sábado, 28 de janeiro de 2012

Inteligência emocional - Part 1

Daniel Goleman
Inteligencia Emocional
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES ________________________________________________ 3
PARTE I _____________________________________________________________________ 7
EL CEREBRO EMOCIONAL ____________________________________________________ 7
1. ¿PARA QUÉ SIRVEN LAS EMOCIONES? ___________________________________________ 8
2. ANATOMÍA DE UN SECUESTRO EMOCIONAL____________________________________ 14
PARTE II____________________________________________________________________ 24
LA NATURALEZA DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL __________________________ 24
3. CUANDO EL LISTO ES TONTO __________________________________________________ 25
4. CONÓCETE A TI MISMO ________________________________________________________ 34
5. ESCLAVOS DE LA PASIÓN ______________________________________________________ 40
6. LA APTITUD MAESTRA_________________________________________________________ 54
7. LAS RAÍCES DE LA EMPATÍA ___________________________________________________ 65
8. LAS ARTES SOCIALES __________________________________________________________ 74
PARTE III ___________________________________________________________________ 84
INTELIGENCIA EMOCIONAL APLICADA_______________________________________ 84
9. ENEMIGOS ÍNTIMOS ___________________________________________________________ 85
10. EJECUTIVOS CON CORAZÓN __________________________________________________ 97
11. LA MENTE Y LA MEDICINA___________________________________________________ 107
PARTE IV __________________________________________________________________ 120
UNA PUERTA ABIERTA A LA OPORTUNIDAD _________________________________ 120
12. EL CRISOL FAMILIAR ________________________________________________________ 121
13. TRAUMA Y REEDUCACIÓN EMOCIONAL______________________________________ 128
14. EL TEMPERAMENTO NO ES EL DESTINO______________________________________ 137
PARTE V___________________________________________________________________ 145
LA ALFABETIZACIÓN EMOCIONAL __________________________________________ 145
15. EL COSTE DEL ANALFABETISMO EMOCIONAL________________________________ 146
16. LA ESCOLARIZACIÓN DE LAS EMOCIONES ___________________________________ 164
APÉNDICE A ¿QUÉ ES LA EMOCIÓN? ________________________________________ 181
APÉNDICE B PARTICULARIDADES DE LA MENTE EMOCIONAL ________________ 183
APÉNDICE C LOS CIRCUITOS NEURALES DEL MIEDO_________________________ 187
APÉNDICE D EL CONSORCIO W.T. GRANT LOS COMPONENTES ACTIVOS DE LOS
PROGRAMAS DE PREVENCIÓN ______________________________________________ 189
APÉNDICE E EL CURRICULUM DE SELF SCIENCE ____________________________ 190
APÉNDICE F APRENDIZAJE SOCIAL Y EMOCIONAL: RESULTADOS_____________ 191
NOTAS_____________________________________________________________________ 194
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES
Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo.
Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el
momento oportuno. Con el propósito justo y del modo correcto, eso,
ciertamente, no resulta tan sencillo.
Aristóteles, Ética a Nicómaco.
Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que
hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús
en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un
hombre de raza negra de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me
obsequió con un amistoso «¡Hola! ¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que
subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero,
aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía
afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.
No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba
teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo
mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban
ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué
decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le
producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un
pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el
halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista! ¡Que tenga
un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.
El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi veinte años. Aquel día
acababa de doctorarme en psicología, pero la psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a
la forma en que tienen lugar estas transformaciones.
La ciencia psicológica sabía muy poco —si es que sabía algo— sobre los mecanismos de la
emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el conductor de aquel autobús era el epicentro
de una contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de sus pasajeros, se extendía por toda la
ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una especie de mago que tenía el poder de conjurar el
nerviosismo y el mal humor que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus
corazones.
Veamos ahora el marcado contraste que nos ofrecen algunas noticias recogidas en los periódicos de
la última semana:
En una escuela local, un niño de nueve años, aquejado de un acceso de violencia porque unos
compañeros de tercer curso le habían llamado «mocoso», vertió pintura sobre pupitres, ordenadores e
impresoras y destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en el aparcamiento.
Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un incidente ocurrido cuando una multitud de adolescentes
se apiñaban en la puerta de entrada de un club de rap de Manhattan. El incidente, que se inició con una
serie de empujones, llevó a uno de los implicados a disparar sobre la multitud con un revólver de calibre 38.
El periodista subraya el aumento alarmante de estas reacciones desproporcionadas ante situaciones nimias
que se interpretan como faltas de respeto.
Según un informe, el cincuenta y siete por ciento de los asesinatos de menores de doce años fueron
cometidos por sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los padres trataron de justificar su
conducta aduciendo que «lo único que deseaban era castigar al pequeño». Cuya falta, la mayoría de las
veces, había consistido en una «infracción» tan grave como ponerse delante del televisor, gritar o ensuciar
los pañales.
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Un joven alemán es juzgado por provocar un incendio que terminó con la vida de cinco mujeres y
niñas de origen turco mientras éstas dormían. El joven, integrante de un grupo neonazi, trató de disculpar
su conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus problemas con el alcohol y a su creencia de que los
culpables de su mala fortuna eran los extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas audible, concluyó su
declaración diciendo «Me arrepentiré toda la vida. Estoy profundamente avergonzado de lo que hicimos».
A diario, los periódicos nos acosan con noticias que hablan del aumento de la inseguridad y de la
degradación de la vida ciudadana. Fruto de una irrupción descontrolada de los impulsos.
Pero este tipo de noticias simplemente nos devuelve la imagen ampliada de la creciente pérdida de
control sobre las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean. Nadie
permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y arrepentimientos que, de una manera u otra,
acaba salpicando toda nuestra vida.
En la última década hemos asistido a un bombardeo constante de este tipo de noticias que constituye
el fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez de
nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad. Estos años constituyen la
apretada crónica de la rabia y la desesperación galopantes que bullen en la callada soledad de unos niños
cuya madre trabajadora los deja con la televisión como única niñera, en el sufrimiento de los niños
abandonados, descuidados o que han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina intimidad de la
violencia conyugal. Este malestar emocional también es el causante del alarmante incremento de la
depresión en todo el mundo y de las secuelas que lo deja tras de sí la inquietante oleada de la violencia:
escolares armados, accidentes automovilísticos que terminan a tiros, parados resentidos que masacran a
sus antiguos compañeros de trabajo, etcétera. Abuso emocional, heridas de bala y estrés postraumático
son expresiones que han llegado a formar parte del léxico familiar de la última década, al igual que el
moderno cambio de eslogan desde el jovial «¡Que tenga un buen día!» a la suspicacia del «¡Hazme tener
un buen día!».
Este libro constituye una guía para dar sentido a lo aparentemente absurdo. En mi trabajo como
psicólogo y —en la última década— como periodista del New York Times, he tenido la oportunidad de
asistir a la evolución de nuestra comprensión científica del dominio de lo irracional. Desde esta privilegiada
posición he podido constatar la existencia de dos tendencias contrapuestas, una que refleja la creciente
calamidad de nuestra vida emocional y la otra que nos parece brindarnos algunas soluciones sumamente
esperanzadoras.
¿POR QUÉ ESTA INVESTIGACION AHORA?
A pesar de la abundancia de malas noticias, durante la última década hemos asistido a una eclosión
sin precedentes de investigaciones científicas sobre la emoción, uno de cuyos ejemplos más elocuentes ha
sido el poder llegar a vislumbrar el funcionamiento del cerebro gracias a la innovadora tecnología del
escáner cerebral. Estos nuevos medios tecnológicos han desvelado por vez primera en la historia humana
uno de los misterios más profundos: el funcionamiento exacto de esa intrincada masa de células mientras
estamos pensando, sintiendo, imaginando o soñando.
Este aporte de datos neurobiológicos nos permite comprender con mayor claridad que nunca la
manera en que los centros emocionales del cerebro nos incitan a la rabia o al llanto, el modo en que sus
regiones más arcaicas nos arrastran a la guerra o al amor y la forma en que podemos canalizarlas hacia el
bien o hacia el mal.
Esta comprensión —desconocida hasta hace muy poco— de la actividad emocional y de sus
deficiencias pone a nuestro alcance nuevas soluciones para remediar la crisis emocional colectiva.
Para escribir este libro he tenido que aguardar a que la cosecha de la ciencia fuera lo suficientemente
fructífera. Este conocimiento ha tardado tanto en llegar porque, durante muchos años, la investigación ha
soslayado el papel desempeñado por los sentimientos en la vida mental, dejando que las emociones fueran
convirtiéndose en el gran continente inexplorado de la psicología científica. Y todo este vacío ha propiciado
la aparición de un torrente de libros de autoayuda llenos de consejos bien intencionados, aunque basados,
en el mejor de los casos, en opiniones clínicas con muy poco fundamento científico, si es que poseen
alguno. Pero hoy en día la ciencia se halla, por fin, en condiciones de hablar con autoridad de las
cuestiones más apremiantes y contradictorias relativas a los aspectos más irracionales del psiquismo y de
cartografiar, con cierta precisión, el corazón del ser humano.
Esta tarea constituye un auténtico desafío para quienes suscriben una visión estrecha de la
inteligencia y aseguran que el CI (CI: coeficiente o cociente intelectual) es un dato genético que no puede
ser modificado por la experiencia vital y que el destino de nuestras vidas se halla, en buena medida,
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determinado por esta aptitud. Pero este argumento pasa por alto una cuestión decisiva: ¿qué cambios
podemos llevar a cabo para que a nuestros hijos les vaya bien en la vida? ¿Qué factores entran en juego,
por ejemplo, cuando personas con un elevado CI no saben qué hacer mientras que otras, con un modesto,
o incluso con un bajo CI, lo hacen sorprendentemente bien? Mi tesis es que esta diferencia radica con
mucha frecuencia en el conjunto de habilidades que hemos dado en llamar inteligencia emocional,
habilidades entre las que destacan el autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad para
motivarse a uno mismo. Y todas estas capacidades, como podremos comprobar, pueden enseñarse a los
niños, brindándoles así la oportunidad de sacar el mejor rendimiento posible al potencial intelectual que les
haya correspondido en la lotería genética.
Más allá de esta posibilidad puede entreverse un ineludible imperativo moral. Vivimos en una época
en la que el entramado de nuestra sociedad parece descomponerse aceleradamente, una época en la que
el egoísmo, la violencia y la mezquindad espiritual parecen socavar la bondad de nuestra vida colectiva. De
ahí la importancia de la inteligencia emocional, porque constituye el vínculo entre los sentimientos, el
carácter y los impulsos morales. Además, existe la creciente evidencia de que las actitudes éticas
fundamentales que adoptamos en la vida se asientan en las capacidades emocionales subyacentes. Hay
que tener en cuenta que el impulso es el vehículo de la emoción y que la semilla de todo impulso es un
sentimiento expansivo que busca expresarse en la acción. Podríamos decir que quienes se hallan a merced
de sus impulsos —quienes carecen de autocontrol— adolecen de una deficiencia moral porque la
capacidad de controlar los impulsos constituye el fundamento mismo de la voluntad y del carácter.
Por el mismo motivo, la raíz del altruismo radica en la empatía, en la habilidad para comprender las
emociones de los demás y es por ello por lo que la falta de sensibilidad hacia las necesidades o la
desesperación ajenas es una muestra patente de falta de consideración. Y si existen dos actitudes morales
que nuestro tiempo necesita con urgencia son el autocontrol y el altruismo.
NUESTRO VIAJE
El presente libro constituye una guía para conocer todas esas visiones científicas sobre la emoción,
un viaje cuyo objetivo es proporcionarnos una mejor comprensión de una de las facetas más
desconcertantes de nuestra vida y del mundo que nos rodea.
La meta de nuestro viaje consiste en llegar a comprender el significado —y el modo— de dotar de
inteligencia a la emoción, una comprensión que, en sí misma, puede servirnos de gran ayuda, porque el
hecho de tomar conciencia del dominio de los sentimientos puede tener un efecto similar al que provoca un
observador en el mundo de la física cuántica, es decir, transformar el objeto de observación.
Nuestro viaje se inicia en la primera parte con una revisión de los descubrimientos más recientes
sobre la arquitectura emocional del cerebro que nos explica una de las coyunturas más desconcertantes de
nuestra vida, aquélla en que nuestra razón se ve desbordada por el sentimiento. Llegar a comprender la
interacción de las diferentes estructuras cerebrales que gobiernan nuestras iras y nuestros temores —o
nuestras pasiones y nuestras alegrías— puede enseñarnos mucho sobre la forma en que aprendemos los
hábitos emocionales que socavan nuestras mejores intenciones, así como también puede mostrarnos el
mejor camino para llegar a dominar los impulsos emocionales más destructivos y frustrantes. Y, lo que es
aún más importante, todos estos datos neurológicos dejan una puerta abierta a la posibilidad de modelar los
hábitos emocionales de nuestros hijos.
En la segunda parte, la siguiente parada importante de nuestro recorrido, examinaremos el papel que
desempeñan los datos neurológicos en esa aptitud vital básica que denominamos inteligencia emocional,
esa disposición que nos permite, por ejemplo, tomar las riendas de nuestros impulsos emocionales,
comprender los sentimientos más profundos de nuestros semejantes, manejar amablemente nuestras
relaciones o desarrollar lo que Aristóteles denominara la infrecuente capacidad de «enfadarse con la
persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo
correcto». (Aquellos lectores que no se sientan atraídos por los detalles neurológicos tal vez quieran
comenzar el libro directamente por este capítulo).
Este modelo ampliado de lo que significa «ser inteligente» otorga a las emociones un papel central en
el conjunto de aptitudes necesarias para vivir. En la tercera parte examinamos algunas de las diferencias
fundamentales originadas por este tipo de aptitudes: cómo pueden ayudarnos, por ejemplo, a cuidar
nuestras relaciones más preciadas o cómo, por el contrario, su ausencia puede llegar a destruirlas; cómo
las fuerzas económicas que modelan nuestra vida laboral están poniendo un énfasis sin precedentes en
estimular la inteligencia emocional para alcanzar el éxito laboral; cómo las emociones tóxicas pueden llegar
a ser tan peligrosas para nuestra salud física como fumar varios paquetes de tabaco al día y cómo, por
último, el equilibrio emocional contribuye, por el contrario, a proteger nuestra salud y nuestro bienestar.
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La herencia genética nos ha dotado de un bagaje emocional que determina nuestro temperamento,
pero los circuitos cerebrales implicados en la actividad emocional son tan extraordinariamente maleables
que no podemos afirmar que el carácter determine nuestro destino. Como muestra la cuarta parte de
nuestro libro, las lecciones emocionales que aprendimos en casa y en la escuela durante la niñez modelan
estos circuitos emocionales tornándonos más aptos —o más ineptos— en el manejo de los principios que
rigen la inteligencia emocional. En este sentido, la infancia y la adolescencia constituyen una auténtica
oportunidad para asimilar los hábitos emocionales fundamentales que gobernarán el resto de nuestras
vidas.
La quinta parte explora cuál es la suerte que aguarda a aquellas personas que, en su camino hacia la
madurez, no logran controlar su mundo emocional y de qué modo las deficiencias de la inteligencia
emocional aumentan el abanico de posibles riesgos, riesgos que van desde la depresión hasta una vida
llena de violencia, pasando por los trastornos alimentarios y el abuso de las drogas.
Esta parte también documenta extensamente los esfuerzos realizados en este sentido por ciertas
escuelas pioneras que se dedican a enseñar a los niños las habilidades emocionales y sociales necesarias
para mantener encarriladas sus vidas.
El conjunto de datos más inquietantes de todo el libro tal vez sea el que nos habla de la investigación
llevada a cabo entre padres y profesores y que demuestra el aumento de la tendencia en la presente
generación infantil al aislamiento, la depresión, la ira, la falta de disciplina, el nerviosismo, la ansiedad, la
impulsividad y la agresividad, un aumento, en suma, de los problemas emocionales.
Si existe una solución, ésta debe pasar necesariamente, en mi opinión, por la forma en que
preparamos a nuestros jóvenes para la vida. En la actualidad dejamos al azar la educación emocional de
nuestros hijos con consecuencias más que desastrosas. Como ya he dicho, una posible solución consistiría
en forjar una nueva visión acerca del papel que deben desempeñar las escuelas en la educación integral
del estudiante, reconciliando en las aulas a la mente y al corazón. Nuestro viaje concluye con una visita a
algunas escuelas innovadoras que tratan de enseñar a los niños los principios fundamentales de la
inteligencia emocional. Quisiera imaginar que, algún día, la educación incluirá en su programa de estudios
la enseñanza de habilidades tan esencialmente humanas como el autoconocimiento, el autocontrol, la
empatía y el arte de escuchar, resolver conflictos y colaborar con los demás.
En su Ética a Nicómaco. Aristóteles realiza una indagación filosófica sobre la virtud, el carácter y la
felicidad, desafiándonos a gobernar inteligentemente nuestra vida emocional. Nuestras pasiones pueden
abocar al fracaso con suma facilidad y. de hecho, así ocurre en multitud de ocasiones; pero cuando se
hallan bien adiestradas, nos proporcionan sabiduría y sirven de guía a nuestros pensamientos, valores y
supervivencia. Pero, como dijo Aristóteles, el problema no radica en las emociones en sí sino en su
conveniencia y en la oportunidad de su expresión. La cuestión esencial es: ¿de qué modo podremos
aportar más inteligencia a nuestras emociones, más civismo a nuestras calles y más afecto a nuestra vida
social?
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PARTE I
EL CEREBRO EMOCIONAL
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1. ¿PARA QUÉ SIRVEN LAS EMOCIONES?
Sólo se puede ver correctamente con el corazón; lo esencial permanece
invisible para el ojo.
Antoine de Saint-Exupéry, El principito
Ahora, los últimos momentos de las vidas de Gary y Mary Jane Chauncey, un matrimonio
completamente entregado a Andrea, su hija de once años, a quien una parálisis cerebral terminó
confinando a una silla de ruedas. Los Chauncey viajaban en el tren anfibio que se precipitó a un río de la
región pantanosa de Louisiana después de que una barcaza chocara contra el puente del ferrocarril y lo
semidestruyera. Pensando exclusivamente en su hija Andrea, el matrimonio hizo todo lo posible por salvarla
mientras el tren iba sumergiéndose en el agua y se las arreglaron, de algún modo, para sacarla a través de
una ventanilla y ponerla a salvo en manos del equipo de rescate. Instantes después, el vagón terminó
sumergiéndose en las profundidades y ambos perecieron. La historia de Andrea, la historia de unos padres
cuyo postrero acto de heroísmo fue el de garantizar la supervivencia de su hija, refleja unos instantes de un
valor casi épico. No cabe la menor duda de que este tipo de episodios se habrá repetido en innumerables
ocasiones a lo largo de la prehistoria y la historia de la humanidad, por no mencionar las veces que habrá
ocurrido algo similar en el dilatado curso de la evolución. Desde el punto de vista de la biología
evolucionista, la autoinmolación parental está al servicio del «éxito reproductivo» que supone transmitir los
genes a las generaciones futuras, pero considerado desde la perspectiva de unos padres que deben tomar
una decisión desesperada en una situación limite, no existe más motivación que el amor.
Este ejemplar acto de heroísmo parental, que nos permite comprender el poder y el objetivo de las
emociones, constituye un testimonio claro del papel desempeñado por el amor altruista —y por cualquier
otra emoción que sintamos— en la vida de los seres humanos. De hecho, nuestros sentimientos, nuestras
aspiraciones y nuestros anhelos más profundos constituyen puntos de referencia ineludibles y nuestra
especie debe gran parte de su existencia a la decisiva influencia de las emociones en los asuntos humanos.
El poder de las emociones es extraordinario, sólo un amor poderoso —la urgencia por salvar al hijo amado,
por ejemplo— puede llevar a unos padres a ir más allá de su propio instinto de supervivencia individual.
Desde el punto de vista del intelecto, se trata de un sacrificio indiscutiblemente irracional pero, visto desde
el corazón, constituye la única elección posible.
Cuando los sociobiólogos buscan una explicación al relevante papel que la evolución ha asignado a
las emociones en el psiquismo humano, no dudan en destacar la preponderancia del corazón sobre la
cabeza en los momentos realmente cruciales. Son las emociones —afirman— las que nos permiten afrontar
situaciones demasiado difíciles —el riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de un
objetivo a pesar de las frustraciones, la relación de pareja, la creación de una familia, etcétera— como para
ser resueltas exclusivamente con el intelecto. Cada emoción nos predispone de un modo diferente a la
acción; cada una de ellas nos señala una dirección que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los
innumerables desafíos a que se ha visto sometida la existencia humana. En este sentido, nuestro bagaje
emocional tiene un extraordinario valor de supervivencia y esta importancia se ve confirmada por el hecho
de que las emociones han terminado integrándose en el sistema nervioso en forma de tendencias innatas y
automáticas de nuestro corazón.
Cualquier concepción de la naturaleza humana que soslaye el poder de las emociones pecará de una
lamentable miopía. De hecho, a la luz de las recientes pruebas que nos ofrece la ciencia sobre el papel
desempeñado por las emociones en nuestra vida, hasta el mismo término homo sapiens —la especie
pensante— resulta un tanto equivoco. Todos sabemos por experiencia propia que nuestras decisiones y
nuestras acciones dependen tanto —y a veces más— de nuestros sentimientos como de nuestros
pensamientos. Hemos sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales (de todo lo que
mide el CI) para la existencia humana pero, para bien o para mal, en aquellos momentos en que nos vemos
arrastrados por las emociones, nuestra inteligencia se ve francamente desbordada.
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CUANDO LA PASION DESBORDA A LA RAZON
Fue una terrible tragedia. Matilda Crabtree, una niña de catorce años, quería gastar una broma a sus
padres y se ocultó dentro de un armario para asustarles cuando éstos, después de visitar a unos amigos,
volvieran a casa pasada la medianoche.
Pero Bobby Crabtree y su esposa creían que Matilda iba a pasar la noche en casa de una amiga. Por
ello cuando, al regresar a su hogar, oyeron ruidos. Crabtree no dudó en coger su pistola, dirigirse al
dormitorio de Matilda para averiguar lo que ocurría y dispararle a bocajarro en el cuello apenas ésta salió
gritando por sorpresa del interior del armario. Doce horas más tarde, Matilda Crabtree fallecía. El miedo que
nos lleva a proteger del peligro a nuestra familia constituye uno de los legados emocionales con que nos ha
dotado la evolución. El miedo fue precisamente el que empujó a Bobby Crabtree a coger su pistola y buscar
al intruso que creía que merodeaba por su casa. Pero aquel mismo miedo fue también el que le llevó a
disparar antes de que pudiera percatarse de cuál era el blanco, antes incluso de que pudiera reconocer la
voz de su propia hija. Según afirman los biólogos evolucionistas, este tipo de reacciones automáticas ha
terminado inscribiéndose en nuestro sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida durante un
periodo largo y decisivo de la prehistoria humana y, más importante todavía, porque cumplió con la principal
tarea de la evolución, perpetuar las mismas predisposiciones genéticas en la progenie. Sin embargo, a la
vista de la tragedia ocurrida en el hogar de los Crabtree, todo esto no deja de ser una triste ironía.
Pero, si bien las emociones han sido sabias referencias a lo largo del proceso evolutivo, las nuevas
realidades que nos presenta la civilización moderna surgen a una velocidad tal que deja atrás al lento paso
de la evolución. Las primeras leyes y códigos éticos -el código de Hammurabi, los diez mandamientos del
Antiguo Testamento o los edictos del emperador Ashoka— deben considerarse como intentos de refrenar,
someter y domesticar la vida emocional puesto que, como ya explicaba Freud en El malestar de la cultura,
la sociedad se ha visto obligada a imponer normas externas destinadas a contener la desbordante marea
de los excesos emocionales que brotan del interior del individuo.
No obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas por la sociedad, la razón se ve desbordada
de tanto en tanto por la pasión, un imponderable de la naturaleza humana cuyo origen se asienta en la
arquitectura misma de nuestra vida mental. El diseño biológico de los circuitos nerviosos emocionales
básicos con el que nacemos no lleva cinco ni cincuenta, sino cincuenta mil generaciones demostrando su
eficacia. Las lentas y deliberadas fuerzas evolutivas que han ido modelando nuestra vida emocional han
tardado cerca de un millón de años en llevar a cabo su cometido, y de éstos, los últimos diez mil —a pesar
de haber asistido a una vertiginosa explosión demográfica que ha elevado la población humana desde cinco
hasta cinco mil millones de personas— han tenido una escasa repercusión en las pautas biológicas que
determinan nuestra vida emocional.
Para bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras reacciones ante cualquier encuentro
interpersonal no son el fruto exclusivo de un juicio exclusivamente racional o de nuestra historia personal,
sino que también parecen arraigarse en nuestro remoto pasado ancestral. Y ello implica necesariamente la
presencia de ciertas tendencias que, en algunas ocasiones —como ocurrió, por ejemplo, en el lamentable
incidente acaecido en el hogar de los Crabtree—, pueden resultar ciertamente trágicas. Con demasiada
frecuencia, en suma, nos vemos obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo postmoderno con
recursos emocionales adaptados a las necesidades del pleistoceno. Éste, precisamente, es el tema
fundamental sobre el que versa nuestro libro.
Impulsos para la acción
Un día de comienzos de primavera, yo me hallaba atravesando un puerto de montaña de una
carretera de Colorado cuando, de pronto, mi vehículo se vio atrapado en una ventisca. La cegadora
blancura del remolino de nieve era tal que, por más que entornara la mirada, no podía ver absolutamente
nada. Disminuí entonces la velocidad mientras la ansiedad se apoderaba de mi cuerpo y podía escuchar
con claridad los latidos de mi corazón.
Pero la ansiedad terminó convirtiéndose en miedo y entonces detuve mi coche a un lado de la
calzada dispuesto a esperar a que amainase la tormenta. Media hora más tarde dejó de nevar, la visibilidad
volvió y pude proseguir mi viaje. Unos pocos centenares de metros más abajo, sin embargo, me vi obligado
a detenerme de nuevo porque dos vehículos que habían colisionado bloqueaban la carretera mientras el
equipo de una ambulancia auxiliaba a uno de los pasajeros. De haber seguido adelante en medio de la
tormenta, es muy probable que yo también hubiera chocado con ellos.
Tal vez aquel día el miedo me salvara la vida. Como un conejo paralizado de terror ante las huellas
de un zorro —o como un protomamifero ocultándose de la mirada de un dinosaurio— me vi arrastrado por
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un estado interior que me obligó a detenerme, prestar atención y tomar conciencia de la proximidad del
peligro.
Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos llevan a actuar, programas de reacción
automática con los que nos ha dotado la evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción
proviene del verbo latino movere (que significa «moverse») más el prefijo «e-», significando algo así como
«movimiento hacia» y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay implícita una tendencia a la
acción. Basta con observar a los niños o a los animales para darnos cuenta de que las emociones
conducen a la acción; es sólo en el mundo «civilizado» de los adultos en donde nos encontramos con esa
extraña anomalía del reino animal en la que las emociones —los impulsos básicos que nos incitan a
actuar— parecen hallarse divorciadas de las reacciones.
