctica, ayudándole a guardar en su bolsa
las piezas del Lego con un amistoso.
—¡Mira! ¡Yo las meto en la bolsa para Lenny!
Pero como aquello tampoco funcionó, el ingenioso Jay ensayó una nueva estrategia, la distracción.
Entonces cogió un coche de juguete y trató de llamar con él la atención de Len:
—Mira quién está dentro del coche, Len. ¿Quién es?
Pero Len seguía sin mostrar el menor interés. Estaba realmente consternado y sus lágrimas parecían
no tener fin. Entonces su madre, perdiendo la paciencia, recurrió a una clásica amenaza:
—¿Quieres que te pegue?
—¡ No! —balbució entonces Len.
—¡Pues deja ya de llorar! —concluyó la madre, exasperada, con firmeza.
—¡Lo estoy intentando! —farfulló Len, en un tono patético y jadeante, a través de sus lágrimas.
Y eso fue lo que despertó la estrategia final de Jay que, imitando el tono autoritario y amenazante de
su madre, ordenó: — ¡Deja de llorar, Len! ¡Acaba ya de una vez!
Este pequeño drama doméstico evidencia muy claramente la sutileza emocional que puede
desplegar un mocoso de poco más de dos años para influir sobre las emociones de otra persona. En su
apremiante intento de consolar a su hermano, Jay desplegó un amplio abanico de tácticas que iban desde
la súplica hasta la ayuda, pasando por la distracción, la exigencia e incluso la amenaza, un auténtico
repertorio que había aprendido de lo que otros habían intentado con él. Pero, en cualquiera de los casos, lo
que ahora nos importa es subrayar que, incluso a una edad tan temprana, los niños disponen de un
auténtico arsenal de tácticas dispuestas para ser utilizadas.
Como sabe cualquier padre, el despliegue de empatía y compasión demostrado por Jay no es, en
modo alguno, universal. Es igual de probable que un niño de esta edad considere la angustia de su
hermano como una oportunidad para vengarse de él y hostigarle más aún. Las mismas habilidades
mostradas por Jay podrían haber sido utilizadas para fastidiar o atormentar a su hermano. No obstante, ello
no haría sino confirmar la presencia de una aptitud emocional fundamental, la capacidad de conocer los
sentimientos de los demás y de hacer algo para transformarlos, una capacidad que constituye el
fundamento mismo del sutil arte de manejar las relaciones.
Pero para llegar a dominar esta capacidad, los niños deben poder dominarse previamente a si
mismos, deben poder manejar sus angustias y sus tensiones, sus impulsos y su excitación, aunque sea de
un modo vacilante, puesto que para poder conectar con los demás es necesario un mínimo de sosiego
interno. Es precisamente en este período cuando, en lugar de recurrir a la fuerza bruta, aparecen los
primeros rasgos distintivos de la capacidad de controlar las propias emociones, de esperar sin gimotear, de
razonar o de persuadir (aunque no siempre elijan estas opciones).
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La paciencia constituye una alternativa a las rabietas —al menos de vez en cuando— y los primeros
signos de la empatía comienzan a aparecer alrededor de los dos años de edad (fue precisamente la
empatía —la raíz de la compasión— la que impulsó a Jay a intentar algo tan difícil como tranquilizar a su
desconsolado hermano).
Así pues, el requisito para llegar a controlar las emociones de los demás —para llegar a dominar el
arte de las relaciones— consiste en el desarrollo de dos habilidades emocionales fundamentales: el
autocontrol y la empatía.
Es precisamente sobre la base del autocontrol y la empatía sobre la que se desarrollan las
«habilidades interpersonales». Estas son las aptitudes sociales que garantizan la eficacia en el trato con los
demás y cuya falta conduce a la ineptitud social o al fracaso interpersonal reiterado. Y también es
precisamente la carencia de estas habilidades la causante de que hasta las personas intelectualmente más
brillantes fracasen en sus relaciones y resulten arrogantes, insensibles y hasta odiosas. Estas habilidades
sociales son las que nos permiten relacionarnos con los demás, movilizarles, inspirarles, persuadirles,
influirles y tranquilizarles profundizar, en suma, en el mundo de las relaciones.
LA EXPRESIÓN DE LAS EMOCIONES
La capacidad de expresar los propios sentimientos constituye una habilidad social fundamental. Paul
Ekman utiliza el término despliegue de roles para referirse al consenso social en el que resulta adecuado
expresar los sentimientos, un dominio en el que existe una enorme variabilidad intercultural. Ekman y sus
colegas estudiaron las reacciones faciales de los estudiantes japoneses ante una película que mostraba
escenas de una circuncisión ritual de los adolescentes aborígenes descubriendo que, cuando los
estudiantes contemplaban la película en presencia de alguna figura de autoridad, sus rostros apenas si
reaccionaban, pero cuando creían que estaban solos (aunque, en realidad, estaban siendo filmados por tina
cámara oculta), sus rostros mostraban un amplio abanico de emociones que iban desde la tensión hasta el
miedo y la repugnancia.
Existen varios tipos fundamentales de despliegue de roles. Uno de ellos consiste en minimizar las
emociones (la norma japonesa para expresar los sentimientos en presencia de una figura de autoridad que
consiste en esconder el disgusto tras una cara de póker). Otro consiste en exagerar lo que uno siente
magnificando la expresión emocional (una estrategia utilizada con mucha frecuencia por los niños
pequeños que consiste en fruncir patéticamente el ceño y estremecer los labios mientras se quejan a su
madre de que sus hermanos mayores les toman el pelo). Un tercero consiste en sustituir un sentimiento
por otro (algo que suele tener lugar, por ejemplo, en aquellas culturas orientales en las que decir «no» se
considera de mala educación y. en su lugar, se expresan emociones positivas aunque falsas). El
conocimiento de estas estrategias y del momento en que pueden manifestarse constituye un factor esencial
de la inteligencia emocional.
El aprendizaje del despliegue de los roles tiene lugar a una edad muy temprana. Se trata de un
aprendizaje que sólo es parcialmente explícito (el aprendizaje, por ejemplo, que tiene lugar cuando
enseñamos a un niño a ocultar su desengaño ante el espantoso regalo de cumpleaños que acaba de
entregarle su bienintencionado abuelo) y que suele conseguir mediante un proceso de modelado, con el
que los niños aprenden lo que tienen que hacer viendo lo que hacen los demás. En la educación
sentimental las emociones son, al mismo tiempo, el medio y el mensaje. Si el padre, por ejemplo, le dice a
su hijo que «sonría y le dé las gracias al abuelo» con un tono enfadado, severo y frío que desaprueba el
mensaje en lugar de aprobarlo cordialmente, es muy probable que el niño aprenda una lección muy
diferente y que responda a su abuelo con un desaprobador y seco «gracias». Y, del mismo modo, el efecto
sobre el abuelo será muy diferente en ambos casos: en el primero estará contento (aunque engañado),
mientras que en el segundo estará dolido por la confusión implícita del mismo mensaje.
La consecuencia inmediata del despliegue emocional es el impacto que provoca en el receptor. En el
caso que estamos considerando, el rol que aprende el niño es algo así como «esconde tus verdaderos
sentimientos cuando puedan herir a alguien a quien quieras y sustitúyelos por otros que, aunque sean
falsos, resulten menos dolorosos». Las reglas que rigen la expresión de las emociones no sólo forman parte
del léxico de la educación social sino que también dictan la forma en que nuestros sentimientos afectan a
los demás. El conocimiento y el uso adecuado de estas reglas nos lleva a causar el impacto óptimo
mientras que su ignorancia, por el contrario, fomenta el desastre emocional.
Los actores son verdaderos maestros en el despliegue de las emociones y su expresividad despierta
la respuesta de su audiencia. Y no cabe duda de que hay personas que son verdaderos actores natos. Pero
subrayemos que, en cualquiera de los casos, el aprendizaje del despliegue de los roles varia en función de
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los modelos de que dispongamos y que, en este sentido, existe una extraordinaria variabilidad entre los
diversos individuos.
LA EXPRESIVIDAD Y EL CONTAGIO EMOCIONAL
Al comienzo de la guerra del Vietnam, un pelotón norteamericano se hallaba agazapado en un
arrozal luchando con el Vietcong cuando, de repente, una fila de seis monjes comenzó a caminar por el
sendero elevado que separaba un arrozal de otro.
Completamente serenos y ecuánimes, los monjes se dirigían directamente hacia la línea de fuego.
«Caminaban perfectamente en línea recta —recuerda David Bush, uno de los soldados integrantes
de aquel pelotón— sin desviarse a la derecha ni a la izquierda. Fue muy extraño pero nadie les disparó un
solo tiro y, después de que hubieran atravesado el sendero, la lucha concluyó. Nadie pareció querer seguir
combatiendo, al menos no aquel día. Y lo mismo debió de haber ocurrido en el bando contrario porque
todos dejamos de disparar, simplemente dejamos de disparar».
El poder del valiente y silencioso desfile de los monjes que apaciguó a los soldados en pleno campo
de batalla ilustra uno de los principios fundamentales de la vida social: el hecho de que las emociones son
contagiosas. A decir verdad, este ejemplo constituye un caso extremo, puesto que la mayor parte del
contagio emocional tiene lugar de forma mucho más sutil y es parte del intercambio tácito que se da en todo
encuentro interpersonal.
En cada relación subyace un intercambio subterráneo de estados de ánimo que nos lleva a percibir
algunos encuentros como tóxicos y otros, en cambio, como nutritivos. Este intercambio emocional suele
discurrir a un nivel tan sutil e imperceptible que la forma en que un vendedor le dé las gracias puede hacerle
sentir ignorado, resentido o auténticamente bienvenido y valorado. Nosotros percibimos los sentimientos de
los demás como si se tratase de una especie de virus social.
En cada encuentro que sostenemos emitimos señales emocionales y esas señales afectan a las
personas que nos rodean. Cuanto más diestros somos socialmente, más control tenemos sobre las señales
que emitimos; a fin de cuentas, las reglas de urbanidad son una forma de asegurarnos de que ninguna
emoción desbocada dificultará nuestra relación (una regla social que, cuando afecta a las relaciones
intimas, resulta sofocante). La inteligencia emocional incluye el dominio de este intercambio; «popular» y
«encantador» son términos con los que solemos referirnos a las personas con quienes nos agrada estar
porque sus habilidades emocionales nos hacen sentir bien. Las personas que son capaces de ayudar a los
demás constituyen una mercancía social especialmente valiosa, son las personas a quienes nos dirigimos
cuando tenemos una gran necesidad emocional puesto que, lo queramos o no, cada uno de nosotros forma
parte del equipo de herramientas de transformación emocional con que cuentan los demás.
Veamos ahora otro claro ejemplo de la sutileza con que las emociones se transmiten de una persona
a otra. En un determinado experimento, dos voluntarios, tras rellenar un formulario en el que se describía su
estado de ánimo, se sentaban simplemente en parejas (compuestas por una persona muy comunicativa y
otra completamente inexpresiva) a esperar que el experimentador regresara a la habitación. Un par de
minutos más tarde, el experimentador volvía y les pedía que rellenaran otro formulario. El resultado del
experimento en cuestión demostró que el estado de ánimo del individuo más expresivo se transmitía
invariablemente al más pasivo. ¿Cómo tiene lugar esta mágica transformación? La respuesta más probable
es que el inconsciente reproduzca las emociones que ve desplegadas por otra persona a través de un
proceso no consciente de imitación de los movimientos que reproduce su expresión facial, sus gestos, su
tono de voz y otros indicadores no verbales de la emoción. Mediante este proceso, el sujeto recrea en sí
mismo el estado de ánimo de la otra persona en una especie de versión libre del método Stanislavsky (un
método en el que el actor recurre al recuerdo de las posturas, los movimientos y otras expresiones de
alguna emoción intensa que haya experimentado en el pasado para evocar la actualización de esos mismos
sentimientos).
La imitación cotidiana de los sentimientos suele ser algo muy sutil. Ulf Dimberg, un investigador
sueco de la Universidad de Uppsala, descubrió que, cuando las personas ven un rostro sonriente o un
rostro enojado, la musculatura de su propio rostro tiende a experimentar una transformación sutil en el
mismo sentido, una transformación que, si bien no resulta evidente, si que puede manifestarse mediante el
uso de sensores electrónicos.
El sentido de la transferencia de estados de ánimo entre dos personas va desde la más expresiva
hasta la más pasiva. No obstante, existen personas especialmente proclives al contagio emocional, ya que
su sensibilidad innata hace que su sistema nervioso autónomo (un indicador de la actividad emocional) se
active con más facilidad. Esta habilidad parece hacerlos tan impresionables que un mero anuncio puede
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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hacerles llorar mientras que un comentario banal con alguien alegre puede llegar a animarles (lo cual, por
cierto, les convierte en personas muy empáticas porque se ven fácilmente conmovidas por los sentimientos
de los demás).
John Cacioppo, el psicólogo social de la Universidad de Ohio que ha estudiado este tipo de
intercambio emocional sutil, señala que «comprendamos o no la mímica de la expresión facial, basta con
ver a alguien expresar una emoción para evocar ese mismo estado de ánimo. Esto es algo que nos sucede
de continuo, una especie de danza, una sincronía, una transmisión de emociones.
«Y es esta sincronización de estados de ánimo la que determina el que usted se sienta bien o mal en
una determinada relación».
El grado de armonía emocional que experimenta una persona en un determinado encuentro se
refleja en la forma en que adapta sus movimientos físicos a los de su interlocutor (un indicador de
proximidad que suele tener lugar fuera del alcance de la conciencia). Una persona se mueve en el mismo
momento en que la otra deja de hablar, ambas cambian de postura simultáneamente o una se acerca al
mismo tiempo que la otra retrocede. Esta especie de coreografía puede llegar a ser tan sutil que ambas
personas se muevan en sus sillas al mismo ritmo. Así, la reciprocidad que articula los movimientos de la
gente que se encuentra emocionalmente vinculada presenta la misma sincronía que Daniel Stern descubrió
en aquellas madres que se encuentran sintonizadas con sus hijos.
La sincronía parece facilitar la emisión y recepción de estados de ánimo, aunque se trate de estados
de ánimo negativos. Por ejemplo, en una determinada investigación sobre la sincronía física se estudió en
situación de laboratorio la forma en que las mujeres deprimidas discutían con su pareja descubriendo que,
cuanto mayor era el grado de sincronía no verbal en las parejas, peor se sentían los compañeros de las
mujeres deprimidas al finalizar la discusión, como si hubieran quedado atrapados en el estado de ánimo
negativo de su pareja. En resumen, pues, parece que cuanto mayor es el grado de sintonía física existente
entre dos personas, mayor es la semejanza entre sus estados de ánimo, sin importar tanto el que éste sea
optimista o pesimista.