La distinta impronta biológica propia de cada emoción evidencia que cada una de ellas desempeña
un papel único en nuestro repertorio emocional (véase el apéndice A para mayores detalles sobre las
emociones «básicas»). La aparición de nuevos métodos para profundizar en el estudio del cuerpo y del
cerebro confirma cada vez con mayor detalle la forma en que cada emoción predispone al cuerpo a un tipo
diferente de respuesta.
El enojo aumenta el flujo sanguíneo a las manos, haciendo más fácil empuñar un arma o golpear a
un enemigo; también aumenta el ritmo cardiaco y la tasa de hormonas que, como la adrenalina, generan la
cantidad de energía necesaria para acometer acciones vigorosas.
En el caso del miedo, la sangre se retira del rostro (lo que explica la palidez y la sensación de
«quedarse frío») y fluye a la musculatura esquelética larga —como las piernas, por ejemplo- favoreciendo
así la huida. Al mismo tiempo, el cuerpo parece paralizarse, aunque sólo sea un instante, para calibrar, tal
vez, si el hecho de ocultarse pudiera ser una respuesta más adecuada. Las conexiones nerviosas de los
centros emocionales del cerebro desencadenan también una respuesta hormonal que pone al cuerpo en
estado de alerta general, sumiéndolo en la inquietud y predisponiéndolo para la acción, mientras la atención
se fija en la amenaza inmediata con el fin de evaluar la respuesta más apropiada.
Uno de los principales cambios biológicos producidos por la felicidad consiste en el aumento en la
actividad de un centro cerebral que se encarga de inhibir los sentimientos negativos y de aquietar los
estados que generan preocupación, al mismo tiempo que aumenta el caudal de energía disponible. En este
caso no hay un cambio fisiológico especial salvo, quizás, una sensación de tranquilidad que hace que el
cuerpo se recupere más rápidamente de la excitación biológica provocada por las emociones
perturbadoras. Esta condición proporciona al cuerpo un reposo, un entusiasmo y una disponibilidad para
afrontar cualquier tarea que se esté llevando a cabo y fomentar también, de este modo, la consecución de
una amplia variedad de objetivos.
El amor, los sentimientos de ternura y la satisfacción sexual activan el sistema nervioso
parasimpático (el opuesto fisiológico de la respuesta de «lucha-o-huida» propia del miedo y de la ira).
La pauta de reacción parasimpática —ligada a la «respuesta de relajación»— engloba un amplio
conjunto de reacciones que implican a todo el cuerpo y que dan lugar a un estado de calma y satisfacción
que favorece la convivencia.
El arqueo de las cejas que aparece en los momentos de sorpresa aumenta el campo visual y permite
que penetre más luz en la retina, lo cual nos proporciona más información sobre el acontecimiento
inesperado, facilitando así el descubrimiento de lo que realmente ocurre y permitiendo elaborar, en
consecuencia, el plan de acción más adecuado.
El gesto que expresa desagrado parece ser universal y transmite el mensaje de que algo resulta
literal o metafóricamente repulsivo para el gusto o para el olfato. La expresión facial de disgusto —ladeando
el labio superior y frunciendo ligeramente la nariz— sugiere, como observaba Darwin, un intento primordial
de cerrar las fosas nasales para evitar un olor nauseabundo o para expulsar un alimento tóxico.
La principal función de la tristeza consiste en ayudarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la
muerte de un ser querido o un gran desengaño). La tristeza provoca la disminución de la energía y del
entusiasmo por las actividades vitales —especialmente las diversiones y los placeres— y, cuanto más se
profundiza y se acerca a la depresión, más se enlentece el metabolismo corporal. Este encierro
introspectivo nos brinda así la oportunidad de llorar una pérdida o una esperanza frustrada, sopesar sus
consecuencias y planificar, cuando la energía retorna, un nuevo comienzo. Esta disminución de la energía
debe haber mantenido tristes y apesadumbrados a los primitivos seres humanos en las proximidades de su
hábitat, donde más seguros se encontraban.
Estas predisposiciones biológicas a la acción son modeladas posteriormente por nuestras
experiencias vitales y por el medio cultural en que nos ha tocado vivir. La pérdida de un ser querido. por
ejemplo, provoca universalmente tristeza y aflicción, pero la forma en que expresamos esa aflicción -el tipo
de emociones que expresamos o que guardamos en la intimidad— es moldeada por nuestra cultura, como
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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también lo es, por ejemplo, el tipo concreto de personas que entran en la categoría de «seres queridos» y
que, por tanto, deben ser llorados.
El largo período evolutivo durante el cual fueron moldeándose estas respuestas fue, sin duda, el más
crudo que ha experimentado la especie humana desde la aurora de la historia. Fue un tiempo en el que
muy pocos niños lograban sobrevivir a la infancia, un tiempo en el que menos adultos todavía llegaban a
cumplir los treinta años, un tiempo en el que los depredadores podían atacar en cualquier momento, un
tiempo, en suma, en el que la supervivencia o la muerte por inanición dependían del umbral impuesto por la
alternancia entre sequías e inundaciones. Con la invención de la agricultura, no obstante, las probabilidades
de supervivencia aumentaron radicalmente aun en las sociedades humanas más rudimentarias. En los
últimos diez mil años, estos avances se han consolidado y difundido por todo el mundo al mismo tiempo
que las brutales presiones que pesaban sobre la especie humana han disminuido considerablemente.
Estas mismas presiones son las que terminaron convirtiendo a nuestras respuestas emocionales en
un eficaz instrumento de supervivencia pero, en la medida en que han ido desapareciendo, nuestro
repertorio emocional ha ido quedando obsoleto. Si bien, en un pasado remoto, un ataque de rabia podía
suponer la diferencia entre la vida y la muerte, la facilidad con la que, hoy en día, un niño de trece años
puede acceder a una amplia gama de armas de fuego ha terminado convirtiendo a la rabia en una reacción
frecuentemente desastrosa.
Nuestras dos mentes
Una amiga estuvo hablándome de su divorcio, un doloroso proceso de separación. Su marido se
había enamorado de una compañera de trabajo y un buen día le anunció que quería irse a vivir con ella. A
aquel momento siguieron meses de amargos altercados con respecto al hogar conyugal, el dinero y la
custodia de los hijos. Ahora, pocos meses más tarde, me hablaba de su autonomía y de su felicidad. «Ya
no pienso en él —decía, con los ojos humedecidos por las lágrimas— eso es algo que ha dejado de
preocuparme.» El instante en que sus ojos se humedecieron podía perfectamente haber pasado inadvertido
para mí, pero la comprensión empática (un acto de la mente emocional) de sus ojos húmedos me permitió,
más allá de las palabras (un acto de la mente racional), percatarme claramente de su evidente tristeza
como si estuviera leyendo un libro abierto.
En un sentido muy real, todos nosotros tenemos dos mentes, una mente que piensa y otra mente que
siente, y estas dos formas fundamentales de conocimiento interactúan para construir nuestra vida mental.
Una de ellas es la mente racional, la modalidad de comprensión de la que solemos ser conscientes, más
despierta, más pensativa, más capaz de ponderar y de reflexionar. El otro tipo de conocimiento, más
impulsivo y más poderoso —aunque a veces ilógico—, es la mente emocional (véase el apéndice B para
una descripción más detallada de los rasgos característicos de la mente emocional).
La dicotomía entre lo emocional y lo racional se asemeja a la distinción popular existente entre el
«corazón» y la «cabeza». Saber que algo es cierto «en nuestro corazón» pertenece a un orden de
convicción distinto —de algún modo, un tipo de certeza más profundo— que pensarlo con la mente racional.
Existe una proporcionalidad constante entre el control emocional y el control racional sobre la mente ya que,
cuanto más intenso es el sentimiento, más dominante llega a ser la mente emocional.., y más ineficaz, en
consecuencia, la mente racional. Ésta es una configuración que parece derivarse de la ventaja evolutiva
que supuso disponer, durante incontables ocasiones, de emociones e intuiciones que guiaran nuestras
respuestas inmediatas frente a aquellas situaciones que ponían en peligro nuestra vida, situaciones en las
que detenernos a pensar en la reacción más adecuada podía tener consecuencias francamente
desastrosas.
La mayor parte del tiempo, estas dos mentes —la mente emocional y la mente racional— operan en
estrecha colaboración, entrelazando sus distintas formas de conocimiento para guiarnos adecuadamente a
través del mundo. Habitualmente existe un equilibrio entre la mente emocional y la mente racional, un
equilibrio en el que la emoción alimenta y da forma a las operaciones de la mente racional y la mente
racional ajusta y a veces censura las entradas procedentes de las emociones. En todo caso, sin embargo,
la mente emocional y la mente racional constituyen, como veremos, dos facultades relativamente
independientes que reflejan el funcionamiento de circuitos cerebrales distintos aunque interrelacionados. En
muchísimas ocasiones, pues, estas dos mentes están exquisitamente coordinadas porque los sentimientos
son esenciales para el pensamiento y lo mismo ocurre a la inversa.
Pero, cuando aparecen las pasiones, el equilibrio se rompe y la mente emocional desborda y
secuestra a la mente racional.
Erasmo, el humanista del siglo XVI, describió irónicamente del siguiente modo esta tensión perenne
entre la razón y la emoción:
«Júpiter confiere mucha más pasión que razón, en una proporción aproximada de veinticuatro a uno.
El ha erigido dos irritables tiranos para oponerse al poder solitario de la razón: la ira y la lujuria. La vida
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ordinaria del hombre evidencia claramente la impotencia de la razón para oponerse a las fuerzas
combinadas de estos dos tiranos. Ante ella, la razón hace lo único que puede, repetir fórmulas virtuosas,
mientras que las otras dos se desgañitan, de un modo cada vez más ruidoso y agresivo, exhortando a la
razón a seguirlas hasta que finalmente ésta, agotada, se rinde y se entrega.»
EL DESARROLLO DEL CEREBRO
Para comprender mejor el gran poder de las emociones sobre la mente pensante —y la causa del
frecuente conflicto existente entre los sentimientos y la razón— consideraremos ahora la forma en que ha
evolucionado el cerebro. El cerebro del ser humano, ese kilo y pico de células y jugos neurales, tiene un
tamaño unas tres veces superior al de nuestros primos evolutivos, los primates no humanos. A lo largo de
millones de años de evolución, el cerebro ha ido creciendo desde abajo hacia arriba, por así decirlo, y los
centros superiores constituyen derivaciones de los centros inferiores más antiguos (un desarrollo evolutivo
que se repite, por cierto, en el cerebro de cada embrión humano).
La región más primitiva del cerebro, una región que compartimos con todas aquellas especies que
sólo disponen de un rudimentario sistema nervioso, es el tallo encefálico, que se halla en la parte superior
de la médula espinal. Este cerebro rudimentario regula las funciones vitales básicas, como la respiración, el
metabolismo de los otros órganos corporales y las reacciones y movimientos automáticos. Mal podríamos
decir que este cerebro primitivo piense o aprenda porque se trata simplemente de un conjunto de
reguladores programados para mantener el funcionamiento del cuerpo y asegurar la supervivencia del
individuo. Éste es el cerebro propio de la Edad de los Reptiles, una época en la que el siseo de una
serpiente era la señal que advertía la inminencia de un ataque.
De este cerebro primitivo —el tallo encefálico— emergieron los centros emocionales que, millones de
años más tarde, dieron lugar al cerebro pensante —o «neocórtex»— ese gran bulbo de tejidos replegados
sobre sí que configuran el estrato superior del sistema nervioso. El hecho de que el cerebro emocional sea
muy anterior al racional y que éste sea una derivación de aquél, revela con claridad las auténticas
relaciones existentes entre el pensamiento y el sentimiento.
La raíz más primitiva de nuestra vida emocional radica en el sentido del olfato o, más precisamente,
en el lóbulo olfatorio, ese conglomerado celular que se ocupa de registrar y analizar los olores. En aquellos
tiempos remotos el olfato fue un órgano sensorial clave para la supervivencia, porque cada entidad viva, ya
sea alimento, veneno, pareja sexual, predador o presa, posee una identificación molecular característica
que puede ser transportada por el viento.
A partir del lóbulo olfatorio comenzaron a desarrollarse los centros más antiguos de la vida
emocional, que luego fueron evolucionando hasta terminar recubriendo por completo la parte superior del
tallo encefálico. En esos estadios rudimentarios, el centro olfatorio estaba compuesto de unos pocos
estratos neuronales especializados en analizar los olores. Un estrato celular se encargaba de registrar el
olor y de clasificarlo en unas pocas categorías relevantes (comestible, tóxico, sexualmente disponible,
enemigo o alimento) y un segundo estrato enviaba respuestas reflejas a través del sistema nervioso
ordenando al cuerpo las acciones que debía llevar a cabo (comer, vomitar, aproximarse, escapar o cazar).
Con la aparición de los primeros mamíferos emergieron también nuevos estratos fundamentales en el
cerebro emocional. Estos estratos rodearon al tallo encefálico a modo de una rosquilla en cuyo hueco se
aloja el tallo encefálico. A esta parte del cerebro que envuelve y rodea al tallo encefálico se le denominó
sistema «límbico», un término derivado del latín limbus, que significa «anillo». Este nuevo territorio neural
agregó las emociones propiamente dichas al repertorio de respuestas del cerebro.”
Cuando estamos atrapados por el deseo o la rabia, cuando el amor nos enloquece o el miedo nos
hace retroceder, nos hallamos, en realidad, bajo la influencia del sistema límbico.
La evolución del sistema límbico puso a punto dos poderosas herramientas: el aprendizaje y la
memoria, dos avances realmente revolucionarios que permitieron ir más allá de las reacciones automáticas
predeterminadas y afinar las respuestas para adaptarlas a las cambiantes exigencias del medio,
favoreciendo así una toma de decisiones mucho más inteligente para la supervivencia. Por ejemplo, si un
determinado alimento conducía a la enfermedad, la próxima vez seria posible evitarlo. Decisiones como la
de saber qué ingerir y qué expulsar de la boca seguían todavía determinadas por el olor y las conexiones
existentes entre el bulbo olfatorio y el sistema límbico, pero ahora se enfrentaban a la tarea de diferenciar y
reconocer los olores, comparar el olor presente con los olores pasados y discriminar lo bueno de lo malo,
una tarea llevada a cabo por el «rinencéfalo» —que literalmente significa «el cerebro nasal»— una parte del
circuito limbico que constituye la base rudimentaria del neocórtex, el cerebro pensante.
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Hace unos cien millones de años, el cerebro de los mamíferos experimentó una transformación
radical que supuso otro extraordinario paso adelante en el desarrollo del intelecto, y sobre el delgado córtex
de dos estratos se asentaron los nuevos estratos de células cerebrales que terminaron configurando el
neocórtex (la región que planifica, comprende lo que se siente y coordina los movimientos).
El neocórtex del Homo sapiens, mucho mayor que el de cualquier otra especie, ha traído consigo
todo lo que es característicamente humano. El neocórtex es el asiento del pensamiento y de los centros que
integran y procesan los datos registrados por los sentidos. Y también agregó al sentimiento nuestra
reflexión sobre él y nos permitió tener sentimientos sobre las ideas, el arte, los símbolos y las imágenes.
A lo largo de la evolución, el neocórtex permitió un ajuste fino que sin duda habría de suponer una
enorme ventaja en la capacidad del individuo para superar las adversidades, haciendo más probable la
transmisión a la descendencia de los genes que contenían la misma configuración neuronal. La
supervivencia de nuestra especie debe mucho al talento del neocórtex para la estrategia, la planificación a
largo plazo y otras estrategias mentales, y de él proceden también sus frutos más maduros: el arte, la
civilización y la cultura.
Este nuevo estrato cerebral permitió comenzar a matizar la vida emocional. Tomemos, por ejemplo,
el amor. Las estructuras límbicas generan sentimientos de placer y de deseo sexual (las emociones que
alimentan la pasión sexual) pero la aparición del neocórtex y de sus conexiones con el sistema limbico
permitió el establecimiento del vinculo entre la madre y el hijo, fundamento de la unidad familiar y del
compromiso a largo plazo de criar a los hijos que posibilita el desarrollo del ser humano. En las especies
carentes de neocórtex —como los reptiles, por ejemplo— el afecto materno no existe y los recién nacidos
deben ocultarse para evitar ser devorados por la madre. En el ser humano, en cambio, los vínculos
protectores entre padres e hijos permiten disponer de un proceso de maduración que perdura toda la
infancia, un proceso durante el cual el cerebro sigue desarrollándose.
A medida que ascendemos en la escala filogenética que conduce de los reptiles al mono rhesus y,
desde ahí, hasta el ser humano, aumenta la masa neta del neocórtex, un incremento que supone también
una progresión geométrica en el número de interconexiones neuronales. Y además hay que tener en cuenta
que, cuanto mayor es el número de tales conexiones, mayor es también la variedad de respuestas posibles.
El neocórtex permite, pues, un aumento de la sutileza y la complejidad de la vida emocional como, por
ejemplo, tener sentimientos sobre nuestros sentimientos. El número de interconexiones existentes entre el
sistema límbico y el neocórtex es superior en el caso de los primates al del resto de las especies, e
infinitamente superior todavía en el caso de los seres humanos; un dato que explica el motivo por el cual
somos capaces de desplegar un abanico mucho más amplio de reacciones —y de matices— ante nuestras
emociones. Mientras que el conejo o el mono rhesus sólo dispone de un conjunto muy restringido de
respuestas posibles ante el miedo, el neocórtex del ser humano, por su parte, permite un abanico de
respuestas mucho más maleable, en el que cabe incluso llamar al 091. Cuanto más complejo es el sistema
social, más fundamental resulta esta flexibilidad; y no hay mundo social más complejo que el del ser
humano.’ Pero el hecho es que estos centros superiores no gobiernan la totalidad de la vida emocional
porque, en los asuntos decisivos del corazón —y, más especialmente, en las situaciones emocionalmente
críticas—, bien podríamos decir que delegan su cometido en el sistema limbico. Las ramificaciones
nerviosas que extendieron el alcance de la zona limbica son tantas, que el cerebro emocional sigue
desempeñando un papel fundamental en la arquitectura de nuestro sistema nervioso. La región emocional
es el sustrato en el que creció y se desarrolló nuestro nuevo cerebro pensante y sigue estando
estrechamente vinculada con él por miles de circuitos neuronales. Esto es precisamente lo que confiere a
los centros de la emoción un poder extraordinario para influir en el funcionamiento global del cerebro
(incluyendo, por cierto, a los centros del pensamiento).
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2. ANATOMÍA DE UN SECUESTRO EMOCIONAL
La vida es una comedia para quienes piensan y una tragedia para quienes
sienten.
Horace Walpole
Era una calurosa tarde de agosto del año 1963, la misma en que el reverendo Martin Luther King, jr.
pronunciara en Washington aquella famosa conferencia que comenzó con la frase «Hoy tuve un sueño»
ante los manifestantes de la marcha en pro de los derechos civiles. Aquella tarde, Richard Robles, un
delincuente habitual condenado a tres años de prisión por los más de cien robos que había llevado a cabo
para mantener su adicción a la heroína y que, por aquel entonces, se hallaba en libertad condicional,
decidió robar por última vez. Según declaró posteriormente, había tomado la decisión de dejar de robar
pero necesitaba desesperadamente dinero para su amiga y para su hija de tres años de edad.
El lujoso apartamento del Upper East Side de Nueva York que Robles eligió para aquella ocasión
pertenecía a dos jóvenes mujeres, Janice Wylie, investigadora de la revista Newsweek, de veintiún años, y
Emily Hoffert, de veintitrés años de edad y maestra en una escuela primaria. Robles creía que no había
nadie en casa pero se equivocó y. una vez dentro, se encontró con Wylie y se vio obligado a amenazarla
con un cuchillo y amordazaría, y lo mismo tuvo que hacer cuando, a punto de salir, tropezó con Hoffert.
Según contó años más tarde, mientras estaba amordazando a Hoffert, Janice Wylie le aseguró que
nunca lograría escapar porque ella recordaría su rostro y no cejaría hasta que la policía diera con él.
Robles, que se había jurado que aquél sería su último robo, entró entonces en pánico y perdió
completamente el control de sí mismo. Luego, en pleno ataque de locura, golpeó a las dos mujeres con una
botella hasta dejarlas inconscientes y, dominado por la rabia y el miedo, las apuñaló una y otra vez con un
cuchillo de cocina. Veinticinco años más tarde, recordando el incidente, se lamentaba diciendo: «estaba
como loco. Mi cabeza simplemente estalló».
Durante todo este tiempo Robles no ha dejado de arrepentirse de aquel arrebato de violencia. Hoy en
día, treinta años más tarde, sigue todavía en prisión por lo que ha terminado conociéndose como «el
asesinato de las universitarias».
Este tipo de explosiones emocionales constituye una especie de secuestro neuronal. Según sugiere
la evidencia, en tales momentos un centro del sistema limbico declara el estado de urgencia y recluta todos
los recursos del cerebro para llevar a cabo su impostergable tarea. Este secuestro tiene lugar en un instante
y desencadena una reacción decisiva antes incluso de que el neocórtex —el cerebro pensante— tenga
siquiera la posibilidad de darse cuenta plenamente de lo que está ocurriendo, y mucho menos todavía de
decidir si se trata de una respuesta adecuada. El rasgo distintivo de este tipo de secuestros es que, pasado
el momento crítico, el sujeto no sabe bien lo que acaba de ocurrir.
Hay que decir también que estos secuestros no son, en modo alguno, incidentes aislados y que
tampoco suelen conducir a crímenes tan detestables como «el asesinato de las universitarias».
En forma menos drástica, aunque no, por ello, menos intensa, se trata de algo que nos sucede a
todos con cierta frecuencia. Recuerde, sin ir más lejos, la última ocasión en la que usted mismo «perdió el
control de la situación» y explotó ante alguien —tal vez su esposa. su hijo o el conductor de otro vehículo—
con una intensidad que retrospectivamente considerada, le pareció completamente desproporcionada. Es
muy probable que aquél también fuera un secuestro, un golpe de estado neural que, como veremos, se
origina en la amígdala, uno de los centros del cerebro límbico.
Pero no todos los secuestros límbicos son tan peligrosos porque cuando por ejemplo, alguien sufre
un ataque de risa, también se halla dominado por una reacción límbica, y lo mismo ocurre en los momentos
de intensa alegría. Cuando Dan Jansen, tras varios intentos infructuosos de conseguir una medalla de oro
olímpica en la modalidad de patinaje sobre hielo (que, por cierto, había prometido alcanzar, en su lecho de
muerte, a su moribunda hermana) logró finalmente alcanzar su objetivo en la carrera de mil metros de la
Olimpiada de Invierno de 1994 en Noruega, la excitación y la euforia que experimentó su esposa fue tal,
que tuvo que ser asistida de urgencia por el equipo médico junto a la misma pista de patinaje.
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LA SEDE DE TODAS LAS PASIONES
La amígdala del ser humano es una estructura relativamente grande en comparación con la de
nuestros parientes evolutivos, los primates. Existen, en realidad, dos amígdalas que constituyen un
conglomerado de estructuras interconectadas en forma de almendra (de ahí su nombre, un término que se
deriva del vocablo griego que significa «almendra»), y se hallan encima del tallo encefálico, cerca de la
base del anillo limbico, ligeramente desplazadas hacia delante.
El hipocampo y la amígdala fueron dos piezas clave del primitivo «cerebro olfativo» que, a lo largo del
proceso evolutivo, terminó dando origen al córtex y posteriormente al neocórtex. La amígdala está
especializada en las cuestiones emocionales y en la actualidad se considera como una estructura limbica
muy ligada a los procesos del aprendizaje y la memoria. La interrupción de las conexiones existentes entre
la amígdala y el resto del cerebro provoca una asombrosa ineptitud para calibrar el significado emocional de
los acontecimientos, una condición que a veces se llama «ceguera afectiva».
A falta de toda carga emocional, los encuentros interpersonales pierden todo su sentido. Un joven
cuya amígdala se extirpó quirúrgicamente para evitar que sufriera ataques graves perdió todo interés en las
personas y prefería sentarse a solas, ajeno a todo contacto humano. Seguía siendo perfectamente capaz
de mantener una conversación, pero ya no podía reconocer a sus amigos íntimos, a sus parientes ni
siquiera a su misma madre, y permanecía completamente impasible ante la angustia que les producía su
indiferencia. La ausencia funcional de la amígdala parecía impedirle todo reconocimiento de los
sentimientos y todo sentimiento sobre sus propios sentimientos. La amígdala constituye, pues, una especie
de depósito de la memoria emocional y, en consecuencia, también se la puede considerar como un
depósito de significado. Es por ello por lo que una vida sin amígdala es una vida despojada de todo
significado personal.
Pero la amígdala no sólo está ligada a los afectos sino que también está relacionada con las
pasiones. Aquellos animales a los que se les ha seccionado o extirpado quirúrgicamente la amígdala
carecen de sentimientos de miedo y de rabia, renuncian a la necesidad de competir y de cooperar, pierden
toda sensación del lugar que ocupan dentro del orden social y su emoción se halla embotada y ausente. El
llanto, un rasgo emocional típicamente humano, es activado por la amígdala y por una estructura próxima a
ella, el gyrus cingulatus. Cuando uno se siente apoyado, consolado y confortado, esas mismas regiones
cerebrales se ocupan de mitigar los sollozos pero, sin amígdala, ni siquiera es posible el desahogo que
proporcionan las lágrimas.
Joseph LeDoux, un neurocientífico del Center for Neural Science de la Universidad de Nueva York,
fue el primero en descubrir el Importante papel desempeñado por la amígdala en el cerebro emocional.
LeDoux forma parte de una nueva hornada de neurocientíficos que, utilizando métodos y tecnologías
innovadoras, se han dedicado a cartografiar el funcionamiento del cerebro con un nivel de precisión
anteriormente desconocido que pone al descubierto misterios de la mente inaccesibles para las
generaciones anteriores. Sus descubrimientos sobre los circuitos nerviosos del cerebro emocional han
llegado a desarticular las antiguas nociones existentes sobre el sistema límbico, asignando a la amígdala un
papel central y otorgando a otras estructuras límbicas funciones muy diversas.
La investigación llevada a cabo por LeDoux explica la forma en que la amígdala asume el control
cuando el cerebro pensante, el neocórtex, todavía no ha llegado a tomar ninguna decisión.
Como veremos, el funcionamiento de la amígdala y su interrelación con el neocórtex constituyen el
núcleo mismo de la inteligencia emocional.
EL REPETIDOR NEURONAL
Los momentos más interesantes para comprender el poder de las emociones en nuestra vida mental
son aquéllos en los que nos vemos inmersos en acciones pasionales de las que más tarde, una vez que las
aguas han vuelto a su cauce, nos arrepentimos.