La sincronía entre maestros y discípulos constituye también un indicador del grado de relación
existente entre ellos, y los estudios realizados en el aula señalan que cuanto mayor es el grado de
coordinación de movimientos entre maestro y discípulo, mayor es también la amabilidad, satisfacción,
entusiasmo, interés y tranquilidad con que interactúan. Hablando en términos generales, podríamos decir
que el alto nivel de sincronía de una determinada interacción es un indicador del grado de relación
existente entre las personas implicadas. Frank Bernieri, el psicólogo de la Universidad del Estado de
Oregón que llevó a cabo este estudio me contaba que «la comodidad o incomodidad que experimentamos
con los demás es, en cierto modo, física. Para que dos personas se sientan a gusto y coordinen sus
movimientos, deben tener ritmos compatibles. La sincronía refleja la profundidad de la relación existente
entre los implicados y, cuanto mayor es el grado de compromiso, más interrelacionados se hallan sus
estados de ánimo, sean éstos positivos o negativos».
En resumen, la coordinación de los estados de ánimo constituye la esencia del rapport, la versión
adulta de la sintonía que la madre experimenta con su hijo. Cacioppo propone que uno de los factores
determinantes de la eficacia interpersonal consiste en la destreza con que la gente mantiene la sincronía
emocional.
Quienes son más diestros en sintonizar con los estados de ánimo de los demás o en imponer a los
demás sus propios estados de ánimo son también emocionalmente más amables. El rasgo distintivo de un
auténtico líder consiste precisamente en su capacidad para conectar con una audiencia de miles de
personas. Y, por esta misma razón, Cacioppo afirma también que las personas que tienen dificultades para
captar y transmitir las emociones suelen tener problemas de relación, puesto que despiertan la incomodidad
de los demás sin que éstos puedan explicar claramente el motivo.
Ajustar el tono emocional de una determinada interacción constituye, en cierto modo, un signo de
control profundo e intimo que condiciona el estado de ánimo de los demás. Es muy probable que este poder
para inducir emociones se asemeje a lo que en biología se denomina zeitgeber, un «temporizador», un
proceso que, al igual que ocurre con el ciclo día-noche o con las fases mensuales de la luna, impone un
determinado ritmo biológico (en el caso del baile, por ejemplo, la música constituye un zeitgeber corporal).
En lo que se refiere a las relaciones interpersonales, la persona más expresiva —la persona más
poderosa— suele ser aquélla cuas emociones arrastran a la otra. En este sentido, también hay que decir
que el elemento dominante de la pareja es el que habla más, mientras que el elemento subordinado es
quien más observa el rostro del otro, una forma también de manifestar el afecto. Y, por ese mismo motivo,
el poder de un buen orador —un político o un evangelista, pongamos por caso— se mide por su capacidad
para movilizar las emociones de su audiencia.6 Esto es precisamente lo que queremos decir cuando
afirmamos que «los tiene en la palma de la mano». La movilización emocional constituye la esencia
misma de la capacidad de influir en los demás.
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LOS RUDIMENTOS DE LA INTELIGENCIA SOCIAL
Es hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo por la hierba. Reggie tropieza,
se lastima la rodilla y comienza a llorar mientras todos los demás siguen con sus juegos, excepto Roger,
que se detiene junto a él. Cuando los sollozos de Reggie se acallan, Roger se agacha y se frota la rodilla
diciendo: «¡yo también me he lastimado!»
Thomas Hatch, colega de Howard Gardner en Spectrum, una escuela basada en el concepto de la
inteligencia múltiple, cita a Roger como un modelo de inteligencia interpersonal. Al parecer, Roger tiene una
rara habilidad en reconocer los sentimientos de sus compañeros y en establecer un contacto rápido y
amable con ellos. Él fue el único que se dio cuenta del estado y del sufrimiento de Reggie, y también fue el
único que trató de consolarle aunque sólo pudiera ofrecerle su propio dolor, un gesto que denota una
habilidad especial para la conservación de las relaciones próximas —sea en el matrimonio, la amistad o el
mundo laboral—, una habilidad que, en el caso de un preescolar, augura la presencia de un ramillete de
talentos que irán floreciendo a lo largo de toda la vida.
El talento de Roger representa una de las cuatro habilidades identificadas por Hatch y Gardner como
los elementos que componen la inteligencia emocional:
•Organización de grupos. La habilidad esencial de un líder consiste en movilizar y coordinar los
esfuerzos de un grupo de personas. Ésta es la capacidad que podemos advertir en los directores y
productores de teatro, en los oficiales del ejército y en los dirigentes eficaces de todo tipo de organizaciones
y grupos. En el patio de recreo se trata del niño que decide a qué jugarán, el niño que termina
convirtiéndose en el capitán del equipo.
•Negociar soluciones. El talento del mediador consiste en impedir la aparición de conflictos o en
solucionar aquéllos que se declaren. Las personas que presentan esta habilidad suelen descollar en el
mundo de los negocios, en el arbitrio y la mediación de conflictos y también pueden hacer carrera en el
cuerpo diplomático, en el mundo del derecho, como intermediarios o como consejeros de empresa. Son los
niños, en nuestro caso, que resuelven las disputas que se presentan en el patio de recreo.
•Conexiones personales. Esta es la habilidad que acabamos de reseñar en Roger, una habilidad
que se asienta en la empatía, favorece el contacto con los demás, facilita el reconocimiento y el respeto por
sus sentimientos y sus intereses y permite, en suma, el dominio del sutil arte de las relaciones. Estas
personas saben «trabajar en equipo» y suelen ser consortes responsables y buenos amigos o compañeros
de trabajo; en el mundo de los negocios son buenos vendedores o ejecutivos y también pueden ser
excelentes maestros. Los niños como Roger suelen llevarse bien con casi todo el mundo, no tienen
dificultades para jugar con otros niños y disfrutan haciéndolo. Estos niños tienden a ser muy buenos
leyendo las emociones de las expresiones faciales y también son muy queridos por sus compañeros.
•Análisis social. Esta habilidad consiste en ser capaces de detectar e intuir los sentimientos, los
motivos y los intereses de las personas, un conocimiento que suele fomentar el establecimiento de
relaciones con los demás y su profundización. En el mejor de los casos, esta capacidad les convierte en
competentes terapeutas o consejeros psicológicos y, en el caso de combinarse con el talento literario,
produce novelistas y dramaturgos muy dotados.
El conjunto de todas estas habilidades constituye la materia prima de la inteligencia interpersonal,
el ingrediente fundamental del encanto, del éxito social e incluso del carisma. Las personas socialmente
inteligentes pueden conectar fácilmente con los demás, son diestros en leer sus reacciones y sus
sentimientos y también pueden conducir, organizar y resolver los conflictos que aparecen en cualquier
interacción humana. Ellos son los líderes naturales, las personas que saben expresar los sentimientos
colectivos latentes y articularlos para guiar al grupo hacia sus objetivos. Son el tipo de personas con
quienes a los demás les gusta estar porque son emocionalmente nutricios, dejan a los demás de buen
humor y despiertan el comentario de que «es un placer estar con alguien así».
Estas habilidades interpersonales propician el desarrollo de otras facetas de la inteligencia
emocional. Las personas que causan una excelente impresión social, por ejemplo, son expertas en
controlar la expresión de sus emociones, son especialmente diestras en captar la forma en que reaccionan
los demás y son capaces de mantenerse continuamente en contacto con su actividad social y de ajustarla
para conseguir el efecto deseado. En este sentido, son actores especialmente habilidosos.
No obstante, si estas habilidades interpersonales no tienen el adecuado contrapeso de una clara
sensación de los propios sentimientos y necesidades y del modo de satisfacerlas, pueden terminar
abocando a un éxito social hueco, a una popularidad, en fin, conseguida pasando por encima de uno
mismo. Esta es, al menos, la hipótesis sostenida por Mark Snyder, un psicólogo de la Universidad de
Minnesota que ha estudiado a las personas cuyas habilidades sociales las convierten en verdaderos
camaleones sociales, campeones en causar buena impresión, el tipo de persona cuyo credo psicológico
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podría resumirse en aquella cita de W.H. Auden, en la que decía que la imagen que tenía de si mismo «es
muy distinta de la imagen que trato de crear en la mente de los demás para que puedan quererme». Esta
especie de mercantilismo emocional suele ocurrir cuando las habilidades sociales sobrepasan a la
capacidad de conocer y admitir los propios sentimientos ya que, para ser querido —o, por lo menos, para
gustar—, el camaleón social parece transformarse en lo que quieren aquéllos con quienes está. En opinión
de Snyder, el rasgo distintivo de quienes caen en esta pauta es que causan una impresión excelente pero
mantienen relaciones muy inestables y muy poco gratificantes. La pauta realmente saludable consiste, por
el contrario, en utilizar las habilidades sociales equilibradamente sin olvidarse de uno mismo.
Pero los camaleones sociales no dudan lo más mínimo en decir una cosa y hacer otra diferente,
malviviendo así con la contradicción entre su rostro público y su realidad privada, si ello les reporta un
mínimo de aprobación social. La psicoanalista Helena Deutsch llamaba a esas personas «personalidades
como si», personalidades que manifiestan una extraordinaria plasticidad para adaptarse a las señales que
reciben de quienes les rodean. «En la mayor parte de los casos —me dijo Snyder— la persona pública y la
persona privada se entremezclan adecuadamente, pero en otros casos, sin embargo, parecen constituir una
especie de calidoscopio de apariencias sumamente tornadizas. Son como Zelig, el personaje de Woody
Alíen que trataba desesperadamente de camuflarse en función de las personas con quienes se
encontraba».
Estas personas, en lugar de decir lo que verdaderamente sienten, tratan antes de buscar pistas sobre
lo que los demás quieren de ellos. Para llevarse bien y ser queridos por los demás, están dispuestos a ser
exageradamente amables hasta con las personas que les desagradan, y suelen utilizar sus habilidades
sociales para actuar en función de lo que exijan las diferentes situaciones sociales, de modo que pueden
representar personajes muy distintos en función de las personas con quienes se encuentran, cambiando de
la sociabilidad más efusiva, pongamos por caso, a la circunspección más reservada. A decir verdad, estos
rasgos son muy apreciados en ciertas profesiones que requieren un control eficaz de la impresión que se
causa, como ocurre en el mundo del teatro, el derecho, las ventas, la diplomacia y la política.
Existe, no obstante, otro tipo de control de las emociones más decisivo, que permite diferenciar entre
los camaleones sociales carentes de centro de gravedad que tratan de impresionar a todo el mundo y
aquellos otros que utilizan su destreza social más en consonancia con sus verdaderos sentimientos.
Estamos hablando de la integridad, de la capacidad que nos permite actuar según nuestros sentimientos y
valores más profundos sin importar las consecuencias sociales, una actitud emocional que puede conducir
a provocar una confrontación deliberada para trascender la falsedad y la negación, una forma de
clarificación que los camaleones sociales jamás podrán llevar a cabo.
LA GÉNESIS DE LA INCOMPETENCIA SOCIAL
No cabía la menor duda de que Cecil era brillante; era un universitario experto en varios idiomas
extranjeros y un soberbio traductor pero, en lo que respecta a las habilidades sociales más sencillas, se
mostraba completamente inútil. No sabía ni siquiera tener una conversación intrascendente sobre el tiempo,
y parecía absolutamente incapaz de la más rutinaria interacción social. Su falta de talento social resultaba
más patente cuando se hallaba con una mujer. Es por ello por lo que se preguntó si todo aquello no se
debería a algún tipo de «tendencias homosexuales latentes» —a pesar de no tener ningún tipo de fantasías
en ese sentido— y se decidió a emprender una terapia.
Como confió a su terapeuta, el problema real radicaba en su temor a que nada de lo que pudiera
decir interesara a nadie. Pero aquel miedo se asentaba en una profunda carencia de habilidades sociales.
Su nerviosismo durante los encuentros le llevaba a reír en los momentos más inoportunos aunque no lo
conseguía, sin embargo, por más que lo intentara, cuando alguien decía algo realmente divertido. Y esta
inadecuación se remontaba a la infancia porque durante toda su vida sólo se había sentido socialmente
cómodo cuando estaba con su hermano mayor quien, de algún modo, le facilitaba las cosas, pero apenas
salía de casa, su incompetencia era abrumadora y se sentía completamente inútil.
Lakin Phillips, un psicólogo de la Universidad George Washington, concluyó que las dificultades de
Cecil se originaban en su fracaso infantil para aprender las lecciones más elementales de la interacción
social:
¿Qué podría habérsele enseñado a Cecil? Hablar directamente a los demás, entablar contacto, no
esperar siempre que ellos dieran el primer paso, mantener una conversación más allá de los «síes», los
«noes» o los meros monosílabos, expresar gratitud, ceder el paso a los demás antes de cruzar una puerta,
esperar a servirse hasta que el otro se hubiera servido, dar las gracias, pedir «por favor», compartir y el
resto de habilidades sociales que comenzamos a enseñar a los niños a partir de los dos años de edad.
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No queda claro si la deficiencia de Cecil se debe al fracaso de los demás en enseñarle estos
rudimentos de civismo o a su propia incapacidad para aprenderlos. Pero sea cual fuere su origen, la historia
de Cecil resulta instructiva porque subraya la naturaleza esencial de las múltiples lecciones que el niño
aprende en la interacción sincrónica y en las reglas no escritas de la armonía social.
Y la consecuencia de un fracaso en el aprendizaje de estas reglas llega a incomodar a quienes nos
rodean. Es evidente que la función de estas reglas consiste en favorecer el intercambio social y que la
inadecuación genera ansiedad. Así pues, las personas que carecen de estas habilidades no sólo son
ineptas para las sutilezas de la vida social sino que también tienen dificultades para manejar las emociones
de la gente que les rodea e inevitablemente terminan generando perturbaciones a su alrededor.
Todos conocemos a personas como Cecil, personas con una enojosa falta de desenvoltura social,
personas que no parecen saber cuándo poner fin a una conversación o a una llamada telefónica y que
siguen hablando sin darse cuenta de todos los indicadores de despedida, personas cuya conversación gira
exclusivamente en torno a si mismos, personas que no muestran el menor interés en los demás y que
ignoran todo intento de cambiar de tema, entrometidos que siempre parecen tener a punto alguna pregunta
«indiscreta». Y todas estas desviaciones de la trayectoria social afable denotan una clara ignorancia de los
rudimentos de la interacción social.
Los psicólogos han acuñado el término disemia (del griego dys, que significa «dificultad» y semes,
que significa «señal») para referirse a la incapacidad para captar los mensajes no verbales, un punto en el
que un niño de cada diez suele tener problemas. Este problema puede radicar en ignorar la existencia de
un espacio personal (y permanecer, en consecuencia, demasiado cerca de las personas con quienes está
hablando e invadir su territorio), en interpretar o utilizar pobremente el lenguaje corporal, en interpretar o
utilizar inadecuadamente la expresividad facial (por ejemplo, no mirar a quien se habla) o una prosodia (la
cualidad emocional del habla) ciertamente deficiente que les lleva a hablar en un tono demasiado estridente
o demasiado monótono. En este sentido se ha investigado mucho sobre niños que muestran signos de
deficiencia social, niños cuya inadecuación les hace ser menospreciados o rechazados por sus
compañeros.