¿Cómo podemos volvemos irracionales con tanta facilidad? Tomemos, por ejemplo, el caso de una
joven que condujo durante un par de horas para ir a Boston y almorzar y pasar el día con su novio. Durante
la comida él le regaló un cartel español muy difícil de encontrar y por el que había estado suspirando desde
hacia meses. Pero todo pareció desvanecerse cuando ella le sugirió que fueran al cine y él respondió que
no podían pasar el día juntos porque tenía entrenamiento de béisbol. Dolida y recelosa, nuestra amiga
rompió entonces a llorar, salió del café y arrojó el cartel a un cubo de la basura. Meses más tarde,
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recordando el incidente, estaba más arrepentida por la pérdida del cartel que por haberse marchado con
cajas destempladas.
No hace mucho tiempo que la ciencia ha descubierto el papel esencial desempeñado por la amígdala
cuando los sentimientos impulsivos desbordan la razón. Una de las funciones de la amígdala consiste en
escudriñar las percepciones en busca de alguna clase de amenaza. De este modo, la amígdala se
convierte en un importante vigía de la vida mental, una especie de centinela psicológico que afronta toda
situación, toda percepción, considerando una sola cuestión, la más primitiva de todas: «¿Es algo que odio?
¿Que me pueda herir? ¿A lo que temo?» En el caso de que la respuesta a esta pregunta sea afirmativa, la
amígdala reaccionará al momento poniendo en funcionamiento todos sus recursos neurales y
cablegrafiando un mensaje urgente a todas las regiones del cerebro.
En la arquitectura cerebral, la amígdala constituye una especie de servicio de vigilancia dispuesto a
alertar a los bomberos, la policía y los vecinos ante cualquier señal de alarma. En el caso de que, por
ejemplo, suene la alarma de miedo, la amígdala envía mensajes urgentes a cada uno de los centros
fundamentales del cerebro, disparando la secreción de las hormonas corporales que predisponen a la lucha
o a la huida, activando los centros del movimiento y estimulando el sistema cardiovascular, los músculos y
las vísceras: La amígdala también es la encargada de activar la secreción de dosis masivas de
noradrenalina, la hormona que aumenta la reactividad de ciertas regiones cerebrales clave. entre las que
destacan aquéllas que estimulan los sentidos y ponen el cerebro en estado de alerta. Otras señales
adicionales procedentes de la amígdala también se encargan de que el tallo encefálico inmovilice el rostro
en una expresión de miedo, paralizando al mismo tiempo aquellos músculos que no tengan que ver con la
situación, aumentando la frecuencia cardiaca y la tensión sanguínea y enlenteciendo la respiración. Otras
señales de la amígdala dirigen la atención hacia la fuente del miedo y predisponen a los músculos para
reaccionar en consecuencia. Simultáneamente los sistemas de la memoria cortical se imponen sobre
cualquier otra faceta de pensamiento en un intento de recuperar todo conocimiento que resulte relevante
para la emergencia presente.
Estos son algunos de los cambios cuidadosamente coordinados y orquestados por la amígdala en su
función rectora del cerebro (véase el apéndice C para tener una visión más detallada a este respecto). De
este modo, la extensa red de conexiones neuronales de la amígdala permite, durante una crisis emocional,
reclutar y dirigir una gran parte del cerebro, incluida la mente racional.
EL CENTINELA EMOCIONAL
Un amigo me contó que, hace unos años, se hallaba de vacaciones en Inglaterra almorzando en la
terraza de un café ubicado junto a un canal. Luego dio un paseo por la orilla del canal cuando de pronto, vio
a una niña que miraba aterrada el agua. Antes de poder formarse una idea clara y darse cuenta de lo que
pasaba, ya había saltado al canal, sin quitarse la chaqueta ni los zapatos. Sólo una vez en el agua
comprendió que la chica miraba a un niño que estaba ahogándose y a quien finalmente pudo terminar
rescatando.
¿Qué fue lo que le hizo saltar al agua antes incluso de darse cuenta del motivo de su reacción? La
respuesta, en mi opinión, hay que buscarla en la amígdala.
En uno de los descubrimientos más interesantes realizados en la última década sobre la emoción,
LeDoux descubrió el papel privilegiado que desempeña la amígdala en la dinámica cerebral como una
especie de centinela emocional capaz de secuestrar al cerebro. Esta investigación ha demostrado que la
primera estación cerebral por la que pasan las señales sensoriales procedentes de los ojos o de los oídos
es el tálamo y, a partir de ahí y a través de una sola sinapsis, la amígdala. Otra vía procedente del tálamo
lleva la señal hasta el neocórtex, el cerebro pensante. Esa ramificación permite que la amígdala comience
a responder antes de que el neocórtex haya ponderado la información a través de diferentes niveles de
circuitos cerebrales, se aperciba plenamente de lo que ocurre y finalmente emita una respuesta más
adaptada a la situación.
La investigación realizada por LeDoux constituye una auténtica revolución en nuestra comprensión
de la vida emocional que revela por vez primera la existencia de vías nerviosas para los sentimientos que
eluden el neocórtex. Este circuito explicaría el gran poder de las emociones para desbordar a la razón
porque los sentimientos que siguen este camino directo a la amígdala son los más intensos y primitivos.
Hasta hace poco, la visión convencional de la neurociencia ha sido que el ojo, el oído y otros órganos
sensoriales transmiten señales al tálamo y. desde ahí, a las regiones del neocórtex encargadas de procesar
las impresiones sensoriales y organizarlas tal y como las percibimos. En el neocórtex, las señales se
interpretan para reconocer lo que es cada objeto y lo que significa su presencia. Desde el neocórtex —
sostiene la vieja teoría— las señales se envían al sistema límbico y, desde ahí, las vías eferentes irradian
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las respuestas apropiadas al resto del cuerpo. Ésta es la forma en la que funciona la mayor parte del
tiempo, pero LeDoux descubrió, junto a la larga vía neuronal que va al córtex, la existencia de una pequeña
estructura neuronal que comunica directamente el tálamo con la amígdala. Esta vía secundaria y más corta
—una especie de atajo— permite que la amígdala reciba algunas señales directamente de los sentidos y
emita una respuesta antes de que sean registradas por el neocórtex.
Este descubrimiento ha dejado obsoleta la antigua noción de que la amígdala depende de las
señales procedentes del neocórtex para formular su respuesta emocional a causa de la existencia de esta
vía de emergencia capaz de desencadenar una respuesta emocional gracias un circuito reverberante
paralelo que conecta la amígdala con el neocórtex. Por ello la amígdala puede llevarnos a actuar antes
incluso de que el más lento —aunque ciertamente más informado— neocórtex despliegue sus también más
refinados planes de acción.
El hallazgo de LeDoux ha transformado la noción prevalente sobre los caminos seguidos por las
emociones a través de su investigación del miedo en los animales. En un experimento concluyente, LeDoux
destruyó el córtex auditivo de las ratas y luego las expuso a un sonido que iba acompañado de una
descarga eléctrica. Las ratas no tardaron en aprender a temer el sonido. aun cuando su neocórtex no
llegara a registrarlo. En este caso, el sonido seguía la ruta directa del oído al tálamo y, desde allí, a la
amígdala, saltándose todos los circuitos principales. Las ratas, en suma, habían aprendido una reacción
emocional sin la menor implicación de las estructuras corticales superiores. En tal caso, la amígdala
percibía, recordaba y orquestaba el miedo de una manera completamente independiente de toda
participación cortical. Según me dijo LeDoux: «anatómicamente hablando, el sistema emocional puede
actuar independientemente del neocórtex. Existen ciertas reacciones y recuerdos emocionales que tienen
lugar sin la menor participación cognitiva consciente».
La amígdala puede albergar y activar repertorios de recuerdos y de respuestas que llevamos a cabo
sin que nos demos cuenta del motivo por el que lo hacemos, porque el atajo que va del tálamo a la
amígdala deja completamente de lado al neocórtex. Este atajo permite que la amígdala sea una especie de
almacén de las impresiones y los recuerdos emocionales de los que nunca hemos sido plena. Una señal
visual va de la retina al tálamo, en donde se traduce al lenguaje del cerebro. La mayor parte de este
mensaje va después al cortex visual, en donde se analiza y evalúa en busca de su significado para emitir la
respuesta apropiada. Si esta respuesta es emocional, una señal se dirige a la amígdala para activar los
centros emocionales, pero una pequeña porción de la señal original va directamente desde el tálamo a la
amígdala por una vía más corta, permitiendo una respuesta más rápida (aunque ciertamente también más
imprecisa).
De este modo la amígdala puede desencadenar una respuesta antes de que los centros corticales
hayan comprendido completamente lo que está ocurriendo.
RESPUESTA DE LUCHA O HUIDA
Aumento de la frecuencia cardiaca y de la tensión arterial. La musculatura larga se prepara para
responder rápidamente.
mente conscientes. ¡Y LeDoux afirma que es precisamente el papel subterráneo desempeñado por la
amígdala en la memoria el que explica, por ejemplo, un sorprendente experimento en el que las personas
adquirieron una preferencia por figuras geométricas extrañas cuyas imágenes habían visto previamente a
tal velocidad que ni siquiera les había permitido ser conscientes de ellas!. Otra investigación ha demostrado
que, durante los primeros milisegundos de cualquier percepción, no sólo sabemos inconscientemente de
qué se trata sino que también decidimos si nos gusta o nos desagrada. De este modo, nuestro
«inconsciente cognitivo» no sólo presenta a nuestra conciencia la identidad de lo que vemos sino que
también le ofrece nuestra propia opinión al respecto. Nuestras emociones tienen una mente propia, una
mente cuyas conclusiones pueden ser completamente distintas a las sostenidas por nuestra mente racional.
EL ESPECIALISTA EN LA MEMORIA EMOCIONAL
Las opiniones inconscientes son recuerdos emocionales que se almacenan en la amígdala. La
investigación llevada a cabo por LeDoux y otros neurocientíficos parece sugerir que el hipocampo —que
durante mucho tiempo se había considerado como la estructura clave del sistema límbico— no tiene tanto
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que ver con la emisión de respuestas emocionales como con el hecho de registrar y dar sentido a las
pautas perceptivas. La principal actividad del hipocampo consiste en proporcionar una aguda memoria del
contexto, algo que es vital para el significado emocional. Es el hipocampo el que reconoce el diferente
significado de, pongamos por caso, un oso en el zoológico y un oso en el jardín de su casa.
Y si el hipocampo es el que registra los hechos puros, la amígdala, por su parte, es la encargada de
registrar el clima emocional que acompaña a estos hechos. Si, por ejemplo, al tratar de adelantar a un
coche en una vía de dos carriles estimamos mal las distancias y tenemos una colisión frontal, el hipocampo
registra los detalles concretos del accidente, qué anchura tenía la calzada, quién se hallaba con nosotros y
qué aspecto tenía el otro vehículo. Pero es la amígdala la que, a partir de ese momento, desencadenará en
nosotros un impulso de ansiedad cada vez que nos dispongamos a adelantar en circunstancias similares.
Como me dijo LeDoux: «el hipocampo es una estructura fundamental para reconocer un rostro como el de
su prima, pero es la amígdala la que le agrega el clima emocional de que no parece tenerla en mucha
estima».
El cerebro utiliza un método simple pero muy ingenioso para registrar con especial intensidad los
recuerdos emocionales, ya que los mismos sistemas de alerta neuroquimicos que preparan al cuerpo para
reaccionar ante cualquier amenaza —luchando o escapando— también se encargan de grabar vívidamente
este momento en la memoria. En caso de estrés o de ansiedad, o incluso en el caso de una intensa alegría,
un nervio que conecta el cerebro con las glándulas suprarrenales (situadas encima de los riñones),
estimulando la secreción de las hormonas adrenalina y noradrenalina, disponiendo así al cuerpo para
responder ante una urgencia. Estas hormonas activan determinados receptores del nervio vago, encargado,
entre otras muchas cosas, de transmitir los mensajes procedentes del cerebro que regulan la actividad
cardiaca y, a su vez, devuelve señales al cerebro, activado también por estas mismas hormonas. Y el
principal receptor de este tipo de señales son las neuronas de la amígdala que, una vez activadas, se
ocupan de que otras regiones cerebrales fortalezcan el recuerdo de lo que está ocurriendo.
Esta activación de la amígdala parece provocar una intensificación emocional que también profundiza
la grabación de esas situaciones. Este es el motivo por el cual, por ejemplo, recordamos a dónde fuimos en
nuestra primera cita o qué estábamos haciendo cuando oímos la noticia de la explosión de la lanzadera
espacial Challenger. Cuanto más intensa es la activación de la amígdala, más profunda es la impronta y
más indeleble la huella que dejan en nosotros las experiencias que nos han asustado o nos han
emocionado. Esto significa, en efecto, que el cerebro dispone de dos sistemas de registro, uno para los
hechos ordinarios y otro para los recuerdos con una intensa carga emocional, algo que tiene un gran interés
desde el punto de vista evolutivo porque garantiza que los animales tengan recuerdos particularmente
vívidos de lo que les amenaza y de lo que les agrada.
Pero, además de todo lo que acabamos de ver, los recuerdos emocionales pueden llegar a
convenirse en falsas guías de acción para el momento presente.
UN SISTEMADE ALARMA NEURONAL ANTICUADO
Uno de los inconvenientes de este sistema de alarma neuronal es que, con más frecuencia de la
deseable, el mensaje de urgencia mandado por la amígdala suele ser obsoleto, especialmente en el
cambiante mundo social en el que nos movemos los seres humanos. Como almacén de la memoria
emocional, la amígdala escruta la experiencia presente y la compara con lo que sucedió en el pasado. Su
método de comparación es asociativo, es decir que equipara cualquier situación presente a otra pasada por
el mero hecho de compartir unos pocos rasgos característicos similares. En este sentido se trata de un
sistema rudimentario que no se detiene a verificar la adecuación o no de sus conclusiones y actúa antes de
confirmar la gravedad de la situación. Por esto que nos hace reaccionar al presente con respuestas que
fueron grabadas hace ya mucho tiempo, con pensamientos, emociones y reacciones aprendidas en
respuesta a acontecimientos vagamente similares, lo suficientemente similares como para llegar a activar la
amígdala.
No es de extrañar que una antigua enfermera de la marina, traumatizada por las espantosas heridas
que una vez tuvo que atender en tiempo de guerra, se viera súbitamente desbordada por una mezcla de
miedo, repugnancia y pánico cuando, años más tarde, abrió la puerta de un armario en el que su hijo
pequeño había escondido un hediondo pañal. Bastó con que la amígdala reconociera unos pocos
elementos similares a un peligro pasado para que terminara decretando el estado de alarma. El problema
es que, junto a esos recuerdos cargados emocionalmente, que tienen el poder de desencadenar una
respuesta en un momento crítico, coexisten también formas de respuesta obsoletas.
En tales momentos la imprecisión del cerebro emocional, se ve acentuada por el hecho de que
muchos de los recuerdos emocionales más intensos proceden de los primeros años de la vida y de las
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relaciones que el niño mantuvo con las personas que le criaron (especialmente de las situaciones
traumáticas, como palizas o abandonos). Durante ese temprano período de la vida, otras estructuras
cerebrales, especialmente el hipocampo (esencial para el recuerdo emocional) y el neocórtex (sede del
pensamiento racional) todavía no se encuentran plenamente maduros. En el caso del recuerdo, la amígdala
y el hipocampo trabajan conjuntamente y cada una de estas estructuras se ocupa de almacenar y recuperar
independientemente un determinado tipo de información. Así, mientras que el hipocampo recupera datos
puros, la amígdala determina si esa información posee una carga emocional. Pero la amígdala del niño
suele madurar mucho más rápidamente.
LeDoux ha estudiado el papel desempeñado por la amígdala en la infancia y ha llegado a una
conclusión que parece respaldar uno de los principios fundamentales del pensamiento psicoanalítico, es
decir, que la interacción —los encuentros y desencuentros— entre el niño y sus cuidadores durante los
primeros años de vida constituye un auténtico aprendizaje emocional. En opinión de LeDoux, este
aprendizaje emocional es tan poderoso y resulta tan difícil de comprender para el adulto porque está
grabado en la amígdala con la impronta tosca y no verbal propia de la vida emocional. Estas primeras
lecciones emocionales se impartieron en un tiempo en el que el niño todavía carecía de palabras y, en
consecuencia, cuando se reactiva el correspondiente recuerdo emocional en la vida adulta, no existen
pensamientos articulados sobre la respuesta que debemos tomar. El motivo que explica el desconcierto
ante nuestros propios estallidos emocionales es que suelen datar de un período tan temprano que las cosas
nos desconcertaban y ni siquiera disponíamos de palabras para comprender lo que sucedía. Nuestros
sentimientos tal vez sean caóticos, pero las palabras con las que nos referimos a esos recuerdos no lo son.
CUANDO LAS EMOCIONES SON RÁPIDAS Y TOSCAS
Serían las tres de la mañana cuando un ruido estrepitoso procedente de un rincón de mi dormitorio
me despertó bruscamente, como si el techo se estuviera desmoronando y todo el contenido de la buhardilla
cayera al suelo. Inmediatamente salté de la cama y salí de la habitación, pero después de mirar
cuidadosamente descubrí que lo único que se había caído era la pila de cajas que mi esposa había
amontonado en la esquina el día anterior para ordenar el armario. Nada había caído de la buhardilla; de
hecho, ni siquiera había buhardilla. El techo estaba intacto.., y yo también lo estaba.
Ese salto de la cama medio dormido —que realmente podría haberme salvado la vida en el caso de
que el techo ciertamente se hubiera desplomado— ilustra a la perfección el poder de la amígdala para
impulsamos a la acción en caso de peligro antes de que el neocórtex tenga tiempo para registrar siquiera lo
que ha ocurrido. En circunstancias así, el atajo que va desde el ojo —o el oído— hasta el tálamo y la
amígdala resulta crucial porque nos proporciona un tiempo precioso cuando la proximidad del peligro exige
de nosotros una respuesta inmediata. Pero el circuito que conecta el tálamo con la amígdala sólo se
encarga de transmitir una pequeña fracción de los mensajes sensoriales y la mayor parte de la información
circula por la vía principal hasta el neocórtex. Por esto, lo que la amígdala registra a través de esta vía
rápida es, en el mejor de los casos, una señal muy tosca, la estrictamente necesaria para activar la señal de
alarma. Como dice LeDoux: «Basta con saber que algo puede resultar peligroso». Esa vía directa supone
un ahorro valiosísimo en términos de tiempo cerebral (que, recordémoslo, se mide en milésimas de
segundo). La amígdala de una rata, por ejemplo, puede responder a una determinada percepción en
apenas doce milisegundos mientras que el camino que conduce desde el tálamo hasta el neocórtex y la
amígdala requiere el doble de tiempo. (En los seres humanos todavía no se ha llevado a cabo esta
medición pero, en cualquiera de los casos, la proporción existente entre ambas vías sería aproximadamente
la misma.)
La importancia evolutiva de esta ruta directa debe haber sido extraordinaria, al ofrecer una respuesta
rápida que permitió ganar unos milisegundos críticos ante las situaciones peligrosas. Y es muy probable
que esos milisegundos salvaran literalmente la vida de muchos de nuestros antepasados porque esa
configuración ha terminado quedando impresa en el cerebro de todo protomamifero, incluyendo el de usted
y el mío propio. De hecho, aunque ese circuito desempeñe un papel limitado en la vida mental del ser
humano —restringido casi exclusivamente a las crisis emocionales— la mayor parte de la vida mental de
los pájaros, de los peces y de los reptiles gira en tomo a él, dado que su misma supervivencia depende de
escrutar constantemente el entorno en busca de predadores y de presas. Según LeDoux: «El rudimentario
cerebro menor de los mamíferos es el principal cerebro de los no mamíferos, un cerebro que permite una
respuesta emocional muy veloz. Pero, aunque veloz, se trata también, al mismo tiempo, de una respuesta
muy tosca, porque las células implicadas sólo permiten un procesamiento rápido, pero también impreciso».
Tal vez esta imprecisión resulte adecuada, por ejemplo, en el caso de una ardilla, porque en tal
situación se halla al servicio de la supervivencia y le permite escapar ante el menor asomo de peligro o
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correr detrás de cualquier indicio de algo comestible, pero en la vida emocional del ser humano esa
vaguedad puede llegar a tener consecuencias desastrosas para nuestras relaciones, porque implica,
figurativamente hablando, que podemos escapar o lanzarnos irracionalmente sobre alguna persona o sobre
alguna cosa. (Consideremos en este sentido, por ejemplo, el caso de aquella camarera que derramó una
bandeja con seis platos en cuanto vislumbró la figura de una mujer con una enorme cabellera pelirroja y
rizada exactamente igual a la de la mujer por la que la había abandonado su ex-marido.)
Estas rudimentarias confusiones emocionales, basadas en sentir antes que en el pensar, son
calificadas por LeDoux como «emociones precognitivas», reacciones basadas en impulsos neuronales
fragmentarios, en bits de información sensorial que no han terminado de organizarse para configurar un
objeto reconocible. Se trata de una forma elemental de información sensorial, una especie de «adivina la
canción» neuronal —ese juego que consiste en adivinar el nombre de una melodía tras haber escuchado
tan sólo unas pocas notas—, de intuir una percepción global apenas percibidos unos pocos rasgos. De este
modo, cuando la amígdala experimenta una determinada pauta sensorial como algo urgente, no busca en
modo alguno confirmar esa percepción, sino que simplemente extrae una conclusión apresurada y dispara
una respuesta.
No deberíamos sorprendemos de que el lado oscuro de nuestras emociones más intensas nos
resulte incomprensible, especialmente en el caso de que estemos atrapados en ellas. La amígdala puede
reaccionar con un arrebato de rabia o de miedo antes de que el córtex sepa lo que está ocurriendo, porque
la emoción se pone en marcha antes que el pensamiento y de un modo completamente independiente de
él.
EL GESTOR DE LAS EMOCIONES
El día en que Jessica, la hija de seis años de una amiga, pasó su primera noche en casa de una
compañera, mi amiga se hallaba tan nerviosa como ella. Durante todo el día había tratado de que Jessica
no se diera cuenta de su ansiedad pero, cuando estaba a punto de acostarse, sonó el timbre del teléfono y
mi amiga soltó de inmediato el cepillo de dientes y corrió hacia el teléfono, con el corazón en un puño,
mientras por su mente desfilaba todo tipo de imágenes de Jessica en peligro.
«¡Jessica!» —dijo mi amiga, descolgando bruscamente el teléfono. Y entonces escuchó la voz de una
mujer disculpándose por haberse equivocado de número. Ante aquello, la madre de Jessica, recuperando
de golpe la compostura, replicó mesuradamente: « ¿Con qué número desea hablar?» El hecho es que,
mientras la amígdala prepara una reacción ansiosa e impulsiva, otra parte del cerebro emocional se
encarga de elaborar una respuesta más adecuada. El regulador cerebral que desconecta los impulsos de la
amígdala parece encontrarse en el otro extremo de una de las principales vías nerviosas que van al
neocórtex, en el lóbulo prefrontal, que se halla inmediatamente detrás de la frente. El córtex prefrontal
parece ponerse en funcionamiento cuando alguien tiene miedo o está enojado pero sofoca o controla el
sentimiento para afrontar de un modo más eficaz la situación presente o cuando una evaluación posterior
exige una respuesta completamente diferente, como ocurrió en el caso de mi amiga. De este modo, el área
prefrontal constituye una especie de modulador de las respuestas proporcionadas por la amígdala y otras
regiones del sistema límbico, permitiendo la emisión de una respuesta más analítica y proporcionada.
Habitualmente, las áreas prefrontales gobiernan nuestras reacciones emocionales. Recordemos que
el camino nervioso más largo de los que sigue la información sensorial procedente del tálamo, no va a la
amígdala sino al neocórtex y a sus muchos centros para asumir y dar sentido a lo que se percibe. Y esa
información y nuestra respuesta correspondiente las coordinan los lobulos prefrontales, la sede de la
planificación y de la organización de acciones tendentes a un objetivo determinado, incluyendo las acciones
emocionales. En el neocórtex, una serie de circuitos registra y analiza esta información, la comprende y
organiza gracias a los lóbulos prefrontales, y si, a lo largo de ese proceso, se requiere una respuesta
emocional, es el lóbulo prefrontal quien la dicta, trabajando en equipo con la amígdala y otros circuitos del
cerebro emocional.
Este suele ser el proceso normal de elaboración de una respuesta, un proceso que —con la sola
excepción de las urgencias emocionales— tiene en cuenta el discernimiento. Así pues, cuando una
emoción se dispara, los lóbulos prefrontales ponderan los riesgos y los beneficios de las diversas
acciones posibles y apuestan por la que consideran más adecuada. Cuándo atacar y cuándo huir, en el
caso de los animales, y cuándo atacar, cuándo huir, y también cuándo tranquilizar, cuándo disuadir, cuándo
buscar la simpatía de los demás, cuándo permanecer a la defensiva, cuándo despertar el sentimiento de
culpa, cuándo quejarse, cuándo alardear, cuándo despreciar, etcétera —mediante todo nuestro amplio
repertorio de artificios emocionales— en el caso de los seres humanos.
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El tiempo cerebral invertido en la respuesta neocortical es mayor que el que requiere el mecanismo
del secuestro emocional porque las vías nerviosas implicadas son más largas... pero no debemos olvidar
que también se trata de una respuesta más juiciosa y más considerada porque, en este caso, el
pensamiento precede al sentimiento. El neocórtex es el responsable de que nos entristezcamos cuando
experimentamos una pérdida, de que nos alegremos después de haber conseguido algo que
considerábamos importante o de que nos sintamos dolidos o encolerizados por lo que alguien nos ha dicho
o nos ha hecho.
Del mismo modo que sucede con la amígdala, sin el concurso de los lóbulos prefrontales gran
parte de nuestra vida emocional desaparecería porque sin comprensión de que algo merece una respuesta
emocional, no hay respuesta emocional alguna. Desde la aparición (en la década de los cuarenta) de la
tristemente famosa «cura» quirúrgica de la enfermedad mental —la lobotomía prefrontal, una operación que
consistía en seccionar las conexiones existentes entre el córtex prefrontal y el cerebro inferior o en extirpar
parcialmente (con frecuencia de un modo bastante torpe)
una parte de los lóbulos prefrontales— los neurólogos han sospechado que éstos desempeñan un
importante papel en la vida emocional. En aquella época, anterior a la aparición de una medicación eficaz
para el tratamiento de la enfermedad mental, la lobotomía era aclamada como el tratamiento para resolver
los problemas mentales más graves: ¡corta los vínculos entre los lóbulos prefrontales y el resto del
cerebro y «liberarás» al paciente de su trastorno!... sin embargo, la eliminación de conexiones nerviosas
clave terminaba también, por desgracia, «liberando» al paciente de su vida emocional, porque se había
destruido su circuito maestro.
El secuestro emocional parece implicar dos dinámicas distintas: la activación de la amígdala y el
fracaso en activar los procesos neocorticales que suelen mantener equilibradas nuestras respuestas
emocionales. En esos momentos, la mente racional se ve desbordada por la mente emocional y lo mismo
ocurre con la función del córtex prefrontal como un gestor eficaz de las emociones sopesando las
reacciones antes de actuar y amortiguando las señales de activación enviadas por la amígdala y otros
centros límbicos, como un padre que impide que su hijo se comporte arrebatando todo lo que quiere y le
enseña a pedirlo (o a esperar).’ El interruptor que «apaga» la emoción perturbadora parece hallarse en el
lóbulo prefrontal izquierdo. Los neurofisiólogos que han estudiado los estados de ánimo de pacientes con
lesiones en el lóbulo prefrontal han llegado a la conclusión de que una de las funciones del lóbulo prefrontal
izquierdo consiste en actuar como una especie de termostato neural que regula las emociones
desagradables. Así pues, el lóbulo prefrontal derecho es la sede de sentimientos negativos como el miedo y
la agresividad. mientras que el lóbulo prefrontal izquierdo los tiene a raya. muy probablemente inhibiendo el
lóbulo derecho. En un determinado estudio, por ejemplo, los pacientes con lesiones en el córtex prefrontal
izquierdo eran proclives a experimentar miedos y preocupaciones catastrofistas mientras que aquéllos
otros con lesiones en el córtex prefrontal derecho eran «desproporcionadamente joviales», bromeaban
continuamente durante las pruebas neurológicas y estaban tan despreocupados que no ponían el menor
cuidado en lo que estaban haciendo.
Éste fue precisamente el caso de un marido feliz, un hombre al que se le había extirpado
parcialmente el lóbulo prefrontal derecho para eliminar una malformación cerebral, una operación después
de la cual había experimentado un auténtico cambio de personalidad que le convirtió en una persona más
amable y —según dijo la mar de contenta su esposa a los médicos— más afectiva. El lóbulo prefrontal
izquierdo, en suma, parece formar parte de un circuito que se encarga de desconectar—O, al menos, de
atenuar parcialmente— los impulsos emocionales más negativos. Así pues, si la amígdala constituye una
especie de señal de alarma, el lóbulo prefrontal izquierdo, por su parte, parece ser el interruptor que
«desconecta» las emociones más perturbadoras, como si la amígdala propusiera y el lóbulo prefrontal
dispusiera. De este modo, las conexiones nerviosas existentes entre el córtex prefrontal y el sistema límbico
no sólo resultan esenciales para llevar a cabo un ajuste fino de las emociones sino que también lo son para
ayudamos a navegar a través de las decisiones vitales más importantes.
ARMONIZANDO LA EMOCIÓN Y EL PENSAMIENTO
Las conexiones existentes entre la amígdala (y las estructuras límbicas relacionadas con ella) y el
neocórtex constituyen el centro de gravedad de las luchas y de los tratados de cooperación existentes
entre el corazón y la cabeza, entre los pensamientos y los sentimientos. Esta vía nerviosa, en suma,
explicaría el motivo por el cual la emoción es algo tan fundamental para pensar eficazmente, tanto para
tomar decisiones inteligentes como para permitimos simplemente pensar con claridad.
Consideremos el poder de las emociones para obstaculizar el pensamiento mismo. Los
neurocientíficos utilizan el término «memoria de trabajo» para referirse a la capacidad de la atención para
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mantener en la mente los datos esenciales para el desempeño de una determinada tarea o problema (ya
sea para descubrir los rasgos ideales que uno busca en una casa mientras hojea folletos de inmobiliarias
como para considerar los elementos que intervienen en una de las pruebas de un test de razonamiento). La
corteza prefrontal es la región del cerebro que se encarga de la memoria de trabajo. Pero, como
acabamos de ver, existe una importante vía nerviosa que conecta los lóbulos prefrontales con el sistema
límbico, lo cual significa que las señales de las emociones intensas —ansiedad, cólera y similares— pueden
ocasionar parásitos neurales que saboteen la capacidad del lóbulo prefrontal para mantener la memoria de
trabajo. Éste es el motivo por el cual, cuando estamos emocionalmente perturbados, solemos decir que «no
puedo pensar bien» y también permite explicar por qué la tensión emocional prolongada puede obstaculizar
las facultades intelectuales del niño y dificultar así su capacidad de aprendizaje.
Estos déficit no los registra siempre los tests que miden el CI, aunque pueden ser determinados por
análisis neuropsicológicos más precisos y colegidos de la continua agitación e impulsividad del niño. En un
estudio llevado a cabo con alumnos de escuelas primarias que, a pesar de tener un CI por encima de la
media, mostraban un pobre rendimiento académico, las pruebas neuropsicológicas determinaron
claramente la presencia de un desequilibrio en el funcionamiento de la corteza frontal. Se trataba de niños
impulsivos y ansiosos, a menudo desorganizados y problemáticos, que parecían tener un escaso control
prefrontal sobre sus impulsos límbicos. Este tipo de niños presenta un elevado riesgo de problemas de
fracaso escolar, alcoholismo y delincuencia, pero no tanto porque su potencial intelectual sea bajo sino
porque su control sobre su vida emocional se halla severamente restringido. El cerebro emocional,
completamente separado de aquellas regiones del cerebro cuantificadas por las pruebas corrientes del Cl,
controla igualmente la rabia y la compasión. Se trata de circuitos emocionales que son esculpidos por la
experiencia a lo largo de toda la infancia y que no deberíamos dejar completamente en manos del azar.
También hay que tener en cuenta el papel que desempeñan las emociones hasta en las decisiones
más «racionales». En su intento de comprensión de la vida mental, el doctor Antonio Damasio, un
neurólogo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Iowa, ha llevado a cabo un meticuloso estudio
de los daños que presentan aquellos pacientes que tienen lesionadas las conexiones existentes entre la
amígdala y el lóbulo prefrontal. En tales pacientes, el proceso de toma de decisiones se encuentra muy
deteriorado aunque no presenten el menor menoscabo de su CI o de cualquier otro tipo de habilidades
cognitivas. Pero, a pesar de que sus capacidades intelectuales permanezcan intactas, sus decisiones
laborales y personales son desastrosas e incluso pueden obsesionarse con algo tan nimio como concertar
una cita.
Según el doctor Damasio, el proceso de toma de decisiones de estas personas se halla deteriorado
porque han perdido el acceso a su aprendizaje emocional. En este sentido. el circuito de la amígdala
prefrontal constituye una encrucijada entre el pensamiento y la emoción, una puerta de acceso a los gustos
y disgustos que el sujeto ha adquirido en el curso de la vida. Separadas de la memoria emocional de la
amígdala, las valoraciones realizadas por el neocórtex dejan de desencadenar las reacciones emocionales
que se le asociaron en el pasado y todo asume una gris neutralidad. En tal caso, cualquier estímulo, ya se
trate de un animal favorito o de una persona detestable, deja de despertar atracción o rechazo; esos
pacientes han «olvidado» todo aprendizaje emocional porque han perdido el acceso al lugar en el que éste
se asienta, la amígdala.
Estas averiguaciones condujeron al doctor Damasio a la conclusión contraintuitiva de que los
sentimientos son indispensables para la toma racional de decisiones, porque nos orientan en la dirección
adecuada para sacar el mejor provecho a las posibilidades que nos ofrece la fría lógica. Mientras que el
mundo suele presentarnos un desbordante despliegue de posibilidades (¿En qué debería invertir los
ahorros de mi jubilación? ¿Con quién debería casarme?), el aprendizaje emocional que la vida nos ha
proporcionado nos ayuda a eliminar ciertas opciones y a destacar otras. Es así cómo —arguye el doctor
Damasio— el cerebro emocional se halla tan implicado en el razonamiento como lo está el cerebro
pensante.
Las emociones, pues, son importantes para el ejercicio de la razón. En la danza entre el sentir y el
pensar, la emoción guía nuestras decisiones instante tras instante, trabajando mano a mano con la mente
racional y capacitando —o incapacitando— al pensamiento mismo. Y del mismo modo, el cerebro pensante
desempeña un papel fundamental en nuestras emociones, exceptuando aquellos momentos en los que las
emociones se desbordan y el cerebro emocional asume por completo el control de la situación.
En cierto modo, tenemos dos cerebros y dos clases diferentes de inteligencia: la inteligencia
racional y la inteligencia emocional y nuestro funcionamiento en la vida está determinado por ambos. Por
ello no es el CI lo único que debemos tener en cuenta, sino que también deberemos considerar la
inteligencia emocional. De hecho, el intelecto no puede funcionar adecuadamente sin el concurso de la
inteligencia emocional, y la adecuada complementación entre el sistema límbico y el neocórtex, entre la
amígdala y los lóbulos prefrontales, exige la participación armónica entre ambos. Sólo entonces podremos
hablar con propiedad de inteligencia emocional y de capacidad intelectual.
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Esto vuelve a poner sobre el tapete el viejo problema de la contradicción existente entre la razón y el
sentimiento. No es que nosotros pretendamos eliminar la emoción y poner la razón en su lugar —como
quería Erasmo-, sino que nuestra intención es la de descubrir el modo inteligente de armonizar ambas
funciones. El viejo paradigma proponía un ideal de razón liberada de los impulsos de la emoción, El nuevo
paradigma, por su parte, propone armonizar la cabeza y el corazón. Pero, para llevar a cabo
adecuadamente esta tarea, deberemos comprender con más claridad lo que significa utilizar
inteligentemente las emociones.
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PARTE II
LA NATURALEZA DE LA
INTELIGENCIA EMOCIONAL
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3. CUANDO EL LISTO ES TONTO
Hasta la fecha no ha sido posible determinar todavía el motivo exacto que indujo a un brillante
estudiante de secundaria a apuñalar con un cuchillo de cocina a David Pologruto, su profesor de física.
Pasemos ahora a describir los hechos, sobradamente conocidos.
Jason H., estudiante de segundo año del instituto de Coral Springs (Florida) e indudable candidato a
matrícula de honor, estaba obsesionado con la idea de ingresar en una prestigiosa facultad de medicina
como la de Harvard. Pero Pologruto le había calificado con un notable alto, una nota que le obligaba a
arrojar por la borda todos sus sueños, de modo que, provisto de un cuchillo de camicero, se dirigió al
laboratorio de física y, en el transcurso de una discusión con su profesor, no dudó en clavárselo a la altura
de la clavícula antes de que pudieran reducirle por la fuerza.
El juez declaró inocente a Jason porque, según reza la sentencia —confirmada, por otra parte, por un
equipo de psicólogos y psiquiatras— durante el altercado se hallaba claramente sumido en un estado
psicótico. El joven, por su parte, declaró que, apenas tuvo conocimiento de la nota, pensó en quitarse la
vida pero que, antes de suicidarse, quiso visitar a Pologruto para hacerle saber que la única causa de su
muerte sería su baja calificación. La versión de Pologruto, no obstante, fue muy diferente, puesto que,
según él, Jason se hallaba tan furioso que «creo que me visitó completamente decidido a atacarme».
Más tarde, Jason ingresó en una escuela privada y, dos años después, logró graduarse con la nota
más alta de su clase. De haber seguido un curso normal, hubiera alcanzado un sobresaliente pero decidió
matricularse en varias asignaturas adicionales para elevar su nota media, que finalmente Fue de matrícula
de honor. Pero a pesar de que Jason hubiera terminado graduándose con una calificación extraordinaria,
Pologruto se lamentaba de que nunca se hubiera disculpado ni tampoco hubiera asumido la menor
responsabilidad por su agresión.
¿Cómo puede una persona con un nivel de inteligencia tan elevado llegar a cometer un acto tan
estúpido? La respuesta necesariamente radica en que la inteligencia académica tiene poco que ver con la
vida emocional. Hasta las personas más descollantes y con un CI más elevado pueden ser pésimos
timoneles de su vida y llegar a zozobrar en los escollos de las pasiones desenfrenadas y los impulsos
ingobernables.
A pesar de la consideración popular que suelen recibir, uno de los secretos a voces de la psicología
es la relativa incapacidad de las calificaciones académicas, del CI, o de la puntuación alcanzada en el SAT
Test de Aptitud Académico (Abreviatura de Scholastic Aptitude Test, el examen de aptitud escolar que
realizan los estudiantes estadounidenses que acceden a la universidad) para predecir el éxito en la vida. A
decir verdad, desde una perspectiva general sí que parece existir —en un sentido amplio- cierta relación
entre el CI y las circunstancias por las que discurre nuestra vida. De hecho, las personas que tienen un bajo
CI suelen acabar desempeñando trabajos muy mal pagados mientras que quienes tienen un elevado CI
tienden a estar mucho mejor remunerados. Pero esto, ciertamente, no siempre ocurre así.
Existen muchas más excepciones a la regla de que el CI predice del éxito en la vida que situaciones
que se adapten a la norma. En el mejor de los casos, el CI parece aportar tan sólo un 20% de los factores
determinantes del éxito (lo cual supone que el 80% restante depende de otra clase de factores). Como ha
subrayado un observador: «en última instancia, la mayor parte de los elementos que determinan el logro de
una mejor o peor posición social no tienen que ver tanto con el CI como con factores tales como la clase
social o la suerte».
Incluso autores como Richard Herrnstein y Charles Nurray cuyo libro Tite Bell Curve atribuye al Cl
una relevancia Incuestionable, reconocen que: «tal vez fuera mejor que un estudiante de primer año de
universidad con una puntuación SAT en matemáticas de 500 no aspirara a dedicarse a las ciencias exactas,
lo cual no obsta para que no trate de realizar sus sueños de montar su propio negocio, llegar a ser senador
o ahorrar un millón de dólares La relación existente entre la puntuación alcanzada en el SAT y el logro de
nuestros objetivos vitales se ve frustrada por otras características».
Mi principal interés está precisamente centrado en estas «otras características» a las que hemos
dado en llamar inteligencia emocional, características como la capacidad de motivarnos a nosotros
mismos, de perseverar en el empeño a pesar de las posibles frustraciones, de controlar los impulsos, de
diferir las gratificaciones, de regular nuestros propios estados de ánimo, de evitar que la angustia interfiera
con nuestras facultades racionales y, por último —pero no. por ello, menos importante—, la capacidad de
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empatizar y confiar en los demás. A diferencia de lo que ocurre con el Cl, cuya investigación sobre
centenares de miles de personas tiene casi un siglo de historia, la inteligencia emocional es un concepto
muy reciente. De hecho, ni siquiera nos hallamos en condiciones de determinar con precisión el grado de
variabilidad interpersonal de la inteligencia emocional. Lo que sí podemos hacer, a la vista de los datos de
que disponemos, es avanzar que la inteligencia emocional puede resultar tan decisiva —y. en ocasiones,
incluso más— que el Cl. Y, frente a quienes son de la opinión de que ni la experiencia ni la educación
pueden modificar substancialmente el resultado del cual trataré de demostrar—en la quinta parte— que, si
nos tomamos la molestia de educarles, nuestros hijos pueden aprender a desarrollar las habilidades
emocionales fundamentales.
LA INTELIGENCIA EMOCIONAL Y EL DESTINO
Recuerdo a un compañero de clase que había obtenido cinco puntuaciones de 800 en el SAT y otros
tests de rendimiento académico que nos habían pasado antes de ingresar en el Amherst College. Pero, a
pesar de sus extraordinarias facultades intelectuales, mi amigo tardó casi diez años en graduarse porque
pasaba la mayor parte del tiempo tumbado, se acostaba tarde, dormía hasta el mediodía y apenas si asistía
a las clases.
El CI no basta para explicar los destinos tan diferentes de personas que cuentan con perspectivas,
educación y oportunidades similares. Durante la década de los cuarenta, un período en el que —como
ocurre actualmente— los estudiantes con un elevado CI se hallaban adscritos a la Ivy League de
universidades, (La Ivy League constituye un grupo selecto de ocho universidades privadas de Nueva
Inglaterra famosas por su prestigio académico y social.) se llevó a cabo un seguimiento de varios años de
duración sobre noventa y cinco estudiantes de Harvard que dejó meridianamente claro que quienes habían
obtenido las calificaciones universitarias más elevadas no habían alcanzado un éxito laboral (en términos
de salario, productividad o escalafón profesional) comparativamente superior a aquellos compañeros suyos
que habían alcanzado una calificación inferior. Y también resultó evidente que tampoco habían conseguido
una cota superior de felicidad en la vida ni más satisfacción en sus relaciones con los amigos, la familia o la
pareja.
En la misma época se llevó a cabo un seguimiento similar sobre cuatrocientos cincuenta
adolescentes —hijos, en su mayor parte, de emigrantes, dos tercios de los cuales procedían de familias que
vivían de la asistencia social— que habían crecido en Somerville, Massachussetts, un barrio que por
aquella época era un «suburbio ruinoso» enclavado a pocas manzanas de la Universidad de Harvard. Y,
aunque un tercio de ellos no superase el coeficiente intelectual de 90, también resultó evidente que el CI
tiene poco que ver con el grado de satisfacción que una persona alcanza tanto en su trabajo como en las
demás facetas de su vida. Por ejemplo, el 7% de los varones que habían obtenido un CI inferior a 80
permanecieron en el paro durante más de diez años, lo mismo que ocurrió con el 7% de quienes habían
logrado un CI superior a 100. A decir verdad, el estudio también parecía mostrar (como ocurre siempre) una
relación general entre el CI y el nivel socioeconómico alcanzado a la edad de cuarenta y siete años, pero lo
cierto es que la diferencia existente radica en las habilidades adquiridas en la infancia (como la capacidad
de afrontar las frustraciones, controlar las emociones o saber llevarse bien con los demás).
Veamos, a continuación, los resultados —todavía provisionales— de un estudio realizado sobre
ochenta y un valedictorians y salutatorians (Los valedictorians son los alumnos que pronuncian los
discursos de despedida en la ceremonia de entrega de diplomas, mientras que los salututorians son
aquéllos que pronuncian los discursos de salutación en las ceremonias de apertura del curso universitario.)
del curso de 1981 de los institutos de enseñanza media de Illinois. Todos ellos habían obtenido las
puntuaciones medias más elevadas de su clase pero, a pesar de que siguieron teniendo éxito en la
universidad y alcanzaron excelentes calificaciones, a la edad de treinta años no podía decirse que hubieran
obtenido un éxito social comparativamente relevante. Diez años después de haber finalizado la enseñanza
secundaria, sólo uno de cada cuatro de estos jóvenes había logrado un nivel profesional más elevado que
la media de su edad, y a muchos de ellos, por cierto, les iba bastante peor.
Karen Amold, profesora de pedagogía de la Universidad de Boston y una de las investigadoras que
llevó a cabo el seguimiento recién descrito afirma: «creo que hemos descubierto a la gente “cumplidora”, a
las personas que saben lo que hay que hacer para tener éxito en el sistema, pero el hecho es que los
valedietorians tienen que esforzarse tanto como los demás. Saber que una persona ha logrado graduarse
con unas notas excelentes equivale a saber que es sumamente buena o bueno en las pruebas de
evaluación académicas, pero no nos dice absolutamente nada en cuanto al modo en que reaccionará ante
las vicisitudes que le presente la vidas» . Y éste es precisamente el problema, porque la inteligencia
académica no ofrece la menor preparación para la multitud de dificultades —o de oportunidades— a la que
deberemos enfrentamos a lo largo de nuestra vida. No obstante, aunque un elevado CI no constituya la
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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menor garantía de prosperidad, prestigio ni felicidad, nuestras escuelas y nuestra cultura, en general,
siguen insistiendo en el desarrollo de las habilidades académicas en detrimento de la inteligencia
emocional, de ese conjunto de rasgos —que algunos llaman carácter— que tan decisivo resulta para
nuestro destino personal.
Al igual que ocurre con la lectura o con las matemáticas, por ejemplo, la Vida emocional constituye un
ámbito —que incluye un determinado conjunto de habilidades— que puede dominarse con mayor o menor
pericia. Y el grado de dominio que alcance una persona sobre estas habilidades resulta decisivo para
determinar el motivo por el cual ciertos individuos prosperan en la vida mientras que otros, con un nivel
intelectual similar, acaban en un callejón sin salida. La competencia emocional constituye, en suma, una
meta-habilidad que determina el grado de destreza que alcanzaremos en el dominio de todas nuestras otras
facultades (entre las cuales se incluye el intelecto puro).
Existen, por supuesto, multitud de caminos que conducen al éxito en la vida, y muchos dominios en
los que las aptitudes emocionales son extraordinariamente importantes. En una sociedad como la nuestra,
que atribuye una importancia cada vez mayor al conocimiento, la habilidad técnica es indudablemente
esencial.
Hay un chiste infantil a este respecto que dice que no deberíamos extrañamos si dentro de unos años
tenemos que trabajar para quien hoy en día consideramos «tonto». En cualquiera de los casos, en la
tercera parte veremos que hasta los «tontos» pueden beneficiarse de la inteligencia emocional para
alcanzar una posición laboral privilegiada. Existe una clara evidencia de que las personas emocionalmente
desarrolladas, es decir, las personas que gobiernan adecuadamente sus sentimientos, y asimismo saben
interpretar y relacionarse efectivamente con los sentimientos de los demás, disfrutan de una situación
ventajosa en todos los dominios de la vida, desde el noviazgo y las relaciones íntimas hasta la comprensión
de las reglas tácitas que gobiernan el éxito en el seno de una organización. Las personas que han
desarrollado adecuadamente las habilidades emocionales suelen sentirse más satisfechas, son más
eficaces y más capaces de dominar los hábitos mentales que determinan la productividad. Quienes, por el
contrario, no pueden controlar su vida emocional, se debaten en constantes luchas internas que socavan su
capacidad de trabajo y les impiden pensar con la suficiente claridad.
UN TIPO DE INTELIGENCIA DIFERENTE
Desde la perspectiva de un observador ocasional, Judy —una niña de cuatro años— pudiera parecer
la fea del baile entre sus compañeros, la chica que no participa. la que nunca ocupa el centro sino que se
mueve en la periferia. Pero el hecho es que, en realidad, Judy es una observadora muy perspicaz de la
política social del patio del parvulario, posiblemente quien manifieste mayor sutilidad en la comprensión de
los sentimientos de sus compañeros.
Esta sutilidad no se hizo patente hasta el día en que su maestra reuniera en torno a sí a todos los
niños de cuatro años para jugar un juego al que denominan «el juego de la clase», un test, en realidad, de
sensibilidad social, en el que se utiliza una especie de casa de muñecas que reproduce el aula y en cuyo
interior se dispone una serie de figurillas que llevan en sus cabezas las fotografías del rostro de sus
maestros y de sus compañeros.
Cuando la maestra le pidió a Judy que situara a cada compañero en la zona del aula en la que
preferiría jugar, Judy lo hizo con una precisión absoluta y, cuando se le pidió que situara a cada niña y a
cada niño junto a los compañeros con los que más les gustaba jugar. Judy demostró una capacidad
ciertamente extraordinaria.
La minuciosidad de Judy reveló que poseía un mapa social exacto de la clase, una sensibilidad
ciertamente excepcional para una niña de su edad. Y son precisamente estas habilidades las que
posiblemente permitan que Judy termine alcanzando una posición destacada en cualquiera de los campos
en los que tengan importancia las «habilidades personales» (como las ventas, la gestión empresarial o la
diplomacia).
La brillantez social de Judy —por no decir nada de su precocidad— se ha podido descubrir gracias a
que era alumna de la Escuela Infantil Eliot-Pearson —una escuela sita en el campus de la Universidad de
Tufts— en la que se lleva a cabo el Proyecto Spectrum, un programa de estudios que se dedica
deliberadamente al cultivo de los diferentes tipos de inteligencia. El Proyecto Spectrum reconoce que el
repertorio de habilidades del ser humano va mucho más allá de «las tres erres» (Expresión que se refiere a
la triple habilidad de lectura —read—, escritura —write—- y cálculo, —(a)rithmetic—, que constituyen el
fundamento tradicional de la educación primaria.) que delimitan la estrecha franja de habilidades verbales y
aritméticas en la que se centra la educación tradicional. El programa en cuestión reconoce también que una
habilidad tal como la sensibilidad social de Judy constituye un tipo de talento que la educación debiera
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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promover en lugar de limitarse a ignorarlo e incluso a reprimirlo. Para que la escuela proporcione una
educación en las habilidades de la vida es necesario alentar a los niños a desarrollar todo su amplio
abanico de potencialidades y animarles a sentirse satisfechos con lo que hacen.
La figura inspiradora del Proyecto Spectrum es Howard Gardner, psicólogo de la Facultad de
Pedagogía de Harvard que, en cierta ocasión, me dijo: «ha llegado ya el momento de ampliar nuestra
noción de talento. La contribución más evidente que el sistema educativo puede hacer al desarrollo del niño
consiste en ayudarle a encontrar una parcela en la que sus facultades personales puedan aprovecharse
plenamente y en la que se sientan satisfechos y preparados. Sin embargo, hemos perdido completamente
de vista este objetivo y, en su lugar, constreñimos por igual a todas las personas a un estilo educativo que,
en el mejor de los casos, les proporcionará una excelente preparación para convertirse en profesores
universitarios. Y nos dedicamos a evaluar la trayectoria vital de una persona en función del grado de ajuste
a un modelo de éxito estrecho y preconcebido. Deberíamos invertir menos tiempo en clasificar a los niños y
ayudarles más a identificar y a cultivar sus habilidades y sus dones naturales. Existen miles de formas de
alcanzar el éxito y multitud de habilidades diferentes que pueden ayudamos a conseguirlo»: Si hay una
persona que comprende las limitaciones inherentes al antiguo modo de concebir la inteligencia, ése es
Gardner, que no deja de insistir en que los días de gloria del CI han llegado a su fin. El creador del test de
papel y lápiz para la determinación del CI fue un psicólogo de Stanford, llamado Lewis Terman, durante la
1ª Guerra Mundial, cuando dos millones de varones norteamericanos fueron clasificados mediante la
primera aplicación masiva de este test. Esto condujo a varias décadas de lo que Gardner denomina «el
pensamiento CI», un tipo de pensamiento según el cual «la gente es inteligente o no lo es, la inteligencia es
un dato innato (y no hay mucho que podamos hacer, a este respecto, por cambiar las cosas) y existen
pruebas psicológicas para discriminar entre ambos grupos. Por su parte, el test SAT que se realiza para
entrar en la universidad se basa en el mismo principio de que una prueba de aptitud sirve para determinar el
futuro. Esa forma de pensar impregna a toda nuestra sociedad».
El influyente libro de Gardner Frames of Mmd constituye un auténtico manifiesto que refuta «el
pensamiento Cl». En este libro, Gardner afirma que no sólo no existe un único y monolítico tipo de
inteligencia que resulte esencial para el éxito en la vida sino que, en realidad, existe un amplio abanico de
no menos de siete variedades distintas de inteligencia. Entre ellas, Gardner enumera los dos tipos de
inteligencia académica (es decir, la capacidad verbal y la aptitud lógico-matemática); la capacidad espacial
propia de los arquitectos o de los artistas en general; el talento kinestésico manifiesto en la fluidez y la
gracia corporal de Martha Graham o de Magic Johnson; las dotes musicales de Mozart o de YoYo Ma, y
dos cualidades más a las que coloca bajo el epígrafe de «inteligencias personales»: la inteligencia
interpersonal (propia de un gran terapeuta como Carl Rogers o de un líder de fama mundial como Martin
Luther King jr.) y la inteligencia «intrapsiquica» que demuestran las brillantes intuiciones de Sigmund Freud
o, más modestamente, la satisfacción interna que experimenta cualquiera de nosotros cuando nuestra vida
se halla en armonía con nuestros sentimientos.