Si dejamos de lado a los fanfarrones, los niños suelen evitar a aquéllos otros que ignoran los
rudimentos de la interacción cara a cara, especialmente de las reglas implícitas que gobiernan el encuentro
interpersonal. Si un niño tiene dificultades en el lenguaje, las personas asumen que no es muy brillante o
que está poco educado, pero si tiene dificultades en lo que respecta a las reglas no verbales de la
interacción, se les suele considerar —especialmente sus compañeros— como «niños raros», niños a los
que hay que evitar. Estos son los niños que no saben jugar, que incomodan a los demás, que están, en
suma, «fuera de juego».
Son niños que no han llegado a dominar el lenguaje silencioso de las emociones y que
inconscientemente emiten mensajes que causan incomodidad.
Como dijo Stephen Nowicky, un psicólogo de la Universidad Emory que se ha dedicado al estudio de
las habilidades no verbales de los niños, «los niños que no pueden expresar sus emociones o leer
adecuadamente las de los demás se sienten continuamente frustrados. Son niños que no comprenden lo
que está ocurriendo porque no llegan a acceder al subtexto constante que encuadra todo tipo de
comunicación. Recordemos que es imposible dejar de mostrar nuestra expresión facial o nuestra postura, y
que tampoco hay modo de ocultar nuestro tono de voz. Si usted comete errores en los mensajes
emocionales que emite de continuo, sentirá que las personas reaccionan de manera extraña y se sentirá
desairado sin saber por qué. Si usted cree que está expresando felicidad pero, en cambio, lo que muestra
es enojo, descubrirá que los demás están enojados y no comprenderá el motivo.
«Estos niños terminan careciendo de toda sensación de control sobre la forma en que les tratan los
demás y sobre la forma en que sus acciones afectan a quienes les rodean, una situación que les hace
sentirse incapaces, deprimidos y apáticos».
Pero además de convertirse en individuos socialmente aislados, estos niños también suelen tener
problemas académicos. El aula es simultáneamente una situación social y una situación académica, de
modo que es muy probable que el niño socialmente incompetente comprenda y responda tan
inadecuadamente a un maestro como a otro niño. Y la ansiedad y confusión resultantes pueden, a su vez,
entorpecer la capacidad de aprendizaje. De hecho, los tests de sensibilidad no verbal infantil han
demostrado que el rendimiento académico de los niños que no tienen en cuenta los indicadores
emocionales es inferior al que seria de esperar en función de su Cl.’
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«TE ODIAMOS»: EL MOMENTO CRITICO
Uno de los momentos en los que la ineptitud social resulta más dolorosa y explícita es cuando el niño
trata de acercarse a un grupo de niños para jugar. Y se trata de un momento especialmente crítico porque
entonces es cuando se hace patente públicamente el hecho de ser querido o de no serlo, de ser aceptado o
no. Es por este motivo por lo que los estudiosos del desarrollo infantil se han ocupado de investigar estos
momentos cruciales y han llegado a la conclusión de que existe un marcado contraste entre las estrategias
de aproximación utilizadas por los niños populares y las que usan quienes podríamos llamar proscritos
sociales. Los descubrimientos realizados en este sentido destacan la importancia extraordinaria de las
habilidades sociales para registrar, interpretar y responder a los datos emocional e interpersonalmente
relevantes. Es conmovedor ver a un niño dar vueltas en torno a un grupo de niños que están jugando y
descubrir que no se lo permiten. Como demostró un estudio realizado con niños de segundo y tercer grado,
el 26% de las veces, hasta los niños más populares y queridos son rechazados cuando tratan de
aproximarse a jugar con otros niños.
Los niños pequeños son cruelmente sinceros en los juicios emocionales implícitos en tales rechazos.
Veamos, por ejemplo, el siguiente diálogo que tuvo lugar en una guardería entre niños de cuatro años de
edad.’
Linda queda jugar con Barbara, Nancy y Bill que estaban jugando con animales de juguete y bloques
de construcción. Durante un minuto estuvo observando lo que ocurría y luego se aproximó a Barbara y
comenzó a jugar con los animales.
Barbara entonces se dirigió a ella diciéndole.
—¡No puedes jugar!
—¡Sí que puedo! —replicó Linda— ¡Yo también puedo jugar!
—¡No, no puedes! —respondió Barbara, con brusquedad— ¡Hoy no te queremos!
Entonces Bill protestó en nombre de Linda, pero Nancy se unió al ataque agregando:
—¡Hoy te odiamos!
Es precisamente el riesgo de sentirse odiado, implícita o explícitamente, el que hace que los niños
sean especialmente cautos a la hora de aproximarse a un grupo. Y es muy probable que esta ansiedad no
sea muy distinta de la que siente el adolescente que se encuentra aislado en medio de una charla que
sostienen en una fiesta quienes parecen ser amigos íntimos. Y también es por esto por lo que este
momento resulta, como dijo un investigador, «sumamente diagnóstico [...] porque revela claramente las
diferencias en las habilidades sociales». Lo normal es que los recién llegados comiencen observando lo que
ocurre durante un tiempo y que luego pongan en marcha sus estrategias de aproximación, mostrando su
asertividad de manera muy discreta. Lo más importante a la hora de determinar si un niño será aceptado o
no es su capacidad para comprender el marco de referencia del grupo y para saber qué cosas son
aceptables y cuáles se hallan fuera de lugar.
Los dos pecados capitales que suelen despertar el rechazo de los demás son el intento de asumir el
mando demasiado pronto y no sintonizar con el marco de referencia. Pero esto es precisamente lo que
tienden a hacer los niños impopulares, tratar de cambiar de tema demasiado bruscamente o demasiado
pronto, o dar sus opiniones y estar en desacuerdo inmediato con los demás, intentos manifiestos, todos
ellos, de llamar la atención y que, paradójicamente, les lleva a ser ignorados o rechazados. En contraste,
los niños populares, antes de aproximarse a un grupo suelen dedicarse a observarlo para comprender lo
que está ocurriendo y luego hacen algo para ratificar su aceptación, esperando a confirmar su estatus en el
grupo antes de tomar la iniciativa de sugerir lo que todos deberían hacer.
Volvamos ahora a Roger, el niño de cuatro años a quien Thomas Hatch ponía como ejemplo de niño
con un elevado grado de inteligencia interpersonal. La táctica que Roger utilizaba para aproximarse a un
grupo era la de comenzar observando, luego imitaba lo que otro niño estaba haciendo y finalmente hablaba
y se ponía a jugar con él, una estrategia ciertamente ganadora. La habilidad de Roger era evidente: por
ejemplo, cuando él y Warren estaban jugando a lanzar «bombas» (en realidad, piedras) desde sus
calcetines. Warren le preguntó a Roger si quería estar en un helicóptero o en un avión y antes de
responder. Roger inquirió: « ¿A ti qué te gusta más?» Esta interacción aparentemente inocua revela una
gran sensibilidad ante los intereses de los demás y una gran capacidad para utilizar este conocimiento para
mantener el contacto con ellos.
Hatch comentó con respecto a Roger: «tuvo en cuenta los deseos de su compañero para no perder la
conexión con él. He visto a muchos niños que simplemente cogen su helicóptero o su avión y que, literal y
figurativamente hablando, se alejan volando de los demás».
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EL RESPLANDOR EMOCIONAL: INFORME DE UN CASO
Si la capacidad de sosegar la inquietud de los demás es una prueba de la destreza social, el hecho
de hacerlo en pleno ataque de rabia constituye una auténtica demostración de maestría. Los datos sobre
autorregulación de la angustia y contagio emocional sugieren que una estrategia eficaz puede ser la de
distraer a la persona airada, empatizar con sus sentimientos y con su perspectiva y luego dirigir su atención
a un foco alternativo, uno que le conecte con un campo de sentimientos más positivos, algo que bien
pudiera calificarse como una especie de judo emocional.
El mejor ejemplo que recuerdo de esta habilidad sutil en el arte de la influencia emocional me lo contó
mi difunto amigo Terry Dobson quien, en la década de los cincuenta, fue uno de los primeros
norteamericanos que viajó a Japón a estudiar aikido.
Una noche mi amigo volvía a casa en el metro de Tokio cuando entró en el vagón un enorme,
belicoso, ebrio y sucio trabajador. El hombre, tambaleándose, comenzó a asustar a los pasajeros gritando
todo tipo de imprecaciones y empujó a una mujer que llevaba consigo un bebé, lanzándola hacia donde se
encontraba una anciana pareja, que entonces se levantó de golpe y huyó precipitadamente al otro extremo
del vagón. El borracho dio unos cuantos golpes más y. en su rabia, cogió la barra de metal que se hallaba
en medio del vagón y. con un rugido, trató de arrancarla.
En aquel momento Terry. que se hallaba en plenas condiciones físicas debido a su entrenamiento
diario de ocho horas de aíkido, se sintió llamado a intervenir antes de que alguien quedara seriamente
dañado. Entonces recordó las palabras de su maestro: «el aikido es el arte de la reconciliación y quien lo
considere como una lucha romperá su conexión con el universo. En el mismo momento en que tratas de
dominar a los demás estás derrotado. Nosotros estudiamos la forma de resolver los conflictos, no de
iniciarlos».
Ciertamente, cuando Terry emprendió su aprendizaje se comprometió con su maestro a no iniciar
nunca una pelea y a utilizar este arte marcial sólo como una forma de defensa. Ahora acababa de descubrir
una oportunidad para poner a prueba su práctica del aikido en la vida real, en lo que era un caso claro de
legítima defensa. Es por ello que, mientras los demás pasajeros permanecían paralizados en sus asientos,
Terry se levantó lenta y deliberadamente.
Al verle, el borracho bramó:
—¡Ah, un extranjero! ¡Lo que tú necesitas es una lección sobre modales japoneses!— y se dispuso a
lanzarse sobre Terry.
Pero cuando estaba a punto de hacerlo alguien gritó en voz muy alta y divertida:
—¡Eh!
El grito mostraba el tono jovial de alguien que había reconocido súbitamente a un querido amigo. El
borracho, sorprendido, se dio la vuelta y vio a un diminuto japonés de unos setenta años ataviado con un
kimono que permanecía sentado. El anciano sonrió con alegría al borracho y le saludó con un leve
movimiento de la mano y un animoso:
—¡Venga aquí!
El borracho se acerco dando zancadas a él preguntando, con un agresivo:
—¿Y por qué diablos debería hablar contigo?
Mientras tanto, Terry estaba dispuesto a reducir al borracho apenas hiciera el menor movimiento
violento.
—¿Qué has estado bebiendo? —preguntó el anciano con sus ojos chispeantes.
—He bebido sake y ése no es asunto tuyo —vociferó el borracho.
—¡Oh, muy bien, muy bien! —replicó el anciano— ¿Sabes? A mi también me gusta el sake. Cada
noche, mi esposa y yo (ella tiene setenta y seis años) nos bebemos una botella pequeña de sake en el
jardín, donde nos sentamos en un viejo banco de madera...
Y luego siguió hablando de un caqui que había en su jardín y de las excelencias de beber sake en
mitad de la noche.
A medida que iba escuchando al anciano, el rostro del borracho comenzó a dulcificarse y sus puños
se relajaron:
—Sí... a mí también me gusta el caqui... —dijo con la voz apagada.
—Sí —replicó el anciano enérgicamente—. Y estoy seguro de que tienes una esposa maravillosa.
—¡No! —respondió el obrero—. Mi esposa murió...
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Yentonces, sollozando, se lanzó a contar el triste relato de la pérdida de su esposa, de su hogar y de
su trabajo, y se mostró avergonzado de sí mismo.
Cuando el metro llegó a su parada y Terry estaba saliendo del vagón alcanzó a escuchar cómo el
anciano invitaba al borracho a ir a su casa para contarle más detalladamente todo aquello y aún pudo
vislumbrar cómo se arrellanaba en el asiento y apoyaba su cabeza en el regazo del anciano.
Esto es resplandor emocional.
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PARTE III
INTELIGENCIA EMOCIONAL
APLICADA
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9. ENEMIGOS ÍNTIMOS
En cierta ocasión Sigmund Freud le dijo a su discípulo Erik Erikson que la capacidad de amar y de
trabajar constituyen los indicadores que jalonan el logro de la plena madurez. Pero, de ser cierta esta
afirmación, el bajo porcentaje de matrimonios y el alto número de divorcios del mundo actual convertiría a
la madurez en una etapa de la vida en peligro de extinción que requeriría, hoy más que nunca, del concurso
de la inteligencia emocional.
Si tenemos en cuenta los datos estadísticos relativos al número de divorcios, comprobaremos que la
media anual se mantiene más o menos estable pero si, en cambio, calculamos la probabilidad de que una
pareja recién casada acabe divorciándose, nos veremos obligados a reconocer que, en este sentido, se ha
producido una peligrosa escalada. Así pues, si bien la proporción total de divorcios entre los recién casados
permanece estable, el índice de riesgo de separación, no obstante, ha aumentado considerablemente.
Y este cambio resulta más patente cuando se comparan los porcentajes de divorcio de quienes han
contraído matrimonio en un determinado año. Por ejemplo, el porcentaje de divorcio de quienes se casaron
el año 1 890 en los Estados Unidos era del orden del 10%, una cifra que alcanzó el 18% en los matrimonios
celebrados en 1920 y el 30% en 1950. Las parejas que iniciaron su relación matrimonial en 1970 tenían el
50% de probabilidades de separarse o de seguir juntas ¡mientras que, en 1990, esta probabilidad había
alcanzado el 67%! Si esta estimación es válida, sólo tres de cada diez personas recién casadas pueden
confiar en seguir unidas.
Podría aducirse que este incremento se debe, en buena medida, no tanto al declive de la inteligencia
emocional como a la constante erosión de las presiones sociales que antiguamente mantenían cohesionada
a la pareja (el estigma que suponía el divorcio o la dependencia económica de muchas mujeres con
respecto a sus maridos), aun estando sometida a las condiciones más calamitosas. Pero el hecho es que,
al desaparecer las presiones sociales que mantenían la unión del matrimonio, ésta sólo puede asentarse
sobre la base de una relación emocional estable entre los cónyuges.
En los últimos años se ha llevado a cabo una serie de investigaciones que se ha ocupado de analizar
con una precisión desconocida hasta la fecha los vínculos emocionales que mantienen los esposos y los
problemas que pueden llegar a separarlos. Es muy posible que el avance más importante en la
comprensión de los factores que contribuyen a la unión o a la separación del matrimonio esté ligado al uso
de sutiles instrumentos fisiológicos que permiten rastrear minuciosamente, instante tras instante, los
intercambios emocionales que tienen lugar en la interacción entre los miembros de la pareja. Los científicos
se hallan actualmente en condiciones de detectar las más mínimas descargas de adrenalina de un marido
—que, de otro modo, pasarían inadvertidas—, las modificaciones de la tensión arterial y de registrar,
asimismo, las fugaces —aunque muy reveladoras— microemociones que muestra el rostro de una esposa.
Estos registros fisiológicos demuestran la existencia de un subtexto biológico que subyace a las dificultades
por las que atraviesa una pareja, un nivel crítico de realidad emocional que suele pasar inadvertido y que,
en consecuencia, se tiende a soslayarlo completamente. Estos datos ponen de relieve, pues, las auténticas
fuerzas emocionales que contribuyen a mantener o a destruir una relación. Pero no debemos olvidar, no
obstante, que gran parte del fracaso de las relaciones de pareja se asienta en las diferencias existentes
entre los mundos emocionales de los hombres y de las mujeres.
LOS ANTECEDENTES INFANTILES DE DOS CONCEPCIONES DIFERENTES DEL
MATRIMONIO
No hace mucho, estaba a punto de entrar en un restaurante cuando, de repente, un joven, en cuyo
rostro se dibujaba una rígida mueca de disgusto, salió del local con paso airado. Tras él iba
desesperadamente una mujer —también joven— pisándole los talones y golpeándole en la espalda al
tiempo que le gritaba «¡Maldito! ¡Vuelve aquí y sé amable conmigo!» Esta conmovedora queja,
paradójicamente contradictoria, dirigida a una espalda en retirada, ejemplifica un modelo muy extendido de
relación conyugal en peligro, según el cual la mujer demanda atención mientras el hombre se bate en
retirada. Los terapeutas matrimoniales han descubierto que, en el mismo momento en que los miembros de
la pareja se ponen de acuerdo para acudir a la consulta, ya están atrapados en una pauta de respuesta de
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compromiso-o-evitación, en la que el marido se queja de las «irracionales» exigencias y ataques de su
mujer mientras que ella se lamenta de la indiferencia manifiesta de él ante sus necesidades.
Este desenlace refleja, de hecho, la existencia de dos realidades emocionales distintas —la de la
mujer y la del hombre— en una misma relación de pareja. Y, si bien el origen de estas diferencias
emocionales responde parcialmente a razones biológicas, también tiene que ver con la infancia y con los
distintos mundos emocionales en que crecen las niñas y los niños. Existe una amplia investigación al
respecto que pone de manifiesto que estas diferencias no sólo se ven reforzadas por los distintos juegos
elegidos por las niñas y los niños sino también por el temor de unas y otros a que se bromee a su costa por
tener un «novio» o una «novia». Un estudio sobre los compañeros elegidos por los niños demostró que, a
los tres años de edad, éstos tienen el mismo número de amigos que de amigas, un porcentaje que va
disminuyendo hasta que, a los cinco años, sólo se tiene el 20% de amigos del otro sexo contrario y que casi
llega a anularse a la edad de siete años. A partir de ese momento, los mundos de los niños y de las niñas
discurren de manera paralela hasta volver a confluir al llegar a la edad de las primeras citas de la
adolescencia.
Durante todo este periodo, las lecciones emocionales recibidas por los niños y las niñas son muy
diferentes. A excepción del enfado, los padres hablan más de las emociones con sus hijas que con sus
hijos y es por esto por lo que las niñas disponen de más información sobre el mundo emocional. Cuando los
padres, por ejemplo, cuentan cuentos a sus hijos pequeños, suelen utilizar palabras más cargadas
emocionalmente con las niñas que con los niños. Cuando, por su parte, las madres juegan con sus hijos e
hijas, expresan un espectro más amplio de emociones en el caso de que lo hagan con las niñas y son
también más prolijas con ellas cuando describen un estado emocional, si bien suelen ser, en cambio, más
minuciosas a la hora de describir a sus hijos varones las causas y las consecuencias de emociones tales
como el enojo (probablemente una forma de admonición).
Leslie Brody y Judith Hall, que han sintetizado los resultados de varias investigaciones sobre las
diferencias emocionales existentes entre ambos sexos, afirman que la mayor prontitud con que las niñas
desarrollan las habilidades verbales las hace más diestras en la articulación de sus sentimientos y más
expertas en el empleo de las palabras, lo cual les permite disponer de un elenco de recursos verbales
mucho más rico que puede sustituir a reacciones emocionales tales como, por ejemplo, las peleas físicas.
Según estas investigadoras: «los chicos, que no suelen recibir ninguna educación que les ayude a
verbalizar sus afectos, suelen mostrar una total inconsciencia con respecto a los estados emocionales,
tanto propios como ajenos»: A la edad de diez años, el porcentaje de chicas y chicos que se muestran
francamente agresivos y predispuestos a la confrontación abierta cuando se enfadan es aproximadamente
el mismo.
Sin embargo, a los trece años comienza a aparecer una marcada diferenciación entre ambos sexos y
las muchachas muestran entonces una mayor habilidad que los chicos en el uso de tácticas agresivas de
carácter más sutil, como el rechazo, el chismorreo y la venganza indirecta. A esta edad, la gran mayoría de
los muchachos se limita a seguir tratando de resolver sus discrepancias mediante las peleas, ignorando otro
tipo de estrategias más sutiles. Este es sencillamente uno de los muchos motivos por los que los
muchachos —y más tarde los hombres— son menos diestros y que las muchachas para moverse por los
vericuetos de la vida emocional.
Las chicas suelen organizar sus juegos en grupos reducidos y cohesionados, poniendo un marcado
interés en minimizar las discrepancias y maximizar la cooperación, mientras que los chicos, por su parte,
tienden a organizarse en grupos más numerosos y a incidir en los aspectos más competitivos. Veamos, por
ejemplo, la distinta respuesta que suelen tener unos y otras cuando el juego se ve interrumpido porque
alguno de los participantes se ha hecho daño. Lo que se espera de un niño que se haya lesionado es que
se aleje momentáneamente del juego hasta que deje de llorar y se halle nuevamente en condiciones de
reintegrarse a él. Pero cuando tal cosa ocurre en un grupo de chicas, en cambio, el juego se paraliza
mientras todas se congregan en torno a la afectada tratando de consolarla. En opinión de la investigadora
de Harvard Carol Gilligan, este marcado contraste entre los juegos de las niñas y los de los niños constituye
un ejemplo de una de las diferencias clave existentes entre ambos sexos: los muchachos se sienten
orgullosos de su solitaria y tenaz independencia y autonomía, y las chicas, por su parte, se sienten
integrantes de una red interrelacionada. Es por ello por lo que los chicos se sienten amenazados cuando
algo parece poner en peligro su independencia, algo que, en el caso de las chicas, ocurre cuando se rompe
una de sus relaciones. Como destaca Deborah Tannen en su libro You Just Don ‘t Understand, esta
diferencia de perspectiva entre ambos géneros les lleva a esperar cosas muy distintas de una simple
conversación, ya que el hombre suele sentirse satisfecho con hablar sobre «algo» mientras que la mujer
busca una conexión emocional más profunda.
Y esta disparidad en la educación emocional termina desarrollando aptitudes muy diferentes, puesto
que las chicas «se aficionan a la lectura de los indicadores emocionales —tanto verbales como noverbales—
y a la expresión y comunicación de sus sentimientos». Los chicos, en cambio, se especializan
en «minimizar las emociones relacionadas con la vulnerabilidad, la culpa, el miedo y el dolor»,’ una
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conclusión corroborada por abundante documentación científica. Por ejemplo, existen cientos de estudios
que han puesto de manifiesto que las mujeres suelen ser más empáticas que los hombres, al menos en lo
que se refiere a su capacidad para captar los sentimientos que se reflejan en el rostro, el tono de voz y Otro
tipo de mensajes no verbales. De modo parecido, también resulta bastante más fácil descifrar los
sentimientos en el rostro de una mujer que en el de un hombre. Aunque, en realidad, no existe, de entrada,
ninguna diferencia manifiesta en la expresividad facial de las niñas y la de los niños, a lo largo de su
desarrollo en la escuela primaria los chicos se van volviendo menos expresivos, todo lo contrario de lo que
ocurre en el caso de las chicas, lo cual, a su vez, puede reflejar otra diferencia clave entre ambos géneros,
es decir, que las mujeres suelen ser capaces de experimentar con mayor intensidad y variabilidad que los
hombres un amplio espectro de emociones. Por ello, en términos generales, cabe afirmar que las mujeres
son más «emocionales» que los hombres. Todo esto supone que las mujeres tienden a llegar al matrimonio
con un mayor dominio de sus emociones, mientras que los hombres lo hacen con una escasa comprensión
de lo que esto significa para la estabilidad de la relación. De hecho, un estudio efectuado sobre 264 parejas
ha revelado que, para las mujeres, el principal motivo de satisfacción de una relación viene dado por la
sensación de que existe una «buena comunicación» en la pareja. Ted Huston, psicólogo de la Universidad
de Texas que se ha dedicado a estudiar en profundidad las relaciones de pareja, observa que: «desde el
punto de vista de la esposa, la intimidad conlleva, entre otras muchas cosas, la capacidad de abordar
cuestiones muy diferentes y, en especial, de hablar sobre la relación misma. La inmensa mayoría de los
hombres, por el contrario, no aciertan a comprender esta demanda y suelen responder diciendo algo así
como: “yo quiero hacer cosas con mi mujer pero ella sólo quiere hablar”». Huston descubrió asimismo que,
durante el noviazgo, los hombres se hallan más predispuestos a entablar este tipo de diálogo capaz de
colmar el deseo de intimidad de su futura esposa pero que, pasado este periodo, los hombres —
especialmente en las parejas más tradicionales— van invirtiendo cada vez menos tiempo en conversar con
sus esposas y satisfacen su necesidad de intimidad dedicándose a actividades tales como cuidar juntos del
jardín en lugar de tener una buena conversación sobre cualquier tema.
Esta lenta escalada del silencio masculino puede originarse, en parte, en el hecho de que, según
parece, los hombres suelen ser muy optimistas sobre la situación real de su matrimonio mientras que las
mujeres son más sensibles a los aspectos problemáticos de la relación. Un estudio realizado sobre el
matrimonio pone en evidencia que los hombres muestran un punto de vista más ingenuo que sus esposas
en todo lo concerniente a la relación (hacer el amor, estado de las finanzas, vínculos familiares,
comprensión mutua o importancia de los defectos personales). Las esposas, por su parte, suelen mostrarse
más exigentes a la hora de plantear sus demandas, especialmente en los matrimonios infelices. Si al
cándido punto de vista de los maridos sobre el matrimonio sumamos su poca predisposición a afrontar los
conflictos emocionales, nos haremos una idea más precisa del motivo de las frecuentes quejas de las
mujeres sobre la evasiva actitud de sus maridos para hacer frente a los problemas que aquejan a cualquier
relación. (Estamos hablando, claro está, de la generalización de una diferencia que no es aplicable a todos
los casos particulares. Un amigo psiquiatra, por ejemplo, se lamentaba de que, en su matrimonio, él fuera el
único en sacar a relucir este tipo de cuestiones y de que su esposa se mostrara sumamente remisa a hacer
frente a los problemas emocionales.)
No cabe duda de que la torpeza de los hombres para percatarse de los problemas de la relación se
debe a su relativa falta de capacidad para descifrar el contenido emocional de las expresiones faciales. Las
mujeres suelen ser mucho más sensibles que los hombres para captar un gesto de tristeza. Es por esto por
lo que las mujeres suelen verse obligadas a aparentar una desolación absoluta para que un hombre pueda
llegar a darse cuenta de cuáles son sus verdaderos sentimientos y darle luego también el tiempo suficiente
para que se plantee cuál puede ser la causa de su malestar.
Consideremos ahora las implicaciones de esta brecha emocional entre géneros en el modo en que
los miembros de la pareja abordan las exigencias y discrepancias que inevitablemente comporta toda
relación íntima. De hecho, las cuestiones puntuales como la frecuencia de las relaciones sexuales, la
educación de los hijos, el ahorro y las deudas que el matrimonio puede afrontar, no suelen ser el motivo
principal de cohesión o de separación de la pareja. El factor determinante, por el contrario, suele centrarse
en el modo en que la pareja aborda las cuestiones más o menos candentes. Y, por así decirlo, llegar a un
acuerdo sobre como estar en desacuerdo suele ser la clave para la supervivencia del matrimonio.
Para sortear los escollos de las emociones tortuosas, las mujeres y los hombres deben tratar de ir
más allá de las diferencias genéricas innatas porque, en caso de no lograrlo, la relación se verá abocada al
naufragio. Como veremos a continuación, el riesgo de zozobrar ante estos escollos aumenta
considerablemente en el caso de que uno o ambos cónyuges presenten carencias manifiestas en el
desarrollo de la inteligencia emocional.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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EL FRACASO MATRIMONIAL
Fred:¿Has recogido mi ropa limpia?
Ingrid:(En tono burlesco) «Has recogido mi ropa limpia». Recógela tú. ¿Crees que soy tu criada’?
Fred:Eso difícilmente podría ser. Si fueras mi criada, al menos sabrías limpiar la ropa.
Si este diálogo caústico e hiriente hubiera sido extraído de una obra de teatro podría resultar hasta
cómico, pero el hecho es que tuvo lugar entre un matrimonio que —y esto no resulta sorprendente— acabó
divorciándose a los pocos años. El intercambio tuvo lugar en un laboratorio dirigido por John Gottman,
psicólogo de la Universidad de Washington, quien posiblemente haya llevado a cabo el análisis más
exhaustivo sobre el aglutinante emocional que mantiene unida a la pareja y sobre los sentimientos
corrosivos que contribuyen a destruirla. En el curso de esta investigación se grababan en video las
conversaciones que mantenían las parejas y posteriormente eran microanalizadas para tratar de descubrir
los más mínimos indicios de las corrientes emocionales subyacentes. Este proceso de cartografiado de las
discrepancias que terminan abocando al divorcio constituye un argumento sumamente convincente en favor
del papel decisivo que desempeña la inteligencia emocional en la supervivencia de la pareja.
En las dos últimas décadas. Gottman ha rastreado los altibajos de más de doscientas parejas,
algunas de ellas recién casadas y otras que llevaban unidas mucho tiempo. La precisión del análisis
realizado por Gottman sobre el ecosistema matrimonial ha sido tal que, en uno de sus estudios, le permitió
predecir con una exactitud del 94% (¡una precisión ciertamente inaudita en este tipo de estudios!) qué
parejas, de entre todas las que pasaron por su laboratorio, terminarían separándose en los próximos tres
años (como ocurrió en el caso de Ingrid y Fred, cuya cáustica discusión poníamos como ejemplo al
comienzo de esta sección). La precisión del análisis de Gottman se deriva de su escrupulosa metodología y
de la minuciosidad con que recoge sus datos.
Mientras los miembros de la pareja, por ejemplo, conversan entre si, unos sensores se encargan de
registrar los más mínimos cambios fisiológicos; asimismo, Gottman realiza también un análisis secuencial
de todas las expresiones faciales (utilizando un sistema de lectura de las emociones desarrollado por Paul
Ekman) que le permite detectar los matices más sutiles y fugaces de los sentimientos. Después de finalizar
la sesión, cada participante se dirige a un laboratorio separado para mirar la cinta de video y hablar de los
sentimientos que experimentó durante los momentos más álgidos de la conversación. El resultado de este
tipo de estudios constituye el equivalente a una radiografía emocional del matrimonio.