El concepto operativo de esta visión plural de la inteligencia es el de multiplicidad. Así, el modelo de
Gardner abre un camino que trasciende con mucho el modelo aceptado del Cl como un factor único e
inalterable. Gardner reconoce que los tests que nos esclavizaron cuando íbamos a la escuela —desde las
pruebas de selección utilizadas para discriminar entre los estudiantes que pueden acceder a la universidad
y aquéllos otros que son orientados hacia las escuelas de formación profesional, hasta el SAT (que sirve
para determinar a qué universidad puede acceder un determinado alumno, si es que puede acceder a
alguna)— se basan en una noción restringida de la inteligencia que no tiene en cuenta el amplio abanico de
habilidades y destrezas que son mucho más decisivas para la vida que el CI.
Gardner es perfectamente consciente de que el número siete es un número completamente arbitrario
y de que no existe, por tanto, un número mágico concreto que pueda dar cuenta de la amplia diversidad de
inteligencias de que goza el ser humano. A la vista de ello, Gardner y sus colegas ampliaron esta lista inicial
hasta llegar a incluir veinte clases diferentes de inteligencia. La inteligencia interpersonal, por ejemplo, fue
subdividida en cuatro habilidades diferentes, el liderazgo, la aptitud de establecer relaciones y mantener las
amistades, la capacidad de solucionar conflictos y la habilidad para el análisis social (tan admirablemente
representada por Judy. la niña de cuatro años de la que hemos hablado antes).
Esta visión multidimensional de la inteligencia nos brinda una imagen mucho más rica de la
capacidad y del potencial de éxito de un niño que la que nos ofrece el CI. Cuando los alumnos de Spectrum
fueron evaluados en función de la escala de inteligencia de Stanford-Binet (uno de los test más utilizados
para la determinación del CI) y en función de otro conjunto de pruebas específicamente diseñadas para
valorar el amplio espectro de inteligencias de Gardner, no apareció ninguna relación significativa entre
ambos resultados. Los cinco niños que obtuvieron las puntuaciones más elevadas del CI (entre 125 y 1 33)
evidenciaron una amplia diversidad de perfiles en las diez áreas cuantificadas por el test de Spectrum. En
este sentido, por ejemplo, uno de los cinco niños «más inteligentes» —según los parámetros del CI—
mostraba una habilidad especial en tres de las áreas (medidas por la prueba de Spectrum), otros tres tenían
aptitudes especiales vinculadas con dos de ellas y el último de los niños más «inteligentes» sólo destacaba
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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en una de las habilidades consideradas por la clasificación de Spectrum. Además, estas áreas se hallaban
dispersas: cuatro de las habilidades de estos niños tenían que ver con la música, dos con las artes visuales,
otra con la comprensión social, una con la lógica y dos con el lenguaje. Ninguno de los cinco muchachos
«inteligentes» mencionados demostró la menor habilidad especial en el movimiento, la aritmética o la
mecánica. En realidad, dos de ellos presentaban serias deficiencias en las áreas de movimiento y
aritmética.
La conclusión de Gardner es que «la escala de inteligencia de Stant Ord Binet no sirve para
pronosticar el éxito en el rendimiento de un subconjunto coherente de las actividades señaladas por
Spectrum». Por otra parte, las puntuaciones obtenidas por los tests de Spectrum proporcionan a padres y
profesores una guía muy esclarecedora sobre aquéllas áreas en las que los niños se interesarán de manera
natural y aquellas otras con las que, por el contrario, nunca llegarán a entusiasmarse lo suficiente como
para transformar una simple destreza en una auténtica maestría.
A lo largo del tiempo, el concepto de inteligencias múltiples de Gardner ha seguido evolucionando y.
a los diez años de la publicación de su primera teoría, Gardner nos brinda esta breve definición de las
inteligencias personales:
«La inteligencia interpersonal consiste en la capacidad de comprender a los demás: cuáles son las
cosas que más les motivan, cómo trabajan y la mejor forma de cooperar con ellos. Los vendedores, los
políticos. los maestros, los médicos y los dirigentes religiosos de éxito tienden a ser individuos con un alto
grado de inteligencia interpersonal. La inteligencia intrapersonal por su parte, constituye una habilidad
correlativa —vuelta hacia el interior— que nos permite configurar una imagen exacta y verdadera de
nosotros mismos y que nos hace capaces de utilizar esa imagen para actuar en la vida de un modo más
eficaz.»
En otra publicación. Gardner señala que la esencia de la inteligencia interpersonal supone «la
capacidad de discernir y responder apropiadamente a los estados de ánimo, temperamentos, motivaciones
y deseos de las demás personas». En el apartado relativo a la inteligencia intrapersonal —la clave para el
conocimiento de uno mismo—, Gardner menciona «la capacidad de establecer contacto con los propios
sentimientos, discernir entre ellos y aprovechar este conocimiento para orientar nuestra conducta».
SPOCK CONTRA DATA: CUANDO LA COGNICION NO BASTA
Existe otra dimensión de la inteligencia personal que Gardner señala reiteradamente y que, sin
embargo, no parece haber explorado lo suficiente; nos estamos refiriendo al papel que desempeñan las
emociones. Es posible que ello se deba a que, tal como el mismo Gardner me reconoció personalmente,
su trabajo está profundamente influido por el modelo del psiquismo propugnado por las ciencias cognitivas
y, en consecuencia, su visión de las inteligencias múltiples subraya el aspecto cognitivo, es decir, la
comprensión —tanto en los demás como en uno mismo— de las motivaciones y las pautas de conducta,
con el objetivo de poner esa visión al servicio de nuestra vida y de nuestras relaciones sociales. Pero, al
igual que ocurre en el dominio kinestésico, en donde la excelencia física se manifiesta de un modo no
verbal, el mundo de las emociones se extiende más allá del alcance del lenguaje y de la cognición.
Así pues, aunque la descripción que hace Gardner de las inteligencias personales asigna una gran
importancia al proceso de comprensión del juego de las emociones y a la capacidad de dominarlas, tanto él
como sus colaboradores centran toda su atención en la faceta cognitiva del sentimiento y no tratan de
desentrañar el papel que desempeñan los sentimientos. De este modo, el vasto continente de la vida
emocional que puede convertir nuestra vida interior y nuestras relaciones en algo sumamente complejo,
apremiante y desconcertante, queda sin explorar y nos deja en la ignorancia, tanto para descubrir la
inteligencia ya patente en las emociones como para averiguar la forma en que podemos hacerlas todavía
más inteligentes.
El énfasis de Gardner en el componente cognitivo de la inteligencia personal es un reflejo del zeigeist
psicológico en que se asienta su visión. Esta insistencia de la psicología en subrayar los aspectos
cognitivos —incluso en el dominio de las emociones— se debe, en parte, a la peculiar historia de esta
disciplina científica.
Durante los años cuarenta y cincuenta, la psicología académica se hallaba dominada por los
conductistas al estilo de B.F. Skinner, quienes opinaban que la única faceta psicológica que podía
observarse objetivamente desde el exterior con precisión científica era la conducta. Este fue el motivo por
el cual los conductistas terminaron desterrando de un plumazo del territorio de la ciencia todo rastro de vida
interior, incluyendo la Vida emocional.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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A finales de la década de los sesenta, la «revolución cognitiva» cambió el centro de atención de la
ciencia psicológica, que, a partir de entonces, se cifró en averiguar la forma en que la mente registra y
almacena la información y cuál es la naturaleza de la inteligencia. Pero, aun así, las emociones todavía
quedaban fuera del campo de la psicología. La visión convencional de los científicos cognitivos supone que
la inteligencia es una facultad hiperracional y fría que se encarga del procesamiento de la información, una
especie de señor Spock (el personaje de la serie Star Trek), el arquetipo de los asépticos bytes de
información que no se ve afectado por los sentimientos, la encamación viva de la idea de que las
emociones no tienen ningún lugar en la inteligencia y sólo sirven para confundir nuestra vida mental.
Los científicos cognitivos se adhirieron a este criterio seducidos por el modelo operante de la mente
basado en el funcionamiento de los ordenadores, olvidando que, en realidad, el wetware (juego de palabras
en el que el autor establece una analogía entre el hardware, el software y el wetware cerebral al que, en tal
caso, se asimila a un ordenador en estado líquido.) cerebral está inmerso en un líquido pulsante
impregnado de agentes neuroquímicos que nada tiene que ver con el frío y ordenado silicio que utilizan
como metáfora del funcionamiento del psiquismo. De este modo, el modelo imperante entre los científicos
cognitivos sobre la forma en que la mente procesa la información soslaya el hecho de que la razón se halla
guiada —e incluso puede llegar a verse abrumada— por los sentimientos. El modelo cognitivo prevalente
constituye, a este respecto, una visión empobrecida de la mente, una perspectiva que no acierta a explicar
el Sturm and Drang (Alusión al movimiento literario romántico alemán de ese mismo nombre que se
caracterizó por su oposición a las normas sociales y racionales establecidas y por su exaltación suprema de
la sensibilidad y de la intuición.) de los sentimientos que sazonan la vida intelectual. No cabe duda de que,
con el fin de poder sustentar su modelo, los científicos cognitivos se han visto obligados a obviar la
relevancia de los temores, de las esperanzas, de las riñas matrimoniales, de las envidias profesionales y.
en definitiva, de todo el trasfondo de sentimientos que constituye el condimento mismo de la vida y que a
cada momento determinan la forma exacta (y el mayor o menor grado de adecuación) en que se procesa la
información.
Pero esta concepción científica unilateral de una vida mental emocionalmente plana —que durante
los últimos ochenta años ha condicionado la investigación sobre la inteligencia— está cambiando
gradualmente a medida que la psicología comienza a reconocer el papel esencial que desempeñan por los
sentimientos en los procesos mentales. La psicología actual, más parecida a Data (el personaje de la serie
Star Trek: The Next Generation) que al señor Spock, comienza a tomar en consideración el potencial y las
virtudes —así como los peligros— de las emociones en nuestra vida mental. Después de todo, como Data
llega a columbrar (para su propia consternación, si es que puede sentir tal cosa), la fría lógica no sirve de
nada a la hora de encontrar una solución humana adecuada. Los sentimientos constituyen el dominio en el
que más evidente se hace nuestra humanidad y, en ese sentido, Data quiere llegar a sentir porque sabe
que, mientras no sienta, no podrá acceder a un aspecto fundamental de la humanidad. Anhela la amistad y
la lealtad porque, como el Hombre de Hojalata de El mago de Oz, carece de corazón. Al faltarle el sentido
lírico que proporcionan los sentimientos, Data puede componer música o escribir poesía haciendo alarde de
un alto grado de virtuosismo técnico, pero jamás podrá llegar a experimentar la pasión. La lección que nos
brinda el anhelo de Data es que la fría visión cognitiva adolece de los valores supremos del corazón
humano, la fe, la esperanza, la devoción y el amor. Así pues, dado que las emociones no resultan
empobrecedoras sino todo lo contrario, cualquier modelo de la mente que las soslaye será siempre un
modelo parcial.
Cuando pregunté a Gardner sobre su insistencia en la preponderancia del pensamiento sobre el
sentimiento, o en la metacognición más que en las emociones mismas, reconoció que su visión de la
inteligencia se atenía al modelo cognitivo pero añadió: «cuando escribí por vez primera sobre las
inteligencias personales , podría, en realidad, a las emociones, especialmente en lo que atañe a la noción
de la inteligencia intrapersonal, uno de cuyos aspectos principales es la capacidad para sintonizar con las
propias emociones. Por otro lado, las señales viscerales que nos envian los sentimientos también resultan
decisivas para la inteligencia interpersonal, pero, a medida que ha ido desarrollándose, la teoría de la
inteligencia múltiple ha evolucionado hasta centrarse más en la metacognición -es decir, en la toma de
conciencia de los propios procesos mentales, que en el amplio espectro de las habilidades emocionales».
Aun así, Gardner se da perfecta cuenta de lo decisivas que son, en lo que respecta a la confusión y
la violencia de la vida, las aptitudes emocionales y sociales, y subraya que «muchas personas con un
elevado CI de 160 (aunque con escasa inteligencia intrapersonal) trabajan para gente que no supera el CI
de 100 (pero que tiene muy desarrollada la inteligencia intrapersonal) y que en la vida cotidiana no existe
nada más importante que la inteligencia intrapersonal ya que, a falta de ella, no acertaremos en la elección
de la pareja con quien vamos a contraer matrimonio, en la elección del puesto de trabajo, etcétera. Es
necesario que la escuela se ocupe de educar a los niños en el desarrollo de las inteligencias personales».
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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¿LAS EMOCIONES PUEDEN SER INTELIGENTES?
Para poder forjamos una idea más completa de cuáles podrían ser los elementos fundamentales de
dicha educación debemos acudir a otros teóricos que siguen el camino abierto por Gardner, entre los cuales
el más destacado tal vez sea Peter Salovey, notable psicólogo de Harvard, que ha establecido con todo lujo
de detalles el modo de aportar más inteligencia a nuestras emociones. Esta empresa no es nueva porque, a
lo largo de los años, hasta los más vehementes teóricos del CI, en lugar de considerar que «emoción» e
«inteligencia» son términos abiertamente contradictorios, de vez en cuando han tratado de introducir a las
emociones en el ámbito de la inteligencia. E.L. Thorndike, por ejemplo, un eminente psicólogo que
desempeñó un papel muy destacado en la popularización del CI en la década de los veinte, propuso en un
artículo publicado en el Harper Magazine que la inteligencia «social» —un aspecto de la inteligencia
emocional que nos permite comprender las necesidades ajenas y «actuar sabiamente en las relaciones
humanas»— constituye un elemento que hay que tener en cuenta a la hora de determinar el CI. Otros
psicólogos de la época asumieron una concepción más cínica de la inteligencia social y la concibieron en
términos de las habilidades que nos permiten manipular a los demás, obligándoles, lo quieran o no, a hacer
lo que deseamos. Pero ninguna de estas formulaciones de la inteligencia social tuvo demasiada aceptación
entre los teóricos del CI y, alrededor de 1960, un influyente manual sobre los test de inteligencia llegó
incluso a afirmar que la inteligencia social era un concepto completamente «inútil».
Pero, en lo que atañe tanto a la intuición como al sentido común, la inteligencia personal no podía
seguir siendo ignorada. Por ejemplo, cuando Robert Stembeg, otro psicólogo de Yale, pidió a diferentes
personas que definieran a un «individuo inteligente», los principales rasgos reseñados fueron las
habilidades prácticas.
Una investigación posterior más sistemática condujo a Stemberg a la misma conclusión de Thomdike:
la inteligencia social no sólo es muy diferente de las habilidades académicas, sino que constituye un
elemento esencial que permite a la persona afrontar adecuadamente los imperativos prácticos de la vida.
Por ejemplo, uno de los elementos fundamentales de la inteligencia práctica que suele valorarse más en el
campo laboral, por ejemplo, es el tipo de sensibilidad que permite a los directivos eficaces darse cuenta de
los mensajes tácitos de sus subordinados. En los últimos años, un número cada vez más nutrido de
psicólogos ha llegado a conclusiones similares, coincidiendo con Gardner en que la vieja teoría del CI se
ocupa sólo de una estrecha franja de habilidades lingüísticas y matemáticas, y que tener un elevado CI tal
vez pueda predecir adecuadamente quién va a tener éxito en el aula o quién va a llegar a ser un buen
profesor, pero no tiene nada que decir con respecto al camino que seguirá la persona una vez concluida su
educación. Estos psicólogos —con Stemberg y Salovey a la cabeza— han adoptado una visión más amplia
de la inteligencia y han tratado de reformularla en términos de aquello que hace que uno enfoque más
adecuadamente su vida, una línea de investigación que nos retrotrae a la apreciación de que la inteligencia
constituye un asunto decididamente «personal» o emocional.
La definición de Salovey subsume a las inteligencias personales de Gardner y las organiza hasta
llegar a abarcar cinco competencias principales:
1. El conocimiento de las propias emociones. El conocimiento de uno mismo, es decir, la capacidad
de reconocer un sentimiento en el mismo momento en que aparece, constituye la piedra angular de la
inteligencia emocional. Como veremos en el capítulo 4, la capacidad de seguir momento a momento
nuestros sentimientos resulta crucial para la introvisión psicológica y para la comprensión de uno mismo.
Por otro lado, la incapacidad de percibir nuestros verdaderos sentimientos nos deja completamente a su
merced. Las personas que tienen una mayor certeza de sus emociones suelen dirigir mejor sus vidas, ya
que tienen un conocimiento seguro de cuáles son sus sentimientos reales, por ejemplo, a la hora de decidir
con quién casarse o qué profesión elegir.
2. La capacidad de controlar las emociones. La conciencia de uno mismo es una habilidad básica que
nos permite controlar nuestros sentimientos y adecuarlos al momento. En el capítulo 5 examinaremos la
capacidad de tranquilizarse a uno mismo, de desembarazarse de la ansiedad, de la tristeza, de la
irritabilidad exageradas y de las consecuencias que acarrea su ausencia. Las personas que carecen de
esta habilidad tienen que batallar constantemente con las tensiones desagradables mientras que, por el
contrario, quienes destacan en el ejercicio de esta capacidad se recuperan mucho más rápidamente de los
reveses y contratiempos de la vida.
3. La capacidad de motivarse uno mismo. Como veremos en el capítulo 6, el control de la vida
emocional y su subordinación a un objetivo resulta esencial para espolear y mantener la atencion, la
motivación y la creatividad. El autocontrol emocional —la capacidad de demorar la gratificación y sofocar la
impulsividad— constituye un imponderable que subyace a todo logro. Y si somos capaces de sumergimos
en el estado de «flujo» estaremos más capacitados para lograr resultados sobresalientes en cualquier área
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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de la vida. Las personas que tienen esta habilidad suelen ser más productivas y eficaces en todas las
empresas que acometen.
4 .El reconocimiento de las emociones ajenas. La empatía, otra capacidad que se asienta en la
conciencia emocional de uno mismo, constituye la «habilidad popular» fundamental. En el capítulo 7
examinaremos las raíces de la empatía, el coste social de la falta de armonía emocional y las razones por
las cuales la empatía puede prender la llama del altruismo. Las personas empáticas suelen sintonizar con
las señales sociales sutiles que indican qué necesitan o qué quieren los demás y esta capacidad las hace
más aptas para el desempeño de vocaciones tales como las profesiones sanitarias, la docencia, las ventas
y la dirección de empresas.
5. El control de las relaciones. El arte de las relaciones se basa, en buena medida, en la habilidad
para relacionarnos adecuadamente con las emociones ajenas. En el capitulo 8 revisaremos la competencia
o la incompetencia social y las habilidades concretas involucradas en esta facultad. Éstas son las
habilidades que subyacen a la popularidad, el liderazgo y la eficacia interpersonal. Las personas que
sobresalen en este tipo de habilidades suelen ser auténticas «estrellas» que tienen éxito en todas las
actividades vinculadas a la relación interpersonal.
No todas las personas manifiestan el mismo grado de pericia en cada uno de estos dominios. Hay
quienes son sumamente diestros en gobernar su propia ansiedad, por ejemplo, pero en cambio, son
relativamente ineptos cuando se trata de apaciguar los trastornos emocionales ajenos. A fin de cuentas, el
sustrato de nuestra pericia al respecto es, sin duda, neurológico, pero, como veremos a continuación, el
cerebro es asombrosamente plástico y se halla sometido a un continuo proceso de aprendizaje. Las
lagunas en la habilidad emocional pueden remediarse y, en términos generales, cada uno de estos
dominios representa un conjunto de hábitos y de reacciones que, con el esfuerzo adecuado, pueden llegar
a mejorarse.
EL CI Y LA INTELIGENCIA EMOCIONAL: LOS TIPOS PUROS
El CI y la inteligencia emocional no son conceptos contrapuestos sino tan sólo diferentes. Todos
nosotros representamos una combinación peculiar entre el intelecto y la emoción. Las personas que tienen
un elevado CI, pero que, en cambio manifiestan una escasa inteligencia emocional (oque, por el contrario,
muestran un bajo CI con una elevada inteligencia emocional), suelen ser, a pesar de los estereotipos
relativamente raras. En cambio parece como sí existiera una débil correlación entre el CI y ciertos aspectos
de la inteligencia emocional, aunque una correlación lo suficientemente débil como para dejar bien claro
que se trata de entidades completamente independientes.
A diferencia de lo que ocurre con los test habituales del CI, no existe —ni jamás podrá existir— un
solo test de papel y lápiz capaz de determinar el «grado de inteligencia emocional». Aunque se ha llevado a
cabo una amplia investigación de los elementos que componen la inteligencia emocional, algunos de ellos
—como la empatía, por ejemplo— sólo pueden valorarse poniendo a prueba la habilidad real de la persona
para ejecutar una tarea específica como, por ejemplo, el reconocimiento de las expresiones faciales ajenas
grabadas en vídeo. Aun así. Jack Block, psicólogo de la universidad californiana de Berkeley, utilizando una
medida muy similar a la inteligencia emocional que él denomina «capacidad adaptativa del ego» (y que
incluye las principales competencias emocionales y sociales) ha establecido una comparación de dos tipos
teóricamente puros, el tipo puro de individuo con un elevado CI y el tipo puro de individuo con aptitudes
emocionales altamente desarrolladas. Las diferencias encontradas a este respecto son sumamente
expresivas. El tipo puro de individuo con un alto CI (esto es, soslayando la inteligencia emocional)
constituye casi una caricatura del intelectual entregado al dominio de la mente pero completamente inepto
en su mundo personal. Los rasgos más sobresalientes difieren ligeramente entre mujeres y hombres. No es
de extrañar que los hombres con un elevado CI se caractericen por una amplia gama de intereses y
habilidades intelectuales y suelan ser ambiciosos, productivos, predecibles, tenaces y poco dados a reparar
en sus propias necesidades. Tienden a ser críticos, condescendientes, aprensivos, inhibidos, a sentirse
incómodos con la sexualidad y las experiencias sensoriales en general y son poco expresivos, distantes y
emocionalmente fríos y tranquilos.
Por el contrario, los hombres que poseen una elevada inteligencia emocional suelen ser socialmente
equilibrados, extravertidos, alegres, poco predispuestos a la timidez y a rumiar sus preocupaciones.
Demuestran estar dotados de una notable capacidad para comprometerse con las causas y las personas,
suelen adoptar responsabilidades, mantienen una visión ética de la vida y son afables y cariñosos en sus
relaciones. Su vida emocional es rica y apropiada; se sienten, en suma, a gusto consigo mismos, con sus
semejantes y con el universo social en el que viven.
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Por su parte, el tipo puro de mujer con un elevado CI manifiesta una previsible confianza intelectual,
es capaz de expresar claramente sus pensamientos, valora las cuestiones teóricas y presenta un amplio
abanico de intereses estéticos e intelectuales. También tiende a ser introspectiva, predispuesta a la
ansiedad, a la preocupación y la culpabilidad, y se muestra poco dispuesta a expresar públicamente su
enfado (aunque pueda expresarlo de un modo indirecto).
En cambio, las mujeres emocionalmente inteligentes tienden a ser enérgicas y a expresar sus
sentimientos sin ambages, tienen una visión positiva de sí mismas y para ellas la vida siempre tiene un
sentido. Al igual que ocurre con los hombres, suelen ser abiertas y sociables, expresan sus sentimientos
adecuadamente (en lugar de entregarse, por así decirlo, a arranques emocionales de los que
posteriormente tengan que lamentarse) y soportan bien la tensión. Su equilibrio social les permite hacer
rápidamente nuevas amistades; se sienten lo bastante a gusto consigo mismas como para mostrarse
alegres, espontáneas y abiertas a las experiencias sensuales. Y, a diferencia de lo que ocurre con el tipo
puro de mujer con un elevado CI, raramente se sienten ansiosas, culpables o se ahogan en sus
preocupaciones.
Estos retratos, obviamente, resultan caricaturescos porque toda persona es el resultado de la
combinación, en distintas proporciones, entre el CI y la inteligencia emocional. Pero, en cualquier caso, nos
ofrecen una visión sumamente instructiva del tipo de aptitudes específicas que ambas dimensiones pueden
aportar al conglomerado de cualidades que constituye una persona. Ambas imágenes, pues, se presentan
combinadas porque toda persona posee inteligencia cognitiva e inteligencia emocional, aunque lo cierto es
que la inteligencia emocional aporta, con mucha diferencia, la clase de cualidades que más nos ayudan a
convertirnos en auténticos seres humanos.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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4. CONÓCETE A TI MISMO
Según cuenta un viejo relato japonés, en cierta ocasión, un belicoso samurai desafió a un anciano
maestro zen a que le explicara los conceptos de cielo e infierno. Pero el monje replicó con desprecio:
—¡No eres más que un patán y no puedo malgastar mi tiempo con tus tonterías!
El samurai, herido en su honor, montó en cólera y. desenvainando la espada, exclamó:
—Tu impertinencia te costará la vida.
—¡Eso —replicó entonces el maestro— es el infierno!
Conmovido por la exactitud de las palabras del maestro sobre la cólera que le estaba atenazando, el
samurai se calmó, envainó la espada y se postró ante él, agradecido.
—¡Y eso —concluyó entonces el maestro—, eso es el cielo!
La súbita caída en cuenta del samurai de su propio desasosiego ilustra a la perfección la diferencia
crucial existente entre permanecer atrapado por un sentimiento y darse cuenta de que uno está siendo
arrastrado por él. La enseñanza de Sócrates «conócete a ti mismo» —darse cuenta de los propios
sentimientos en el mismo momento en que éstos tienen lugar— constituye la piedra angular de la
inteligencia emocional.
A primera vista tal vez pensemos que nuestros sentimientos son evidentes, pero una reflexión más
cuidadosa nos recordará las muchas ocasiones en las que realmente no hemos reparado —o hemos
reparado demasiado tarde— en lo que sentíamos con respecto a algo. Los psicólogos utilizan el engorroso
término metafórico cognición para hablar de la conciencia de los procesos del pensamiento y el de
metaestado para referirse a la conciencia de las propias emociones. Yo, por mi parte, prefiero la expresión
conciencia de uno mismo, la atención continua a los propios estados internos. Esa conciencia
autorreflexiva en la que la mente se ocupa de observar e investigar la experiencia misma, incluidas las
emociones: Esta cualidad en la que la atención admite de manera imparcial y no reactiva todo cuanto
discurre por la conciencia, como si se tratara de un testigo, se asemeja al tipo de atención que Freud
recomendaba a quienes querían dedicarse al psicoanálisis, la llamada «atención neutra flotante». Algunos
psicoanalistas denominan «ego observador» a esta capacidad que permite al analista percibir lo que el
proceso de la asociación libre despierta en el paciente y sus propias reacciones ante los comentarios del
paciente.