Según Gottman, las críticas destructivas son una incipiente señal de alarma que indica que el
matrimonio se halla en peligro. En un matrimonio emocional mente sano, tanto la esposa como el marido se
sienten lo suficientemente libres como para formular abiertamente sus quejas. Pero suele ocurrir que, en
medio del fragor del enfado, las quejas se formulen de un modo destructivo, bajo la foma de un ataque en
toda regla contra el carácter del cónyuge. Pamela y Tom, por ejemplo, quedaron a una hora concreta frente
a la estafeta de correos para ir al cine y, seguidamente, Pamela se dirigió con su hija a una zapatería
mientras su marido iba a echar un vistazo a la librería. Pero a la hora convenida Tom todavía no había
aparecido. «¿Dónde se habrá metido? La película empieza dentro de diez minutos —se quejó Pamela a su
hija—. Si alguien sabe cómo estropear algo, ése es tu padre.» y cuando Tom apareció diez minutos
después, contento por haberse encontrado con un viejo amigo y excusándose por el retraso, Pamela le
espetó sarcásticamente: «muy bien; ya tendremos ocasión de discutir tu sorprendente habilidad para echar
al traste todos los planes. Eres un egoísta y un desconsiderado».
Pero este tipo de quejas es algo más que una simple protesta, es un verdadero atentado contra la
personalidad del otro, una crítica dirigida al individuo y no a sus actos. Ante el intento de disculpa de Tom,
Pamela le estigmatizó con los calificativos de «egoísta y desconsiderado». No es infrecuente que las
parejas atraviesen por momentos similares, momentos en los que una queja sobre algo que el otro ha
hecho se convierte en un ataque en toda regla contra la persona y no contra el hecho en cuestión.
Estas feroces críticas personales tienen un impacto emocional mucho más corrosivo que una queja
razonada y tienden a producirse —quizá comprensiblemente— con mayor frecuencia cuando la esposa o el
marido siente que sus quejas no son escuchadas ni tenidas en consideración.
La diferencia existente entre una queja y una crítica personal es evidente. En la queja, uno señala
específicamente aquello que le molesta del otro miembro de la pareja y critica sus acciones —no su
persona— expresándole cómo se siente. Por ejemplo, la frase «cuando olvidaste meter mi ropa en la
lavadora sentí que te preocupabas muy poco de mi» no es beligerante ni pasiva sino una expresión asertiva
que ilustra un grado de inteligencia emocional. Lo que ocurre en el caso de la crítica personal, en cambio,
es que un miembro de la pareja se sirve de una demanda concreta para arremeter contra el otro («Siempre
eres igual de egoísta e insensible. Esto me demuestra que no puedo confiar en que hagas nada bien»).
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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Este tipo de crítica deja a quien la recibe avergonzado, disgustado, ultrajado y humillado, y es muy probable
que termine abocando a una reacción defensiva que no contribuya en nada a mejorar la situación.
Las críticas cargadas de quejas suelen ser muy destructivas, especialmente en el caso de que no
sólo se transmitan mediante las palabras sino que se expresen de forma airada y recurriendo también al
tono de voz y al gesto. La forma más evidente consiste en la ridiculización o el insulto directo («idiota»,
«puta» o «cabrón»), pero la verdad es que el lenguaje corporal puede alcanzar el mismo grado de
ensañamiento que el ataque verbal (un gesto despectivo, fruncir el labio —la señal universal del disgusto—
o poner los ojos en blanco en un gesto de resignación).
La impronta facial de la queja consiste en la contracción de los músculos que retraen los extremos de
la boca hacia los lados (normalmente hacia la izquierda) y en la elevación de los ojos. La presencia tácita
de esa expresión emocional en el rostro de uno de los esposos aumenta el ritmo cardiaco del otro en dos o
tres latidos por minuto. Esta comunicación soterrada termina provocando un efecto fisiológico ya que, según
descubrió Gottman, si un marido muestra con frecuencia su desprecio de este modo, la esposa acusará una
clara propensión hacia una gama concreta de problemas de salud que van desde el simple resfriado hasta
la gripe, las infecciones de vejiga y los desórdenes gastrointestinales. Y Gottman considera que, cuando el
rostro de la esposa expresa contrariedad —el pariente próximo del reproche— cuatro o más veces durante
una conversación de quince minutos, es un síntoma de que la pareja se separará en un periodo máximo de
cuatro años.
Pero aunque las protestas o las expresiones ocasionales de disgusto no suelen conducir a la
disgregación del matrimonio, constituyen un factor de riesgo equivalente al hecho de fumar o de padecer
una elevada tasa de colesterol para terminar desarrollando una enfermedad cardiaca; de modo que, cuanto
más intensa y prolongada sea la descarga de este tipo de emociones, mayor será el peligro. En el camino
que conduce hasta el divorcio, cada una de estas situaciones sienta las bases para la siguiente, en una
escala de sufrimiento creciente. De este modo, las quejas, las desavenencias y las criticas frecuentes
constituyen peligrosos indicadores que evidencian que la mujer o el marido han establecido un veredicto
concluyente de culpabilidad sobre el otro. Esta condena inapelable constituye una pauta negativa y hostil de
pensamiento que desemboca fácilmente en agresiones que hacen que el receptor se ponga a la defensiva y
se apreste de inmediato al contraataque.
Los dos polos de la pauta de respuesta de lucha-o-huida constituyen las dos modalidades extremas
de reacción del cónyuge que se siente atacado. Lo más común es devolver el ataque con una explosión
de ira pero esta vía suele concluir en una estéril disputa a voz en grito. Por su parte, la huida, la otra
respuesta alternativa, puede llegar a ser más perniciosa todavía, especialmente en el caso de que conlleve
la retirada a un silencio sepulcral.
La táctica del cerrojo constituye la última defensa. La persona que se cierra sobre sí misma se limita
a quedarse en blanco, a inhibirse de la conversación respondiendo lacónicamente o manteniendo un
silencio y una expresión pétrea, una táctica que envía un poderoso y contundente mensaje que combina el
distanciamiento, la superioridad y el rechazo. Esta pauta es fácilmente observable en los matrimonios con
problemas y en el 85% de los casos es el marido quien se encierra en sí mismo como respuesta a una
esposa que lo acosa con constantes quejas y críticas. Pero una vez que termina estableciéndose como
respuesta habitual tiene un efecto devastador sobre la salud de la relación porque aborta toda posibilidad
de resolver las desavenencias.
PENSAMIENTOS TOXICOS
Los niños están alborotando más de la cuenta y Martin —su padre— está cada vez más irritado.
Entonces se dirige a su esposa Melanie con un agresivo:
—Querida ¿no crees que los chicos deberían estarse quietos?
(Pero lo que en realidad está pensando es: «Melanie es demasiado permisiva con los niños».)
Ante el irritante comentario de su marido, Melanie se enoja. Entonces, su rostro se tensa, frunce el
ceño y replica:
—Sólo están jugando un rato. No tardarán mucho en acostarse.
(Pero su auténtico pensamiento es: «ya está Martin quejándose otra vez».)
Ahora es Martin quien se halla ostensiblemente enfadado e, inclinándose amenazadoramente hacia
delante con los puños apretados, exclama:
—¿No podrías acostarlos ahora mismo, querida?
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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(Su verdadero pensamiento, no obstante, es: «me lleva la contraria en todo lo que digo. Tendré que
hacerlo yo mismo».)
Melanie. asustada por la súbita muestra de cólera de Martin responde, en un tono más sosegado:
—No. Ya iré yo y los acostaré.
(Pero lo que realmente piensa es: «esta perdiendo el control y podría llegar a pegarles. Será mejor
que le siga la corriente».)
Este tipo de conversaciones paralelas —la verbal y la mental— ha sido puesto de manifiesto por
Aaron Beck. el creador de la terapia cognitiva, como ejemplo de los pensamientos que pueden emponzoñar
una relación matrimonial. «El auténtico intercambio emocional que tuvo lugar entre Melanie y Martin estaba
prefigurado por sus pensamientos y éstos. a su vez, estaban predeterminados por un estrato mental más
profundo al que Beck denomina “pensamientos automáticos”», es decir, creencias fugaces sobre las
personas con quienes nos relacionamos y sobre nosotros mismos que reflejan nuestras actitudes
emocionales más profundas. El pensamiento profundo de Melanie era algo así como «Martin me intimida
continuamente con sus enfados», mientras que el de Martin. por su parte, era «no tiene ningún derecho a
tratarme así». De este modo Melanie se siente como una víctima inocente en su matrimonio mientras que
Martin cree que tiene todo el derecho a indignarse por lo que considera un trato injusto por parte de su
esposa.
El pensamiento de que uno es una víctima inocente o de que tiene derecho a indignarse es típico de
aquellos matrimonios en crisis que, de un modo u otro, se agreden de continuo. Una vez que este tipo de
pensamientos —como, por ejemplo, la justa indignación— se automatizan, desempeñan un papel
autoconfirmante y. de este modo, el miembro de la pareja que se siente víctima acecha constantemente
todo lo que hace el otro para poder confirmar su propia opinión de que está siendo atacado o
menospreciado, ignorando, al mismo tiempo, todo acto mínimamente positivo que pueda cuestionar o
contradecir esta visión.
Este tipo de pensamientos es muy poderoso y pone en marcha el sistema de alarma neurológico. El
pensamiento de que uno es una víctima desencadena un secuestro emocional que activa la larga serie de
ofensas que uno ha recibido del otro, olvidando simultáneamente todo lo positivo que haya aportado que no
cuadre con la visión de que uno es una víctima inocente. De este modo, el otro miembro de la pareja se ve
encerrado en una especie de callejón sin salida ya que todo lo que haga —aunque trate de ser
deliberadamente amable— será reinterpretado a través de este prisma de negatividad y rechazado como
una tímida tentativa de negar su culpa.
En situaciones similares, las parejas que se hallan libres de este tipo de procesos mentales suelen
adoptar una interpretación más positiva, en consecuencia son menos proclives a experimentar un secuestro
emocional y, en caso de hacerlo, se recuperan con mayor prontitud. El patrón general de pensamientos que
alimentan o, por el contrario, aligeran la crisis se atiene al modelo de optimismo o pesimismo propuesto en
el capitulo 6 por el psicólogo Martin Seligman. La visión pesimista sería aquélla que considera que nuestra
pareja tiene un defecto inherente e inmutable que sólo genera sufrimiento: «es un egoísta que sólo piensa
en sí mismo. Así lo parieron y jamás cambiará. Lo único que quiere de mí es que esté completamente a su
servicio sin tener en cuenta cuáles son mis sentimientos». La visión optimista contrapuesta podría
expresarse más o menos del siguiente modo: «ahora parece muy exigente pero, en el pasado, ha
demostrado ser muy comprensivo. Tal vez esté atravesando una mala racha. Es muy posible que tenga
algún problema en el trabajo». Esta última perspectiva no descalifica al otro miembro de la pareja ni
considera desesperanzadamente que la relación matrimonial esté dañada de manera irreversible, sino que
piensa, en cambio, que sólo se trata de un problema circunstancial y pasajero. La primera actitud aboca a la
desazón mientras que la segunda proporciona, en cambio, una sensación de mayor sosiego.
Las parejas que adoptan una postura pesimista son sumamente proclives a los raptos emocionales y
se enfadan, ofenden y molestan por todo lo que hace su compañero, creciendo su irritación a medida que
avanza la discusión. Este estado de inquietud interna, unido a su actitud pesimista, les hace más proclives a
recurrir a la crítica y las quejas desconsideradas en las desavenencias con su pareja, lo cual incrementa, a
su vez, la probabilidad de terminar adoptando una actitud defensiva o de clara cerrazón.
Es muy posible que los pensamientos tóxicos más virulentos sean aquéllos que albergan los hombres
que llegan a maltratar físicamente a sus esposas. Un estudio sobre la violencia marital llevado a cabo por
psicólogos de la Universidad de Indiana demostró que las pautas de pensamiento de estos hombres son las
mismas que las de los niños bravucones del patio de recreo. Suele tratarse de hombres que interpretan las
acciones neutras de sus esposas como ataques y utilizan este prejuicio para justificar su agresividad hacia
ellas (quienes se muestran sexualmente agresivos en sus citas con las mujeres sufren un proceso muy
parecido, prejuzgándolas con suspicacia y desdeñando sus posibles objeciones)i Como hemos visto en el
capítulo 7, este tipo de hombres se siente especialmente amenazado por el desdén, el rechazo o la
vergüenza pública a que les pueden someterles sus esposas. Una escena típica que suele activar la
«justificación» de la violencia del marido es la siguiente: «estás en una fiesta y de repente te das cuenta de
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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que hace media hora que tu mujer está hablando y riendo con ese hombre tan atractivo que parece estar
coqueteando con ella». La respuesta habitual de este tipo de hombres ante el rechazo o abandono de sus
esposas oscila entre la indignación y la humillación. Es muy posible que, en tal caso, pensamientos
automáticos del tipo «ella va a dejarme» actúen a modo de desencadenante de un secuestro emocional
en el que el marido violento reaccione impulsivamente o, como dicen los investigadores, manifieste una
«respuesta conductual inapropiada”
EL DESBORDAMIENTO: EL NAUFRAGIO DEL MATRIMONIO
Estas actitudes suelen originar un estado de crisis constante que sirve de detonante a frecuentes
secuestros emocionales que dificultan la cicatrización de las heridas provocadas por la ira.
Gottman utiliza el término desbordamiento para referirse a esta sobrecarga de desazón emocional
que resulta imposible de controlar y que arrastra consigo a quienes se ven superados por la negatividad de
su pareja y por su propia respuesta ante ella. El desbordamiento impide oir sin distorsiones el mensaje
recibido, responder con la cabeza despejada, organizar los pensamientos y termina desatando las más
primitivas de las respuestas. Lo único que desean quienes se ven arrastrados por las emociones es que la
tempestad amaine, escapar de la situación o. a veces, incluso vengarse. De este modo, el
desbordamiento constituye un tipo de secuestro emocional que se autoperpetua.
Hay personas que presentan un elevado umbral de desbordamiento, personas que soportan
fácilmente el enfado y los reproches mientras que otras, en cambio, saltan disparadas en el mismo instante
en que su cónyuge las critica. El correlato fisiológico del desbordamiento se mide por el aumento del ritmo
del latido cardiaco. En condiciones de reposo, la frecuencia cardíaca de la mujer es de unas ochenta y dos
pulsaciones por minuto, mientras que la de los hombres es del orden de setenta y dos (aunque hay que
precisar que el promedio concreto depende de la altura y el peso de la persona). El desbordamiento
comienza con un aumento del ritmo cardíaco de unos diez latidos por minuto sobre la frecuencia normal en
condiciones de reposo y, cuando esta frecuencia alcanza las cien pulsaciones por minuto (cosa que puede
ocurrir fácilmente en situaciones de enfado o de llanto), se dispara la secreción de adrenalina y de otras
hormonas que contribuyen a mantener elevado el estado de estrés durante un buen rato.
De este modo, la frecuencia cardíaca constituye un claro indicador del momento en que se produce
un secuestro emocional, en cuyo caso el aumento puede llegar ser de diez, veinte o hasta treinta
pulsaciones en el corto intervalo que separa un latido del siguiente. En esa situación, los músculos se
tensan y la respiración se hace dificultosa, se produce una especie de aluvión de sentimientos tóxicos, una
incómoda y aparentemente inevitable inundación de miedo e irritación que requiere de «todo el tiempo del
mundo», subjetivamente hablando, para poder ser superada.
En el momento culminante del secuestro, las emociones alcanzan una intensidad extraordinaria, la
perspectiva del sujeto se estrecha y su pensamiento se vuelve tan confuso que no existe la menor
posibilidad de poder asumir el punto de vista del otro y tratar de solucionar las cosas de un modo más
razonable.
Está claro que, en alguna que otra ocasión, todas las parejas atraviesan por momentos de intensidad
similar. El problema comienza cuando uno u otro cónyuge se siente continuamente desbordado. En este
caso, el miembro de la pareja que se siente agobiado por el otro se mantiene constantemente en guardia
para responder a cualquier signo de agresión o de injusticia emocional, y se vuelve tan susceptible a los
ataques, las ofensas y los desaires, que salta ante la menor provocación. En estas circunstancias, el simple
comentario «cariño ¿por qué no hablamos?» puede activar un pensamiento reactivo del tipo «ya está
buscando pelea otra vez» que desencadene un desbordamiento emocional. Por otra parte, también hay que
decir que cada nuevo desbordamiento dificulta la recuperación de la excitación fisiológica resultante, lo cual
provoca, a su vez, que un comentario inofensivo se interprete desde una óptica sesgada que aboca al
desbordamiento reiterado.
Éste es posiblemente el punto más crítico de una relación de pareja, un punto a partir del cual ya no
parece haber posible vuelta atrás. El cónyuge que se siente desbordado interpreta todo lo que el otro hace
desde una óptica absolutamente negativa. Así, las cuestiones más nimias se transforman en auténticas
batallas campales porque los sentimientos se hallan continuamente heridos. Con el tiempo, el cónyuge que
se siente desbordado comienza a considerar que todos y cada uno de los problemas que aquejan a la
relación son imposibles de resolver, ya que su mismo estado emocional obstaculiza cualquier intento de
solucionar las cosas. A medida que la situación empeora, comienza a parecer inútil todo intento de hablar
de lo que está ocurriendo, y cada miembro de la pareja trata de resolver por su cuenta los problemas que le
aquejan. Es entonces cuando comienzan a llevar vidas paralelas, viviendo en un aislamiento completo que
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
92
no hace sino fomentar su sensación de soledad dentro del matrimonio. El último paso, como afirma
Gottman, suele ser el divorcio.
Las dramáticas consecuencias de la falta de competencia emocional resultan bien patentes en el
camino que conduce hasta el divorcio. El circuito reverberante de la crítica, el desprecio, la actitud
defensiva, el encerramiento, la desconfianza y el desbordamiento emocional es un reflejo de la
desintegración de la conciencia de uno mismo, de la pérdida del autocontrol emocional, de la empatía y de
la capacidad para consolarse mutuamente.
LOS HOMBRES. EL SEXO VULNERABLE
Volvamos ahora a las diferencias genéricas en la vida emocional que constituyen la espoleta oculta
de las desavenencias matrimoniales. La investigación ha descubierto la existencia de una diferencia básica
en el valor que asignan los hombres y las mujeres (después incluso de treinta y cinco años de matrimonio)
a la comunicación emocional. Por término medio, las mujeres afrontan con más facilidad que los hombres
las molestias que conlleva una disputa matrimonial. Ésta es, al menos, la conclusión a la que ha llegado
Robert Levenson, psicólogo de la Universidad de California, en Berkeley, tras un estudio basado en el
testimonio de 151 parejas que llevaban mucho tiempo casadas.
Levenson descubrió que la mayor parte de los maridos tenían una especial aversión a las disputas
matrimoniales, algo que para las mujeres, en cambio, no suponía ningún tipo de problema. «Pero, si bien
los maridos propenden a desbordamientos menos negativos, en cambio, suelen experimentar el
desbordamiento emocional con más facilidad. Y una vez que éste tiene lugar, el menor signo de
negatividad de la esposa desencadena una mayor secreción de adrenalina por parte del marido, lo cual
supone que éste requiera de más tiempo para recuperarse fisiológicamente del desbordamiento». Esto
puede sugerir, dicho sea de paso, que la típica imperturbabilidad masculina —tan bien representada por el
estoico Clint Eastwood— puede no ser más que un mecanismo de defensa contra el posible
desbordamiento emocional.
Según Gottman, la razón de que los hombres estén tan predispuestos a atrincherarse en sí mismos
hay que buscarla en la protección que esta situación les procura contra el desbordamiento emocional. La
investigación ha revelado que cuando se produce este encerramiento en uno mismo, el ritmo cardiaco
desciende una media de diez latidos por minuto, proporcionando una sensación subjetiva de consuelo. Pero
—y he aquí la paradoja— cuando los hombres inician este proceso de retirada, el ritmo cardíaco de las
mujeres asciende a cotas criticas. Esta danza limbica, en la que cada uno de los miembros de la pareja
busca sosiego en tácticas contrapuestas, da lugar a posturas muy distintas ante el enfrentamiento
emocional, de modo tal que los hombres tratan de evitarlo con el mismo fervor con el que sus esposas se
sienten compelidas a buscarlo.
Por esto es por lo que los maridos tienden a encerrarse en si mismos en la misma proporción en que
las mujeres tienden a atacarles. Esta asimetría es la consecuencia de que las mujeres tiendan a prestar
más atención a las cuestiones emocionales. Y esta propensión a sacar a colación las desavenencias y las
protestas para tratar de resolverlas es la que desata la resistencia de los maridos a comprometerse en algo
que posiblemente termine abocando a una acalorada discusión. En el momento en que la mujer percibe el
intento del marido de eludir este compromiso, aumenta el volumen y la intensidad de sus demandas y
comienza a criticarle abiertamente. Cuando el marido, como respuesta, se pone a la defensiva y se encierra
en si mismo, la mujer se siente frustrada e irritada, añadiendo así más motivos de queja que no hacen sino
incrementar su frustración. Luego, en el momento en que el marido percibe que está siendo objeto de las
críticas y quejas de su esposa, comienza a adoptar un modelo de pensamiento de víctima inocente o de
justa indignación que fácilmente desencadena el desbordamiento. Para protegerse de este desbordamiento,
el marido se pone cada vez más a la defensiva atrincherándose en si mismo. Pero recordemos que, en el
momento en que el marido recurre a la táctica del encerramiento es la esposa quien se siente abocada al
callejón sin salida del desbordamiento. Es así cómo el círculo vicioso de las peleas matrimoniales termina
desencadenando una espiral de agresividad completamente descontrolada.
CONSEJOS PARA EL MATRIMONIO
La distinta forma en que los hombres y las mujeres se relacionan con los sentimientos dolorosos
tiene consecuencias tan peligrosas para la vida de relación que tal vez debiéramos preguntarnos ¿qué es lo
que pueden hacer las parejas para salvaguardar el amor y el afecto que se profesan mutuamente?, o, dicho
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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de otro modo, ¿qué es lo que mantiene a salvo al matrimonio? Las investigaciones realizadas sobre las
parejas que perduran a lo largo de los años han llevado a los consejeros matrimoniales a esbozar un
conjunto de recomendaciones específicas para hombres y para mujeres, y una serie de consejos de
carácter más global aplicables tanto a unos como a otros.
Hablando en términos generales, los hombres y las mujeres necesitan remedios emocionales
diferentes. En este sentido, nuestra recomendación seria que los hombres no trataran de eludir los
conflictos sino que, en cambio, intentaran comprender que las llamadas de atención de una esposa o sus
muestras de disgusto, pueden estar motivadas por el amor y por el intento de mantener la fluidez y la salud
de la relación (aunque, ciertamente, la hostilidad manifiesta también puede responder a otros motivos).
La acumulación soterrada de quejas va creciendo en intensidad hasta el momento en que se produce
una explosión, mientras que su expresión abierta, en cambio, libera el exceso de presión. Los maridos, por
su parte, deben comprender que el enfado y el descontento no son sinónimos de un ataque personal sino
meros indicadores de la intensidad emocional con que sus esposas viven la relación.
Los hombres también debe permanecer atentos para no tratar de zanjar una discusión antes de
tiempo proponiendo una solución pragmática precipitada porque, para una esposa, es sumamente
importante sentir que su marido escucha sus quejas y empatiza con sus sentimientos (lo cual no
necesariamente supone que deba coincidir con ella). En tal caso, la esposa podría interpretar este consejo
como una forma de rechazo, como si sus sentimientos fueran algo absurdo o carente de importancia. Por el
contrario, los maridos que, en lugar de subestimar las quejas de su esposa, permanecen junto a ella en
medio del fragor de una discusión, las hacen sentirse escuchadas y respetadas. Lo que una esposa desea
es que sus sentimientos sean tenidos en cuenta, respetados y valorados, aunque el marido se halle en
desacuerdo.
No es infrecuente, por tanto, que una esposa se tranquilice cuando sienta que se escucha su punto
de vista y se tienen en cuenta sus sentimientos.
En lo que respecta a las mujeres, el consejo es muy parecido.
Dado que uno de los principales problemas para el hombre es que su esposa suele ser demasiado
vehemente al formular sus quejas, ésta debería hacer el esfuerzo de no atacarle personalmente. Una cosa
es una queja y otra muy distinta una crítica o una expresión de desprecio personal. Las quejas no son
ataques al carácter sino tan sólo la clara afirmación de que una determinada acción resulta inaceptable. Las
agresiones personales suelen provocar la reacción defensiva y el atrincheramiento del marido, lo cual sólo
contribuye a aumentar la sensación de frustración y a provocar la escalada de la violencia. También puede
ser de gran ayuda el que la esposa trate de formular sus quejas en un contexto más amplio sin dejar de
expresar el amor que pueda sentir hacia su marido.
LAS «BUENAS PELEAS»
El periódico de hoy nos brinda una lección objetiva sobre la forma más inadecuada de resolver los
conflictos que aquejan a los matrimonios. Marlene Lenick se peleó con su esposo Michael porque él quería
ver el partido entre los Cowboys de Dallas y los Eagles de Filadelfia, mientras que lo que ella quería era ver
las noticias. Cuando su marido se sentó en el sofá dispuesto a ver el partido, la señora Lenick dijo que «ya
había tenido suficiente fútbol» y, acto seguido, se dirigió al dormitorio, cogió un revólver del calibre 38 y
disparó dos veces sobre su esposo. Como consecuencia de este incidente, Marlene ha sido acusada de
intento de homicidio con premeditación y puesta en libertad bajo fianza de 50.000 dólares, mientras que el
señor Lenick, por su parte, tuvo suerte y sigue recuperándose de las heridas de bala que rozaron su
abdomen y le atravesaron el omóplato izquierdo y el cuello. Por suerte son pocas las disputas
matrimoniales que alcanzan este grado de virulencia pero nos brindan una oportunidad excelente para
revisar aquellas condiciones que pueden infundir un mínimo de inteligencia emocional a la relación
matrimonial. Por ejemplo, las parejas más estables expresan abiertamente sus puntos de vista cuando
abordan un tema, una actitud que también pone en juego la capacidad de saber escuchar. Desde un punto
de vista emocional, cualquier muestra de empatía constituye una excelente válvula de escape de la tensión
puesto que lo que generalmente busca un cónyuge dolido es que se tengan en cuenta sus sentimientos.
Las parejas que acaban divorciándose suelen mostrarse incapaces de encontrar argumentos que
detengan la escalada de la tensión. La diferencia existente entre las parejas que mantienen una relación
saludable y aquéllas otras que terminan divorciándose radica en la presencia o ausencia de vías que
ayuden a disolver las desavenencias conyugales. Las válvulas de seguridad que impiden que una discusión
desemboque en una explosión de consecuencias irreversibles dependen de acciones tan sencillas como
atajar la discusión a tiempo antes de que se desproporcione, la empatía y el control de la tensión. Estas
acciones constituyen una especie de termostato emocional que impide que la expresión de los sentimientos
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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rebase el punto de ebullición y nuble la capacidad de los miembros de la pareja para centrarse en el tema
que estén discutiendo.
Una estrategia global que puede contribuir al buen funcionamiento del matrimonio consiste en no
tratar de centrarse de entrada en aquellos temas álgidos concretos que suelen desencadenar las peleas
matrimoniales (como, por ejemplo, el cuidado de los niños, el sexo, el dinero y el trabajo doméstico) sino, en
cambio, tratar de cultivar juntos la inteligencia emocional y así aumentar las posibilidades de que las cosas
discurran por cauces más sosegados. Existe un abanico de competencias emocionales —la capacidad de
tranquilizarse a uno mismo (y de tranquilizar a la pareja), la empatía y el saber escuchar— que facilitan el
que la pareja sea capaz de resolver más eficazmente sus desacuerdos. El desarrollo de este tipo de
habilidades hace posible la existencia de discusiones sanas, de «buenas peleas» que contribuyen a la
maduración del matrimonio y cortan de raíz las formas negativas de relación que suelen conducir a su
disgregación. Pero los hábitos emocionales no pueden cambiarse de la noche a la mañana, se trata de una
labor que exige mucha atención y perseverancia. Los cambios fundamentales que puede experimentar una
pareja están directamente relacionados con la profundidad de su motivación. La mayor parte de las
reacciones emocionales que se presentan en el seno del matrimonio comenzaron a modelarse desde
nuestra más tierna infancia, imbuidas por el aprendizaje que supuso la relación entre nuestros padres y
ejercitadas posteriormente en nuestras relaciones más íntimas. Por más que tratemos de convencernos de
lo contrario, todos llevamos la impronta de los hábitos emocionales aprendidos en la relación que
sostuvimos con nuestros padres (como reaccionar desproporcionadamente ante agravios de poca
importancia o encerrarnos en nosotros mismos al menor signo de enfrentamiento).
Tranquilizarse a uno mismo
En el núcleo de toda emoción intensa subyace un impulso a la acción y por esto resulta fundamental
el dominio de los impulsos para el desarrollo de la inteligencia emocional. No obstante, esto puede ser
especialmente difícil de llevar a la práctica en las relaciones más próximas, donde uno se juega tanto. Las
reacciones que afloran en este ámbito afectan a nuestras necesidades más profundas, como el deseo de
sentirse amado y respetado, el miedo a ser abandonado o la sensación de ser rechazado emocionalmente.
No deberíamos, pues, asombramos demasiado de que, en una pelea matrimonial, solamos comportarnos
como si nuestra vida se hallara en peligro.
Pero es imposible dar con la solución adecuada cuando uno se halla bajo el influjo de un secuestro
emocional. Por esto una de las competencias clave consiste en que ambos miembros de la pareja aprendan
a calmar sus sentimientos más angustiosos, lo cual supone el desarrollo de la capacidad de recuperarse
rápidamente del desbordamiento a que aboca todo secuestro emocional. Durante un secuestro emocional,
las capacidades de escuchar, pensar y hablar con claridad se ven claramente mermadas y es por ese
mismo motivo por lo que el hecho de tranquilizarse constituye un paso absolutamente necesario sin el cual
no puede existir el menor progreso en la resolución del problema en cuestión.