Este tipo de conciencia de uno mismo parece requerir una activación del neocórtex, especialmente
de las áreas del lenguaje destinadas a identificar y nombrar las emociones. La conciencia de uno mismo no
es un tipo de atención que se vea fácilmente arrastrada por las emociones, que reaccione en demasía o
que amplifique lo que se perciba sino que, por el contrario, constituye una actividad neutra que mantiene la
atención sobre uno mismo aun en medio de la más turbulenta agitación emocional. William Styron parece
describir esta facultad cuando, al hablar de su profunda depresión, menciona la sensación de «estar
acompañado por una especie de segundo yo, un observador espectral que, sin compartir la demencia de su
doble, es capaz de darse cuenta, con desapasionada curiosidad, de sus profundos desasosiegos». En el
mejor de los casos, la observación de uno mismo permite la toma de conciencia ecuánime de los
sentimientos apasionados o turbulentos. En el peor, constituye una especie de paso atrás que permite
distanciarse de la experiencia y ubicarse en una corriente paralela de conciencia que es «meta», —que
flota por encima, o que está junto— a la corriente principal y, en consecuencia, impide sumergirse por
completo en lo que está ocurriendo y perderse en ello, y, en cambio, favorece la toma de conciencia. Esta,
por ejemplo, es la diferencia que existe entre estar violentamente enojado con alguien y tener, aun en
medio del enojo, la conciencia autorreflexiva de que «estoy enojado». En términos de la mecánica neural de
la conciencia, es muy posible que este cambio sutil en la actividad mental constituya una señal evidente de
que el neocórtex está controlando activamente la emoción, un primer paso en el camino hacia el control. La
toma de conciencia de las emociones constituye la habilidad emocional fundamental, el cimiento sobre el
que se edifican otras habilidades de este tipo, como el autocontrol emocional, por ejemplo.
En palabras de John Mayer, un psicólogo de Universidad of New Hampshire que, junto a Peter
Salovey, de Yale, ha formulado la teoría de la inteligencia emocional, ser consciente de uno mismo
significa «ser consciente de nuestros estados de ánimo y de los pensamientos que tenemos acerca de esos
estados de ánimo».> Ser consciente de uno mismo, en suma, es estar atento a los estados internos sin
reaccionar ante ellos y sin juzgarlos. Pero Mayer también descubrió que esta sensibilidad puede no ser tan
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ecuánime, como ocurre, por ejemplo, en el caso de los típicos pensamientos en los que uno, dándose
cuenta de sus propias emociones, dice «no debería sentir esto», «estoy pensando en cosas positivas para
animarme» o, en el caso de una conciencia más restringida de uno mismo, el pensamiento fugaz de que
«no debería pensar en estas cosas».
Aunque haya una diferencia lógica entre ser consciente de los sentimientos e intentar transformarlos,
Mayer ha descubierto que, para todo propósito práctico, ambas cuestiones van de la mano y que tomar
conciencia de un estado de ánimo negativo conlleva también el intento de desembarazamos de él. Pero el
hecho es que la toma de conciencia de los sentimientos no tiene nada que ver con tratar de
desembarazamos de los impulsos emocionales. Cuando gritamos «¡basta!» a un niño cuya ira le ha llevado
a golpear a un compañero, tal vez podamos detener la pelea pero con ello no anularemos la ira, porque el
pensamiento del niño sigue todavía fijado al desencadenante de su enfado («¡pero él me ha quitado mi
juguete!») y, de ese modo, jamás lograremos erradicar la cólera. En cualquier caso, la comprensión que
acompaña a la conciencia de uno mismo tiene un poderoso efecto sobre los sentimientos negativos
intensos y no sólo nos brinda la posibilidad de no quedar sometidos a su influjo sino que también nos
proporciona la oportunidad de liberamos de ellos, de conseguir, en suma, un mayor grado de libertad.
En opinión de Mayer, existen varios estilos diferentes de personas en cuanto a la forma de atender o
tratar con sus emociones:
•La persona consciente de si misma. Como es comprensible, la persona que es consciente de sus
estados de ánimo mientras los está experimentando goza de una vida emocional más desarrollada. Son
personas cuya claridad emocional impregna todas las facetas de su personalidad; personas autónomas y
seguras de sus propias fronteras; personas psicológicamente sanas que tienden a tener una visión positiva
de la vida; personas que, cuando caen en un estado de ánimo negativo, no le dan vueltas obsesivamente y,
en consecuencia, no tardan en salir de él. Su atención, en suma, les ayuda a controlar sus emociones.
•Las personas atrapadas en sus emociones. Son personas que suelen sentirse desbordadas por
sus emociones y que son incapaces de escapar de ellas, como si fueran esclavos de sus estados de ánimo.
Son personas muy volubles y no muy conscientes de sus sentimientos, y esa misma falta de perspectiva les
hace sentirse abrumados y perdidos en las emociones y, en consecuencia, sienten que no pueden controlar
su vida emocional y no tratan de escapar de los estados de ánimo negativos.
•Las personas que aceptan resignadamente sus emociones. Son personas que, si bien suelen
percibir con claridad lo que están sintiendo, también tienden a aceptar pasivamente sus estados de ánimo
y, por ello mismo, no suelen tratar de cambiarlos. Parece haber dos tipos de aceptadores, los que suelen
estar de buen humor y se hallan poco motivados para cambiar su estado de ánimo y los que, a pesar de su
claridad, son proclives a los estados de ánimo negativos y los aceptan con una actitud de laissez-faire que
les lleva a no tratar de cambiarlos a pesar de la molestia que suponen (una pauta que suele encontrarse
entre aquellas personas deprimidas que están resignadas con la situación en que se encuentran).
EL APASIONADO Y EL INDIFERENTE
Imagine, por un momento, que está volando entre Nueva York y San Francisco. El vuelo ha sido muy
tranquilo pero, al aproximarse a las montañas Rocosas, se escucha la voz del piloto advirtiendo: «Señoras y
caballeros, estamos a punto de atravesar una zona de turbulencia atmosférica. Les rogamos que regresen
a sus asientos y se abrochen los cinturones». Luego el avión entra en la turbulencia y se ve sacudido de
arriba a abajo y de un lado al otro como una pelota de playa a merced de las olas.
¿Qué es lo que usted haría en esa situación? ¿Es el tipo de persona que se desconectaría de todo y
seguiría ensimismado en un libro, una revista o la película que en aquel momento estuviera proyectándose,
o acaso echaría mano rápidamente a la hoja de instrucciones a seguir en caso de emergencia, escudriñaría
el rostro de las azafatas y los auxiliares de vuelo en busca de algún signo de pánico o prestaría atención al
sonido de los motores tratando de advertir en ellos algún sonido alarmante’?
El tipo de respuesta natural que tengamos ante esta situación refleja la actitud de nuestra atención
ante el estrés. En realidad, esta misma escena forma parte de una de las pruebas de un test desarrollado
por Suzanne Miller, una psicóloga de la Temple University, para determinar si, en una situación angustiante,
la persona tiende a centrar minuciosamente su atención en todos los detalles de la situación o si, por el
contrario, afronta esos momentos de ansiedad tratando de distraerse. Porque el hecho es que estas dos
actitudes atencionales hacia el peligro tienen consecuencias muy diferentes en la forma en que la gente
experimenta sus propias reacciones emocionales. Quienes atienden a los detalles, por este mismo motivo
tienden a amplificar inconscientemente la magnitud de sus propias reacciones (especialmente en el caso de
que su atención esté despojada de la ecuanimidad que proporciona la conciencia de uno mismo) con el
resultado de que sus emociones parecen más intensas. Quienes, por el contrario, se desconectan y se
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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distraen, perciben menos sus propias reacciones, y así no sólo minimizan sino que también disminuyen la
intensidad de su respuesta emocional.
Y esto significa que, en los casos extremos, la conciencia emocional de algunas personas es
abrumadora mientras que la de otras es casi inexistente. Considere, si no, el caso de aquel estudiante
interno que, cierta noche, al descubrir un fuego en su dormitorio, cogió un extintor y lo apagó. No hay nada
especialmente extraño en su conducta, a excepción del hecho de que, en lugar de correr a apagar el fuego,
nuestro estudiante lo hizo caminando tranquilamente porque, para él, no existía ninguna situación de
peligro.
Esta anécdota me fue contada por Edward Diener, un psicólogo de la Universidad de Illinois, en
Urbana, que se ha dedicado a estudiar la intensidad con la que la gente experimenta sus emociones. El
estudiante del que hablábamos destacaba entre todos los casos estudiados por Diener como uno de los
menos intensos con los que se había encontrado, una persona completamente desapasionada, alguien que
atravesaba la vida sintiendo poco o nada, aun en medio de una situación de peligro de incendio como la
descrita.
Consideremos ahora, en el otro extremo del espectro de Diener, el caso de una mujer que quedó
muy consternada durante varios días por haber perdido su pluma estilográfica favorita. En otra ocasión,
esta misma mujer se emocionó tanto al ver un anuncio de rebajas de zapatos que dejó todo lo que estaba
haciendo, montó a toda prisa en su coche y condujo sin parar durante tres horas hasta llegar a Chicago,
donde se hallaba la zapatería en cuestión.
Según Diener, las mujeres suelen experimentar las emociones en general, tanto positivas como
negativas, con más intensidad que los hombres. En cualquier caso, y dejando de lado las diferencias de
sexo, la vida emocional es más rica para quienes perciben más. Por otra parte, el exceso de sensibilidad
emocional supone una verdadera tormenta emocional —ya sea celestial o infernal— para las personas
situadas en uno de los extremos del continuo de Diener, mientras que quienes se hallan en el otro polo
apenas si experimentan sentimiento alguno aun en las circunstancias más extremas.
EL HOMBRE SIN SENTIMIENTOS
Gary era un cirujano de éxito, inteligente y solícito, pero su novia, Ellen, estaba exasperada porque,
en el terreno emocional, Gary era una persona chata y sumamente reservada. Podía hablar brillantemente
de cuestiones científicas y artísticas pero, en lo tocante a sus sentimientos, era —aun con Ellen—
absolutamente inexpresivo. Y, por más que ella tratara de mover sus emociones, Gary permanecía
indiferente e impasible y no cesaba de repetir: «yo no expreso mis sentimientos» al terapeuta a quien visitó
a instancias de Ellen y, cuando llegó el momento de hablar de su vida emocional, Gary concluyó: «no sé de
qué hablar. No tengo sentimientos intensos, ni positivos ni negativos».
Pero Ellen no era la única en estar frustrada con el mutismo emocional de Gary porque, como le
confió a su terapeuta, era completamente incapaz de hablar abiertamente con nadie de sus sentimientos. Y
el motivo fundamental de aquella incapacidad era, en primer lugar, que ni siquiera sabía lo que sentía, lo
único que sabía era que él no se enfadaba; era alguien sin tristezas pero también sin alegrías. Como
observó su terapeuta, la impasibilidad emocional convierte a la gente como Gary en personas sosas y
blandas, personas que «aburren a cualquiera. Es por ello por lo que sus esposas suelen aconsejarles que
emprendan un tratamiento psicológico».
La monotonía emocional de Gary es un ejemplo de lo que los psiquiatras denominan alexitimia, —
del griego a, un prefijo que indica negación, lexis , que significa «palabra» y thymos, que significa
«emoción»—, la incapacidad para expresar con palabras sus propios sentimientos. En realidad, los
alexitímicos parecen carecer de todo tipo de sentimientos aunque el hecho es que, más que hablar de una
ausencia de sentimientos, habría que hablar de una incapacidad de expresar las emociones. Los
psicoanalistas fueron quienes primero advirtieron la existencia de este tipo de personas refractarias al
tratamiento porque no proporcionaban sentimientos, fantasías ni sueños de ningún tipo, porque no
aportaban, en suma, ninguna vida emocional interna acerca de la cual hablar. Los rasgos clínicos más
sobresalientes de los alexitímicos son la dificultad para describir los sentimientos —tanto los propios como
los ajenos— y un vocabulario emocional sumamente restringido. Es más, se trata de personas que hasta
tienen dificultades para discriminar las emociones de las sensaciones corporales, así que tal vez puedan
decir que tienen mariposas en el estómago, palpitaciones, sudores y vértigos, pero son ciertamente
incapaces de reconocer que lo que sienten es ansiedad.
El término alexitimia , fue acuñado en 1972 por el doctor Peter Sifneos, un psiquiatra de Harvard,
para referirse a un tipo de pacientes que «dan la impresión de ser diferentes, seres extraños que provienen
de un mundo completamente distinto al nuestro, seres que viven en medio de una sociedad gobernada por
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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los sentimientos». Los alexitímicos, por ejemplo, rara vez lloran pero, cuando lo hacen, sus lágrimas son
copiosas y se quedan desconcertados si se les pregunta por el motivo de su llanto. Una paciente
alexitímica, por ejemplo, quedó tan apesadumbrada después de haber visto una película de una mujer con
ocho hijos que estaba muriendo de cáncer, que aquella misma noche se despertó llorando. Cuando el
terapeuta le sugirió que tal vez estuviera preocupada porque la película le recordara a su propia madre —
que, por cierto, también se hallaba a punto de morir de cáncer—, la mujer se sentó inmóvil, desconcertada y
en silencio. Luego, cuando el terapeuta le preguntó qué era lo que sentía, lo único que pudo articular fue
que se sentía «muy mal» y agregó que, a pesar de las ganas de llorar que experimentaba, ignoraba cuál
era el verdadero motivo de su llanto. Ése es precisamente el nudo del problema. No es que los alexitimicos
no sientan, sino que son incapaces de saber y especialmente incapaces de poner en palabras lo que
sienten. Se trata de personas que carecen de la habilidad fundamental de la inteligencia emocional, la
conciencia de uno mismo, el conocimiento de lo que están sintiendo en el mismo momento en que las
emociones bullen en su interior. Los alexitímicos ni siquiera tienen una idea de lo que están sintiendo y, en
este sentido, son un ejemplo que refuta claramente la creencia de que todos sabemos cuáles son nuestros
sentimientos. Cuando algo —o, más exactamente, alguien— les hace sentir, se quedan tan conmovidos y
perplejos, que tratan de evitar esta situación a toda costa. Los sentimientos llegan a ellos, cuando lo hacen,
como un desconcertante manojo de tensiones y, como ocurría en el caso de la paciente que acabamos de
mencionar, se sienten «muy mal» pero no pueden decir exactamente qué tipo de mal es el que sienten.
Esta confusión básica de sentimientos suele llevarles a quejarse de problemas clínicos difusos, a
confundir el sufrimiento emocional con el dolor físico, una condición conocida en psiquiatría con el nombre
de somatización (algo, por cierto, muy distinto a la enfermedad psicosomática. en la que los problemas
emocionales terminan originando auténticas complicaciones médicas). De hecho, gran parte del interés
psiquiátrico en los alexitímicos consiste en el reconocimiento de los pacientes que acuden al médico en
busca de ayuda porque son sumamente proclives a la búsqueda infructuosa de un diagnóstico y de un
tratamiento médico para lo que, en realidad, es un problema emocional.
Aunque la causa de la alexitimia todavía no esté claramente establecida, el doctor Sifneos apunta la
posibilidad de que radique en una desconexión entre el sistema límbico y el neocórtex (especialmente los
centros verbales), lo cual parece coincidir perfectamente con lo que hemos visto con respecto al cerebro
emocional. Según Sifneos, aquellos pacientes a quienes, para aliviarles de algún tipo de ataques graves, se
ha seccionado esa conexión, terminan liberándose de sus síntomas pero se convierten en personas
parecidas a los alexitímicos, personas emocionalmente chatas, incapaces de poner sus sentimientos en
palabras y súbitamente despojados de toda imaginación. En resumen, pues, aunque los circuitos
emocionales del cerebro puedan reaccionar a los sentimientos, el neocórtex de los alexitimicos no parece
capaz de clasificar esos sentimientos y hablar sobre ellos. Y, como dice Henry Roth en su novela Call It
Sleep sobre el poder del lenguaje:
«Cuando puedas poner palabras a lo que sientes te apropiarás de ello».
Ese, precisamente, es el dilema en el que se encuentra atrapado el alexitímico, porque carecer de
palabras para referirse a los sentimientos significa no poder apropiarse de ellos.
ELOGIO DE LAS SENSACIONES VISCERALES
Una operación quirúrgica extirpó por completo el tumor que Elliot tenía inmediatamente detrás de la
frente, un tumor del tamaño de una naranja pequeña. Pero, aunque la operación había sido todo un éxito,
los conocidos advirtieron un cambio tal de personalidad que les resultaba difícil reconocer que se trataba de
la misma persona. Antes había sido un abogado de éxito pero ahora ya no podía mantener su trabajo, su
esposa terminó por abandonarle, dilapidó todos sus ahorros en inversiones improductivas y se vio obligado
a vivir recluido en la habitación de huéspedes de casa de su hermano.
Algo en Elliot resultaba desconcertante porque, si bien intelectualmente seguía siendo tan brillante
como siempre, malgastaba inútilmente el tiempo perdiéndose en los detalles más insignificantes, como sí
hubiera perdido toda sensación de prioridad. Y los consejos no tenían el menor efecto sobre él y le
despedían sistemáticamente de todos los trabajos. Los tests intelectuales no parecían encontrar nada
extraño en sus facultades mentales, pero Elliot decidió visitar a un neurobiólogo con la esperanza de
descubrir la existencia de algún problema neurológico que justificara su incapacidad porque, de no ser así,
debía concluir lógicamente que su enfermedad era meramente inexistente.
Antonio Damasio, el neurólogo al que consultó, se quedó completamente atónito ante el hecho de
que, aunque la capacidad lógica, la memoria, la atención y otras habilidades cognitivas se hallaran intactas,
Elliot no parecía darse cuenta de sus sentimientos con respecto a lo que le estaba ocurriendo. Podía hablar
de los acontecimientos más trágicos de su vida con una ausencia completa de emociones, como sí fuera un
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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mero espectador de las pérdidas y los fracasos de su pasado, sin mostrar la menor desazón, tristeza,
frustración o enojo por la injusticia de la vida. Su propia tragedia parecía causarle tan poco sufrimiento que
hasta el mismo Damasio parecía más preocupado que él.
Damasio llegó a la conclusión de que la causa de aquella ignorancia emocional había que buscarla
en la intervención quirúrgica, ya que la extirpación del tumor cerebral debería haber afectado parcialmente a
los lóbulos prefrontales. Efectivamente, la operación había seccionado algunas de las conexiones nerviosas
existentes entre los centros inferiores del cerebro emocional, (en panicular, la amígdala y otras regiones
adyacentes) y las regiones pensantes del neocórtex. De este modo, su pensamiento se había convertido en
una especie de ordenador, completamente capaz de dar los pasos necesarios para tomar una decisión,
pero absolutamente incapaz de asignar valores a cada una de las posibles alternativas. Todas las
posibilidades que le ofrecía su mente resultaban, así, igualmente neutras. Ese razonamiento francamente
desapasionado era, en opinión de Damasio, el núcleo de los problemas de Elliot, ya que la falta de
conciencia de sus propios sentimientos sobre las cosas era precisamente lo que hacía defectuoso su
proceso de razonamiento.
Las dificultades de Elliot se presentaban incluso en las decisiones más nimias. Cuando Damasio trató
de concertar un día y una hora para la próxima cita, Elliot se convirtió en un amasijo de dudas porque
encontraba pros y contras para cada uno de los días y de las horas que le proponía Damasio y no acertaba
a elegir entre ninguna de ellas. Los motivos que aducía para aceptar u objetar cualquiera de las alternativas
eran sumamente razonables, pero era incapaz de darse cuenta de cómo se sentía con cualquiera de ellas.
Y aquella falta de conciencia de sus propios sentimientos era precisamente lo que le convertía en alguien
completamente apático.
Los sentimientos desempeñan un papel fundamental para navegar a través de la incesante corriente
de las decisiones personales que la vida nos obliga a tomar. Es cierto que los sentimientos muy intensos
pueden crear estragos en el razonamiento, pero también lo es que la falta de conciencia de los sentimientos
puede ser absolutamente desastrosa, especialmente en aquellos casos en los que tenemos que sopesar
cuidadosamente decisiones de las que, en gran medida, depende nuestro futuro (como la carrera que
estudiaremos, la necesidad de mantener un trabajo estable o de arriesgarnos a cambiarlo por otro más
interesante, con quién casamos, dónde vivir, qué apartamento alquilar, qué casa comprar, etcétera). Estas
son decisiones que no pueden tomarse exclusivamente con la razón sino que también requieren del
concurso de las sensaciones viscerales y de la sabiduría emocional acumulada por la experiencia pasada.
La lógica formal por sí sola no sirve para decidir con quién casamos, en quién confiar o qué trabajo
desempeñar porque, en esos dominios, la razón carente de sentimientos es ciega.
Las señales intuitivas que nos guían en esos momentos llegan en forma de impulsos límbicos que
Damasio denomina «indicadores somáticos», sensaciones viscerales, un tipo de alarma automática que
llama la atención sobre el posible peligro de un determinado curso de acción. Estos indicadores suelen
orientarnos en contra de determinadas decisiones y también pueden alertamos de la presencia de alguna
oportunidad interesante. En esos momentos no solemos recordar la experiencia concreta que determina
esa sensación negativa, aunque en realidad lo único que nos interesa es la señal de que un determinado
curso de acción puede conducimos al desastre. De este modo, la presencia de esta sensación visceral
confiere una seguridad que nos permite renunciar o proseguir con un determinado curso de acción,
reduciendo así la gama de posibles alternativas a una lista mucho más manejable. La llave que favorece la
toma de decisiones personales consiste, en suma, en permanecer en contacto con nuestras propias
sensaciones.
SONDEANDO EL INCONSCIENTE
La vacuidad emocional de Elliot patentiza la existencia de todo un abanico de capacidades
personales para darse cuenta de las emociones en el mismo momento en que se están experimentando.
Según la lógica de la neurociencia, si la ausencia de un determinado circuito neuronal conduce a una
deficiencia en una capacidad concreta, la fortaleza o debilidad relativa de ese mismo circuito en personas
cuyos cerebros se hallan intactos debería conducir a niveles comparables de competencia en esa misma
capacidad. Esto significa que existen motivos neurológicos —ligados al papel que desempeñan los circuitos
prefrontales en la toma de conciencia de las emociones— que justifican que determinadas personas
puedan detectar con más facilidad que otras la excitación propia del miedo o la alegría y así ser más
conscientes de sus emociones.
Tal vez la capacidad para la introspección psicológica esté relacionada con estos circuitos
neuronales. Hay personas que naturalmente se hallan más sintonizadas con las modalidades simbólicas
propias de la mente emocional, como, por ejemplo, la metáfora, la analogía, la poesía, la canción y la fábula
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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escritos todos ellos en el lenguaje del corazón. Y lo mismo ocurre en el caso de los sueños y los mitos, en
los que el flujo narrativo está determinado por asociaciones difusas que siguen la lógica de la mente
emocional. Quienes sintonizan naturalmente con la voz de su propio corazón -con el lenguaje de la
emoción— son más proclives a escuchar sus mensajes, ya sea como novelistas, compositores o
psicoterapeutas. Esta sintonía interna les hace más aptos para escuchar la voz de «la sabiduría del
inconsciente» y captar así el significado que sienten sobre sus sueños y sus fantasías, los símbolos que
encaman nuestros deseos más profundos.
La conciencia de uno mismo —la facultad que trata de fortalecer la psicoterapia— es fundamental
para la introspección psicológica. De hecho, el modelo de la inteligencia intrapsíquica que sigue Howard
Gardner es el propuesto por Sigmund Freud, el gran cartógrafo de la dinámica oculta del psiquismo. Como
señaló claramente Freíd, gran parte de nuestra vida emocional es inconsciente, y nuestros sentimientos no
siempre logran cruzar el umbral de la conciencia. La verificación empírica de este axioma psicológico
procede, por ejemplo, de los experimentos sobre las emociones inconscientes, como el descubrimiento de
que las personas relacionan concretamente cosas que ni siquiera saben que han visto anteriormente.
Cualquier emoción puede ser —y normalmente es— inconsciente.
El correlato fisiológico de la emoción suele tener lugar antes de que la persona sea consciente del
sentimiento que le corresponde. Cuando, por ejemplo, a las personas que temen a las serpientes se les
muestra la imagen de una serpiente, sensores convenientemente colocados en su piel detectan el sudor —
un signo de ansiedad— antes de que los sujetos afirmen experimentar miedo. Y esta respuesta tiene lugar
aun en el caso de que el sujeto se vea expuesto a la imagen una fracción tan corta de tiempo que no tenga
la menor idea consciente de lo que ha visto y que sólo sepa que está comenzando a sentirse ansioso. Sin
embargo, en la medida en que esa emoción preconsciente sigue intensificándose, llega un momento en el
que logra atravesar el umbral y emerge en la conciencia. Existen, pues, dos niveles de la emoción, un nivel
consciente y otro inconsciente, y el momento en que llega a la conciencia constituye el jalón que indica su
registro por el córtex frontal.
Pero. aunque no tengamos la menor idea de ellas, el hecho es que las emociones que bullen bajo el
umbral de la conciencia pueden tener un poderoso impacto en nuestra forma de percibir y de reaccionar.
Tornemos, por ejemplo, el caso de alguien que haya tenido un encuentro desagradable y que luego
permanezca irritable durante muchas horas, sintiéndose insultado por el menor motivo y respondiendo mal
a la menor insinuación. El sujeto puede ser completamente inconsciente de su susceptibilidad y
sorprenderse mucho si alguien le llama la atención a este respecto, aunque no cabe la menor duda de que
las emociones están bullendo en su interior y son las que dictan sus ariscas respuestas.
Pero una vez que el sujeto toma conciencia de este hecho —una vez que su córtex lo registra—,
puede evaluar las cosas de un modo nuevo, decidir dejar a un lado los sentimientos que experimento aquel
día y transformar así su visión y su estado de ánimo.
Así es como la conciencia emocional de uno mismo conduce al siguiente elemento constitutivo
esencial de la inteligencia emocional: la capacidad de desembarazarse de los estados de ánimo negativos.
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5. ESCLAVOS DE LA PASIÓN
Tú has sido...
un hombre capaz de aceptar con igual semblante los premios y los reveses
de Fortuna...
Dame a un hombre que no sea esclavo de sus pasiones y lo colocaré en el
centro de mi corazón, ¡ay! en el corazón de mi corazón.
Como hago contigo...
Hamlet a su amigo Horacio
El dominio de uno mismo, esa capacidad de afrontar los contratiempos emocionales que nos deparan
los avatares del destino y que nos emancipa de la «esclavitud de las pasiones» ha sido una virtud
altamente encomiada desde los tiempos de Platón. Como señala Page DuBois, el notable erudito de la
Grecia clásica, el antiguo término griego utilizado para referirse a esta virtud era sofrosyne, «el cuidado y la
inteligencia en el gobierno de la propia vida». Los romanos y la iglesia cristiana primitiva, por su parte, la
denominaban temperantia —templanza— la contención del exceso emocional. Pero el objetivo de la
templanza no es la represión de las emociones sino el equilibrio, porque cada sentimiento es válido y tiene
su propio valor y significado. Una vida carente de pasión sería una tierra yerma indiferente que se hallaría
escindida y aislada de la fecundidad de la vida misma. Como apuntaba Aristóteles, el objetivo consiste en
albergar la emoción apropiada, un tipo de sentimiento que se halle en consonancia con las circunstancias.
El intento de acallar las emociones conduce al embotamiento y la apatía, mientras que su expresión
desenfrenada, por el contrario, puede terminar abocando, en situaciones extremas, al campo de lo
patológico (como ocurre, por ejemplo, en los casos de depresión postrante, ansiedad aguda, cólera
desmesurada o autación maniaca).