Aquellos matrimonios que estén interesados en este punto pueden tratar de monitorizar su pulso
carotídeo —está a unos pocos centímetros por debajo del lóbulo de la oreja y la mandíbula— cada cinco
minutos en el transcurso de una discusión (algo que quienes practican algún tipo de ejercicio aeróbico
pueden hacer sin dificultad alguna). El número de latidos que tienen lugar durante quince segundos
multiplicado por cuatro nos da el promedio de pulsaciones cardiacas por minuto. Este control del pulso
mientras uno trata de calmarse proporciona al sujeto una especie de gráfico basal, cuyo aumento en unos
diez latidos por encima de la media constituye un claro indicador de que está en peligro de experimentar un
desbordamiento emocional. En el caso de que el pulso sea incluso más acelerado, la pareja debería
descansar durante unos veinte minutos antes de reanudar la charla (aunque una pausa de cinco minutos tal
vez bastara, el tiempo de recuperación fisiológica suele ser más prolongado). Como hemos visto en el
capitulo 5, los residuos fisiológicos del enfado actúan a modo de detonante capaz de generar más enfado.
Por esto, un descanso prolongado nos proporciona más tiempo para que el cuerpo se recupere de la
excitación previa.
Aquellos matrimonios que, por la razón que fuere, consideren embarazoso el hecho de monitorizar
sus pulsaciones cardíacas durante una discusión, pueden establecer, al menor indicio de desbordamiento
emocional por parte del otro, algún tipo de acuerdo previo que les proporcione un tiempo muerto. Durante
este período de descanso, el enfriamiento puede verse potenciado mediante la práctica de algún tipo de
relajación o de ejercicio aeróbico (o cualquiera de los otros métodos que hemos mencionado en el capítulo
5) que contribuyan a que el cónyuge afectado se recupere del secuestro emocional.
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Desintoxicarse de la charla interna con uno mismo
Si tenemos en cuenta que los pensamientos negativos sobre nuestra pareja constituyen el
desencadenante del desbordamiento emocional, no nos resultará difícil comprender el gran alivio que
puede suponer que la mujer o el marido afectados por este tipo de críticas las exteriorice. Los pensamientos
del tipo «no puedo soportar más tiempo esta situación» o «no merezco este trato» constituyen expresiones
que responden al modelo de víctima inocente o de justa indignación. Como señala el terapeuta cognitivo
Aaron Beck, cuando el marido o la mujer, en lugar de limitarse a sentirse heridos o enfadados, pueden
darse cuenta de estos pensamientos y hacerles frente, comienzan a liberarse de su influjo. Pero, para ello,
será necesario que primero aprendan a dominar este tipo de pensamientos, a darse cuenta de que no
tienen por qué creer en ellos y a hacer el esfuerzo deliberado de buscar argumentos o perspectivas que
permitan cuestionarlos. Una esposa, por ejemplo, que, en medio de una discusión, piensa «no tiene en
cuenta mis necesidades» o «sólo piensa en sí mismo», puede afrontar este tipo de pensamientos
recordando las múltiples ocasiones en que su marido se ha mostrado amable con ella.
Esto le permitirá reencuadrarlos y relativizarlos: «aunque lo que ha hecho me parece absurdo y me
ha molestado, otras veces, en cambio ha demostrado claramente que se preocupa por mí». La primera
formulación sólo aboca a sentirse más dolido e irritado mientras que la segunda, en cambio, deja abierta la
posibilidad de que se produzca una transformación y una resolución positiva.
Escuchar y hablar de un modo no defensivo
Él:¡Estás gritando!
Ella: Es cierto, estoy gritando. Pero tú no has oído ni una sola palabra de lo que he dicho. Tú no me
escuchas.
El hecho de saber escuchar constituye una habilidad que contribuye a mantener unida a la pareja.
Aun en medio de una acalorada discusión, cuando tanto la mujer como el marido son presa de un secuestro
emocional, él, ella o, en ocasiones, ambos a la vez, podrían reconducir la situación tratando de serenarse y
respondiendo positivamente a cualquier intento conciliador. No obstante, las parejas que acaban
divorciándose suelen dejarse arrastrar por la ira, se aferran a los pormenores del problema inmediato y se
muestran incapaces de escuchar —por no hablar de responder positivamente— cualquier oferta de paz
implícita en las palabras de su pareja. La actitud defensiva se manifiesta en la forma en que el sujeto ignora
o rechaza las quejas del otro, reaccionando como si se tratara de un ataque en lugar de un intento de
arreglar las cosas. También es cierto que, a veces, los argumentos aducidos por el otro miembro de la
pareja pueden adoptar la forma de un ataque o expresarse con tal carga de negatividad que difícilmente
podrían tomarse de otro modo.
Pero, aun en el peor de los casos, siempre cabe la posibilidad de que la pareja reconsidere
conscientemente lo que se han dicho el uno al otro, tratando de obviar los contenidos más hostiles o
negativos del intercambio —el tono, los insultos y las críticas mordaces—, tratando de extraer sus aspectos
más relevantes.
Pero, para poder afrontar este reto, cada miembro de la pareja deberá tener presente que la
negatividad manifiesta de su compañero constituye una declaración tácita de la importancia que reviste el
tema para él o, dicho de otro modo, constituye una demanda de atención. Así, en el caso de que ella
gritase: « ¿no vas a dejar de interrumpirme?», él, por ejemplo, podría responder sin reaccionar a su
hostilidad diciendo: «muy bien. Continúa y di todo lo que tengas que decir».
La empatía —que consiste en escuchar los sentimientos reales subyacentes al mensaje verbal— es
el modo más eficaz de escuchar sin adoptar una actitud defensiva. Como vimos en el capitulo 7, para que
cada miembro de la pareja sea capaz de empatizar realmente con el otro es imprescindible que aprenda a
sosegar sus reacciones emocionales hasta volverse lo bastante sensible a sus propias respuestas
fisiológicas como para poder captar con fidelidad los sentimientos de su pareja. Sin esta receptividad
fisiológica no existirá la menor posibilidad de captar los sentimientos del otro. La empatía desaparece en el
mismo momento en que nuestros sentimientos son tan poderosos como para anular todo lo demás y no
dejar abierta la menor posibilidad de sintonizar con el otro.
Existe un método muy eficaz, utilizado con frecuencia en la terapia matrimonial, que se denomina
«reflejar» y que permite establecer una escucha emocionalmente adecuada. Cuando un miembro de la
pareja expresa una demanda, el otro debe reformularla en sus propias palabras, tratando de expresar no
sólo los pensamientos sino también los sentimientos subyacentes implicados.
Luego, este reflejo debe ser contrastado para asegurarse de que es adecuado y, en caso contrario,
repetirlo de nuevo hasta conseguirlo. No obstante, hay que decir que este ejercicio no es tan sencillo como
parece a simple vista. El hecho de sentirse adecuadamente reflejado no sólo proporciona la sensación de
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que uno está siendo comprendido sino que también conlleva necesariamente una cierta armonía emocional
que a veces basta para desmantelar un ataque inminente y terminar con la escalada de la violencia que
puede conducir a un enfrentamiento abierto.
El arte de hablar de forma no defensiva consiste en la capacidad de ceñirse a una queja concreta sin
terminar desembocando en un ataque personal. El psicólogo Haim Ginott, el pionero de los programas de
comunicación eficaz, afirma que la mejor forma de expresar una demanda responde al modelo «XYZ», es
decir, «cuando dices X me haces sentir Y, pero me habría gustado sentirme Z». Por ejemplo: «cuando no
me llamaste por teléfono y no me avisaste de que llegarías tarde a nuestra cita para cenar me sentí
despreciada y enfadada. Me habría gustado que me advirtieras de tu retraso», en lugar del habitual «eres
un desconsiderado y un egoísta». En resumen, pues, la comunicación abierta no supone un desafío, una
amenaza ni un insulto, y tampoco deja lugar para ninguna de las innumerables manifestaciones de una
actitud defensiva, como las excusas, la evitación de responsabilidades, los contraataques destructivos,
etcétera. En este caso la empatía vuelve a revelarse como un instrumento sumamente eficaz.
Cabe añadir, por último, que el respeto y el amor no sólo pueden despejar la hostilidad del seno del
matrimonio, sino también de todos los demás ámbitos de nuestra vida. Un modo muy eficaz de disminuir la
tensión que provoca una pelea es permitir que el otro miembro de la pareja sepa que somos capaces de
comprender su punto de vista y aceptar su posible validez, aunque no coincida plenamente con el nuestro.
Otra posibilidad consiste en tratar de asumir nuestra parte de responsabilidad o incluso disculpamos si
reconocemos que nos hemos equivocado. En el peor de los casos, esta confirmación significa que uno
comprende lo que se le está diciendo y tiene en cuenta las emociones implicadas («me doy cuenta de que
estás alterada») aunque no esté de acuerdo con su motivación. En cambio, en otras ocasiones, por
ejemplo, cuando no hay ninguna pelea en juego la confirmación puede adoptar la forma de un elogio,
tratando de destacar y alabar explícitamente alguna cualidad del otro. Este tipo de comunicación no sólo
contribuye a crear una relación de pareja más sosegada, sino que también permite ir acumulando un capital
emocional de sentimientos positivos.
La práctica
Para que estas estrategias demuestren su utilidad en los momentos emocionalmente más críticos,
deben estar suficientemente grabadas. El hecho es que nuestro cerebro emocional reacciona de manera
automática con aquellas respuestas emocionales que hemos aprendido a lo largo de toda nuestra vida en
los repetidos momentos de enfado y de sufrimiento emocional, de tal modo que éstas terminan dominando
todo nuestro panorama mental. La memoria y la reactividad están muy estrechamente ligadas a las
emociones y es por esto por lo que en estos momentos resulta más difícil evocar respuestas asociadas a
las situaciones de calma. Así pues, si no nos familiarizamos y entrenamos en dar respuestas emocionales
más positivas, nos resultará sumamente difícil poder llegar a evocarlas cuando estemos alterados.
Por el contrario, el adiestramiento en este tipo de respuestas hasta hacerlas automáticas nos
proporcionará la oportunidad de recurrir a ellas en medio de una crisis emocional. Por esta razón. si
queremos que las estrategias recién citadas se conviertan en respuestas espontáneas (o al menos en
respuestas que no tarden demasiado en producirse) y lleguen a formar parte de nuestro repertorio
emocional, deberemos ensayarlas y practicarlas tanto en los momentos más tranquilos como en medio de
la más acalorada discusión. Todos éstos son, pues, pequeños remedios que contribuyen a forjar nuestra
inteligencia emocional, antídotos, en fin, contra la desintegración matrimonial.
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10. EJECUTIVOS CON CORAZÓN
Melburn McBroom era un jefe autoritario y dominante que tenía atemorizados a todos sus
subordinados, un hecho que tal vez no hubiera tenido mayor trascendencia si su trabajo se hubiera
desempeñado en una oficina o en una fábrica. Pero el caso es que McBroom era piloto de avión.
Un día de 1978, su avión se estaba aproximando al aeropuerto de Portland, Oregón, cuando de
pronto se dio cuenta de que tenía problemas con el tren de aterrizaje. Ante aquella situación, McBroom
comenzó a dar vueltas en torno a la pista de aterrizaje, perdiendo un tiempo precioso mientras trataba de
solucionar el problema.
Tanto se obsesionó que consumió toda la gasolina del depósito mientras los copilotos, temerosos de
su ira, permanecían en silencio hasta el último momento. Finalmente el avión terminó estrellándose y en el
accidente perecieron diez personas.
Hoy en día, la historia de este accidente constituye uno de los ejemplos que se estudia en los
programas de entrenamiento de los pilotos de aviación.’ La causa del 80% de los accidentes de aviación
radica en errores del piloto, errores que, en muchos de los casos, podrían haberse evitado si la tripulación
hubiera trabajado en equipo. En la actualidad, el adiestramiento de los pilotos de aviación no sólo gira en
torno a la competencia técnica sino que también presta atención a los rudimentos mismos de la
inteligencia social (la importancia del trabajo en equipo, la apertura de vías de comunicación, la
colaboración, la escucha y el diálogo interno con uno mismo).
La cabina de un avión constituye un microcosmos de cualquier tipo de organización laboral. Pero,
aunque no dispongamos de la evidencia dramática que supone un accidente de aviación, no deberíamos
pensar que una moral mezquina, unos trabajadores atemorizados, un jefe tiránico y, en suma, cualquiera de
las muchas posibles combinaciones de deficiencias emocionales en el puesto de trabajo, carezca de
consecuencias destructivas. En realidad, los costes de esta situación se traducen en un descenso de la
productividad, un aumento de los accidentes laborales, omisiones y errores que no llegan a tener
consecuencias mortales y el éxodo de los empleados a otros entornos laborales más agradables. Este es, a
fin de cuentas, el precio inevitable que hay que pagar por un bajo nivel de inteligencia emocional en el
mundo laboral, un precio que puede terminar conduciendo a la quiebra de la empresa.
El hecho de que la falta de inteligencia emocional tiene un coste es una idea relativamente nueva en
el mundo laboral, una idea que algunos empresarios sólo aceptan con muchas reservas.
Un estudio realizado sobre doscientos cincuenta ejecutivos descubrió que la mayoría de ellos sentía
que su trabajo exigía «la participación de su cabeza pero no de su corazón». Muchos de estos ejecutivos
manifestaron su temor a que la empatía y la compasión por sus compañeros de trabajo interfirieran con los
objetivos de la empresa. Uno de ellos llegó incluso a decir que consideraba absurda la idea misma de tener
en cuenta los sentimientos de sus subordinados porque, a su juicio, «es imposible relacionarse con la
gente». Otros se disculparon diciendo que, si no permanecieran emocionalmente distantes, serían
incapaces de asumir las «duras» decisiones propias del mundo empresarial, aunque lo cierto es que les
gustaría poder tomar esas decisiones de una manera más humana. Ese estudio se realizó en los años
setenta, una época en la que el ambiente del mundo empresarial era muy distinto del actual. En mi opinión,
estas actitudes, hoy en día, están pasadas de moda y se está abriendo paso una nueva realidad que sitúa a
la inteligencia emocional en el lugar que le corresponde dentro del mundo empresarial. Como me dijo
Shoshona Zuboff, psicóloga de la Harvard Business School, «en este siglo las empresas han
experimentado una verdadera revolución, una revolución que ha transformado correlativamente nuestro
paisaje emocional. Hubo un largo tiempo durante el cual la empresa premiaba al jefe manipulador, al
luchador que se movía en el mundo laboral como si se hallara en la selva. Pero, en los años ochenta, esta
rígida jerarquía comenzó a descomponerse bajo las presiones de la globalización y de las tecnologías de la
información. La lucha en la selva representa el pasado de la vida corporativa, mientras que el futuro está
simbolizado por la persona experta en las habilidades interpersonales».
Algunas de las razones de esta situación son bien patentes, imaginemos, si no, las consecuencias de
un equipo de trabajo en el que alguien fuera incapaz de reprimir una explosión de cólera o que careciera de
la sensibilidad necesaria para captar lo que siente la gente que le rodea. Todos los efectos nefastos de la
alteración sobre el pensamiento que hemos mencionado en el capitulo 6 operan también en el mundo
laboral. Cuando la gente se encuentra emocionalmente tensa no puede recordar, atender, aprender ni
tomar decisiones con claridad. Como dijo un empresario: «el estrés estupidiza a la gente».