El hecho de mantener en jaque a las emociones angustiosas constituye la clave de nuestro bienestar
emocional. Como acabamos de señalar, los extremos —esto es, las emociones que son
desmesuradamente intensas o que se prolongan más de lo necesario— socavan nuestra estabilidad. Pero
ello no significa, en modo alguno, que debamos limitarnos a experimentar un sólo tipo de emoción. El
intento de permanecer feliz a toda costa nos recuerda a la ingenuidad de aquellas insignias de rostros
sonrientes que estuvieron tan de moda durante la década de los setenta. Habría mucho que decir acerca de
la aportación constructiva del sufrimiento a la vida espiritual y creativa, porque el sufrimiento puede
ayudamos a templar el alma.
La vida está sembrada de altibajos, pero nosotros debemos aprender a mantener el equilibrio. En
última instancia, en las cuestiones del corazón es la adecuada proporción entre las emociones negativas y
las positivas la que determina nuestra sensación de bienestar. Esto es, al menos, lo que nos indican ciertos
estudios sobre el estado de ánimo en los que se distribuyeron «avisadores» —aparatos que sonaban
aleatoriamente— a cientos de mujeres y de hombres, con la función de recordarles que debían registrar las
emociones que estaban experimentando en aquel mismo instante. No se trata, pues, de que, para ser
felices, debamos evitar los sentimientos angustiosos, sino tan sólo que no nos pasen inadvertidos y
terminen desplazando a los estados de ánimo más positivos. Aun quienes atraviesan episodios de enojo o
depresión aguda disponen, a pesar de todo, de la posibilidad de disfrutar de cierta sensación de bienestar si
cuentan con el adecuado contrapunto que suponen las experiencias alegres y felices. Estos estudios
también confirman la escasa relación existente entre el bienestar emocional de la persona y sus
calificaciones académicas o su CI, lo cual demuestra la independencia de las emociones con respecto a la
inteligencia académica.
De la misma forma que existe un murmullo continuo de pensamientos en el fondo de la mente,
también podemos constatar la existencia de un constante ruido emocional. Despiértese a alguien, por
ejemplo, a las seis de la mañana o a las siete de la tarde y descubrirá que siempre se halla en un
determinado estado de ánimo. Por supuesto que, en dos mañanas diferentes, uno puede hallarse en dos
estados de ánimo muy distintos pero, cuando tratamos de determinar el estado de ánimo general de una
persona a lo largo de las semanas o los meses, los datos obtenidos tienden a reflejar su sensación global
de bienestar. Y también resulta evidente que los sentimientos muy intensos son relativamente raros y que la
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mayor parte de las personas vivimos en una especie de término medio gris, en una suave montaña rusa
emocional apenas salpicada de ligeros sobresaltos.
Llegar a dominar las emociones constituye una tarea tan ardua que requiere una dedicación completa
y es por ello por lo que la mayor parte de nosotros sólo podemos tratar de controlar —en nuestro tiempo
libre— el estado de ánimo que nos embarga. Todo lo que hacemos, desde leer una novela o ver la
televisión, hasta las actividades y los amigos que elegimos, no son más que intentos de llegar a sentirnos
mejor. El arte de calmarse a uno mismo constituye una habilidad vital fundamental, y algunos intérpretes del
pensamiento psicoanalítico, como, por ejemplo, John Bowlby y D.W. Winnicott consideran que se trata del
más fundamental de los recursos psicológicos. En teoría, los niños emocionalmente sanos aprenden a
calmarse tratándose a sí mismos del modo en que han sido tratados por los demás, y es así como se
vuelven menos vulnerables a las erupciones del cerebro emocional.
Como ya hemos visto, el diseño del cerebro pone de manifiesto que tenemos escaso o ningún control
con respecto al momento en que nos veremos arrastrados por una emoción y que tampoco disponemos de
mucho margen de maniobra sobre el tipo de emoción que nos aquejará. Lo que tal vez si se halla en
nuestra mano es el tiempo que permanecerá una determinada emoción. El problema no estriba tanto en la
diversidad emocional que reflejan, por ejemplo, la tristeza, la preocupación o el enfado (ya que
normalmente estos estados de ánimo desaparecen con el tiempo y paciencia), como en el hecho de que su
desmesura y su inadecuación conlleva los más sombríos matices: la ansiedad crónica, la furia desbocada y
la depresión. Tanto es así que, en sus manifestaciones más graves y persistentes, su erradicación puede
llegar a requerir medicación, psicoterapia o ambas cosas a la vez.
Uno de los indicadores de la autorregulación emocional es el hecho de saber reconocer en qué
momento la excitación crónica del cerebro emocional es tan intensa como para requerir ayuda
farmacológica. Por ejemplo, dos tercios de las personas que sufren de trastornos maníaco—depresivos no
han recibido nunca tratamiento médico al respecto. Pero el hecho es que el litio u otros fármacos más
vanguardistas pueden llegar a frustrar el ciclo característico del trastorno maníaco—depresivo (en el que se
alternan la euforia caótica y la grandiosidad con la irritación y la rabia). Uno de los problemas característicos
de los trastornos maníaco-depresivos es que, cuando la persona está inmersa en plena crisis maníaca, se
halla plenamente convencida de que no necesita ningún tipo de ayuda a pesar de las desastrosas
decisiones que pueda estar tomando. Así pues, la medicación psiquiátrica brinda a las personas que están
atravesando este tipo de episodios un instrumento para manejar más adecuadamente sus vidas.
Pero cuando se trata de superar un tipo más habitual de estados negativos sólo contamos con
nuestros propios recursos.
Como ha señalado Diane Tice, psicóloga de la Case Western Reserve University que interrogó a más
de cuatrocientas personas sobre las diferentes estrategias que utilizaban para superar los estados de
ánimo angustiantes y sobre el grado de éxito que éstas les procuraban, estos recursos no siempre se
mostraron lo suficientemente eficaces Hay que decir, para comenzar, que no todos los encuestados partían
de la premisa de que fuera necesario cambiar los estados de ánimo negativos. La investigación de Tice
puso de manifiesto la existencia de cerca de un 5% de «puristas del estado de ánimo», es decir, personas
que afirmaban que ellos nunca trataban de cambiar un determinado estado de ánimo porque, en su opinión,
todas las emociones son «naturales» y deben experimentarse tal y como se presentan, por más
desalentadoras que resulten. Asimismo, también había otros que buscaban promover estados de ánimo
negativos por razones pragmáticas: médicos que necesitan mostrarse apesadumbrados para dar una mala
noticia a sus pacientes; activistas sociales que alimentan su indignación ante la injusticia para poder ser
más eficaces a la hora de combatirla; y hubo incluso un joven que admitió que alimentaba su rabia para
poder defender más adecuadamente a su hermano menor de las agresiones de que era objeto en el patio
de recreo. Otros, por último, se mostraron abiertamente maquiavélicos en la manipulación de sus estados
de ánimo, como atestiguaron varios cobradores que ejercitaban su irritabilidad para poder mantener su
inflexibilidad ante los morosos. En cualquiera de los casos, la verdad es que, aparte de estos raros
ejemplos de cultivo deliberado de las emociones negativas, la mayoría admitió que se hallaba a merced de
sus estados de ánimo. Los caminos que emprende la gente para sacudirse de encima los estados de ánimo
perturbadores son decididamente muy heterogéneos.
LA ANATOMIA DEL ENFADO
Supongamos que otro conductor se nos acerca peligrosamente mientras estamos circulando por la
autopista. Aunque nuestro primer pensamiento reflejo sea, por ejemplo, «¡maldito hijo de puta!», lo que
realmente resulta decisivo para el desarrollo de la rabia es que ese pensamiento vaya seguido de otros
pensamientos de irritación y venganza, como, por ejemplo: «¡ese cabrón Podría haber chocado conmigo!
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¡No puedo permitírselo!». En tal caso, nuestros nudillos palidecen mientras las manos aprietan firmemente
el volante (una especie de sustitución del hecho de estrangular al otro conductor), el cuerpo se predispone
para la lucha —no para la huida— y comenzamos a temblar mientras resbalan por nuestra frente gotas de
sudor, el corazón late con fuerza y tensamos todos los músculos del rostro. Es como si quisiéramos
asesinarle. Entonces es cuando oímos el claxon del coche que nos sigue y nos damos cuenta de que,
después de haber evitado por los pelos la colisión, hemos aminorado la marcha inadvertidamente y
estamos a punto de explotar y proyectar toda nuestra rabia sobre ese otro conductor. Esta es la sustancia
misma de la hipertensión, de la conducción imprudente y hasta de muchos accidentes de automóvil.
Comparemos ahora esta secuencia del desarrollo de la rabia con otra línea de pensamiento más
amable hacia el conductor que se ha interpuesto en nuestro camino: «es muy posible que no me haya visto
o que tenga una buena razón para conducir de ese modo, probablemente una urgencia médica». Esta
posibilidad atempera nuestro enfado con la compasión o, al menos, con cierta apertura mental que permite
detener la escalada de la rabia. El problema estriba, como nos recuerda el desafío de Aristóteles, en tener
el grado de enfado apropiado, ya que, con demasiada frecuencia, la rabia escapa a nuestro control.
Benjamin Franklin expresó muy acertadamente este punto cuando dijo: «siempre hay razones para estar
enfadados, pero éstas rara vez son buenas».
Existen, claro está, diferentes tipos de enfado. Es muy probable que la amígdala sea el principal
asiento del súbito chispazo de ira que experimentamos hacia el conductor cuya falta de atención ha puesto
en peligro nuestra seguridad. Pero, en el otro extremo del circuito emocional, el neocórtex tiende a fomentar
un tipo de enfados más calculados, como la venganza fría o las reacciones que suscitan la infidelidad y la
injusticia. Estos enfados premeditados suelen ser aquéllos a los que Franklin se refería cuando decía que
«esconden una buena razón» o, por lo menos, que así nos lo parece.
Como afirma Tice, el enfado parece ser el estado de ánimo más persistente y difícil de controlar. De
hecho, el enfado es la más seductora de las emociones negativas porque el monólogo interno que lo alienta
proporciona argumentos convincentes para justificar el hecho de poder descargarlo sobre alguien. A
diferencia de lo que ocurre en el caso de la melancolía, el enfado resulta energetizante e incluso
euforizante. Es muy posible que su poder persuasivo y seductor explique el motivo por el cual ciertos
puntos de vista sobre el enfado se hallan tan difundidos. La gente, por ejemplo, suele pensar que la ira es
ingobernable y que, en todo caso, no debiera ser controlada o que una descarga «catártica» puede ser
sumamente liberadora. El punto de vista opuesto —que quizá constituya una reacción ante el desolador
panorama que nos brindan las actitudes recién mencionadas—, sostiene, por el contrario, que el enfado
puede ser totalmente evitado. Pero una lectura atenta de los descubrimientos realizados por la investigación
de Tice nos sugiere que este tipo de actitudes habituales hacia el enfado no sólo están equivocadas sino
que son francas supersticiones. Sin embargo, la cadena de pensamientos hostiles que alimenta al enfado
nos proporciona una posible clave para poner en práctica uno de los métodos más eficaces de calmarlo. En
primer lugar, debemos tratar de socavar las convicciones que alimentan el enfado. Cuantas más vueltas
demos a los motivos que nos llevan al enojo, más «buenas razones» y más justificaciones encontraremos
para seguir enfadados. Los pensamientos obsesivos son la leña que alimenta el fuego de la ira, un fuego
que sólo podrá extinguirse contemplando las cosas desde un punto de vista diferente. Como ha puesto de
manifiesto la investigación realizada por Tice, uno de los remedios más poderosos para acabar con el
enfado consiste en volver a encuadrar la situación en un marco más positivo.
La «irrupción» de la rabia
Este descubrimiento confirma las conclusiones a las que ha llegado Dolf Zillmann, psicólogo de la
Universidad de Alabama, quien, a lo largo de una exhaustiva serie de cuidadosos experimentos, ha
determinado con detalle la anatomía de la rabia. Si tenemos en cuenta que la raíz de la cólera se asienta en
la vertiente beligerante de la respuesta de lucha-o-huida, no es de extrañar que Zillman concluya que el
detonante universal del enfado sea la sensación de hallarse amenazado. Y no nos referimos solamente a
la amenaza física sino también, como suele ocurrir, a cualquier amenaza simbólica para nuestra autoestima
o nuestro amor propio (como, por ejemplo, sentirse tratado ruda o injustamente, sentirse insultado,
menospreciado, frustrado en la consecución de un determinado objetivo, etcétera), percepciones, todas
ellas, que actúan a modo de detonante de una respuesta límbica que tiene un efecto doble sobre el cerebro.
Por una parte, libera la secreción de catecolaminas que cumplen con la función de generar un acceso
puntual y rápido de la energía necesaria para «emprender una acción decidida —como dice Zillman— tal
como la lucha o la huida». Esta descarga de energía límbica perdura varios minutos durante los cuales
nuestro cuerpo, en función de la magnitud que nuestro cerebro emocional asigne a la amenaza, se dispone
para el combate o para la huida.
Mientras tanto, otra oleada energética activada por la amígdala perdura más tiempo que la descarga
catecolamínica y se desplaza a lo largo de la rama adrenocortical del sistema nervioso, aportando así el
tono general adecuado a la respuesta. Esta excitación adrenocortical generalizada puede perdurar horas e
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incluso días, manteniendo al cerebro emocional predispuesto a la excitación y convirtiéndose en un
trampolín fisiológico que provoca que las reacciones subsecuentes se produzcan con especial celeridad.
Esta hipersensibilidad difusa provocada por la excitación adrenocortical explica por qué la mayoría de las
personas parecen más predispuestas a enfadarse una vez que ya han sido provocadas o se hallan
ligeramente excitadas. Por otra parte, todos los tipos de estrés provocan una excitación adrenocortical que
contribuye a bajar el umbral de la irritabilidad. De este modo, después de un duro día del trabajo, una
persona se sentirá especialmente predispuesta a enfadarse en casa por las razones más insignificantes —
el ruido o el desorden de los niños, por ejemplo—, razones que en otras circunstancias no tendrían el poder
suficiente para desencadenar un secuestro emocional.
Zillman ha llegado a estas conclusiones después de una concienzuda experimentación. En uno de
sus estudios, por ejemplo, contaba con un cómplice cuya misión era la de provocar a las personas que se
habían ofrecido voluntarias para el experimento haciendo comentarios sarcásticos sobre ellos.
Seguidamente, los voluntarios veían una película divertida u otra de carácter más perturbador. A
continuación se les ofrecía la ocasión de desquitarse de quien les acababa de criticar pidiéndoles que
valorasen lo que, en su opinión, debía pagársele. Los resultados demostraron claramente que la intensidad
de su venganza era directamente proporcional al grado de excitación que habían experimentado durante la
contemplación de la película. Así pues, quienes acababan de ver la película más desagradable se
mostraban más enfadados y ofrecían las peores valoraciones.
El enfado se construye sobre el enfado
La investigación realizada por Zillman parece explicar la dinámica inherente a un drama familiar
doméstico del que fui testigo cierto día que me hallaba de compras en el supermercado. Al otro extremo del
pasillo podía oírse el tono mesurado y amable de una joven madre que se dirigía a su hijo con un escueto.
—Devuelve... eso... a su sitio.
—Pero yo lo quiero —gimoteaba el pequeño, aferrándose con más fuerza a la caja de cereales con la
imagen de las Tortugas Ninja.
—Ponlo en su sitio —dijo la madre con un tono de voz que comenzaba a traslucir una cierta irritación.
En aquel momento, una niña más pequeña, que iba sentada en el asiento del carro, tiró al suelo el
tarro de gelatina que estaba mordisqueando y, al derramarse por el suelo, la madre comenzó a vociferar.
—¡Toma! —dijo furiosa mientras le daba un bofetón.
A continuación arrebató la caja de manos del niño, la arrojó al anaquel más cercano y, levantando a
su hijo velozmente del suelo por la cintura, lo llevó a rastras pasillo adelante mientras empujaba el carro
amenazadoramente. Ahora la niña lloraba y el niño pataleaba protestando:
—¡Bájame! ¡Bájame!
Zilíman ha descubierto que cuando el cuerpo se encuentra en un estado de irritabilidad —como
ocurría, por ejemplo, en el caso de esta madre— y algo suscita un secuestro emocional, la emoción
subsecuente, sea de enfado o ansiedad, revestirá una intensidad especial. Y ésta es la dinámica que
invariablemente se pone en funcionamiento cuando alguien se irrita. Zillman considera la escalada del
enfado como «una secuencia de provocaciones, cada una de las cuales suscita una reacción de excitación
que tiende a disiparse muy lentamente». En esta secuencia, cada uno de los pensamientos o percepciones
irritantes se convierte en un minimo detonante de la descarga catecolamínica de la amígdala, y cada una
de estas descargas se ve fortalecida, a su vez, por el impulso hormonal precedente. De este modo, una
segunda descarga tiene lugar antes de que la primera se haya disipado, una tercera se suma a las dos
precedentes y así sucesivamente. Es como si cada nueva descarga cabalgara a lomos de las anteriores,
aumentando así vertiginosamente la escalada del nivel de excitación fisiológica. Cualquier pensamiento que
tenga lugar durante este proceso provocará una irritación mucho más intensa que la que tendría lugar al
comienzo de la secuencia. De este modo, el enfado se construye sobre el enfado al tiempo que la
temperatura de nuestro cerebro emocional va aumentando. Para ese entonces, la ira, ante la que nuestra
razón se muestra impotente, desembocará fácilmente en un estallido de violencia.
En este momento, la persona se siente incapaz de perdonar y se cierra a todo razonamiento. Todos
sus pensamientos gravitan en torno a la venganza y la represalia, sin detenerse a considerar las posibles
consecuencias de sus actos. Este alto nivel de excitación, afirma Zillman, «alimenta una ilusión de poder e
invulnerabilidad que promueve y fomenta la agresividad», ya que, «a falta de toda guía cognitiva
adecuada», la persona enfadada se retrotrae a la más primitiva de las respuestas. Es así cómo las
descargas límbicas prosiguen su curso ascendente y las lecciones más rudimentarias de la brutalidad
terminan convirtiéndose en guías para la acción.
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Un bálsamo para el enfado
A la vista de este análisis sobre la anatomía del enfado, Zillman considera que existen dos
posibilidades de intervención en el proceso. El primer modo de restar fuerza al enfado consiste en prestar la
máxima atención y darnos cuenta de los pensamientos que desencadenan la primera descarga de enojo
(esta evaluación original confirma y alienta la primera explosión mientras que las siguientes sólo sirven para
avivar las llamas ya encendidas). El momento del ciclo del enfado en el que intervengamos resulta
sumamente importante porque, cuanto antes lo hagamos, mejores resultados obtendremos. De hecho, el
enfado puede verse completamente cortocircuitado si, antes de darle expresión, damos con alguna
información que pueda mitigarlo.
El poder de la comprensión para desactivar la irritación resulta bien patente en otro de los
experimentos realizados por Zillman, en el que un ayudante especialmente grosero (cómplice, en realidad,
del experimentador) se dedicaba a insultar y provocar a los sujetos que en aquel momento realizaban un
ejercicio físico.
Cuando se les brindó la posibilidad de desquitarse de su desagradable compañero —dándoles la
oportunidad de estimar sus aptitudes para un posible trabajo—, acometieron la tarea con una mezcla de
enojo y complacencia. En cambio, en otra versión del mismo experimento, una mujer entraba en la sala,
después de que los voluntarios hubiesen sido provocados e inmediatamente antes de que se les diera la
oportunidad de desquitarse, y hacía salir al cómplice del lugar con la excusa de que acababa de recibir una
llamada telefónica urgente. Cuando éste salía, se despedía despectivamente de la mujer quien, sin
embargo, parecía tomarse el comentario con muy buen humor, explicando a los demás que su compañero
se hallaba sometido a terribles presiones porque estaba muy nervioso ante la inminencia de un examen
oral. En este caso, la explicación ofrecida pareció despertar la compasión de los sujetos del experimento
quienes, cuando tuvieron la oportunidad de desquitarse, rehusaron hacerlo. Este tipo de información
atemperante parece, pues, permitir la reconsideración del incidente que desencadena el enfado.
Sin embargo, como decíamos anteriormente, también existe otra posibilidad para desarticular el
enfado que, según Zilíman, sólo resulta posible en casos de irritación moderada y, por el contrario, no
funciona en niveles más intensos, debido a lo que el mismo Zillman denomina «incapacidad cognitiva»,
que impide a las personas razonar adecuadamente. Cuando la gente se halla sometida a un nivel de
irritabilidad muy intenso, tiende a infravalorar los posibles mensajes de información mitigante con frases
tales como « ¡esto es intolerable!» o -como afirma Zillmann —con suma delicadeza— con «las más burdas
procacidades que nos brinda nuestro idioma».
El enfriamiento
En cierta ocasión, cuando sólo tenía trece anos, me enzarcé en una agria discusión en casa y salí de
ella jurando que jamás regresaría. Era un hermoso día de verano y estuve paseando por el campo hasta
que la paz y la belleza circundantes me invadieron y gradualmente fui tranquilizándome. Al cabo de unas
horas regresé a casa sereno y completamente arrepentido. A partir de aquel momento, cada vez que me
enfado busco una oportunidad para hacer lo mismo, lo que considero el mejor de los remedios.
Este relato forma parte de uno de los primeros estudios científicos sobre el enfado llevado a cabo en
1899, un estudio que aún sigue siendo todo un modelo de la segunda forma de aplacar el enfado que
citábamos anteriormente, tratar de aplacar la excitación fisiológica ligada a la descarga adrenalínica en un
entorno en el que no haya peligro de que se produzcan más situaciones irritantes. Eso supone, por ejemplo,
que, en el caso de una discusión, la persona agraviada debería alejarse durante un tiempo de la persona
causante del enojo y frenar la escalada de pensamientos hostiles tratando de distraerse. Como ha
descubierto Zillmann, las distracciones son un recurso sumamente eficaz para modificar nuestro estado de
ánimo por la sencilla razón de que es difícil seguir enfadado cuando uno se lo está pasando bien. El truco,
pues, consiste en darnos permiso para que el enfado vaya enfriándose mientras tratamos de disfrutar de un
rato agradable.
El análisis realizado por Zillmann sobre los mecanismos que contribuyen a incrementar o disminuir la
irritación nos brinda una explicación a buena parte de los descubrimientos realizados por Diane Tice acerca
de las estrategias que la gente suele emplear para aliviar el enfado. Una de tales estrategias —claramente
eficaz— consiste en retirarse y quedarse a solas mientras tiene lugar el proceso de enfriamiento. Para la
gran mayoría de los varones esto se traduce en dar un paseo en automóvil, una actividad que concede una
tregua mientras uno conduce (y, que según me confesó Tice, la hace conducir ahora con mayor
precaución).
Quizás una alternativa más saludable sea la de dar una larga caminata. El ejercicio activo contribuye
a dominar el enfado y lo mismo puede decirse de los métodos de relajación, como, por ejemplo, la
respiración profunda y la distensión muscular porque estos ejercicios permiten aliviar la elevada excitación
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fisiológica provocada por el enfado y propiciar un estado de menor excitación y también obviamente porque
así uno se distrae del estímulo que suscitó el enfado. El ejercicio activo puede servir además para disminuir
el enfado por una razón similar ya que, después del alto nivel de activación fisiológica suscitado por el
ejercicio, el cuerpo vuelve naturalmente a un nivel de menor excitación.
Pero el período de enfriamiento no será de ninguna utilidad si lo empleamos en seguir alimentando la
cadena de pensamientos irritantes, ya que cada uno de éstos constituye, por sí mismo, un pequeño
detonante que hace posibles nuevos brotes de cólera. El poder sedante de la distracción reside
precisamente en poner fin a la cadena de pensamientos irritantes. En su revisión de las estrategias
utilizadas por la mayoría de las personas para controlar el enfado, Tice descubrió que las distracciones más
utilizadas para tratar de calmarse —ver la televisión, ir al cine, leer y actividades similares— ponen coto
eficazmente a la cadena de pensamientos hostiles que alimentan el enfado. No obstante, también tenemos
que matizar, no obstante, como ha explicado Tice, que actividades tales como comer e ir de compras no
tienen el mismo efecto, ya que resulta sumamente sencillo proseguir con nuestros pensamientos de
indignación mientras recorremos los pasillos de un centro comercial o damos buena cuenta de un pastel de
chocolate.
A estas estrategias debemos añadir las propuestas por Redford Williams, psiquiatra de la Universidad
de Duke, quien trata de ayudar a controlar su cólera a las personas muy irritables que presentan un elevado
riesgo de enfermedad cardíaca. Una de sus recomendaciones consiste en que la persona aprenda a utilizar
la conciencia de si mismo para darse cuenta de los pensamientos irritantes o cínicos en el mismo momento
en que aparecen y, seguidamente, registrarlos por escrito. Cuando los pensamientos irritantes se han
detectado de este modo, pueden afrontarse y considerarse desde una perspectiva más adecuada; aunque,
como Zillmann descubriera, esta aproximación es más provechosa cuando la irritabilidad no ha alcanzado
todavía la cota de la cólera.
La falacia de la catarsis
Apenas subí a un taxi de la ciudad de Nueva York, un joven que quería cruzar la calle se detuvo ante
el vehículo a esperar que el tráfico disminuyera. El taxista, impaciente por arrancar, tocó entonces el claxon
y comenzó a mover el vehículo lentamente a fin de que el joven se apartara de su camino. La réplica de
éste fue un ademán obsceno y grosero.
—Eh. tú. hijo de puta! —le espetó, entonce, el taxista. pisando el acelerador y el freno al mismo
tiempo amenazando con embestirle.
Ante aquella intimidación, el joven se hizo a un lado bruscamente y descargó un puñetazo sobre la
carrocería del taxi mientras éste trataba de abrirse paso a través del tráfico. El taxista soltó entonces una
burda letanía de exclamaciones dirigidas al joven.
—No puedes cargar con la mierda del primer imbécil que se te cruce en el camino. Tienes que
devolvérsela a gritos. Por lo menos, eso te hace sentir mejor —me dijo luego el conductor, a guisa de
conclusión, todavía visiblemente afectado.
La catarsis —el hecho de dar rienda suelta a nuestro enfado— se ensalza a veces como un modo
adecuado de manejar la irritación.
La opinión popular sostiene que «eso te hace sentir mejor» pero, tal como nos sugieren los
descubrimientos realizados por Zillmann, existe un poderoso argumento en contra de la catarsis, un
argumento que comenzó a elaborarse a partir de la década de los cincuenta cuando los psicólogos
comprobaron experimentalmente los efectos de la catarsis y descubrieron que el hecho de airear el enfado
de poco o nada sirve para mitigarlo (aunque, dada su seductora naturaleza, pueda proporcionarnos cierta
satisfacción). No obstante, existen ciertas condiciones concretas en las que el hecho de expresar
abiertamente el enfado puede resultar apropiado como, por ejemplo, cuando se trata de comunicar algo
directamente a la persona causante de nuestro enojo; cuando sirve para restaurar la autoridad, el derecho o
la justicia; o cuando con ello se inflige «un daño proporcional» a la otra persona que la obliga, más allá de
todo sentimiento de venganza por nuestra parte, a cambiar la situación que nos agobia. Hay que decir
también que, debido a la naturaleza altamente inflamable de la ira, esto es más fácil de decir que de llevar a
la práctica.