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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Imaginemos, por otra parte, los efectos beneficiosos del dominio de las habilidades emocionales
fundamentales (ser capaces de sintonizar con los sentimientos de las personas que nos rodean, poder
manejar los desacuerdos antes de que se conviertan en abismos insalvables, tener la capacidad de entrar
en el estado de «flujo» mientras trabajamos, etcétera). El liderazgo no tiene que ver con el control de los
demás sino con el arte de persuadirles para colaborar en la construcción de un objetivo común. Y, en lo que
respecta a nuestro propio mundo interior, nada hay más esencial que poder reconocer nuestros
sentimientos más profundos y saber lo que tenemos que hacer para estar más satisfechos con nuestro
trabajo.
Existen otras razones menos evidentes que reflejan los importantes cambios que están aconteciendo
en el mundo empresarial y que contribuyen a situar las aptitudes emocionales en un lugar preponderante.
Permítanme ahora destacar tres facetas diferentes de la inteligencia emocional: la capacidad de expresar
las quejas en forma de críticas positivas, la creación de un clima que valore la diversidad y no la convierta
en una fuente de fricción y el hecho de saber establecer redes eficaces.
LA CRITICA ES NUESTRO PRIMER QUEHACER
Él era un maduro ingeniero que dirigía un proyecto de desarrollo de software y que estaba
presentando al vicepresidente de desarrollo de producto de la compañía el resultado de meses de trabajo
logrado por su equipo. Con él se hallaban el hombre y la mujer con los que había trabajado codo con codo
durante tantas semanas, orgullosos de presentar al fin el fruto de su labor.
Pero cuando el ingeniero hubo terminado su presentación, el vicepresidente le espetó irónicamente:
«¿Cuánto tiempo hace que han terminado la carrera? Sus especificaciones son ridículas. Ni siquiera vale la
pena echarles un vistazo».
Después de eso, el ingeniero, completamente abatido, permaneció sentado y en silencio el resto de
la reunión. Sus dos acompañantes hicieron entonces un alegato —ciertamente algo hostil— sin orden ni
concierto en defensa de su proyecto. Finalmente, el vicepresidente recibió una llamada telefónica que puso
fin bruscamente a la reunión, dejando un poso de amargura e ira.
Durante las dos semanas siguientes el ingeniero estuvo obsesionado por los comentarios del
vicepresidente. Desalentado y deprimido, estaba convencido de que nunca más se le asignaría ningún
proyecto de importancia y, aunque estaba contento con su trabajo, llegó a pensar incluso en abandonar la
compañía.
Finalmente fue a visitar al vicepresidente y le habló de la reunión, de sus críticas y de su desánimo.
Fue entonces cuando le preguntó: «Estoy algo confundido con lo que usted trataba de hacer. No
comprendo cuáles eran sus intenciones. ¿Le importaría decirme qué era lo que pretendía?»
El vicepresidente se quedó perplejo, pues no tenía la menor idea de que sus observaciones hubieran
tenido un efecto tan devastador. De hecho, en modo alguno había desestimado el proyecto sino que, por el
contrario, opinaba que era prometedor, pero que todavía debía seguir perfeccionándose. Y lo que menos
había pretendido era herir los sentimientos de nadie. Luego, tardíamente, pidió perdón por lo ocurrido.
Éste, en realidad, es un problema de feedback, un problema de dar la información exacta necesaria
para que la otra persona siga por un determinado camino. El feedback, en su sentido original en la teoría de
sistemas, implica el intercambio de datos sobre cómo está funcionando una parte de un sistema, con la
comprensión de que todas las partes están interrelacionadas, de modo que la transformación de una parte
puede terminar afectando a la totalidad. En una empresa, todo el mundo forma parte del sistema, y el
feedback es el alma de la organización, el intercambio de información que permite que la gente sepa si está
haciendo bien su trabajo o si, por el contrario, debe mejorarlo, efectuar algunos cambios o reorientarlo por
completo. Sin feedback la gente permanece en la oscuridad y no tiene la menor idea de la forma en que
debe relacionarse con su jefe o con sus compañeros, lo que se espera de ellos y qué problemas
empeorarán a medida que pase el tiempo.
En cierto sentido, la crítica es una de las funciones más importantes de un jefe aunque es también
una de las más temidas y soslayadas. Como ocurría con el sarcástico vicepresidente del ejemplo con el que
comenzábamos esta sección, los jefes no suelen ser especialmente diestros en el arte crucial del feedback.
Y esta deficiencia tiene un coste realmente extraordinario porque, del mismo modo que la salud emocional
de una pareja depende de la forma en que expresen sus quejas, la eficacia, la satisfacción y la
productividad de la empresa dependen también de la forma en que se hable de los problemas que se
presenten. En realidad, la forma en que se expresan y se reciben las críticas constituye un elemento
determinante en la satisfacción del trabajador con su cometido, con sus compañeros y con sus superiores.
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La peor forma de motivar a alguien
Las vicisitudes emocionales que operan en el seno del matrimonio también lo hacen en el mundo
laboral, donde asumen formas similares. En ambos casos, las críticas suelen expresarse en forma de
quejas personales más que como quejas sobre las que se puede actuar, en forma de acusaciones
personales cargadas de disgusto, sarcasmo y desprecio y, en consecuencia, también dan lugar a
reacciones de defensa, de declinación de la responsabilidad y finalmente al pasotismo o a la amarga
resistencia pasiva que provoca el hecho de sentirse maltratado. De hecho, como nos dijo un ejecutivo, una
de las formas más comunes de crítica destructiva consiste en una afirmación generalizada y universal —
como, por ejemplo: «¡tú lo confundes todo!», expresada en un tono duro, sarcástico y enojado— que no
propone una forma mejor de hacer las cosas ni tampoco deja abierta la menor posibilidad de respuesta.
Este tipo de afirmación, en suma, despierta los sentimientos de impotencia y de enojo. Desde el punto de
vista de la inteligencia emocional, estas críticas manifiestan una flagrante ignorancia de los sentimientos
que puede llegar a tener un efecto devastador en la motivación, la energía y la confianza de quien las
recibe.
Esta dinámica destructiva quedó clara en una investigación en la que se pidió a una serie de
ejecutivos que recordaran algún momento en el que una amonestación a sus subordinados hubiera
terminado convirtiéndose en un ataque personal. El hecho es que estos ataques tienen efectos muy
similares a los que ocurren en el seno del matrimonio puesto que, la mayor parte de las veces, los
empleados que los recibieron reaccionaron poniéndose a la defensiva, disculpándose, eludiendo la
responsabilidad o cerrándose completamente en banda (que no es sino una forma de tratar de evitar todo
contacto con la persona que le está regañando). No cabe la menor duda de que, si se les hubiera sometido
al mismo tipo de microscopio emocional que John Gottman utilizó con las parejas casadas, se habrían
descubierto en aquellos atribulados empleados los mismos pensamientos de víctima inocente o de justa
indignación propios de los maridos o esposas que se sentían injustamente atacados y lo mismo habría
ocurrido si se hubieran medido sus reacciones fisiológicas. Y esta respuesta pone en marcha un ciclo que,
en el mundo empresarial, suele abocar al equivalente laboral del divorcio: la renuncia al trabajo o el
despido.
En un estudio realizado sobre 108 jefes y trabajadores de cuello blanco, las críticas inadecuadas
estaban por delante de la desconfianza, los problemas personales y las luchas por el poder y el salario
como uno de los principales motivos de conflicto en el mundo laboral.
Un experimento llevado a cabo en el Rensselaer Polytechnic Institute demostró claramente el efecto
pernicioso de la crítica mordaz sobre las relaciones laborales. El experimento consistía en elaborar un
anuncio para un nuevo champú, una tarea que fue encomendada a un grupo de voluntarios. Otro voluntario
(confabulado con los experimentadores) era el encargado de valorar —mediante dos tipos de críticas
predeterminadas— los anuncios que se proponían. Una de las críticas era considerada y concreta, pero la
otra incluía acusaciones sobre supuestas deficiencias innatas de la persona (con comentarios tales como
«no merece la pena que vuelvas a intentarlo. No puedes hacer nada bien» o «tal vez sea falta de talento.
Se lo pediré a otro»).
Comprensiblemente, quienes se sentían atacados se ponían a la defensiva, se enojaban y rehusaban
colaborar en futuros proyectos con la persona que les había criticado. Muchos dijeron que no volverían a
relacionarse con ella; en otras palabras, se cerraron completamente a ellos. Este tipo de crítica resultaba
tan desalentador que, quienes la recibían, abandonaban toda nueva tentativa y —tal vez lo más
perjudicial— afirmaban sentirse incapaces de hacer las cosas bien. El ataque personal, en suma, tiene un
efecto devastador sobre el estado de ánimo.
La mayor parte de los ejecutivos son muy proclives a la crítica y muy comedidos, en cambio, con las
alabanzas, dejando así que sus subordinados sólo reciban un feedback cuando han cometido un error. Esto
es lo que suele ocurrir en el caso de los ejecutivos que permanecen sin dar ningún tipo de feedback durante
largos períodos de tiempo. «Casi todos los problemas de rendimiento de los trabajadores no aparecen
súbitamente sino que van desarrollándose a lo largo del tiempo», señala J.R. Larson, un psicólogo de la
Universidad de Illinois (Urbana), quien luego prosigue diciendo: «si un jefe no expresa prontamente sus
sentimientos, su frustración irá lentamente en aumento hasta que, el día más inesperado, estalle de golpe.
Si, por el contrario, manifiesta sus críticas, el empleado tendrá, al menos, la posibilidad de corregir el
problema. Con demasiada frecuencia, la gente sólo expresa sus críticas cuando las cosas han llegado ya a
un punto extremo; en otras palabras, cuando están demasiado enfadados como para poder controlar lo que
dicen. Y lo que ocurre entonces es que las críticas se vierten del peor modo posible, con un tono de amargo
sarcasmo, sacando a la luz la larga lista de agravios que han ido acumulando, agrediendo con ella a sus
empleados. Pero este tipo de ataques no hace más que desencadenar una guerra, porque quien los recibe
se siente agredido y termina enojándose. Esta es, en resumen, la peor forma de motivar a alguien».
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La estrategia adecuada
Veamos ahora una posible alternativa a la situación que acabamos de describir, porque la crítica
adecuada puede ser una de las herramientas más poderosas con las que cuenta un jefe. Por ejemplo, el
despectivo vicepresidente del que hablábamos al comienzo de este capítulo podría haber dicho —pero no
dijo— al ingeniero de software algo así como: «el principal problema con el que nos encontramos en este
estadio es que su plan requiere mucho tiempo, lo cual encarecería demasiado los costes. Me gustaría que
pensara más en su propuesta, especialmente en los detalles concretos del software, para ver si puede
encontrar una forma de hacer el mismo trabajo más rápidamente». Este mensaje hubiera tenido un efecto
completamente opuesto al de la crítica destructiva puesto que, en lugar de generar impotencia, rabia y
desaliento, habría alimentado la esperanza de hacerlo mejor y también habría sugerido el modo más
adecuado de acometer esta actividad.
Las críticas adecuadas no se ocupan tanto de atribuir los errores a un rasgo de carácter como de
centrarse en lo que la persona ha hecho y puede hacer. Como observa Larson: «los ataques al carácter —
llamarle a alguien estúpido o incompetente, por ejemplo- yerran por completo el objetivo. Así, lo único que
se consigue es poner inmediatamente a la otra persona a la defensiva, con lo cual deja de estar receptivo a
sus recomendaciones sobre la forma de mejorar la situación». Este consejo, obviamente, es también
aplicable a la expresión de las quejas en el seno del matrimonio.
Y, en términos de motivación, cuando las personas consideran que sus fracasos se deben a alguna
carencia innata, pierden toda esperanza de transformar las cosas y dejan de intentar cambiarlas.
Recordemos que la creencia básica que conduce al optimismo es que los contratiempos y los
fracasos se deben a las circunstancias y que siempre podremos hacer algo para cambiar éstas.
Harry Levinson, un antiguo psicoanalista que se ha pasado al campo empresarial, da los siguientes
consejos sobre el arte de la crítica (que curiosamente también están inextricablemente ligados al arte del
elogio):
«Sea concreto. Concéntrese en algún incidente significativo, en algún acontecimiento que ilustre un
problema clave que deba cambiar o en alguna pauta deficiente (como, por ejemplo, la incapacidad de
realizar adecuadamente determinados aspectos de un trabajo). Saber que uno está haciendo «algo» mal
sin saber de qué se trata concretamente resulta sumamente descorazonador. Limitese a lo concreto,
señalando también lo que la persona hace bien, lo que no hace tan bien y cómo podría cambiarlo. No vaya
con rodeos y evite las ambigüedades y las evasivas porque eso podría enmascarar el mensaje real.» (Esto,
evidentemente, se asemeja mucho al consejo que suele darse a las parejas a la hora de expresar sus
quejas: diga exactamente cuál es el problema, lo que está equivocado, cómo le hace sentir y qué es lo que
podría cambiarse.)
«La concreción —señala Levinson— es tan importante para los elogios como para las criticas. Con
ello no quiero decir que los elogios difusos no tengan efecto sobre el estado de ánimo y que no se pueda
aprender de ellos.». Ofrezca soluciones. La crítica, como todo feedback útil, debería apuntar a una forma de
resolver el problema. De otro modo, el receptor puede quedar frustrado, desmoralizado o desmotivado. La
crítica puede abrir la puerta a posibilidades y alternativas que la persona ignoraba o simplemente
sensibilizaría a ciertas deficiencias que requieren atención pero, en cualquier caso, debe incluir sugerencias
sobre la forma más adecuada de afrontar estos problemas.
Permanezca presente. Las críticas, al igual que las alabanzas, son más eficaces cara a cara y en
privado. Es muy probable que las personas a quienes no les agrada criticar —ni alabar— tiendan a hacerlo
a distancia pero, de ese modo, la comunicación resulta demasiado impersonal y escamotea al receptor la
oportunidad de responder o de solicitar alguna aclaración.
Permanezca sensible. Esta es una llamada a la empatía, a tratar de sintonizar con el impacto que
tienen sus palabras y su forma de expresión sobre el receptor. Según Levinson, los ejecutivos poco
empáticos tienden a dar feedbacks demasiado hirientes y humillantes. Pero el efecto de este tipo de críticas
resulta destructivo porque, en lugar de abrir un camino para mejorar las cosas, despierta la respuesta
emocional del resentimiento, la amargura, las actitudes defensivas y el distanciamiento.
Levinson también ofrece algunas recomendaciones emocionales para quienes se encuentran en el
polo receptivo de la crítica. Una de ellas consiste en considerar a la crítica no como un ataque personal sino
como una información sumamente valiosa para mejorar las cosas. Otra consiste en darse cuenta de que
uno responde de manera defensiva en lugar de asumir la responsabilidad. Y, si esto le resulta demasiado
difícil, puede ser útil pedir un tiempo para tranquilizarse y asimilar el mensaje antes de proseguir.
Finalmente, Levinson recomienda considerar las críticas como una oportunidad para trabajar junto a la
persona que critica y resolver el problema en lugar de tomarlo como un enfrentamiento personal. Todos
estos sabios consejos, obviamente, constituyen también sugerencias muy adecuadas para que las parejas

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