Tice descubrió, asimismo, que el hecho de expresar abiertamente el enfado constituye una de las
peores maneras de tratar de aplacarlo, porque los arranques de ira incrementan necesariamente la
excitación emocional del cerebro y hacen que la persona se sienta todavía más irritada. En este sentido, las
respuestas ofrecidas por la gente confirmaron a Tice que el efecto de expresar abiertamente la cólera ante
la persona que la provocaba había sido el de prolongar su mal humor en lugar de acabar con él. Parece
mucho más eficaz, en suma, que la persona comience tratando de calmarse y que posteriormente, de un
modo más asertivo y constructivo, entable un diálogo para tratar de resolver el problema. Como escuché en
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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cierta ocasión, al maestro tibetano Chogyam Trungpa cuando se le preguntó por el mejor modo de
relacionarse con el enfado:
«Ni lo reprimas ni te dejes arrastrar por él».
APLACAR LA ANSIEDAD: ¿QUÉ ES LO QUE ME PREOCUPA?
¡Oh no! Parece que se ha estropeado el silenciador del tubo de escape... Tendré que llevarlo a
reparar... Pero ahora no tengo dinero... Tal vez pueda coger el dinero de la matrícula de Jamie...Pero ¿qué
pasará si luego no puedo pagar su matrícula?... Bueno, el último informe del instituto ha sido francamente
desalentador... Es muy probable que sus notas sigan siendo malas y finalmente no pueda matricularse en la
universidad. El silenciador sigue haciendo ruido...
Así es como la mente obsesionada da vueltas y más vueltas, una y otra vez, a un culebrón
aparentemente interminable de preocupaciones concatenadas. El ejemplo anterior nos los proporcionan
Lizabeth Roemer y Thomas Borkovec, psicólogos de la Pennsylvania University State, cuya investigación
sobre la preocupación —el núcleo fundamental de la ansiedad— ha llamado la atención sobre el tema de
los artistas y de los científicos neuróticos. « Según parece, una vez iniciado, no hay modo alguno de
detener el ciclo de la preocupación. En el extremo opuesto, la reflexión constructiva acerca de un problema
—una actividad sólo en apariencia similar a la preocupación— puede permitirnos dar con la solución
adecuada».
En realidad, toda preocupación se asienta en el estado de alerta ante un peligro potencial que, sin
duda alguna, ha sido esencial para la supervivencia en algún momento de nuestro proceso evolutivo.
Cuando el miedo activa nuestro cerebro emocional, una parte de la ansiedad centra nuestra atención en la
amenaza, obligando a la mente a buscar obsesivamente una salida y a ignorar todo lo demás. La
preocupación constituye, pues, en cierto modo, una especie de ensayo en el que consideramos las distintas
alternativas de respuesta posibles. En este sentido, la función de la preocupación consiste, por
consiguiente, en una anticipación de los peligros que pueda presentamos la vida y en la búsqueda de
soluciones positivas ante ellos.
El problema surge cuando la preocupación se hace crónica y reiterativa, cuando se repite
continuamente sin procuramos nunca una solución positiva. Un análisis más detenido de la preocupación
crónica evidencia que ésta presenta todos los rasgos característicos propios de un secuestro emocional
moderado: parece no proceder de ninguna parte, es incontrolable, genera un ruido constante de ansiedad,
se muestra impermeable a todo razonamiento y encierra a la persona preocupada en una actitud unilateral
y rígida sobre el asunto que la preocupa. Cuando el ciclo de la preocupación se intensifica y persiste,
ensombrece el hilo argumental hasta desembocar en arrebatos nerviosos, fobias, obsesiones,
compulsiones y auténticos ataques de pánico. En cada uno de estos desórdenes la preocupación se centra
en un contenido diferente: en el caso de la fobia, la ansiedad se fija en la situación temida; en las
obsesiones, se ocupa en impedir algún posible desastre; por último, en los ataques de pánico suele gravitar
en torno a la muerte o a la misma posibilidad de sufrir un ataque de pánico.
El denominador común de todas estas condiciones es una falta de control sobre el ciclo de la
preocupación. Por ejemplo, una mujer aquejada de un trastorno obsesivo-compulsivo se veía obligada a
ejecutar una serie de ceremonias rituales que le ocupaban la mayor parte del tiempo que pasaba despierta,
como ducharse durante cuarenta y cinco minutos varias veces o lavarse las manos cinco minutos seguidos
veinte o más veces al día. No se sentaba a menos que antes hubiera limpiado el asiento con alcohol para
esterilizarlo. Tampoco podía tocar a niño o a animal alguno porque, según decía, estaban «demasiado
sucios». En realidad, todos estos comportamientos compulsivos estaban motivados por un miedo mórbido a
los gérmenes, puesto que albergaba el temor constante de que, si no se lavaba y esterilizaba, terminaría
enfermando y moriría.”
Otra mujer que estaba siendo tratada de un «trastorno de ansiedad generalizada» —la etiqueta
psicológica utilizada para referirse a una persona excesivamente aprensiva— respondió del siguiente modo
a la petición de que durante un minuto expresara en voz alta sus preocupaciones:
«—Podría no hacerlo bien. Sonaría tan artificial que no nos permitiría hacernos una idea correcta de
la realidad de mi problema y lo que necesitamos es comprender esa realidad... Porque si no vemos la
realidad jamás me pondré bien y, si no me pongo bien, jamás podré llegar a ser feliz.»
En este despliegue de preocupación sobre preocupación, el mismo hecho de pedirle al sujeto que
expresara en voz alta sus preocupaciones durante un minuto provocó una escalada que terminó
desembocando, poco después, en una conclusión auténticamente catastrófica: «jamás llegaré a ser feliz».
El ciclo de la preocupación suele comenzar con un relato interno que salta de un tema a otro y que no
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suele incluir la representación imaginaria del infortunio en cuestión. En efecto, las preocupaciones son de
carácter más auditivo que visual -es decir, se expresan en palabras y no en imágenes—, un hecho muy
importante a la hora de intentar controlarlas.
Borkovec y sus colegas comenzaron a estudiar la preocupación en si misma cuando estaban
tratando de encontrar un tratamiento para el insomnio. La ansiedad, como han observado otros
investigadores, tiene una manifestación cognitiva —los pensamientos preocupantes— y otra somática,
evidenciada por los síntomas fisiológicos típicos de la ansiedad (como el sudor, la aceleración del ritmo
cardíaco o la tensión muscular). Sin embargo, lío como descubrió Borkovec, el problema principal de la
gente que padece insomnio no es la excitación somática sino los pensamientos intrusivos. Se trata de
aprensivos crónicos que no pueden dejar de estar preocupados, por más cansados que se encuentren. Lo
único que parece ayudarles a conciliar el sueño es el hecho de alejar su mente de las preocupaciones,
focalizándola, en su lugar, en las sensaciones producidas por el ejercicio de algún tipo de relajación.
Resumiendo: se puede cortar el círculo vicioso de la preocupación cambiando el foco de la atención.
Sin embargo, la mayoría de las personas aprensivas no parecen responder a este método, y según
Borkovec, esto se debe a que el ciclo de la preocupación proporciona una recompensa parcial que refuerza
el hábito. El aspecto positivo, por así decirlo, de la preocupación, es que constituye una forma de afrontar
las amenazas potenciales y los peligros que puedan cruzarse en nuestro camino. Como ya hemos dicho, la
verdadera función de la preocupación es la de constituir una especie de ensayo frente a esas amenazas
que nos ayuda a encontrar posibles soluciones.
Pero el hecho es que este aspecto de la preocupación no siempre resulta adecuado. Las soluciones
originales y las formas creativas de encarar un problema no suelen estar ligadas a la preocupación,
especialmente en el caso de la preocupación crónica. En lugar de buscar una posible solución a los
problemas potenciales, los aprensivos se limitan simplemente a dar vueltas y más vueltas en torno al
peligro, profundizando así el surco del pensamiento que les atemoriza. Los aprensivos crónicos pueden
albergar miedos frente a un amplio abanico de situaciones —la mayoría de ellas con escasas
probabilidades de ocurrir— y advierten peligros en el viaje de la vida que los demás no llegamos siquiera a
barruntar.
Sin embargo, según confirmaron a Borkovec algunas de estas personas, aunque la preocupación
pueda ayudarles, lo cierto es que tiende a autoperpetuarse y a girar incesantemente en tomo a un mismo y
angustioso pensamiento. Pero ¿por qué la preocupación puede terminar convirtiéndose en una especie de
adicción mental? Posiblemente porque, como señala Borkovec, el hábito de la preocupación tiene una
función similar al de la superstición.
La gente suele preocuparse por cosas que tienen muy pocas probabilidades de ocurrir —como la
muerte de un ser querido en un accidente de aviación, la bancarrota y similares—, y todo este proceso, al
menos en lo que se refiere al cerebro límbico, tiene algo de mágico. Así, del mismo modo que un amuleto
nos protege de algún daño anticipado, la preocupación proporciona la confianza psicológica necesaria para
hacer frente a los peligros que nos obsesionan.
Una forma de trabajo con la preocupación
Ella se había trasladado desde el Medio Oeste hasta Los Angeles porque un editor le había ofrecido
trabajo pero, una vez ahí, se enteró de que la editorial había sido comprada por otra empresa y se quedó
sin él. Entonces empezó a trabajar como escritora independiente, una profesión muy inestable que lo
mismo la sobrecargaba de trabajo que la colocaba en una precaria situación económica. No era infrecuente
que tuviera que racionar las llamadas telefónicas y por vez primera carecía de seguro de enfermedad.
Aquella inestabilidad la hacía sentirse tan angustiada que no tardó en descubrirse teniendo pensamientos
sombríos sobre su salud, convencida de que su dolor de cabeza era el síntoma de un tumor cerebral e
imaginando que iba a sufrir un accidente cada vez que tomaba el coche. Muchas veces se descubría
completamente perdida en una interminable secuencia de preocupaciones que la envolvían como una
especie de neblina. Como ella misma decía, sus obsesiones habían acabado convirtiéndose en una especie
de adicción.
Borkovec también menciona otra ventaja adicional de la preocupación, ya que, mientras la persona
se halla inmersa en sus pensamientos obsesivos, no parece reparar en las sensaciones subjetivas de
ansiedad (el aumento del ritmo cardíaco, la sudoración, los temblores, etcétera) suscitadas por esos
mismos pensamientos. Así pues, la persistencia de la preocupación parece silenciar esa ansiedad, al
menos en lo que respecta al ritmo cardíaco. Al parecer, la secuencia de la preocupación es la siguiente: la
persona comienza adviniendo algo que suscita la idea de alguna amenaza o un peligro potencial, una
catástrofe imaginaria que, a su vez, desencadena un ataque moderado de ansiedad: luego el aprensivo se
sumerge en una serie de pensamientos de angustia, cada uno de los cuales desata nuevas
preocupaciones. Mientras la atención permanezca circunscrita a este ámbito obsesivo y se mantenga
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focalizada en este tipo de pensamientos, conseguirá apartar de su mente la imagen original catastrófica que
disparó la ansiedad. Como descubrió Borkovec, las imágenes son más poderosas que los pensamientos a
la hora de activar la ansiedad fisiológica. Es por esto por lo que la inmersión en los pensamientos y la
exclusión de las imágenes catastróficas es capaz de aliviar parcialmente la angustia. Y. en ese sentido, la
preocupación se ve reforzada porque constituye una suerte de antídoto parcial de la angustia.
Pero la preocupación crónica también resulta frustrante porque se constituye una secuencia de ideas
obsesivas y estereotipadas que no aportan ninguna solución creativa que contribuya realmente a resolver el
problema. Esta rigidez no sólo se manifiesta en el contenido mismo del pensamiento obsesivo —que
simplemente se limita a repetir la misma idea una y otra vez— sino también a nivel neurológico, en donde
parece presentarse una cierta inflexibilidad cortical y una incapacidad del cerebro emocional para adaptarse
a las circunstancias cambiantes. En resumen, pues, aunque la preocupación crónica funcione en ciertos
sentidos, no lo hace en otros aspectos mucho más importantes. Tal vez pueda disipar parcialmente la
ansiedad, pero jamás contribuirá a aportar la solución a un determinado problema.
En cualquier caso, no hay nada más difícil para un aprensivo crónico que seguir el consejo que más
frecuentemente se le brinda: «deja de preocuparte» (o peor todavía: «no te preocupes; se feliz»). No
olvidemos el papel que desempeña la amígdala en el desarrollo de las preocupaciones crónicas, un papel
que justifica su irrupción inesperada y su persistencia una vez que han hecho su aparición en escena. Sin
embargo, la investigación realizada por Borkovec le ha permitido elaborar un método sencillo que puede
ayudar a los aprensivos crónicos a controlar su hábito.
El primer paso consiste en tomar conciencia de uno mismo y registrar el primer acceso de
preocupación tan pronto como sea posible. En circunstancias ideales, este registro debería tener lugar
inmediatamente, en el mismo instante en que una fugaz imagen catastrófica pone en marcha el ciclo de la
preocupación y la ansiedad. En este sentido, el adiestramiento propuesto por Borkovec consiste en
comenzar enseñándoles a darse cuenta de los signos de la ansiedad y, en especial, adiestrándoles a
identificar las situaciones, las imágenes y los pensamientos ocasionales que desencadenan el ciclo de la
preocupación y las sensaciones corporales de ansiedad que las acompañan. Con el debido entrenamiento,
la persona puede llegar a captar el surgimiento de la preocupación en un momento cada vez más cercano
al inicio de la espiral de la ansiedad. También es posible recurrir al aprendizaje de alguna técnica de
relajación que la persona pueda aplicar apenas advierta el inicio del ciclo y ejercitarse en ella hasta ser
capaz de utilizarla adecuadamente en el momento preciso.
Sin embargo, la relajación no basta por sí sola. Las personas aprensivas también deben afrontar más
activamente los pensamientos perturbadores porque, de lo contrario, la espiral de la preocupación volverá a
iniciarse una y otra vez. El siguiente paso consiste en adoptar una postura crítica ante las creencias que
sustentan la preocupación. ¿Cabe ciertamente la posibilidad de que ocurra el acontecimiento temido? ¿Es
algo absolutamente necesario y no existe más alternativa que aceptarlo? ¿Hay algo positivo que pueda
hacerse al respecto? ¿Realmente me sirve de algo dar vueltas y más vueltas a los mismos pensamientos?
Esta combinación de atención y sano escepticismo puede servir para frenar la activación neurológica
que subyace a la ansiedad moderada. La inducción activa de este tipo de pensamientos puede terminar
inhibiendo el impulso límbico que alimenta la preocupación. Paralelamente, la inducción activa de un estado
de relajación contrarresta las señales de ansiedad que el cerebro emocional envía a todo el cuerpo.
De hecho, como señala Borkovec, estas estrategias determinan un curso de actividad mental que es
incompatible con la preocupación. La reiterada persistencia de un determinado pensamiento obsesivo
aumenta su poder persuasivo pero, en el caso de que logremos desviar la atención hacia un abanico de
alternativas igualmente plausibles, evitaremos tomar ingenuamente como verdaderos los pensamientos que
nos obsesionan. Este método se ha mostrado eficaz para aliviar este contumaz hábito hasta con aquellas
personas cuyas preocupaciones son tan serias como para merecer un diagnóstico psiquiátrico.
Por otra parte, sería también recomendable —e incluso diríamos que sería una señal de
autoconciencia— que las personas cuyas preocupaciones son tan graves como para desembocar en
fobias, trastornos obsesivo—compulsivos o ataques de pánico, recurrieran a la medicación para tratar de
interrumpir este círculo vicioso. No obstante, una reeducación emocional a través de la terapia sigue siendo
imprescindible para disminuir la probabilidad de que los trastornos de ansiedad vuelvan a presentarse una
vez que se haya dejado la medicación.
EL CONTROL DE LA TRISTEZA
La tristeza es el estado de ánimo del que la gente más quiere despojarse y Diane Tice descubrió que
las estrategias para conseguirlo son muy variadas. Sin embargo, no debería evitarse toda tristeza porque, al
igual que ocurre con cualquier otro estado de ánimo, tiene sus facetas positivas. La tristeza que provoca
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una pérdida irreparable, por ejemplo, suele ir acompañada de ciertas consecuencias: disminuye el interés
por los placeres y diversiones, fija la atención en aquello que se ha perdido e impone una pausa
momentánea que renueva nuestra energía para permitirnos acometer nuevas empresas. La tristeza, en
suma, proporciona una especie de refugio reflexivo frente a los afanes y ocupaciones de la vida cotidiana,
que nos sume en un periodo de retiro y de duelo necesario para asimilar nuestra pérdida, un período en el
que podemos ponderar su significado, llevar a cabo los ajustes psicológicos pertinentes y, por último,
establecer nuevos planes que permitan que nuestra vida siga adelante.
Pero, si bien la tristeza es útil, la depresión, en cambio, no lo es. William Styron nos brinda una
elocuente descripción de «las múltiples manifestaciones de la postración», entre las que se cuentan el
«odio hacia uno mismo», «la falta de autoestima», «la pesadumbre enfermiza» que va acompañada de una
«sombría constricción, cierta sensación de sobrecogimiento y alienación y, por encima de todo, de una
ansiedad abrumadora». También podemos enumerar las secuelas intelectuales que acompañan a ese
estado: «confusión, imposibilidad de concentrarse y pérdida de memoria» y, en un nivel más intenso,
la mente se ve «caóticamente distorsionada» y «los procesos mentales se ven arrastrados por una marea
tóxica y abyecta que impide cualquier posible respuesta satisfactoria al mundo en que uno vive». Además,
este estado también tiene sus correlatos físicos: el insomnio, la apatía, «una sensación de embotamiento,
nerviosismo y, más concretamente, una extraña fragilidad» que van acompañados de «un inquietante
desasosiego». A todo ello debemos añadir también la disminución de la capacidad de gozar de las
situaciones: «todas las facetas de la sensibilidad se vuelven difusas y hasta la comida parece
completamente insípida». Señalemos, por último, que toda esperanza se disipa dejando el residuo de una
«gris llovizna de congoja» que genera una desesperación tan palpable como el dolor físico, un dolor tan
insoportable que la única solución posible parece ser el suicidio.
En el caso de una depresión mayor como la descrita, la vida se paraliza y parece que no exista la
menor alternativa para salir de la situación. Los mismos síntomas de la depresión indican que el flujo de la
vida ha quedado estancado. En el caso de Styron, la medicación y la terapia no sirvieron de gran cosa sino
que fue el paso del tiempo y el internamiento en un hospital lo que finalmente despejó su abatimiento. Pero,
en lo que se refiere a la mayoría de las personas, especialmente a aquéllas aquejadas de depresiones más
benignas, la psicoterapia y la medicación pueden ser de gran ayuda. El Prozac es el tratamiento de moda,
pero existe más de una docena de fármacos que pueden ser útiles para tratar la depresión.
Sin embargo, mi principal centro de interés es la tristeza común, o la simple melancolía que, en sus
manifestaciones más extremas, puede llegar a convertirse, técnicamente hablando, en una «depresión
subclínica». Las personas con suficientes recursos internos pueden manejar por sí solas este tipo de
melancolía pero, por desgracia, algunas de las estrategias más frecuentemente empleadas resultan
francamente perjudiciales y no hacen más que empeorar la situación. Una de estas estrategias consiste en
aislarse, lo cual, si bien puede resultar atractivo cuando nos sentimos abatidos, también contribuye a
aumentar nuestra sensación de soledad y desamparo. Esto puede explicar, en parte, por qué Tice constató
que la táctica más extendida para combatir la depresión son las actividades sociales, es decir, salir a comer,
ir a ver un acontecimiento deportivo o al cine; en resumen, compartir algún tipo de actividad con los amigos
o con la familia. Este tipo de actividades puede ser muy eficaz siempre que quede claro que el objetivo que
se pretende lograr es que la mente se olvide de su tristeza porque, en caso contrario, sólo conseguirá
perpetuar su estado de ánimo.
En realidad, uno de los principales determinantes de la duración y la intensidad de un estado
depresivo es el grado de obsesión de la persona. Preocuparse por aquello que nos deprime sólo contribuye
a que la depresión se agudice y se prolongue más todavía. En la depresión, la preocupación puede adoptar
diferentes formas, aunque, sin embargo, todas ellas se focalizan en algún aspecto de la depresión misma
como, por ejemplo, el agotamiento, la escasa motivación, la faltade energía o el poco rendimiento.
Pero, por regla general, ninguno de estos pensamientos va acompañado de una acción decidida a
subsanar el problema. Según la psicóloga de Stanford Susan Nolen—Hoeksma, que se ha ocupado de
estudiar a fondo el pensamiento obsesivo en las personas deprimidas, otras estrategias habituales son las
de «aislarse, dar vueltas a lo mal que nos sentimos, temer que nuestra pareja se aburra de nosotros y
pueda llegar a abandonarnos o no dejar de preguntarnos si vamos a padecer otra noche de insomnio». La
persona deprimida puede tratar de justificar este tipo de comportamiento aduciendo que «sólo intenta
conocerse mejor a sí misma». Pero el hecho es que, en la mayoría de los casos, el deprimido sólo se
dedica a alimentar el sentimiento de tristeza sin ocuparse de hacer nada que pueda sacarle realmente de
su estado de ánimo. La terapia puede resultar muy útil a la hora de reflexionar sobre las causas profundas
de la depresión, siempre que no se trate de una mera inmersión pasiva —que sólo contribuye a empeorar la
situación y nos permita acceder a visiones o a acciones tendentes a cambiar las condiciones que la
motivaron—.
Asimismo, el pensamiento obsesivo puede agudizar la depresión en cuanto que establece
condiciones más depresivas, si cabe. Nolen—Hoeksma nos habla, por ejemplo, del caso de una vendedora
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aquejada de depresión que estaba tan preocupada que no realizaba las llamadas telefónicas tan necesarias
para su trabajo. Entonces las ventas disminuyeron, lo cual reforzó su sensación de fracaso y consolidó su
depresión. La distracción, por el contrario, le habría permitido acopiar la energía necesaria para hacer
aquellas llamadas y también le habría servido para escapar de las atenazadoras garras de la tristeza. Con
ello, las ventas se habrían incrementado y habría fortalecido la confianza en si misma, contribuyendo así,
en consecuencia, a reducir su depresión.
Según Nolen—Hoeksma, las mujeres son más proclives que los hombres a obsesionarse cuando
están deprimidas, lo cual podría explicar el hecho de que la cifra de mujeres diagnosticadas de depresión
duplique a la de hombres. Obviamente, éste no es el único factor que tener en cuenta, porque las mujeres
también son más proclives a expresar abiertamente su angustia y tienen más motivos para deprimirse. Los
hombres, por su parte, como muestran las estadísticas, doblan a las mujeres en su predisposición a ahogar
sus penas en alcohol.
Ciertas investigaciones han puesto de manifiesto que la terapia cognitiva orientada a modificar estas
pautas de pensamiento resulta tan eficaz como la medicación a la hora de tratar la depresión leve, y es
superior a ella en cuanto a prevenir su retorno. Dos estrategias, en concreto, se han mostrado
especialmente eficaces en esta lucha: una de ellas consiste en aprender a afrontar los pensamientos que
se esconden en el mismo núcleo de la obsesión, cuestionar su validez y considerar alternativas más
positivas. La otra consiste en establecer deliberadamente un programa de actividades agradables que
procure alguna clase de distracción.
Una de las razones por las cuales la distracción puede ser un remedio eficaz es que los
pensamientos depresivos tienen un carácter automático y se introducen de manera inesperada en la mente.
Aun en el caso de que la persona deprimida trate de eliminar los pensamientos obsesivos, no resulta fácil
conseguirlo.
Una vez que el tren de los pensamientos depresivos se ha puesto en marcha resulta muy difícil
detener el continuo proceso de asociaciones mentales que desencadena. Un estudio realizado con
personas deprimidas a quienes se pidió que ordenaran frases con palabras desordenadas al azar, tuvieron
mucho más éxito con los mensajes negativos («el futuro me parece sombrío») que con los más optimistas
(«el futuro me parece espléndido»). La depresión es un estado de ánimo que tiende a perpetuarse y a
eclipsar incluso las distracciones elegidas por el sujeto. Cuando Richard Wenzlaff, psicólogo de la
Universidad de Texas, llevó a cabo una investigación en la que proporcionó a varias personas deprimidas
una lista de actividades para apartar de sus mentes un hecho triste como, por ejemplo, la muerte de un
amigo, casi todos ellos eligieron las alternativas menos risueñas. En su opinión, las personas deprimidas
deben hacer el sobreesfuerzo de prestar atención a algo que pueda animarles y poner un cuidado especial
en no elegir inconscientemente todo aquello que les hunda nuevamente (como, por ejemplo, una película o
una novela muy triste).
Los elevadores del estado de ánimo
Imagine que está conduciendo en medio de la niebla por una carretera desconocida, empinada y
tortuosa, y que, de pronto, un coche sale bruscamente de una vía lateral pocos metros delante de usted sin
darle tiempo siquiera a detenerse. Lo único que puede hacer es pisar a fondo el pedal del freno, con lo cual
su vehículo derrapa de un lado a otro de la calzada. Un instante antes de oír el ruido del impacto metálico y
de los cristales rotos, se da cuenta de que el otro coche está lleno de niños y de que es un transporte
escolar que va camino de la escuela. Luego, tras el breve silencio que sucede a la colisión, oye un coro de
llantos y se las arregla como puede para correr hasta el otro coche. Entonces descubre consternado que
uno de los niños está tendido en el suelo completamente inerte y se siente invadido por el sentimiento de
culpa de haber sido el causante de una tragedia...
Escenas tan estremecedoras como la que acabamos de describir se utilizaron en uno de los
experimentos realizados por Wenzlaff para impresionar a los sujetos que participaban en él. La tarea que
debían llevar a cabo era la de apartar la escena de sus mentes y registrar, durante un periodo de nueve
minutos, el número de pensamientos ligados a la escena. Este experimento puso de relieve que, a medida
que iba pasando el tiempo, la mayoría de los participantes tendían a pensar cada vez menos en las
escenas perturbadoras, pero los deprimidos, por el contrario, mostraban un marcado incremento en el
número de pensamientos intrusivos, llegando incluso a pensar tangencialmente en la escena mientras se
hallaban inmersos en actividades distractivas.
Y, lo que es todavía más significativo, los voluntarios deprimidos solían distraerse recurriendo a otro
tipo de pensamientos aflictivos para tratar de apartar de su mente la escena en cuestión.
Como me dijo Wenzlaff: «las asociaciones de pensamientos no sólo se basan en su contenido sino
también según el propio estado de ánimo. Las personas contamos con un repertorio de pensamientos
negativos que acuden a nuestra mente con mayor facilidad cuando estamos alicaídos. Quienes son más

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